Inflación y moral tributaria

Inflación y moral tributaria

El artículo analiza la legislación impositiva vigente y da cuenta de las incongruencias que la misma establece para el desarrollo de todos los sectores de la sociedad, en especial de aquellos con menores recursos.

| Por Ángel Schindel |

Gasto público e inflación

El gasto público en la Argentina comenzó a crecer en forma persistente a partir de mediados de la década de los 40. En principio se utilizaron para financiarlo las cuantiosas reservas acumuladas por el Banco Central durante la Segunda Guerra Mundial. Ulteriormente el Estado emitió títulos de deuda mediante los cuales se hizo de las reservas de las Cajas de Jubilaciones. En el año 1949 se reformó la Carta Orgánica del Banco Central de la República Argentina (BCRA), lo cual facilitó la emisión monetaria por encima del crecimiento real del producto bruto. Allí comenzó un proceso inflacionario que, con algunos lapsos de estabilidad, lleva ya más de 70 años. Si bien la inflación puede obedecer a otros factores, en función de su persistencia y magnitud, no caben dudas de que en la Argentina el desmedido gasto público ha sido y sigue siendo su principal motor.

El aumento del gasto social en beneficio de los sectores más carenciados de la población no solo es deseable sino también una obligación sociopolítica. Resulta bastante obvio que dicho gasto debería financiarse a través de la adecuada redistribución de riqueza creada, generalmente por el sector privado. La principal fuente de financiamiento está constituida, obviamente, por el sistema tributario. El endeudamiento es otra fuente importante que implica trasladar la carga financiera de los gastos presentes a las generaciones futuras. Por ello, una política sana es reservar este recurso para financiar gastos e inversiones que habrán de beneficiarlas, tales como las obras de infraestructura (caminos, diques, canales, hospitales, escuelas y similares). Desde ya que financiar gastos corrientes –tanto los necesarios para el funcionamiento del Estado como los sociales– mediante endeudamiento implica trasladar a nuestros hijos y nietos parte de la carga de los gastos actuales. Claro está que si la economía creciera tal carga podría resultarles más leve y hasta nula. Pero si la economía no llegara a crecer lo suficiente la consecuencia será el deterioro de su calidad de vida y el aumento de la pobreza.

Cuando se abusa del endeudamiento –en especial si se lo utiliza para financiar gastos corrientes– es probable que los títulos de deuda tengan dificultades para ser colocados a tasas razonables en los mercados financieros, tanto locales como del exterior. El dilema pasa a ser, entonces, cómo financiar ese gasto público, generalmente excesivo en función de las reales posibilidades económicas del país, por la escasa y hasta falta de creación de riqueza real. Los gobiernos argentinos –de todos los signos políticos, constitucionales o de facto–, a falta de creación de riqueza o de financiamiento genuino, han acudido a la creación de moneda sin respaldo, es decir, al financiamiento mediante la emisión en exceso de moneda local. Tal exceso desemboca inexorablemente en inflación. Ello no es progresismo sino mero populismo y su consecuencia suele procurar el éxito momentáneo de los políticos (o politiqueros) de turno por sobre estadistas responsables.

La inflación termina siendo una forma espuria de imposición a la que se ha dado en denominar “impuesto inflacionario” cuyo hecho imponible es difuso, que incide sobre toda la población, aunque más pesadamente sobre quienes cuentan con menos herramientas para defenderse de los perjuicios que la inflación ocasiona, generalmente los asalariados, titulares de rentas fijas y las clases sociales de menores recursos. Esta forma de financiamiento del Estado es, obviamente, regresiva y, por lo tanto, moralmente cuestionable.

