Fragmentos y constelaciones: la crisis de los partidos y la permanencia de los clivajes

Fragmentos y constelaciones: la crisis de los partidos y la permanencia de los clivajes

Desde el fin de la dictadura nuestro país se ha caracterizado por un sistema de partidos fragmentado, alimentado por sucesivos desprendimientos del radicalismo y el peronismo y por la conformación de núcleos políticos creados a partir de liderazgos anclados en lo territorial. A treinta años de iniciado este proceso, el futuro del sistema de partidos en la Argentina sigue siendo un interrogante.

| Por Sergio Morresi |

Luego de que la triste aventura en las Islas Malvinas acelerara el final de la dictadura, las fuerzas políticas tradicionales como el Partido Justicialista (PJ) y la Unión Cívica Radical (UCR) se adueñaron del centro de la escena. Sin embargo, aun en ese momento fundacional, algunos analistas llamaron la atención sobre el hecho de que mientras las fórmulas presidenciales mayoritarias monopolizaban el voto de los argentinos, en las elecciones legislativas otros núcleos partidarios lograban visibilidad, sobre todo en las provincias. Con el correr de los años, esa tendencia se fue haciendo cada vez más notoria hasta el punto de cambiar por completo la cartografía político-partidaria. En 1983 se presentaron 9 partidos nacionales y 70 locales; en 2011 había inscriptos 36 partidos nacionales y nada menos que 700 locales. Así, como señalaron Ernesto Calvo y Marcelo Escolar en su libro sobre la política de partidos en Argentina, además de una creciente fragmentación a nivel general, puede observarse un acelerado proceso de territorialización.

En este sentido, y como lo explican Ana María Mustapic y Marcelo Leiras, la combinación de un sistema federal (que otorga elevado poder político a distritos numéricamente pequeños), un marco normativo permisivo (que alza las barreras para el ingreso de nuevos actores y establece pocos límites para su permanencia) y una jurisprudencia permeable a las demandas particularistas de los candidatos (que ha permitido, por ejemplo, la autonomía de las subunidades partidarias y autorizado prácticas como las listas espejo y las colectoras) son, sin duda, los principales elementos a tener en cuenta a la hora de comprender la fragmentación del sistema partidario argentino. Una fragmentación que, además, se traslada de lo electoral a lo gubernativo, como ejemplifica el hecho de que si en la Cámara de Diputados inaugurada en diciembre de 1983 la UCR y el PJ sumaban casi el 94% de las bancas, en 2011 estos dos partidos reunían apenas el 58%. Pero aunque el andamiaje institucional sea fundamental (como lo ejemplifican algunos cambios producidos a partir de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias, PASO) su presencia no explica por sí sola la fragmentación del sistema partidario.

Si bien la estructura normativa habilita la fragmentación y provee incentivos para desplegarla, distintos factores explican su desarrollo. Algunos de ellos son circunstanciales y están relacionados con las disputas de poder dentro de los partidos. Así, cuando un líder ve frenado su ascenso, obstaculizada su candidatura o reprobadas sus ideas por parte de la dirigencia o la militancia de su organización, nada le impide “jugar por afuera” con la esperanza de regresar triunfante. Un caso célebre en este sentido se dio en los años ochenta, cuando Antonio Cafiero pulseó el dominio del peronismo bonaerense con Herminio Iglesias a través del sello de la Democracia Cristiana. Sin embargo, en algunas ocasiones, las disidencias coyunturales se transforman en auténticas fracturas y sellos creados “sobre la marcha” se transforman en partidos que adquieren peso propio y una dinámica independiente del de las organizaciones madre. Un ejemplo en este último sentido es el de Argentinos por una República de Iguales (ARI).

Ahora bien, junto a los factores circunstanciales hay también otros disparadores de la fragmentación partidaria que son de índole estructural y están relacionados con cambios en el comportamiento de la ciudadanía. Sobre esta cuestión pareciera conveniente señalar dos puntos.

