El derecho a la ciudad y la mercantilización de la urbanización

El derecho a la ciudad y la mercantilización de la urbanización

La producción mercantil de la ciudad excluye a muchos del goce de la vida urbana. La autoproducción de viviendas aparece como un efecto –insuficiente– de la escasez de alternativas propuestas desde el Estado.

| Por Pedro Pírez |

Introducción

La Carta Mundial sobre el Derecho a la Ciudad de 2005 definió ese derecho como “…el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sustentabilidad, democracia, equidad y justicia social… derecho colectivo de los habitantes de las ciudades, en especial de los grupos vulnerables y desfavorecidos, que les confiere legitimidad de acción y de organización, basado en sus usos y costumbres, con el objetivo de alcanzar el pleno ejercicio del derecho a la libre autodeterminación y un nivel de vida adecuado”.

Según esa noción, el derecho a la ciudad indica la posibilidad generalizada de acceso amplio a la vida social urbana (reproducción económica y social aglomerada, calidad ambiental, producción y consumo cultural, identidad, decisiones políticas, etc.), con base en la disponibilidad de los soportes materiales (suelo, vivienda, infraestructuras, equipamientos) y funcionales (servicios). Como síntesis, es el derecho al goce amplio de los bienes (materiales e inmateriales) de la vida urbana.

Para que ese complejo derecho colectivo pueda ser realmente gozado existe una condición inicial: el asentamiento en la ciudad. La titularidad del derecho a la ciudad, en tanto derecho concreto, referido a un tiempo y lugar determinados, supone la condición de ser parte de esa unidad físico-social que es la ciudad. Ese derecho implica ser parte del conjunto de relaciones e intercambios que hacen y renuevan la sociedad aglomerada con el acceso a los bienes materiales e inmateriales que en ella se producen y crean.

Asentarse en la ciudad consiste, de manera inmediata, en tener un lugar en donde residir. Esto es, acceder a una fracción del suelo de la ciudad (suelo urbanizado) donde exista una construcción que permita de manera adecuada la vida de quienes la ocupan. Esa condición ha sido considerada como derecho a la vivienda, en una interpretación restrictiva de la noción de habitar, la vivienda como techo. Por eso consideramos que se trata de una condición inicial para el ejercicio complejo del derecho a la ciudad.

Aceptando lo anterior, podemos preguntar cómo se asienta la población en la ciudad, cómo accede al suelo-vivienda, cómo se forma parte de la urbanización. La respuesta más inmediata nos dice que en nuestras sociedades ello sucede de manera análoga a lo que ocurre con cualquier otro bien: comprando o alquilando suelo-vivienda en el mercado. En consecuencia, esa condición inicial, y esencial, para el ejercicio del derecho a la ciudad se enfrenta con un rasgo estructural que pone en riesgo el acceso mismo a la ciudad para una parte considerable de la población.

Ese riesgo deriva de la limitación que supone la necesidad de contar con capacidad económica (solvencia) para resolver mercantilmente el acceso a la ciudad. La puerta para el ejercicio del derecho a la ciudad se ve, contradictoriamente, definida no como un derecho en sí, sino como una compra mercantil. Correlativamente, la consideración de la ciudad como derecho implica la posibilidad real de acceder a esos bienes como parte de la ciudadanía, desplazando su carácter de mercancía.

Para analizar esa contradicción, debemos indagar sobre las modalidades actuales en la producción y consumo de la urbanización, que permiten entender, por una parte, el acceso a la ciudad de la población y, por la otra, pensar en modalidades de ejercicio pleno del derecho a la ciudad. Para ello es preciso identificar esas modalidades de producción-consumo de la urbanización latinoamericana, sus relaciones y su vinculación con los efectos de solvencia-insolvencia de los procesos de distribución y redistribución de las riquezas en la sociedad.

La mercantilización universal de los bienes (incluyendo la urbanización) propia de las predominantes relaciones capitalistas, y la consecuente necesidad de contar con el dinero necesario para su compra o alquiler, se convierten en la puerta de acceso al ejercicio pleno del derecho a la ciudad. Puerta que está cerrada para una cantidad importante de la población urbana. Esto indica que predomina la significación mercantil de los bienes de la urbanización, es decir, su carácter de bienes de cambio, por encima de su capacidad-posibilidad de satisfacer la necesidad de asentamiento, es decir, su condición de bienes de uso.

