Droga, narcotráfico y seguridad: La disección de los monstruos

Droga, narcotráfico y seguridad: La disección de los monstruos

La “guerra contra las drogas” ha fracasado. Sin embargo, no aparece en el horizonte la posibilidad de una política de “reducción de daños” como una política de seguridad más eficaz. Para propiciar mejores formas de administración estatal en esta temática es necesario diversificar las perspectivas que definen los problemas de interés público y dejar de pensar únicamente al narco, la droga y los consumidores como enemigos del Estado.

| Por Brígida Renoldi |

Existen incontables evidencias del fracaso de la política bélica contra las drogas, sobre todo cuando pensamos en la “seguridad” como un valor humano al que todos tenemos derecho. Sin embargo, cada vez que hablamos de seguridad lo primero que pensamos es en policía, armas, represión. Esto no es casual: se deriva de un conjunto de formas de evocar ciertos fenómenos a través de palabras que de una u otra manera terminan por crear realidades. Entre los diferentes tipos de información, materialidades y acciones que esas palabras conectan, el componente imaginario adquiere dimensiones significativas. No es cuestionable el imaginar en sí, sino tomar lo imaginado como objeto de la política pública y crear a partir de allí métodos y estrategias de intervención que acaban distanciándose de los fenómenos específicos; inclusive, configurando nuevos problemas, como la criminalización de la diferencia, la sobrecarga carcelaria, el deterioro de la salud de parte de la población usuaria de drogas, entre otros.

En las páginas siguientes pretendo elucidar algunas tensiones conceptuales que hay por detrás del problema de la droga, sobre todo cuando se lo asocia al de la inseguridad. Propongo así pensar la seguridad desde ángulos que contemplen la paliación del dolor, el cuidado, la reducción de los impactos negativos de determinadas medidas de intervención, y la des-universalización de los abordajes analíticos y políticos del narcotráfico. En esta línea vale anticipar que la distinción entre lo legal y lo ilegal produce toda una gama de diferencias de carácter moral, con consecuencias específicas en la problematización pública de ciertos fenómenos, y debe ser revisada.

A menudo cuando se habla de drogas y de control se establece una relación espontánea con las fronteras internacionales, juzgadas como porosas, permeables, inseguras, caóticas, sin ley, y se apunta a reforzar el trabajo policial en esos lugares.

En entrevistas realizadas a policías brasileños en la frontera de Brasil con Argentina y Paraguay, al referirse a la seguridad e inseguridad en la frontera, con frecuencia afirmaban: “La frontera para la población es segura, porque aquí no muere ningún inocente y la gente en general trabaja el cigarrillo, o pasa marihuana, y mientras nadie traiciona (roba o delata) nada da problemas… pero para el Estado no es una frontera segura, porque el contrabando de cigarrillos y el tráfico de drogas son un problema fiscal”. En efecto, para ciertos agentes policiales la seguridad no es una cosa ni un servicio, sino una perspectiva. Veamos por qué.

Es curioso que cuando se piensa en seguridad pública generalmente prevalece la mirada estatal. Esto está relacionado con el hecho de considerar lo público como lo que no es privado (no es de las personas), lo que es del Estado, y todavía más: El Estado. Se trataría entonces de seguridad de Estado. Dicha mirada descansa en el dualismo que distingue y opone Estado y sociedad. Sin descuidar los énfasis que relativizarían tal punto de vista, es posible reconocer aún la percepción generalizada de que lo público es aquello que no tiene dueño, y no necesariamente los bienes comunes. En este sentido el Estado podría ser visto como un modo de administración de lo que no le pertenece a nadie en particular, pero que puede ser particularizadamente apropiado. Pero no es lo mismo que decir que se trata de lo que es común o de la comunidad, a pesar de que el sistema formal de gobierno sea democrático y por él todos nos veamos compelidos a admitir que nuestros intereses, necesidades y visiones son “representados” desde el momento en que ejercemos el derecho de voto.