El primero está relacionado con una desafección por la política partidaria que fue en paralelo al debilitamiento de las identidades políticas tradicionales y a contramano del reconocimiento constitucional de los partidos. Encuestas realizadas a comienzos de los ochenta mostraban que el 55% de los argentinos se sentía identificado con un partido político y el 26% estaba afiliado a alguno. Treinta años después, esas cifras se redujeron al 15% y al 7%, respectivamente. El desencanto con las promesas incumplidas (por ejemplo aquella que afirmaba que la democracia permitiría no sólo votar, sino también comer, curar y educar) y el brusco giro hacia el neoliberalismo en los noventa (que implicó una subordinación de lo político a lo económico y desembocó en una crisis abismal a comienzos del nuevo milenio) explican en parte el alejamiento de la sociedad con respecto a los partidos que no ha podido ser revertido, aun a pesar del hincapié colocado durante los últimos años en la recuperación de la actividad política.

No obstante debe notarse que la desafección por los partidos políticos no es apenas el fruto del pobre desempeño de algunos gobiernos, sino parte de un proceso general que se ha hecho presente en todo el mundo y que Bernard Manin ha llamado la “metamorfosis de la representación política”. Esta transformación señala el paso de un sistema protagonizado por los partidos de masas, caracterizados por una férrea organización, sólidas fronteras y adherentes firmemente identificados con un programa, a uno en el que un electorado independiente de las identidades tradicionales se convierte en el actor central que opta entre máquinas electorales que dependen cada vez más de su vínculo con el Estado y no de sus bases militantes.

El segundo punto implica colocar un cierto matiz en el primero. Si bien el debilitamiento de las identidades políticas argentinas ha sido generalizado, ha afectado a algunos partidos más que a otros: mientras que el centenario partido radical ha visto escurrirse su base, el peronismo –aun quebrado en dos o tres sellos– ha podido mantener la suya. El sociólogo argentino Juan Carlos Torre ha argumentado que esta diferencia se explica en buena medida a que los apoyos de la UCR provienen mayoritariamente de un voto de opinión mientras que los peronistas son votos de pertenencia. Eso no quiere decir que no haya militancia radical o que los peronistas estén dispuestos a dar la vida por el PJ (como antes estuvieron a dar “la vida por Perón”). Se trata de algo más sutil y complejo que quedó plasmado con claridad en la campaña presidencial de 1983. Entonces, el PJ percibió las elecciones como una oportunidad de regresar a la situación previa al golpe de Estado y, descontando su propio triunfo, se concentró en hablarle a su propia tropa (“volveremos, volveremos”, insistía el jingle de la campaña de Ítalo Luder). Los radicales, en cambio, articularon un discurso que intentaba establecer un nuevo clivaje político según el cual Raúl Alfonsín representaba el futuro construido sobre valores demoliberales y el peronismo un pasado ominoso que debía ser dejado atrás para asegurar la democracia. Aquellos primeros comicios demostraron que el peronismo ya no era mayoría, pero también que había muchas personas que, sin ser radicales, estaban dispuestas a votar por la UCR.

Durante los años siguientes, el radicalismo vio erosionado su voto de modo sistemático. En la categoría de diputados, por ejemplo, su caudal disminuyó en un tercio en diez años. En su mayoría, los votos “perdidos” por el radicalismo alimentaron a fuerzas menores a izquierda y derecha, como el Partido Intransigente (PI) o la Unión del Centro Democrático (UCeDé). Aunque en el mismo período el PJ mantuvo su base histórica cercana al 40%, sería un error suponer que el voto peronista no había cambiado. Luego de la derrota del ’83, un grupo de dirigentes lideraron lo que se dio en llamar la “Renovación”, un movimiento que parecía acercar al peronismo a una formación política similar a la socialdemocracia europea. Así, como sostiene Carlos Altamirano, se proponía a los argentinos un nuevo clivaje entre la democracia liberal (radical) y la democracia social (peronista).