Excede los objetivos de este trabajo referirnos a otras razones que dieron y siguen dando motivo al crecimiento desmedido del gasto público, tales como las elefantiásicas estructuras burocráticas en todos los niveles de gobierno o la sobreabundancia de empleados y funcionarios de áreas generales en desmedro de las afectadas a brindar servicios directos y efectivos a la población. Ya no se habla de “Presupuesto base cero” o de cualquier otra vía para racionalizarlo y tornarlo lo más eficiente posible tanto respecto del accionar ordinario como del gasto social. No se nos escapa que ese excesivo empleo público –a falta de posibilidades de empleo en el sector privado, estancado en los últimos años– es una decorosa forma de subsidio al desempleo, aunque ello implique enmascarar la falta de crecimiento de la economía y acreciente las dificultades para facilitar un mayor nivel de empleo en el sector privado.

La consecuencia es que el referido proceso inflacionario lo venimos soportando ininterrumpidamente por algo más de setenta años, excepto, como se dijo, de escasos lapsos –breves la mayoría de las veces y algo más extenso en la década de los noventa–. En esos setenta años se logró que un peso actual valga solo 0,0000000000001 de peso de la primera mitad del siglo XX, que para la época en que comenzó el proceso inflacionario cotizaba a unos veinticinco centavos de dólar (U$S0,25), en tanto que hoy día vale menos que un centavo de dólar al cambio oficial y algo así como ¼ de centavo de dicha moneda en el mercado paralelo.

En estos setenta años aprendimos a convivir con inflación y a defendernos con actualizaciones automáticas cuando fueron permitidas o con otros procedimientos a partir de cuando aquellas se prohibieron a comienzos de la década de los noventa. Nos fuimos convenciendo de que la “actualización” no es un accesorio, como los intereses, sino una forma de reexpresión del principal, tal como en materia impositiva nacional recepta el art. 129 de la Ley de Procedimiento Tributario, cuya aplicación actualmente está suspendida.

La actitud moral del Estado respecto de la inflación ha pasado por diversos intentos de controlarla o minimizarla, generalmente fallidos, negarla o admitirla, no sin reticencias. Cabe mencionar su freno abrupto a comienzos de la década de los noventa con la “convertibilidad” y la prohibición absoluta de cualquier tipo de actualización o corrección por inflación, todo lo cual culminó con el estallido de fines del 2001, producto de un aferramiento estricto al referido régimen de convertibilidad en tanto se hubiera justificado cierta flexibilidad, tanto por circunstancias externas (crisis del año 1995) como internas, entre las últimas, el paulatino abandono de las políticas de contención del gasto público. Derogada la convertibilidad a partir del año 2002 y frente al aumento generalizado de casi todos los precios, la actitud del Estado, durante muchos años, fue negar la existencia de inflación. Ello generó situaciones conflictivas, particularmente respecto del Impuesto a las Ganancias.

Actualmente se enmascara el financiamiento inflacionario con el trasfondo político del debate sobre a qué gobierno cargarle la responsabilidad del incremento de la deuda pública.

Los tributos y la inflación

Excede el propósito de este comentario extendernos en la multiplicidad de aspectos que la inflación genera en el régimen tributario, desde la concepción y la base de cálculo de los distintos tributos hasta las modalidades de pago o recupero de aquellos pagados en exceso.

Resulta obvio destacar que cuando se sancionan tributos que no respetan el principio de capacidad contributiva ello se traduce en una falta de moral legislativa. Mencionaremos algunas situaciones que vulneran este principio:

a) Prolongado lapso durante el cual no se reconocieron los efectos distorsivos de la inflación respecto de los resultados de las empresas.

Si bien el Título V de la Ley de Impuesto a las Ganancias (LIG) referido al ajuste por inflación de los resultados alcanzados por las empresas nunca fue derogado por el legislador, ha sido la Administración Tributaria quien, abandonada la convertibilidad y ante la reaparición de la inflación en el año 2002, mantuvo su suspensión de hecho sosteniendo la vigencia del art. 39 de la ley 24.031 que congeló el índice corrector a partir del 1º de abril de 1992. Esta actitud fue aceptada por la Justicia en el año 2005, en un fallo moralmente criticable ya que no obstante la evidencia del proceso inflacionario a partir del año 2002, avaló el congelamiento del índice de corrección, actitud ulteriormente atemperada en función de circunstancias de hecho a probar debidamente en cada caso particular.

b) Reconocimiento aunque retaceado en tiempo y magnitud.

