Estilos de vida (in)sostenibles

Estilos de vida (in)sostenibles

La autora analiza las prácticas de consumo actuales y propone en este sentido la incorporación de la categoría de consumo sostenible, considerando la idea de responsabilidad con el ambiente.

| Por Carla Arévalo |

La Agenda 2030 busca lograr estilos de vida en armonía con la naturaleza. Estilos de vida ambientalmente insostenibles ejercen fuertes presiones sobre el ambiente poniendo en riesgo la disponibilidad para las generaciones futuras. Los vínculos entre el consumo y el deterioro ambiental, aunque han sido ampliamente estudiados desde los años setenta, no son apropiados por la gran mayoría de los consumidores.

Consumidoras y consumidores son el último eslabón de las cadenas de producción, pero se encuentran disociados de ese proceso, vivimos eclipsados por objetos y servicios desconociendo (y, en ocasiones, sin querer conocer) el impacto ambiental que la compra conlleva. Poner el foco en el consumo de las personas es tremendamente desafiante, por cuanto para mitigar sus efectos se debe cuestionar y modificar sus hábitos. Más desafiante aún, sabiendo que es casi imposible contar con el apoyo de sectores con alta influencia, como el empresarial, por ejemplo. En este documento se exploran las repercusiones del consumo, lo que no conocemos de los productos que consumimos, y algunas acciones necesarias para mitigar el problema.

Sociedades contra el ambiente

Las presiones sociales para alcanzar cierto estatus exacerban el consumo. Como la identidad y el lugar que una persona ocupa en la sociedad se basa en su capacidad y hábitos de consumo, y las personas tienen necesidad de formar parte de la sociedad humana, responden en masa a esas normas de pertenencia basadas en el consumo. Es por funcionamientos como este que la Agenda 21 sugiere “crear conceptos nuevos de riqueza y prosperidad que permitan mejorar los niveles de vida mediante el cambio de los estilos de vida”.

En ocasiones puede cuestionarse el pedido de reducir el consumo, cuando existen en el mundo personas que no logran un mínimo consumo de subsistencia. Sobre esto Walter Pengue (2017) recupera dos conceptos interesantes: el consumo endosomático, como aquel que responde a las demandas metabólicas propias de la especie humana; y el consumo exosomático que responde a la satisfacción de demandas extracorporales: transporte, vestimenta, bienes superfluos. Es en este donde se gesta la desigualdad, ya que el consumo endosomático no ha cambiado sustancialmente a lo largo de la historia de la humanidad. Así, existen economías que se encuentran en su límite endosomático , y economías que viven en la máxima tensión de sus consumos exosomáticos. Por ejemplo, la huella ecológica de Bangladesh es 0,5 hectáreas y la de Estados Unidos 9,6. Es evidente que la exigencia para disminuir el consumismo no recae sobre las personas más pobres.

Podríamos pensar a las sociedades como un ser viviente capaz de procesar insumos depositándolos luego como excretas. Las sociedades humanas se relacionan con la naturaleza a través del metabolismo social: transforman los recursos naturales en manufactura o servicios, luego los distribuyen y utilizan para, finalmente, convertirse en desechos (excretas) (Pengue 2017). El conflicto entre el consumo y la sostenibilidad radica en que la extracción y excreción del metabolismo social supera la capacidad de aprovisionamiento y absorción de desechos y emisiones que tienen los recursos naturales.

Las sociedades no solo extraemos recursos naturales para consumo y/o para satisfacer nuestros deseos de ser socialmente reconocidos, sino que también existe extracción inútil. Podríamos decir que existe un metabolismo despilfarrante de insumos y de energía. Por ejemplo, en la Argentina, para pescar una especie determinada como merluza o langostino, se dilapida entre 30 y 50 por ciento de lo colectado de otras especies, devolviendo al mar rica biomasa de nutrientes ya muerta (Pengue 2017).

Por inocencia o complacencia, los consumidores somos parte de un metabolismo social destructivo, la ceguera del consumidor es una patología que garantiza que estos procesos nocivos para el ambiente sigan su curso hacia una irreversible destrucción.

Lo que no sabemos de lo que consumimos

Cecilia Rivera (2019), especialista en marketing, reconoce que frente al crecimiento de la conciencia ambiental de los consumidores y sus exigencias de productos y procesos que no impacten negativamente en el ambiente, algunas empresas han modificado sus procesos haciéndolos más amigables al ambiente y aplicando el marketing verde en toda la cadena de valor. Cecilia está reconociendo el poder que los consumidores tienen sobre las empresas, poder que los consumidores deberían advertir y asumir con responsabilidad y compromiso.

Hay mucho que descubrir y aprender para realizar un consumo sostenible; es decir, para reducir el consumo y seleccionar productos y servicios responsables con el ambiente. Por ejemplo, siguiendo el concepto de agua virtual, huella hídrica o huella de agua (agua contenida en el producto final considerando el agua consumida en todo el proceso productivo), deberíamos saber que la producción de un kilogramo de carne bovina insume quince veces más agua que una cantidad equivalente de proteína vegetal. “Las dietas con más proteína animal son ambientalmente más costosas que las relativamente más vegetarianas” (García, 2006).

Pocos meses atrás, la Argentina se convirtió en el primer país del mundo que con fundamentos ambientales sancionó una ley que prohíbe la cría de salmones. Antecedentes como los daños provocados por la salmonicultura industrial en Chile, avanzando incluso en áreas protegidas, fueron argumentos que derivaron en esta potente señal a la región y al mundo de que es posible poner un freno a la producción en desmedro de los ecosistemas. En 1994, la producción de 80.000 toneladas de salmón en Chile produjo desechos comparables a 2,2 a 2,6 millones de personas. En el 2000, la producción se cuadruplicó, cuadruplicando el nivel de desechos. En 2016, el gobierno chileno autorizó el vertido al mar de 5.000 toneladas de salmones en estado de descomposición violando la legislación nacional e internacional y desencadenando una de las crisis sociales y ambientales más graves de la historia (Cronopia, 2001).

