La Argentina en la globalización

La Argentina en la globalización

Discute los avances y desafíos del Plan Fénix a la luz del proceso de globalización, planteando una serie de acciones que logren recuperar la capacidad del Estado para conducir el rumbo de la economía, canalizando parte de los excedentes económicos hacia la producción y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población.

| Por Ricardo Aronskind |

Desde el lanzamiento del Plan Fénix han pasado 20 años. Las políticas económicas implementadas en nuestro país oscilaron significativamente entre experimentos neoliberales extremos y el reformismo distribucionista, pero el contexto internacional, en sus grandes líneas, siguió discurriendo por el sendero establecido por la globalización neoliberal.

Si bien Aldo Ferrer ha mostrado cómo se podría hacer una historia de la globalización desde la unificación del mercado mundial hace unos siglos, vamos a utilizar una definición más acotada en el tiempo de la globalización, pensándola como un fenómeno mundial que se consolida a partir de los años ’80 del siglo pasado, y que presenta continuidades y rupturas con el período de la posguerra mundial. En términos generales ese proceso ha sido impulsado y promovido desde los países capitalistas más desarrollados, a favor de la penetración global de las corporaciones multinacionales, del despliegue universal del capital financiero y del incremento de la rentabilidad de los sectores más concentrados de la economía a expensas del resto del sistema económico mundial.

La globalización también ha creado condiciones para el empoderamiento del capital frente al trabajo en casi todo el mundo, al tiempo que favoreció el fortalecimiento industrial de ciertas naciones a expensas de la mayoría de los países, que sufrieron procesos de retroceso industrial. Pocas naciones, como China, fueron beneficiadas por el flujo de inversiones globales generadoras de empleo neto, mejorando al mismo tiempo el nivel de vida de amplios sectores de la población. Otros países avanzados lograron crear nuevos empleos por ser polos del desarrollo científico tecnológico fuertemente imbricados en las transformaciones del consumo y la producción.

América latina participó pasivamente en ese proceso globalizador, ya que llegó al mismo debilitada por la crisis de la deuda externa de los años ’80 y la posterior adopción del consenso de Washington en los ’90, que promovió la extranjerización económica, la apertura importadora, la primarización productiva y el debilitamiento de las capacidades regulatorias de los Estados.

No debe naturalizarse esa adopción de una actitud pasiva y adaptativa por parte de América latina. Vista en perspectiva histórica, señaló el abandono del proyecto desarrollista regional –en cualquiera de sus variantes–, y la resignación de las elites latinoamericanas –que habían protagonizado en las décadas previas el proyecto de industrialización mercadointernista– a un papel menor y subordinado en el orden económico mundial.

La Argentina, en ese sentido, encaró procesos que ciertos círculos denominaron como de “modernización”, entendiendo por esto una idea completamente diferente a lo que fue la modernización, por ejemplo, de Japón, de Turquía o de Rusia. Modernización en el caso latinoamericano no significó la formulación e incorporación activa de formas de producción, de organización y de innovación más avanzadas, sino la adopción de las reformas institucionales y regulatorias promovidas desde los países centrales como “beneficiosas” para la periferia.

Cuando surgió el Plan Fénix, la Argentina vivía los últimos coletazos del segundo experimento neoliberal “modernizante”, que llevó al país a estándares industriales y fundamentalmente sociales peores que los de los años ’70, y que creó un vínculo de subordinación externa permanente a partir del endeudamiento externo y de la injerencia de los organismos financieros internacionales en la determinación de las políticas públicas argentinas.

La globalización neoliberal ha sufrido un particular recorrido

El neoliberalismo global pasó por su momento de mayor optimismo en los años ’90, en el terreno político con la implosión de la URSS y sus aliados, y en el terreno económico con la euforia bursátil de las empresas “puntocom”. Pero ya a fines de esa década empezó a mostrar sus debilidades. Primero fue la crisis asiática de 1997, resultado precisamente de la desregulación de los mercados financieros en el sudeste asiático y la falta de regulaciones globales, tantas veces reclamadas por académicos y políticos sensatos, y nunca implementadas.

Luego, en el 2000, se produjo el derrumbe del mercado de acciones “tecnológicas”, el NASDAQ, y con él la promesa de una “nueva economía” llamada a expandirse infinitamente, sin inflación ni desempleo, gracias a la magia de las nuevas tecnologías. El fetichismo tecnológico, característico de esta etapa, empezó a encontrar los límites que ya habían sido estudiados y previstos desde la tradición de la economía clásica.

Para relanzar la economía norteamericana, que fungía como locomotora de la economía mundial, el gobierno estadounidense acudió a una fuerte expansión monetaria, que fue el origen de la gran crisis financiera de 2008. En el contexto de un grave vacío regulatorio en relación a nuevos instrumentos financieros que generaban los mercados, se impulsó una burbuja hipotecaria que transitoriamente sirvió para expandir la demanda, y que vía la commoditización de los instrumentos hipotecarios se transfirió a otros mercados occidentales.