Por la ley 27.430 se admitió expresamente el citado ajuste, pero con importantes limitaciones temporales y cuantitativas. Las primeras por cuanto se ignoró, y se continúa ignorando a los fines del ajuste, lo ocurrido entre el 1º de abril de 1992 hasta los ejercicios iniciados a partir del 1º de enero de 2018.

Las limitaciones cuantitativas consisten, por un lado, en una cifra arbitraria mínima para que proceda el ajuste, basada en uno de los parámetros fijados por las Normas Internacionales de Información Financiera (NIIF) para los casos de hiperinflación, esto es un 100% en 3 años, lo cual implica alrededor de un 26,2% anual acumulativo. Desde ya que con niveles mucho menores el ajuste se torna necesario. Corresponde señalar que las NIIF se refieren a circunstancias de hiperinflación y ese parámetro cuantitativo es uno entre varios otros, los cuales, en nuestra opinión, justificaban sobradamente la procedencia de los ajustes contables e impositivos a partir del año 2002 aunque durante muchos años de eso no se podía hablar.

En efecto, con niveles de inflación bastante menores los estados contables (y las liquidaciones de Impuesto a las Ganancias que en ellos o sus principios se basan) distan de reflejar resultados reales. Basta recordar que conforme a la Resolución Técnica Nº6 de la Federación Argentina de Consejos Profesionales de Ciencias Económicas (FACPCE), el límite a partir correspondía ajustar por inflación los estados contables era del 8% anual.

También la referida ley estableció que el índice para el ajuste debía ser el Índice de Precios Internos al por Mayor (IPIM). Antes del cierre del primer ejercicio en que el ajuste podría haberse aplicado, como consecuencia del recrudecimiento del proceso inflacionario, los valores acumulados del IPIM resultaron ser muy superiores al 33%, lo cual alarmó a las autoridades, preocupadas más por el equilibrio presupuestario comprometido con el Fondo Monetario Internacional que por la salud económica de los creadores de riqueza, es decir las empresas. Los límites se fueron corriendo entre la elaboración del proyecto y su tratamiento final en el Congreso. Por la ley 27.468 se modificó tanto el índice a utilizar como el límite anual para la procedencia del ajuste. El primero pasó a ser el Índice de Precios al Consumidor (IPC), más adecuado para las mediciones vinculadas a los consumos de las personas humanas, aunque inapropiado para la cabal medición de los insumos empresarios. Obviamente este índice muestra un nivel de inflación sensiblemente menor. Respecto de los límites anuales, pasaron a ser un 55% para el primer año, un 30% para el segundo y un 15% para el tercero, lo que implica más de un 131% acumulado en 3 años, por lo cual la vigencia del ajuste impositivo por inflación pasaba a ser un mito que perjudicaba a la mayoría de las empresas y beneficiaba a las pocas que ganan por exposición a la inflación.

A mayor abundamiento, se estableció, para el caso de proceder el ajuste por haberse superado las pautas mencionadas en el párrafo anterior, otra limitación temporal consistente en no permitir el cómputo íntegro del ajuste de cada ejercicio sino solo un tercio del mismo difiriendo el cómputo de los 2/3 restantes por mitades en cada uno de los dos ejercicios siguientes.

El mecanismo implicaba, para la mayoría de las empresas, cuyos resultados reales suelen ser inferiores a los impositivos, adelantar el impuesto como consecuencia del diferimiento de los 2/3 del monto del ajuste.

Empero, faltaba una frutilla en el postre: mediante la ley 27.541 la citada limitación temporal pasó de 3 a ¡6 ejercicios! Y ni siquiera se dispuso expresamente que esos diferimientos eran a su vez actualizables, lo que corresponde por evidentes razones de congruencia.