Sin embargo, el sistema de partidos argentinos no terminó de recorrer el camino de “normalización” que algunos preveían. Uno de los líderes renovadores, Carlos Menem, en su afán de hacerse con la candidatura presidencial, procuró aliados internos a través de un retorno a las raíces tradicionales, algo paradójicamente facilitado por el fracaso alfonsinista en el frente económico.

En 1988, Menem derrotó a Cafiero en las primeras internas de la historia del peronismo y al año siguiente ganó las elecciones presidenciales en el marco de un proceso hiperinflacionario que debilitó profundamente los lazos socio-políticos de la Argentina y sepultó las veleidades modernizantes del radicalismo. Uno de los spots publicitarios de aquella época era explícito al respecto: “Telemática, Robótica, Informática… El discurso radical está lleno de palabras esdrújulas. Pero Tristeza, Hambre y Miseria son palabras graves”.

Si bien al comienzo de su mandato, Menem ensayó distintas tácticas para atraer a líderes de otros partidos (sumando principalmente a núcleos de centroderecha como la UCeDé y el Movimiento de Integración y Desarrollo, MID), pronto optó por recostarse en el mismo PJ, al que logró reorientar casi por completo en el sentido de un programa neoliberal. Así, como mostró Steven Levitsky, para comienzos de los años noventa, el PJ ya no era un partido con base obrero-sindical, sino una potente máquina clientelar al servicio del líder que, gracias a los recursos del Estado, podía mantener aceitados los engranajes. Tan poderoso e invencible aparecía el PJ en tiempos de Menem que Alfonsín se sintió obligado a negociar una reforma constitucional que habilitara la reelección. El “Pacto de Olivos”, firmado en 1993, fue percibido por los ciudadanos como una claudicación de la UCR de su rol opositor y, como consecuencia, la crisis de ese partido se aceleró.

Paralelamente, se produjo el crecimiento de un nuevo núcleo político, el Frente Grande (FG), que había nacido como un desprendimiento de centroizquierda del PJ y había sumado a otros partidos pequeños. En 1995, el FG en alianza con otros líderes ex peronistas y ex radicales y con el sello Frepaso relegó a la UCR al tercer lugar. De manera similar a la renovación peronista, el Frepaso procuró afianzar su lugar a partir de una aceptación y una impugnación al oficialismo. Si Cafiero había aceptado los valores demoliberales y denunciado la falta de democratización social; ahora el Frepaso proclamaba su apoyo a la estabilidad económica y se diferenciaba a partir de señalar la corrupción y la ineficiencia prohijadas por el estilo decisionista de Menem.

Esta estrategia identitaria ubicó al nuevo partido en una posición no muy alejada del centro político tradicional, pero sí en contra de la postura “populista” de Menem. El objetivo de convertir al Frepaso en una alternativa progresista al neoliberalismo no resultó exitoso por diversas razones, pero el motivo principal fue probablemente su incapacidad para delinear un proyecto de país y limitarse a presentarse como alternativa al hegemonismo menemista. Así, en la búsqueda de fortalecer esa alternativa, la asociación con el radicalismo parecía algo natural, algo que en 1999 fue corroborado en las urnas, cuando triunfó la fórmula presidencial de la Alianza entre la UCR y el Frepaso.

