Desapariciones: la negación del derecho a la propia muerte

Desapariciones: la negación del derecho a la propia muerte

Aunque en nuestro país se encuentra inevitablemente asociada a la última dictadura militar, la desaparición forzada de personas no es un fenómeno privativo de los gobiernos de facto ni es siempre producto de un plan sistemático. Por el contrario, numerosos casos dan cuenta de que, bajo modalidades diferentes, continúa existiendo como forma extrema de violencia institucional.

| Por Natalia Federman |

Una característica central del régimen cívico-militar que gobernó nuestro país entre 1976 y 1983 fue la desaparición forzada de personas. Según el artículo 2 de la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, esta acción implica el arresto, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley.

Sin embargo, a pesar de la creencia común, este delito no es un fenómeno privativo de las dictaduras o que requiera de la existencia de un plan sistemático para configurarse. Toda desaparición reclama respuestas por parte del Estado y, para ello, es indispensable comprender la fenomenología que presentan las desapariciones en democracia.

Analizar cuáles son las coincidencias entre lo ocurrido entre 1975 y 1983 y las desapariciones, forzadas o no, ocurridas con posterioridad parece ser el único camino para determinar si permanecen vigentes algunas de las condiciones estructurales que habilitaron la negación del derecho a la propia muerte.

Los seres humanos somos la única especie que acompaña a la muerte de un rito propio, el funerario, y ello es reconocido por los especialistas como un rasgo de humanización. El tratamiento de los difuntos ha variado según las épocas y las culturas, pero, tal como señala Gusman, el “derecho a la muerte escrita” parece ser parte insoslayable de la identidad de una persona. La incertidumbre que provoca la ausencia no es exclusiva de aquellas desapariciones en las que se sospecha la participación de agentes estatales, pero frente a estas los dispositivos que habilitan la impunidad se activan en las primeras etapas de las investigaciones, dificultando no solo la sanción a los culpables, sino también la averiguación de la suerte corrida por la víctima.

Nuestro pasado reciente y el modo en que se resolvieron algunos casos de desapariciones en democracia parecen indicar que existen vínculos, que deben ser investigados más profundamente, entre ese fenómeno y los cadáveres cuya identidad se desconoce, los cadáveres NN. Las iniciales “NN” son usadas comúnmente con el propósito de designar a las personas cuya identidad es desconocida y provienen de la expresión latina nomennescio que significa, literalmente, “desconozco el nombre”. A diferencia de las expresiones norteamericanas “John Doe” y “Jane Doe”, la denominación “NN” omite cualquier referencia al género de la persona, factor que aumenta aún más la incógnita en su tratamiento burocrático. En relación a los cadáveres NN, propongo entenderlos como cadáveres sin biografía, ya que esta caracterización permite visibilizar que existe una historia de vida que debe ser buscada.

La desaparición forzada de personas en el marco de un plan sistemático

Las desapariciones ocurridas durante el terrorismo de Estado han sido investigadas y documentadas por una multiplicidad de actores desde el momento exacto en que comenzaron los primeros secuestros. Augusto Conte y Emilio Mignone, en un documento presentado en el Coloquio de París de 1980, identificaron ciertos rasgos comunes en los secuestros. Las detenciones se practicaban, en la gran mayoría de los casos, por personal vestido de civil o con algunas prendas de origen militar, en horario nocturno, excepcionalmente se efectuaban arrestos en la calle o lugares públicos con gran celeridad, no se presentaban órdenes de detención ni credenciales de ninguna especie. Tampoco se suministraba información efectiva acerca de sus propósitos respecto de los detenidos.

La desaparición sitúa a las víctimas y su entorno afectivo en un limbo entre la vida y la muerte que perdura hasta tanto no se tengan certezas sobre lo ocurrido. En palabras de Héctor Schmucler (en “Pensamiento de los Confines”): “No nos urge saber a cada instante que alguien está vivo; en cambio, es perentoria la exigencia de confirmar la muerte. Porque cada uno tiene una muerte propia, sólo el muerto es testimonio de su muerte. Sin muerte propia, no es verdaderamente un muerto (…) Negar el derecho de morir como ‘cada uno’, nos coloca en presencia del mal superlativo”.