Un levantamiento similar están realizando algunos sectores contra la instalación de granjas porcinas en el país, específicamente en la provincia del Chaco. Rosario Pérez Espejo (2006) analizó la porcicultura en México y sus efectos ambientales. La demanda de grandes cantidades de agua atenta contra el ambiente, la biodiversidad y la calidad de vida de las personas que habitan la zona. En el contexto de emergencia hídrica que vive el país, en particular el Chaco y la zona norte, es destacable la alta demanda de agua potable: se estima que alrededor de un cuarto de la población chaqueña no tiene acceso a este servicio, mientras que las granjas requerirán diariamente entre dos y tres millones de litros de agua (Gálvez, 2021).

Para abastecer la producción de animales se requiere destinar, además, superficies de tierra para el cultivo de granos y oleaginosas. América latina duplicó la superficie destinada al cultivo de soja para abastecer la creciente demanda mundial de productos pecuarios en la década 1994-2004. Esta demanda es principalmente movilizada por China y otros países del Asia oriental donde las tierras escasean y se ven obligados a importar alimentos para sus animales. La expansión de la producción y exportación de granos en Brasil fue gracias, en parte, al avance sobre zonas forestales (FAO, 2006). En la Amazonia se quemaron más de 25.000 km2 en 2002-2003 duplicando la producción de ganado vacuno. En Costa Rica, la producción creció 92% cuando el consumo interno cayó 26%. Resulta que el destino de la producción era la exportación hacia el mercado norteamericano (Velázquez, 1993).

Más allá de los alimentos, Comprar, tirar, comprar, documental del año 2011 dirigido por Cosina Dannoritzer, muestra una práctica empresarial –macabra– que consiste en reducir intencionalmente la vida útil de los productos para incrementar su consumo. El documental explica, entre otras cosas, cómo el empresariado especuló con la obsolescencia de las bombitas de luz, incluso pasando por encima –boicoteando– del avance científico y técnico de profesionales que lograban cada vez bombitas más duraderas. La corporación empresarial pretendía lo que ocurre hace tiempo: que antes de reparar, compremos un aparato nuevo. El documental también recupera el tema de los desechos mostrando que China y África son el basurero electrónico del mundo. Reciben desechos que llegan encubiertos, como si fueran productos de segunda, de manera ilegal según el Convenio de Basilea de 1989, convenio que Estados Unidos no firmó.

Noruega se puso como meta ser el primer país con cero emisiones. Para eso promueve el uso de autos eléctricos, incluso prevén en algún momento prohibir la venta de vehículos a gasolina y diésel (Vaughan, 2017; Álvarez, 2018). Sin embargo, el documental Planet of the Humans, de Jeff Gibbs, nos empuja a pensar cómo se produce la energía eléctrica que movilizará los autos eléctricos, con qué energía se producen los paneles solares y las turbinas eólicas. [Spoiler alert] Se producen con combustibles fósiles. Como si estuviéramos dejando la basura debajo de la alfombra, cambiando el uso directo de combustibles fósiles por su uso indirecto. Hasta tanto no se generalice el uso de energías renovables, aun en su propia producción, la intervención no tecnológica para la mitigación de gases de vehículos motorizados puede ser la más apropiada: reducir la intensidad y la densidad del tráfico.

Ciudadanía por el ambiente

Para lograr una ciudadanía de consumo sostenible, el Programa 21 dice que los gobiernos deberían “fomentar la aparición de un público consumidor informado y ayudar a las personas y a las unidades familiares a hacer una selección ecológicamente fundamentada”. Jorge Luis Prado (2011) describe la situación del Perú donde, como en otros países, las acciones para promover el consumo sustentable son generadas principalmente por la sociedad civil, en ocasiones con apoyo de entidades internacionales, cubriendo la inacción de los gobiernos. Mucha de la información que necesitan los consumidores no es provista por los canales tradicionales de educación como la escuela. Buena parte de esa información necesaria queda eclipsada por publicidades con fines únicos de venta. Incluso estas publicidades se convierten en la información que recibimos de manera casi exclusiva. También, hay una cuota de inacción por parte de los consumidores en la búsqueda de información para tomar decisiones de consumo. Alguna vez yo misma me encontré diciendo: “Las salchichas son tan ricas que prefiero no saber cómo se producen”; más de uno se sentirá identificado, como si no quisiéramos arruinar el “placer” sin importar más nada.

Reflexiones

Es clave que los gobiernos faciliten el acceso a información y que generen espacios de participación de la ciudadanía. Primero, es necesaria la presencia activa de los gobiernos porque la degradación ambiental es imperceptible al principio, con lo cual la conciencia individual puede tardar en llegar hasta que el colapso se hace evidente y cercano. Segundo, los consumidores necesitamos información para tomar mejores decisiones al momento de realizar compras y consumos. Tercero, la participación plural de la ciudadanía en espacios significativos es necesaria para moldear los procesos productivos y las acciones gubernamentales en línea con un mejor bienestar. Es ejemplo de participación ciudadana efectiva la conocida Constitución ecuatoriana que, atravesada por una visión indígena, garantizada por su participación, ha incorporado el derecho de la población a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado que garantice la sostenibilidad y el Buen Vivir, sumak kawsay.

Autorxs


Carla Arévalo:

Licenciada y Magíster en Economía (UNSa y UNLP). Doctora en Demografía (UNC). Becaria posdoctoral del CONICET. Coordinadora de la Maestría en Economía del Desarrollo (UNSa).