Durante los primeros meses del gobierno aliancista, algunos analistas previeron el fortalecimiento de un nuevo escenario político de carácter bipolar. Pero pronto quedó claro que el éxito de la coalición electoral no era fácilmente trasladable al gobierno, que nunca terminó de funcionar en forma unida y no tuvo la capacidad de enfrentar los problemas económicos provocados en parte por las mismas políticas que defendía (entre ellas, la paridad entre el dólar y el peso). La experiencia aliancista terminó de modo lastimoso en medio de un escándalo de corrupción que provocó la renuncia del vicepresidente y agravó el aislamiento del presidente Fernando de la Rúa. Un año después se produjo un espectacular desplome electoral de la Alianza, tanto a manos del PJ como de un tercio del electorado que optó por votar en blanco o anular su voto. Así quedaron expuestos los límites de la pretensión aliancista de establecer un eje de diferenciación política en torno a la ética política. Meses más tarde, cercado por crecientes dificultades en el terreno económico y en el marco de un creciente descontento social que se volcaba en las calles, De la Rúa se vio obligado a renunciar.

Luego de la presidencia provisional de Eduardo Duhalde, cuyo final también debió adelantarse por la presión de las manifestaciones sociales, el panorama partidario volvió a cambiar en el sentido de una notoria dispersión. Este proceso estuvo enmarcado por la desaparición de las terceras fuerzas que habían crecido en el período anterior (como el Frepaso y el partido Acción por la República, creado por el ex ministro Domingo Cavallo), la fractura del PJ en tres fórmulas presidenciales, el descenso de la UCR a su mínima expresión y el surgimiento de nuevos partidos como Recrear (fundado por Ricardo López Murphy, el efímero ministro de la Alianza). Pese a la fragmentación, esas elecciones mostraron que una importante porción de la ciudadanía (en torno al 40%) aún se inclinaba por opciones neoliberales y que, al mismo tiempo, la dividida familia peronista mantenía su caudal de votos.

Luego de la renuncia de Menem a participar de la segunda vuelta electoral, Néstor Kirchner fue designado presidente con el 22% de los votos. Rápidamente, en una serie de gestos de alto valor simbólico, el nuevo gobierno comenzó a tejer una alianza de poder para redibujar el confuso mapa que habían dejado los resultados electorales. Durante los primeros meses, en lugar de dedicarse al PJ, Kirchner buscó aliados en los movimientos sociales y en núcleos políticos de centroizquierda. En 2005, ante la falta de fuerza de ese primer marco de alianzas, Kirchner lanzó la “Concertación Plural” para atraer a dirigentes radicales a su sello Frente para la Victoria (FPV). A esa coalición, y en un momento de auge de popularidad, el FPV también sumó el apoyo de algunos intendentes bonaerenses, lo que le permitió disputar con éxito contra el peronismo duhaldista y erigirse en referente exclusivo del peronismo. Se terminaba así de delinear una nueva frontera política: el kirchnerismo encarnaba una suerte de neodesarrollismo y sus opositores eran asimilados a lo que se llamó el “noventismo”, es decir, a las políticas neoliberales (de este modo, el hecho de que algunos líderes de la oposición hubieran enfrentado a Menem y que parte del FPV hubiera apoyado los planes de reforma de los noventa pasaba a un segundo plano).

En 2007, Cristina Fernández de Kirchner fue electa por una mayoría que estaba distribuida de modo similar al del peronismo clásico: su candidatura fue exitosa en el conurbano bonaerense y en las provincias del noroeste y el noreste argentino y resultó menos votada en los grandes centros urbanos. Así, nuevamente, se terminaba de trazar una parábola: los gobernantes con origen en el PJ intentan por un tiempo ampliar su base de sustentación más allá del voto peronista, pero luego vuelven a recostarse sobre él. Ese movimiento quedó patente en lo que se dio en llamar la “crisis del campo”, cuando un amplio arco opositor logró imponer una perspectiva muy distinta a la pretendida por el FPV, ya que en lugar de una división entre pueblo y oligarquía o incluso entre izquierda y derecha, la confrontación quedó establecida entre el republicanismo y el populismo.