Los cuerpos de las víctimas representan no solo la posibilidad de aportar información a los familiares sobre lo sucedido con sus seres queridos, sino que constituyen prueba fehaciente del destino dado por el aparato represivo a los cadáveres. Tal como señalaba Clyde Snow, precursor del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), “los huesos pueden ser rompecabezas, pero nunca mienten”.

Los esfuerzos de las organizaciones de derechos humanos, del EAAF, y de juzgados y fiscalías que se han comprometido en esclarecer los hechos han permitido identificar, fundamentalmente, tres mecanismos para disponer de los cadáveres de las víctimas: enterramientos en fosas clandestinas, “vuelos de la muerte” –es decir, arrojar a las víctimas desde aviones al mar– y enterramientos en cementerios regulares sin identificación, es decir, como NN.

En el marco del plan sistemático de desaparición de personas, la utilización de uno u otro mecanismo para esconder los cadáveres y, con ello, la prueba de sus delitos, dependía en gran medida del entorno en el que se encontraba el centro clandestino de detención. Según las investigaciones del EAAF, las inhumaciones clandestinas fueron utilizadas principalmente en lugares en los que por su lejanía no podían acceder a vuelos y en los que el mecanismo del abandono de cadáveres en la vía pública, más propio de áreas metropolitanas, no era evaluado como conveniente por los perpetradores. En este sentido, es ineludible destacar la tarea llevada adelante desde hace más de una década por antropólogos, arqueólogos, geólogos y especialistas en genética del EAAF, el Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán (CAMIT) y el Laboratorio de Investigaciones Grupo Interdisciplinario de Arqueología y Antropología de Tucumán (LIGIAAT) para identificar los restos encontrados en el Pozo de Vargas y en el ex Arsenal Miguel de Azcuénaga en la provincia de Tucumán.

Los vuelos, por su parte, se utilizaron en aquellos centros que tenían a su alcance la aviación militar o policial para llevarla adelante. En tanto, el abandono de los cadáveres en la vía pública, es decir, sacar a las personas del centro clandestino, llevarlas a algún lugar y allí simular un enfrentamiento, para habilitar así que la propia burocracia estatal se hiciera cargo de los cuerpos, fue una práctica usual en los centros clandestinos ubicados en las cercanías de centros urbanos.

Algunos de esos modos de disposición de los cuerpos dejan huellas burocráticas y otros no. Hasta el momento, no se han encontrado archivos que hayan documentado los enterramientos en fosas clandestinas, pero los registros de las burocracias estatales sí han sido claves para las investigaciones sobre el destino de aquellas personas que fueron asesinadas e inhumadas como NN y también sobre las identidades de víctimas y perpetradores en los casos de los “vuelos de la muerte”. Así lo demuestran la sentencia del 5 de marzo de 2018 del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 5 en “Causa Unificada ESMA” y la investigación llevada adelante por Miriam Lewin sobre la participación de pilotos de aviones Skyvan en el sistema desaparecedor.

Las primeras pistas que indicaban que en los mecanismos de tratamiento burocrático de los cadáveres NN existían rastros sobre lo sucedido con las personas secuestradas, fueron recolectadas por Alicia “Licha” Zuasnabar de De la Cuadra y María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani –integrantes de Madres y luego Abuelas de Plaza de Mayo–, que recorrían el cementerio de La Plata haciéndose pasar por visitantes, llevando solo un ramo de flores, y una pequeña libreta en la que consignaban las tumbas NN con la fecha y el lugar en el que se encontraban.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en su informe de 1980 sobre la Argentina, alertó sobre un “número considerable de cadáveres enterrados bajo la denominación NN en cementerios públicos, sin justificación de la falta de identificación”. Dentro de las recomendaciones dadas por el organismo en ese informe, no se incluyó la de extremar los recaudos para investigar la identidad de las personas así enterradas.