La explosión de la burbuja de los créditos de mala calidad causó una crisis que fue apenas contenida por una masiva intervención estatal en numerosos países. En otros, menos involucrados, la crisis llegó por el impacto de la contracción del comercio internacional, la caída de los precios de los commodities y la fuga y remisión de utilidades por parte de las multinacionales hacia sus países de origen, para sostener a sus casas matrices en dificultades.

La crisis de 2008 no se resolvió satisfactoriamente. Si bien se evitó el desmoronamiento del sistema financiero mundial, no se pudo evitar el endeudamiento masivo de los Estados, y la estabilización de una riesgosa situación financiera en los balances de empresas y particulares, pasible de ser desequilibrada nuevamente por cualquier ascenso de la tasa de interés internacional.

A partir de 2008, el ritmo de crecimiento global reposó sobre bases muy débiles, y si bien China y buena parte de Asia siguieron apuntalando la recuperación, sus propios ritmos de crecimiento comenzaron a ralentizarse, lastrados por la escasa expansión de las economías atlánticas.

Debe remarcarse que el perfil distributivo que promueve la globalización neoliberal se constituye en una traba a la recuperación global. En el caso norteamericano, cuya economía aparece como la más dinámica dentro de las potencias occidentales, el grueso de la recuperación poscrisis fue apropiado por una mayoría muy reducida de la población, apenas el 1% del total.

Se puede señalar que uno de los datos fundamentales de la economía mundial es que luego de la crisis de 2008 el sistema capitalista, sus principales gobiernos e instituciones, no fueron capaces de tomar medidas novedosas para relanzar el crecimiento. Por el contrario, la desigualdad distributiva se acentuó, y los debilitados sistemas financieros no se deshicieron de las monumentales deudas acumuladas por Estados, empresas y particulares. Solo evitaron la quiebra masiva del sistema.

Recordemos también que la financierización fue la alternativa que se propuso para sostener la expansión de la demanda, cuando a partir de los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan el sistema capitalista central logró que los salarios evolucionaran por debajo de la productividad de la economía, creando el peligro de una crisis de sobreproducción.

Mientras que en el paradigma keynesiano de la posguerra existía una suerte de equilibrio “orgánico” entre oferta y demanda (por sucesivas mejoras salariales que permitían absorber la creciente oferta), en el modelo neoliberal vigente desde los ’80, los estancados ingresos de las mayorías son “complementados” con abundante crédito (deuda) para sostener el consumo y la demanda. Es bastante fácil observar que dicha evolución no es sostenible en el tiempo, y encuentra sus límites precisamente en la distribución regresiva que se ha logrado mediante políticas explícitas de los principales Estados.

Ese es el contexto en el cual se produce la reaparición de las tendencias proteccionistas, cuya figura más visible es el presidente Trump, aun cuando no es el único líder que pretende forzar el comercio internacional a favor de su país y sus empresas. El choque creciente con China revela el dramatismo de un juego de suma cero, en la medida en que no se logre expandir el mercado internacional de consumidores, lo que requeriría una severa revisión de la forma sumamente concentrada en que son apropiados los frutos del progreso técnico en esta etapa del capitalismo.

Es también fácil advertir que estamos muy lejos de las promesas de la globalización neoliberal de “oportunidades para todos” de los años ’90. La tecnología no crece en los árboles, ni está disponible en forma gratuita en internet. Los países centrales, o aquellos que pretenden serlo, tienen absolutamente clara la importancia estratégica de usar el conocimiento científico y tecnológico para cimentar su competitividad internacional, así como sus capacidades militares. Y la necesidad de reforzar los derechos de propiedad sobre estos nuevos recursos, que deberán ser pagados por el resto de los actores del sistema.

La compleja relación argentina con la globalización

Nuestro país no ha encontrado, en estos 20 años, una forma positiva de vincularse con el fenómeno de la globalización.

Con el derrumbe de la convertibilidad se abrió una oportunidad para impulsar políticas públicas heterodoxas y expansivas. En los primeros años posneoliberales se priorizó la recuperación de la actividad económica, el uso de la capacidad instalada y la generación de empleo masivo. Con la recuperación del mercado interno y el crecimiento aparecieron nuevamente los problemas de la vinculación local con el mercado mundial, expresados en una enorme cantidad de rubros por los cuales salen dólares de la economía nacional: importaciones de insumos, energía y productos terminados, turismo, remisión de utilidades, pago de servicios de deuda.

Pero además quedó irresuelto un problema que condensa los desafíos del crecimiento con los problemas del equilibrio externo. Nos referimos a una fuerte y sostenida fuga de capitales –que atraviesa a todos los gobiernos desde 1976–, que debilita la acumulación productiva y aumenta las dificultades asociadas al equilibrio externo. El enorme excedente económico perdido por nuestro país en este largo período, inteligentemente aplicado, podría haber modificado sustancialmente nuestro acervo productivo, tecnológico y social.