Seguramente a muchos de nosotros nos sea familiar la idea de que lo público, lo que es del Estado, no tiene dueño, y esto habilitaría a que cada uno pudiera hacer de eso un uso particular, derivando esta práctica en los usufructos que en un extremo son atribuidos a la corrupción. Así, la seguridad pública carga con el peso de particularizarse en las diferentes gestiones, configurando una especie de amenaza para el ciudadano “común”. En estas lecturas se asienta la desconfianza de alguna forma generalizada que ve en los agentes de seguridad pública un peligro para la sociedad, en lugar de una garantía, idea que convive en tensión con la expectativa de que la policía preserve los bienes e integridades individuales.

Podríamos pensar en otras acepciones de la seguridad que coexisten con esa: seguridad privada, particular, seguridad humana, y que ponen el foco en intereses diferentes. Sin embargo, raramente se piensa una política de “reducción de daños” como una política de seguridad. ¿Por qué?

Quizás esto tenga que ver con el lugar y la autoridad que han adoptado ciertas categorías que ya son propias del argot que domina el ámbito de discusiones referidas a las sustancias prohibidas. Entre ellas: narcotráfico, narco, crimen organizado, droga, terrorismo, seguridad. Pensar el modo en que significamos estos términos nos permitirá ver también hasta qué punto ellos mismos contribuyen con la “vulnerabilidad”, en tanto antónimo de la “seguridad” que se propone como remedio para todos los problemas derivados de las drogas.

Prestemos atención: cuando se dice Droga, no se dice drogas, en su expresión plural, diversa y escalar, sino que se evoca el mal como un todo. Cuando se dice Narco o Narcotráfico no se dice apenas comercio de sustancias ilegales, sino que se refiere a un monstruo inteligente de muchos tentáculos; cuando se dice Crimen Organizado no se habla de emprendimientos colectivos ilegales, se habla casi de un Estado paralelo que va hacia el Estado y lo corroe; cuando se dice Drogadicto no se dice usuario, se dice enfermo; y cuando se dice Seguridad se dice derechos pero en un sentido material en exceso restrictivo.

Se trata de términos que han ido adquiriendo significación como poderosos conceptos que pautan en gran medida las políticas de seguridad y de salud públicas. Sobre todo La Droga, El Narcotráfico, Los Narcos, El Crimen Organizado, cada uno de ellos pareciera aludir a un sistema-hombre, un ente en parte máquina y en parte cerebro, de dimensiones inconmensurables y de motricidad reticular, gobernado por la malicia, externo al Estado, perverso y seductor.

Son términos que ejercen una fuerza metonímica sobre el campo del derecho, y nos permiten recordar que nuestros sistemas legales expresan valores morales y mercantiles que definen lo legal como lo aceptable y lo ilegal como lo inaceptable. Por el hecho de que los principios de nuestra tradición jurídica, de matriz cristiana, descansan en la condena de los pecados capitales y sus derivaciones, todo lo que se aparte de la ley es visto como diabólico, como el mal, como una amenaza, como la anti-sociedad, es la ruptura del contrato que originó la sociedad de derechos y el estado de derecho.

Pensemos el derecho como un campo moral formalizado en un tiempo datado, notaremos que nuestros sistemas jurídicos abrigan una relación directa entre la ley y el bien, entre el delito y el mal (no casualmente se habla de culpa, confesión, pena y castigo en los procesos judiciales). A modo de provocación pongamos por ejemplo el homicidio. Es un acto penalizado, legalmente prohibido. Aun así, existe. Sin embargo, cuchillos, agujas de tejer, venenos, armas de fuego, elementos cortantes, gases, e infinidad de materiales y objetos que podrían provocar la muerte, no son prohibidos.

Si el homicidio dejara de ser prohibido, ¿podríamos derivar de ello que todos saldríamos a matar? Una lectura equivalente en el caso de las drogas pondría las sustancias en el lugar de los objetos que podrían ocasionar la muerte; y el acto de hacer un uso nocivo, en el plano de la culpa o responsabilidad. Sólo que aquí, tal como nuestra legislación lo define, el uso y comercio de drogas estarían atentando contra la “salud pública”, un objeto tan disperso y confusamente definido como la “seguridad pública”. Nada indica que las sustancias en sí mismas sean dañinas, ni que todo contacto con ellas o uso produzca lesiones espontáneas. Que los datos sobre las consecuencias problemáticas del uso de drogas ilícitas sean asustadores puede estar relacionado con el hecho de que las estadísticas son producidas a partir de los registros oficiales en instituciones de salud o penitenciarias a las que sólo determinadas personas llegan en circunstancias puntuales. Pero están muy lejos de representar a la población usuaria en su diversidad y extensión.