Años después, las investigaciones del EAAF –según describieron Maco Somigliana y Darío Olmo, pertenecientes a esa organización, en el Primer Encuentro Público “La Perla” como espacio de Memoria, Córdoba, el 8 de junio de 2007– señalaron que “el conjunto de personas inhumadas como NN a lo largo del siglo tiene, en todo el país, características constantes. Se puede generalizar, diciendo que la mayoría estará incluida en dos grandes conjuntos: los que mueren durante o poco antes o poco después del nacimiento y aquellos que transitan la madurez tardía o comienzos de la ancianidad. En este último subconjunto, el componente masculino ronda el 90% y las causas de muerte, asentadas en certificados de defunción y registros de cementerio, son predominantemente vinculadas a enfermedades crónicas, procesos hepáticos agudos, paro cardiorrespiratorio o accidentes ferroviarios. Revisando los asientos oficiales sobre inhumaciones de NN para la segunda mitad de los setenta, encontramos características bien diferentes: las mujeres rondan el 33%, el intervalo etario dominante es de personas entre veinte y treinta y cinco años y, por último, la causa de muerte más frecuente es ‘herida de bala’. Aquella proporción entre hombres y mujeres y distribución por edades se corresponde, exactamente, con la de aquellos cuyo secuestro era denunciado contemporáneamente. Las causas de muerte, también, con el destino que previsiblemente corrían”.

Es decir, las víctimas de desaparición forzada durante la dictadura fueron hombres y mujeres, principalmente entre veinte y treinta y cinco años y los cadáveres sin biografía de ese período coincidían con ese perfil. Así, se supo que el circuito burocrático de gestión de los cadáveres NN fue utilizado por el dispositivo concentracionario para esconder el destino final de las víctimas.

Las desapariciones en democracia

Durante la dictadura los organismos comenzaron a recolectar testimonios de personas que habían presenciado los secuestros de sus seres queridos y todos tenían un modus operandi similar: personas que aparentaban ser funcionarios estatales, en un determinado tipo de vehículo, de civil, durante la noche, irrumpían en los domicilios identificándose como “fuerzas conjuntas” o alguna denominación similar y se llevaban a una persona sobre la que nunca más se tenía noticias. De ahí la formulación del concepto “detenido-desaparecido”: se lo llevaron detenido, ahora está desaparecido. Estas circunstancias se repetían una y otra vez –existía un patrón– y, por ello, toda persona que no era encontrada en los lugares que solía frecuentar, se podía presumir que había sido víctima de esa operatoria.

En democracia, eso no sucede del mismo modo. En cada desaparición pueden existir indicios que puedan enmarcar el hecho en una u otra hipótesis, pero ninguna debe ser descartada a priori. Por ello, es primordial que los operadores judiciales tengan una escucha atenta al núcleo afectivo. En general, en los relatos de ellos/as están las pistas más importantes: si se ausentaron antes, si se ausentarían porque hubo algún conflicto, si estaban en alguna situación especial de vulnerabilidad frente a actores estatales u organizaciones criminales.

Hasta el momento, no existe ningún registro centralizado que dé cuenta del fenómeno de las desapariciones en democracia y su clasificación según el tipo, al menos sospechado, de fenomenología; es decir, si se está frente a una desaparición forzada, un secuestro vinculado con la trata de personas, femicidio, o cualquier otro fenómeno que dé lugar a una ausencia.

Sin embargo, son varios los casos en el país que sugieren que la desaparición como forma extrema de violencia institucional continúa siendo un método al alcance de las fuerzas policiales mediante el cual borrar las huellas de la violencia anterior, dificultar la investigación judicial y favorecer la impunidad, al igual que durante el terrorismo de Estado.

Ello, en virtud de algunas continuidades que se advierten en la cultura institucional de las fuerzas policiales que en el pasado fueron instrumentos del terror, y el presente: una impronta bélica aún persistente, que se advierte en aspectos como su entrenamiento o el modo en que se abordan ciertos fenómenos criminales (por caso: “guerra contra las drogas”), una cultura institucional opaca y reacia al control civil y el generalizado uso excesivo de la fuerza.

A su vez, las políticas de seguridad que se focalizan en el control en los barrios y territorios que habitan las clases populares resultan determinantes en la relación entre los jóvenes de los barrios pobres y las fuerzas de seguridad, marcada por el hostigamiento. Es decir, las formas de abuso cotidianas y rutinarias de las fuerzas –que en ocasiones pueden repetirse sobre las mismas personas– y que, como indica el trabajo del CELS “Hostigados: violencia y arbitrariedad policial en los barrios populares” (2016), incluyen “detenciones reiteradas y arbitrarias, amenazas, insultos, maltrato físico, robo o rotura de pertenencias; en algunos casos involucra formas más graves de abuso físico como torturas y lesiones graves –en ciertas ocasiones provocadas por armas de fuego– y de arbitrariedad policial, como el armado de causas penales. El elemento extorsivo también está presente en muchas de estas interacciones”.