Dado que no hubo un cambio importante en el perfil de la matriz productiva y por consiguiente en las capacidades exportadoras, concluido el ciclo de altos precios de las commodities con la crisis mundial de 2008, las dificultades externas se incrementaron. La inversión extranjera directa tuvo sus puntos más importantes en la iniciación de dos importantes represas en el sur del país (origen chino) y los emprendimientos que comenzaron a poblar y dinamizar Vaca Muerta (de diversos orígenes). El gobierno kirchnerista puso bajo control el problema de endeudamiento externo, renegociando el 97% de la deuda privada, saldando los compromisos con el FMI y el Club de París. Solo una reducida minoría de acreedores recalcitrantes, encabezada por fondos especulativos, logró trabar una completa normalización de la situación financiera externa del país.

La imaginación empobrecida de las elites locales

En la periferia latinoamericana, las elites económicas y políticas parecen vivir en un mundo de imágenes ideologizadas, en el cual sobrevive la fantasía de la globalización neoliberal como “fuente inagotable de oportunidades”.

En el mundo central, en cambio, se percibe hoy la dureza de la situación económica, los escasos márgenes de maniobra estatales, los estancados límites de los mercados, la competencia por la localización de las empresas –especialmente a partir de la crisis de 2008–. En este contexto, los mercados periféricos son el único espacio “disponible” para la colocación de sus propios bienes y servicios, como también de sus excedentes financieros, ya que las tasas de interés en el centro –debido al estancamiento– son insignificantes.

El gobierno de la alianza Cambiemos ha sido una expresión de esa visión desacertada y fuertemente funcional a las necesidades de los centros. Desde 2015 se priorizó la “normalización” de los vínculos con los mercados financieros occidentales, aceptando las condiciones reclamadas por los fondos especulativos. A partir de ese momento, se procedió a un veloz endeudamiento externo, que no apalancó las capacidades productivas y menos aún exportadoras de nuestra economía. A pesar de lo que una visión ideologizada podía suponer, basándose en las afinidades empresariales del gobierno nacional con las corporaciones multinacionales, las inversiones externas productivas no tuvieron importancia, pero sí llegaron las inversiones de cartera de corto plazo, aumentando fuertemente la volatilidad e inestabilidad macroeconómicas.

Los acuerdos de libre comercio, la lenta desactivación del Mercosur y demás instituciones de integración, la reprimarización de la producción y las exportaciones, la promoción de actividades sin eslabonamientos locales ni capacidad para la generación de empleo, la opción por la importación de tecnología –con su complemento, la desfinanciación de la investigación local–, la adaptación de la legislación nacional a las necesidades de los países centrales y sus empresas, la reducción de las capacidades regulatorias estatales son algunas de las políticas adoptadas localmente, y compartidas por todas la dirigencias regionales partidarias de la globalización.

Nuevamente en 2019 nuestro país asiste a otra crisis en su relación con el proceso de globalización. Las políticas aplicadas en los últimos años solo sirvieron para profundizar la dependencia financiera, sin modernizar estructuras productivas para ponerlas en condiciones de lograr competitividad internacional. El vector protagonista fundamental de la globalización, la creación de conocimiento científico y tecnológico aplicado a la producción resolución de problemas sociales y ambientales, fue desalentado y descartado como prioridad pública.

Hoy el proceso globalizador en sí está en crisis, dada la competencia exacerbada por el bajo crecimiento de la demanda global, condicionado por el proceso de financierización de la economía mundial. Nuevas formaciones políticas antiliberales, tanto a derecha como a izquierda, cobran fuerza en su rechazo a un orden desigual que solo rinde frutos a minorías sociales muy concentradas.

La Argentina, a pesar de sus tropiezos, cuenta con múltiples capacidades y potencialidades productivas. En la medida que resuelva cómo canalizar su excedente económico hacia la producción y el mejoramiento de las condiciones de vida de su población, lo que requiere la recuperación de la capacidad estatal para comandar el rumbo de su economía, sus cortocircuitos con la globalización podrán ser superados.

Aldo Ferrer señaló en numerosas oportunidades que “cada país tiene el FMI que se merece”, aludiendo a la importancia de las políticas internas para condicionar su relacionamiento con factores de poder externos.

Parafraseando a uno de los grandes protagonistas del Plan Fénix, cada país tiene también la globalización que se merece. Y las palancas fundamentales de esa relación aún están en la Argentina.

Autorxs


Ricardo Aronskind:

Licenciado en Economía por la Universidad de Buenos Aires y Magíster en Relaciones Internacionales por FLACSO. Investigador-docente en la UNGS (IDH, Área de Política).