La pregunta relativa al homicidio también es válida para pensar en la prohibición de las drogas: si no fueran prohibidas ¿serían usadas por quienes no las usan hoy? Las políticas de drogas insisten en dirigirse a los no usuarios. Y lo mismo las de seguridad, apuntan a reforzar lo seguro radicalizando el abismo entre las personas que tocan las mercaderías ilegales y las que no las tocan, o sea, la reunión de materialidad y autoría que caracteriza un hecho flagrante definido jurídicamente. Quizá sea este trasfondo de sentido el que nos impide ver la cuestión de las drogas como un problema básicamente de mercado para la cultura occidental. Los mercados ilícitos sólo se diferencian de los otros porque están vedados.

Es desde aquí que propongo pensar la seguridad: desde un concepto más amplio de justicia. Ya no como la cara represiva de la acción humana, sino apelando al “cuidado” como valor, bastante dejado de lado por las matrices que presuponen que las cosas sólo pueden ser de dos formas polares, englobando en el narcotráfico el mal y el delito, y en el uso el padecimiento y la enfermedad.

Repito, reducir los daños del uso y del comercio de drogas es apuntar hacia una política de seguridad más eficaz, y también diferente a la policial. Y esto tal vez requiera mucho más un trabajo fino sobre el Estado, sobre las instituciones policiales, judiciales, legislativas y sanitarias, que sobre el narco, la droga y los consumidores entendidos todos como enemigos del Estado.

Actualmente las políticas de seguridad, además de ser extremadamente represivas, basadas en la intervención de hechos flagrantes que resultan la mayoría de las veces de la inteligencia policial, y no de la investigación judicial, están focalizadas en las periferias de los grandes centros urbanos y en las fronteras internacionales. Esto lo podemos constatar en varios países de América latina al ver en funcionamiento las instituciones policiales y al entrevistar presidiarios en cárceles sobre todo próximas a las fronteras. Cerca de la mitad, o más, de la población carcelaria está por el delito de transporte y comercialización de drogas ilegales, y un número significativo es reincidente. Los transportistas en general son conductores de vehículos cargados.

La mayoría de estas “mulas” fueron detenidas en “hechos flagrantes”, como trofeos, resultado de denuncias anónimas o de inteligencia policial que no profundizaron en investigaciones posteriores que hayan ido más allá de eso. En algunos casos, las compañeras de estos presos han recurrido al comercio de drogas al perder la fuente de ingreso principal, y también han terminado condenadas (no es tan raro que ellas ingresen al circuito una vez que sus parejas son detenidas). Los usuarios de sustancias que producen mayor dependencia a veces ingresan al mercado de distribución para costear el propio uso. A esto se suma en cierta medida la evidencia de que el mercado de receptación de objetos robados muchas veces está asociado al consumo, es decir, los usuarios dejan objetos robados en forma de pago y los receptadores los revenden para transformarlos en dinero.

Se trata de mercados en los que las redes pueden ser infinitas y de un momento a otro cortarse o suspenderse. Pueden reestablecerse también en los ámbitos carcelarios, reconfigurarse, reterritorializarse. Los participantes y las maneras de participar son muy diversos, incluyen en algunos casos agentes policiales que se traman en los circuitos para favorecer el movimiento de las mercancías. Pero también puede ocurrir que los involucrados en este tipo de mercado no sean usuarios de las sustancias que mueven.

No se puede pensar una política pública de drogas o de seguridad sin considerar el papel que juegan los mercados en todo esto. En este sentido, es importante señalar que las medidas de seguridad encuadradas en los modelos represivos y de control responden también a un mercado tecnológico que insiste en la necesidad de introducir scanners, cámaras, tecnología miniatura para la investigación policial (micrófonos, filmadoras), grandes equipamientos automotores, vehículos aéreos no tripulados, armamento, municiones, entre otros, y en algunos países de América latina se constata el aumento del gasto público en esta área. Es claro que el uso de la tecnología tiene que ser justificado, lo que no es difícil cuando se crean monstruos como el crimen organizado, el narcotráfico, el terrorismo: estos “sistemas-hombre”, como señalé más arriba, a los que el Estado les ha declarado la guerra desde el momento en que los calificó legalmente, o insiste en clasificar cuando aún no lo están en términos legislativos.