Las elecciones de 2011 fueron atípicas en varios sentidos. Por un lado, un nuevo sistema normativo (las PASO) ayudó a moderar la fragmentación partidaria (lo que redundó en un incipiente crecimiento de la izquierda de origen trotskista). Por el otro, el FPV obtuvo un triunfo notable aun en distritos tradicionalmente esquivos al peronismo, llegando al 54% de los votos a nivel nacional. No obstante, ese apoyo disminuyó en apenas unos meses, ante las dificultades del gobierno para resolver algunos problemas estructurales de la agenda política y económica. En las legislativas de 2013, aunque se mantuvo como la principal fuerza política, el kirchnerismo sufrió una importante sangría, sobre todo a manos de desprendimientos de centroderecha del propio peronismo. Así, aparentemente, durante los próximos años, la sociedad argentina asistirá a dos disputas simultáneas: la que se producirá dentro de la familia peronista y la que enfrentará a los triunfadores de esa contienda con los sectores que emerjan como una configuración alternativa.

En todo caso, y más allá de los pormenores de las coyunturas electorales, parece necesario coincidir con la mayoría de los analistas políticos en señalar que el bipartidismo que asomó en las elecciones de 1983 fue rápidamente reemplazado por un multipartidismo alimentado por sucesivos desprendimientos del radicalismo y el peronismo y por la conformación de núcleos políticos creados a partir de liderazgos anclados en lo territorial (como lo ejemplifica el caso de Propuesta Republicana, Pro). Sin embargo, también debe apuntarse que ni la fragmentación ni la territorialización implicaron hasta el momento la desaparición de los clivajes establecidos en la Argentina a mediados del siglo pasado.

En efecto, a pesar de los cambios internos de los partidos, del surgimiento de nuevas formas de liderazgo y del despliegue de discursos con la capacidad de establecer nuevas identidades políticas, la sociedad argentina todavía parece estructurarse en un espacio político bidimensional conformado por dos ejes ortogonales, tal como lo postula el politólogo Pierre Ostiguy. El primer eje es el que divide a la Argentina entre izquierda y derecha, entre los sectores que procuran una mayor igualdad económica y relaciones de poder menos jerárquicas y aquellos que defienden los derechos de propiedad de los más aventajados y las relaciones de autoridad establecidas. El segundo separa a los sectores altos y bajos no en un sentido de clase, sino de un modo que podríamos llamar socio-cultural: arriba se ubican aquellos sectores que defienden el legalismo, los procedimientos formales, el carácter impersonal de la autoridad y las formas pulcras; abajo, aquellos que tienen una perspectiva más plebeyista y popular y prefieren una mayor laxitud en las formas y una autoridad concentrada en liderazgos fuertes.

Es posible sostener que mientras que la primera frontera actúa del mismo modo que los clivajes políticos teorizados por Seymour Lipset y Stein Rokkan en la década de los sesenta, la segunda corresponde a una división que usualmente se denomina populismo/republicanismo y que en el caso argentino se inauguró con el ascenso del peronismo. La permanencia y la preeminencia de esta segunda frontera reconoce múltiples causas que escaparán a estas páginas. Sin embargo, antes de finalizar conviene subrayar dos cuestiones. En primer lugar, que la demarcación alto/bajo no alude apenas a una división arbitraria y coyuntural ni a los planteos de ciertos líderes políticos, sino que refiere a una fractura crítica que distingue al populismo (el peronismo, lo bajo) y al republicanismo (el antiperonismo, lo alto) a través de elementos que van más allá de los discursos e incluyen desde los gestos hasta la formas de vestir. En segundo término, que la perennidad de esta división ha permitido que, a pesar de la fragmentación partidaria, en la Argentina se formen constelaciones políticas con cierta estabilidad. En los próximos años de democracia podremos saber si algunos cambios institucionales y políticos solidifican ciertas configuraciones bajo formas partidarias o si los fragmentos continuarán dispersos para ir formando distintas constelaciones en cada coyuntura.

Autorxs


Sergio Morresi:

Dr. en Ciencia Política por la Universidade de São Paulo (USP, Brasil). Investigador-Docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Investigador asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Argentina (CONICET).