Como se puede apreciar, en pos de la recaudación, hubiere o no ganancias reales y, por ende, efectiva capacidad contributiva, se ha exteriorizado en las mencionadas decisiones legislativas una ausencia total de principios éticos y una fuente de conflictos que, llevados a la Justicia, ella debe resolver mediante complejos y dispendiosos procesos contenciosos.

c) Ignorancia de las incongruencias respecto de la valuación de ciertos bienes en tanto corresponda la “suspensión” del ajuste impositivo por inflación.

Al introducirse el ajuste impositivo por inflación, hacia fines del año 1978, se dispusieron normas de valuación específicas para determinados bienes, congruentes con el mecanismo de ajuste. Los bienes protegidos, esto es aquellos cuyo valor es susceptible de ajuste en función de la inflación del período fiscal, deben computarse a su valor al cierre del ejercicio anterior (actual art. 107 de la LIG). De no haber ajuste, los citados criterios implican gravar diferencias meramente nominales. Ello ha sido ignorado por la Administración Tributaria (falta moral de la Administración) y también por el Poder Legislativo, el cual, no obstante limitar cuantitativa y temporalmente el ajuste, como se vio anteriormente, dejó vigentes los referidos criterios de valuación, generadores de resultados ficticios, tales como diferencias de cambio, mera valorización nominal de las existencias de bienes de cambio y similares, lo cual es otra transgresión ética del Poder Legislativo.

d) Incoherencia conceptual entre el balance contable y el balance impositivo.

En tanto la ley 27.468, ya citada, por un lado limitó los alcances del ajuste por inflación impositivo, por otro derogó las normas que impedían la preparación de balances contables ajustados por inflación. Es decir, el Poder Legislativo tuvo conciencia plena de los efectos de la inflación en los resultados de las empresas, pero negó o retaceó la existencia de dichos efectos en la base de cálculo del Impuesto a las Ganancias. Distintas varas para mediar un mismo fenómeno distorsivo. ¿Falta moral o de vergüenza?

e) Cuando conviene para fines recaudatorios sí sirve el balance contable.

En tanto las limitaciones comentadas se traducen en limitaciones o retaceos de los efectos de la inflación en el Impuesto a las Ganancias, con respecto al Impuesto sobre los Bienes Personales, las participaciones empresarias se deben valuar conforme el patrimonio neto del balance contable, tanto para el caso de aquellas inversiones gravadas en cabeza de las personas humanas y las sucesiones indivisas como cuando el gravamen queda a cargo de las propias empresas como responsables sustitutos. Obviamente, el patrimonio neto ajustado, sin limitaciones ni diferimientos temporales implica una base de cálculo mayor.

f) Para las personas humanas las correcciones de las deducciones en la base (mínimo no imponible, cargas de familia y similares) distaron de acompañar el nivel de su deterioro real por inflación generando incrementos significativos, en términos reales, de la proporción de ingresos alcanzada por el impuesto.

Reflexión de cierre

Desde ya que se producen en el ámbito tributario muchísimos otros efectos distorsivos originados por la inflación. Hemos señalado algunas de las incongruencias en el accionar del Estado, la mayoría de ellas producto de afanes recaudatorios generadores de obligaciones tributarias en exceso de la real capacidad contributiva de las empresas. Cuestionables actitudes desde el punto de vista ético y generadoras de situaciones que, de no ser tolerables económicamente, conducen a fatigosos y prolongados cuestionamientos en los ámbitos contenciosos apropiados.

No se nos escapa que no será fácil volver a encaminar la economía con sensibilidad social. Empero, con altos niveles de presión tributaria y gravámenes de niveles confiscatorios que no respeten a ultranza las garantías constitucionales y el inexorable principio de capacidad contributiva es probable que continúe el cierre de empresas medianas y pequeñas y el éxodo de las grandes.

El futuro merece el respeto del contrato social en armonía y con paz social.

Autorxs


Ángel Schindel:

Contador Público, Licenciado en Economía y Doctor en Ciencias Económicas, por la Universidad de Buenos Aires. Profesor Emérito (UBA) e integrante de la Comisión de Doctorado –Área Tributación– de la Facultad de Ciencias Económicas. Miembro honorario y ex presidente de la Asociación Argentina de Estudios Fiscales.