Las modalidades de producción y consumo de la urbanización

La urbanización es el resultado de una pluralidad de procesos de producción de diferentes bienes (suelo, vivienda, infraestructura, equipamientos, servicios, etc.) que constituyen los soportes materiales de la vida social urbana, sin los cuales esta no es posible. Esos procesos se realizan de acuerdo a diferentes modalidades o formas, de producción y consumo, entre las que, si bien no son las únicas, predominan las modalidades mercantiles. La producción mercantil de la ciudad se orienta a satisfacer la necesidad social de asentamiento en la aglomeración urbana produciendo para ello suelo y construcciones, siempre que con el cobro de su precio al vender o arrendar esos bienes sea posible recuperar la cantidad de dinero suficiente para cubrir los costos y realizar la ganancia de la operación. Consecuentemente, el acceso (o consumo) mercantil a la urbanización requiere la disponibilidad de esa cantidad de dinero. No se produce, por ejemplo, vivienda, si no existe población que pueda pagarla, o solamente se produce para quienes pueden hacerlo, esto es, para quienes cuentan con la cantidad de dinero suficiente para ello (solvencia).

Esta situación introduce dos cuestiones: la solvencia-insolvencia respecto de los bienes urbanos y la posibilidad de alternativas a la producción mercantil de la ciudad.

Solvencia para acceder mercantilmente, insolvencia para quedar fuera del mercado

Al estar mercantilizados los bienes necesarios para la reproducción de la población, las familias deben tener ingresos suficientes para acceder a cada uno de ellos. En caso contrario, deberán dejar algunos de esos bienes fuera de su consumo. Esa capacidad económica no se define de manera polarizada (solvencia/insolvencia), sino que se trata de un continuo entre posiciones extremas con otras intermedias. Una familia puede ser solvente para los consumos alimenticios cotidianos, pero no para los gastos que requiere la compra de una vivienda. La insolvencia frente a la necesidad de suelo-vivienda (y de las infraestructuras y demás componentes de la ciudad) está asociada a las condiciones económicas de ese bien: particularmente su costo muy alto. Pero obviamente, está también asociada a las condiciones de los ingresos sociales.

Las condiciones de solvencia o insolvencia dependen, pues, de dos dimensiones que las familias no controlan: los ingresos y los precios de los bienes. En nuestras sociedades, los ingresos tienen tres orígenes fundamentales: las rentas de la propiedad de suelo y de los activos financieros, las ganancias derivadas de la propiedad de los medios de producción (y distribución) y la venta de la fuerza de trabajo. Esta última, que es la que corresponde con la mayor parte de la población, se diferencia en dos grupos (asalariados y no asalariados) e incluye una gran cantidad de situaciones diferentes, con ingresos altamente desiguales. En los niveles inferiores de ingreso del trabajo, gran cantidad de familias recibe recursos insuficientes para el acceso mercantil a los bienes que necesitan para su reproducción.

Más allá de esas diferencias, en el capitalismo es estructural que la remuneración del trabajo no se determine en razón de las necesidades reales de reproducción de la población, sino en relación a la consolidación de los procesos de acumulación económica que, justamente, se basan en la explotación. Recordemos que uno de los objetivos de las configuraciones de Estado de Bienestar fue evitar la exclusión del consumo, garantizando ingresos suficientes por medio de las normas laborales y utilizando procedimientos colectivos de negociación capital-trabajo garantizados estatalmente. Cuando ese no fue suficiente, se utilizaron recursos fiscales conformando lo que se llamó el salario indirecto, que no fue otra cosa que transferencias monetarias fiscales redistributivas.

La capacidad o incapacidad económica (solvencia o insolvencia) no solamente depende del nivel de los ingresos, sino también de su relación con el precio de los bienes. De manera especial, los bienes urbanos, particularmente suelo y vivienda, dadas sus condiciones estructurales, son relativamente muy caros. Por ello, es posible que las familias de los grupos con bajos ingresos sean solventes para adquirir los bienes de la reproducción cotidiana, pero a la vez sean insolventes para acceder mercantilmente a la ciudad (suelo, vivienda, infraestructuras, servicios, etc.).

Pero esos habitantes están en la ciudad, por lo que debemos preguntar cómo se enfrenta esa situación de insolvencia. La respuesta, muy simplificada y un tanto obvia, indica que esa situación se supera por medio de procesos diferentes a los mercantiles. Veamos esto.

Modalidades de producción-consumo de la ciudad diferentes de la mercantil

En nuestras ciudades encontramos dos modalidades que pueden ser consideradas como alternativas al acceso mercantil a la urbanización. Por una parte, procesos desmercantilizados y, por la otra, procesos no mercantiles que incluyen producción estatal y autoproducción popular.