Sin embargo, no debemos olvidar que el crimen organizado y el narcotráfico son apenas expresiones, no son cosas en sí, sino esfuerzos conceptuales de síntesis que engloban tanta heterogeneidad en diferentes escalas, que terminan muchas veces dando el resultado contrario cuando se los reifica. En lugar de describir un universo variado, prescriben un universo que no raramente responde a un orden imaginado, producido desde el punto de vista del Estado formal, tal como él propone pensarse a sí mismo, pero no del Estado tal como él es, conformado por agentes diversos con desigual incidencia decisoria en las tramas de gobierno y que pueden incluso extenderse más allá de las instancias de administración y representación propiamente estatales.

Quizá sea por eso que siempre tenemos la sensación de que buscan y nunca encuentran nada, o encuentran poco, como el caso de los narcos que cultivaban marihuana en un departamento del barrio de Congreso en Buenos Aires, y traficaban con palomas mensajeras que llevaban en el buche pocos gramos y un cartelito que decía “acá va lo tuyo, después arreglamo!”.

Una relación de causa y efecto negativa se produce entre el aumento de las medidas de seguridad pública, cuando responden a modelos represivos, y el aumento y la diversificación de los mercados ilegales. El énfasis en las medidas represivas está inscripto también en una economía mundial de la seguridad, sostenida en un discurso que defiende la lógica bélica hacia fenómenos objetivamente poco conocidos. Las preguntas que se abren son: ¿el Estado está luchando contra algo que no existe? ¿Sufre restricciones técnicas y políticas que llevan a la inadecuación? ¿O enfrenta limitaciones epistemológicas para conocer aquello que combate?

Para retomar lo planteado al inicio de esta discusión, quiero decir que gran parte del problema de la seguridad con relación a las drogas está en la frontera establecida por el Estado entre lo legal y lo ilegal, y en sus naturalizaciones morales. En la hoy discutida concepción occidental y moderna lo “natural” es visto como separado y opuesto al hombre y a la cultura, como lo dado, lo anterior al hombre. En este sentido lo legal no es natural. Lo ilegal tampoco. Que las drogas sean ilegales no es natural, si bien esto no quiere decir que las drogas sean buenas y no provoquen daños a veces irreversibles.

Reproducir la moral judicial que presupone en lo legal lo bueno y en lo ilegal lo malo sería pecar de miopía sociológica. Admitamos que un producto puede ser legal y nocivo, como lo es un cuchillo, el pegamento, y mucha de la farmacología, según el uso que se le dé, y reconozcamos también que esta nocividad no se eliminaría si cada producto fuera prohibido.

En el caso de las drogas, la ilegalidad pareciera empeorar más aún un escenario en el que sería menos difícil intervenir si se preservase el valor del “cuidado”, implícito en el concepto de seguridad humana, definida esta por las propias personas en sus contextos vitales, en los medios que habitan, es decir, desde una perspectiva no estadocéntrica.

Aunque suene paradójico, para propiciar mejores formas de administración estatal en esta área habrá que diversificar las perspectivas que definen los problemas de interés público, correrse del punto de vista del Estado, para inclusive poder pensarlo desde otros lugares, ya que los fenómenos descritos no son externos a él, sino resultado de la relación establecida a lo largo de siglos entre formas de estar, de ser, de hacer y pensar, que coexisten reinventando controversias.

Autorxs


Brígida Renoldi:

Antropóloga. Investigadora del CONICET, Instituto de Estudios Sociales y Humanos, Universidad Nacional de Misiones. Miembro del Núcleo de Estudios en Ciudadanía, Conflicto y Violencia Urbana de la Universidad Federal de Río de Janeiro, e integrante del Grupo de Estudios sobre Policías y Fuerzas de Seguridad del Centro de Antropología Social, Instituto de Desarrollo Económico y Social.