Los procesos desmercantilizados de producción-consumo de la urbanización son aquellos que el Estado desarrolla con la finalidad de limitar las condiciones mercantiles de ciertos procesos productivos, sin eliminar la ganancia de los productores capitalistas. Para ello el Estado transfiere a los productores capitalistas recursos fiscales como exenciones impositivas, disminución de derechos de importación, apoyos financieros y otros. El resultado es la disminución del precio y, por ende, de la cantidad de recursos monetarios que deben utilizarse para su consumo. Pero, asimismo, el Estado puede llevar a cabo acciones de desmercantilización del consumo: aumentando la solvencia de los consumidores transfiriéndoles recursos fiscales (subsidios financieros, etc.). Como resultado, las familias que necesitan esos bienes no deben disponer de la totalidad del dinero que sería necesario en una modalidad plenamente mercantil. Puede tratase de desmercantilización total o parcial que permita el consumo sin disponer de recursos monetarios en absoluto o disponiendo de una limitada cantidad. La liberación de la necesidad de disponer de dinero será más o menos relevante según cómo se concrete la desmercantilización. Puede existir desmercantilización del consumo cuando el precio no está determinado por la cobertura de costos y ganancia sino, por ejemplo, por una relación con el salario de quien lo consume.

La producción no mercantil se orienta a satisfacer la necesidad de ciudad sin pasar por el mercado, sin buscar la obtención de ganancia y, por lo mismo, sin requerir de quienes necesitan consumir o acceder al bien así producido la condición de solvencia. Consecuentemente, esta modalidad deja de lado las relaciones de acumulación de capital.

La producción no mercantil se concreta por medio de diferentes formas. Por una parte, la producción estatal directa de vivienda o de otros bienes urbanos. El Estado puede operar como actor económico no mercantil dentro de un sistema de relaciones capitalistas dado que su reproducción no depende de la ganancia sino de su capacidad de obtener fiscalmente los recursos necesarios para ello. Por esa razón, el Estado puede hacer accesibles los bienes urbanos sin retribución económica (consumo no mercantil) destinándolos a la población más allá de sus condiciones económicas. Puede distribuir esos bienes en razón de una definición de derecho de ciudadanía, así como lo hace, por ejemplo, con el derecho a la salud o a la educación, orientado por valoraciones de equidad y solidaridad.

La participación del Estado en la producción no mercantil y desmercantilizada implica acercar el consumo de esos bienes en términos de derechos, aunque con diferente significación. En el primer caso, con una exclusión del capital privado en la producción de los bienes urbanos, cuyo consumo podrá realizarse sin aporte monetario, permitiendo una aplicación de los derechos de ciudadanía, de manera análoga al consumo de la educación pública. En el segundo, al limitar la realización de la ganancia en el intercambio, evitando su pleno traspaso a los precios y su afectación del consumo, gracias a las transferencias fiscales que compensan la ganancia de los productores y/o la insolvencia de los consumidores. En este caso no existe una real sustitución del mercado por el derecho, sino por el contrario su consolidación al facilitar el consumo ampliando la solvencia. Ampliación que se constituye como resultado del reconocimiento del derecho de ciudadanía a la ciudad.

En las sociedades latinoamericanas en general, así como en Argentina en particular, dado el predominio de relaciones capitalistas dependientes, la población solvente frente a las necesidades de la urbanización es una minoría. Por una parte, las condiciones de los mercados de fuerza de trabajo no garantizan una distribución suficiente y adecuada y, por la otra, los Estados no han desarrollado procesos no mercantiles relevantes, y sus limitadas experiencias de desmercantilización rara vez llegan a los grupos realmente insolventes.

Por ello es posible reconocer en nuestras sociedades que la mercancía desplaza al derecho como mecanismo de acceso a la urbanización. Pero, como es evidente, la población excluida del mercado está en la ciudad. ¿Cómo accede a un lugar en la urbanización, y cómo es ese lugar al que accede?

Autoproducir la ciudad no mercantilmente y construir un derecho

La población fuera del mercado y no incluida en las limitadas ofertas estatales desmercantilizadas debe sortear la coerción social que implica su insolvencia y producir por sí misma, fuera del mercado, su asentamiento (suelo-vivienda). Su ingreso en la urbanización no es el resultado de un derecho sino de su producción económica de los bienes iniciales para la inserción urbana (suelo-vivienda). Esto ocurre en procesos que toman muchos años y que incluyen, progresivamente, la producción de los bienes urbanos colectivos (equipamientos, infraestructuras y servicios), en la medida que no le sea reconocido su derecho a la ciudad, y en tanto pueda superar sus limitaciones económicas y sociales. La ausencia del reconocimiento del derecho conduce a una situación de sobretrabajo y, en cierta forma, de despojo de esa población que debe construir lo que la sociedad no le reconoce.

Cerca de la mitad del territorio y de la población de las principales ciudades de América latina, y de Argentina entre ellas, está así producida: fuera del mercado y de los mecanismos redistributivos del Estado. Es un claro indicador de la injusticia de esas sociedades, evidenciado en ciudades sumamente desiguales, donde las familias insolventes deben vivir en condiciones inadecuadas, en las periferias, sin fuentes de trabajo, sin escuelas, sin servicios de salud, luego de varios años de esfuerzos, sobretrabajo y limitación de sus consumos cotidianos. Es el no derecho a la ciudad.

La producción no mercantil del acceso a la ciudad incluye la lucha por su incorporación plena en ella. Lucha por el reconocimiento de lo hecho como parte de la ciudad y reivindicación de la continuidad de su derecho. La autoproducción no significa renunciar al derecho. Por el contrario, genera la evidencia de una deuda social por el desconocimiento del derecho a asentarse plenamente en la ciudad. Pelea por el reconocimiento de su derecho ciudadano a vivir en la aglomeración urbana y a gozar de todos sus bienes materiales e inmateriales.

Conclusión

Hemos intentado trabajar con lo que consideramos la condición inicial para el goce del derecho a la ciudad: el asentamiento en la urbanización. Vimos que en nuestra sociedad esa primera condición no se cumple para una parte importante de la población que, por lo tanto, queda excluida, limitada a una ciudad de no derecho. Esa puerta está cerrada y no todos pueden abrirla. La llave es la capacidad económica, la condición de solvencia.

La solvencia-insolvencia es una situación colectiva de base estructural que se define por la relación entre los ingresos sociales y los precios de los bienes necesarios para la reproducción de la población. Se trata de dos resultados del mercado, de resultados de dos mercados particulares: de fuerza de trabajo y de los bienes necesarios para la reproducción de la población (incluyendo los de la urbanización).

Los resultados de ambos mercados dependen, como ocurre con el conjunto de los mercados, de las regulaciones y controles que se les apliquen. La ausencia de esos dos elementos, como sucedió en la “ciudad liberal” (anterior a las experiencias de estados o políticas de bienestar) y como se va consolidando actualmente con el predominio de las orientaciones neoliberales, muestra claramente la concentración económica y la amplitud de la insolvencia en los grupos de trabajadores. Eso pone en cuestión, evidentemente, las propuestas del derecho a la ciudad.

Para terminar, veamos este tema en relación con el proceso de reconocimiento y ampliación de derechos que se viene dando como parte, de alguna manera, del proceso civilizatorio de las sociedades occidentales. Por una parte, el reconocimiento del derecho a lo que hemos llamado el inicio al derecho a la ciudad en Argentina está establecido en la Constitución nacional en su artículo 14 bis. Esa norma implica el reconocimiento que, por ello, debería contar con la garantía estatal para su ejercicio. Por otra parte, podría decirse que, al reconocer el derecho a la “vivienda digna”, la Constitución nacional incluye mucho más que el “techo”, y lo asocia a los demás componentes para un asentamiento adecuado (digno) en la ciudad. Esta interpretación de esa norma constitucional abarca el derecho a las infraestructuras, los equipamientos y servicios sin los cuales no hay vivienda en el pleno sentido del habitar urbano. Pero, por último, es fácil reconocer que ese derecho no está plenamente garantizado y que, más allá de algunas políticas parciales que han incrementado relativamente la capacidad económica de ciertos grupos, la población de ingresos más bajos sigue sin acceder mercantilmente y debe autoproducir su inserción en la ciudad. A ello se le suma la ausencia de garantías para el ejercicio de los demás derechos que componen el complejo derecho a la ciudad, como son los referidos a servicios urbanos básicos de electricidad, agua y cloacas y transporte. Es posible, en consecuencia, entender que en Argentina el acceso a la ciudad, comenzando por su base (suelo-vivienda), está en general subordinado a las relaciones de acumulación económica propias de la mercantilización, con el consiguiente resultado de exclusión.

Autorxs


Pedro Pírez:

Doctor en Derecho y Ciencias Sociales por la UN de Córdoba. Investigador Principal del CONICET en el IEALC-FCS-UBA. Profesor en el Doctorado de Ciencias Sociales en la UBA y de maestría en las universidades nacionales de Córdoba, Rosario y Tres de Febrero y en la Universidad Torcuato Di Tella. Ha sido profesor-investigador en El Colegio de México y en el Doctorado en Urbanismo de la Universidad Nacional Autónoma de México. Investiga sobre la urbanización en América latina, modalidades de su producción y gobernabilidad, servicios urbanos y cuestión metropolitana.