Este es el contexto que habilita que, ante las desapariciones, principalmente de hombres jóvenes, se presente la sospecha de la participación de las fuerzas de seguridad en ellas. Ante una desaparición en este escenario, el problema central que impide dar una respuesta certera sobre lo sucedido es la desconfianza inicial con la que las instancias del sistema de administración de justicia investigan las hipótesis presentadas por los familiares. Son excepcionales los casos en los que las primeras medidas urgentes (allanamientos, intervenciones telefónicas, etc.) son tomadas de modo tal que permitan probar la hipótesis o, en su defecto, desecharla fehacientemente. Por ello, los casos se mantienen indefinidamente en la incertidumbre no solo sobre el paradero de las víctimas sino también sobre las responsabilidades penales.

En relación con las personas desaparecidas desde la recuperación democrática, a pesar de no poder ser considerada una práctica sistemática, son varios los casos de hombres jóvenes desaparecidos que, por distintos motivos, parecen vinculados con la forma extrema de violencia institucional que es la desaparición forzada: Adolfo Garrido y Raúl Baigorria (1990), Paulo Christian Guardati (1992), Miguel Bru (1993), Martín Basualdo y Héctor Gómez (1994), Sebastián Bordón (1997), Elías Gorosito (2002), Iván Torres (2003), la muerte y desaparición por 30 días de Jonathan “Kiki” Lezcano y Ezequiel Blanco (2009), Luciano Arruga (2009), Daniel Solano (2011), Franco Casco (2014), Santiago Maldonado (2017), entre otros. Dos de ellos –Garrido y Baigorria y Torres– provocaron pronunciamientos condenatorios al Estado argentino por parte del sistema interamericano de protección de derechos humanos, en los que se ordena al Estado argentino, entre otras cuestiones, investigar el paradero de las víctimas y sancionar a los responsables.

Existen otros casos en los que, inicialmente, no se estaría frente a una desaparición forzada, debido a que no se sospecha de la participación de agentes estatales, pero son cruciales para entender el fenómeno de las desapariciones en democracia. Se trata de acontecimientos que demostraron la capacidad “desaparecedora” del sistema de identificación de los cadáveres sin biografía: Pamela Laime, desaparecida el 18 de octubre de 2000, fue asesinada un día después, enterrada como NN e identificada luego de 14 años de búsqueda por parte de su madre; Mariela Tassat, desaparecida el 7 de septiembre de 2002, muerta en las vías del ferrocarril Roca y enterrada como NN apenas dos días después, cuyo cuerpo fue identificado en octubre de 2017; la situación de Lucas Rebolini Manso, que estuvo en condición de NN en la Morgue Judicial de la ciudad de Buenos Aires por más de un mes, a pesar de estar siendo buscado por sus familiares.

Estos casos, entre muchos otros, en los que cadáveres se mantienen en condición de “sin nombre” a pesar de estar siendo buscados por sus seres queridos, demuestran que, pese a que no exista sistematicidad ni plan criminal de desaparición forzada de personas, sí existen regularidades o patrones que habilitan un resultado similar, con la incertidumbre que ello produce en el núcleo afectivo de las víctimas.

Sin embargo, ni los casos por los que el Estado fue condenado internacionalmente ni estos hechos que demuestran que es la burocracia estatal legal (y no clandestina) la que puede producir la desaparición, han motorizado el impulso de medidas o reformas estructurales que atendieran la “identificación de los restos” como una política de Estado.

Es por ello que las estrategias de trabajo desarrolladas por el EAAF y los organismos de DD.HH. para investigar los delitos cometidos por el terrorismo de Estado tienen aún potencia para esclarecer desapariciones en otro contexto. La lectura de archivos estatales para completar piezas de un rompecabezas parece ser el camino ineludible para la investigación de estos hechos.

Así sucedió también con Luciano Nahuel Arruga, de 16 años, que fue visto por última vez el 30 de enero de 2009, cuando se dirigía a la casa de su hermana. Como muchos otros chicos del Barrio 12 de Octubre en Lomas del Mirador, provincia de Buenos Aires, había sido víctima de violencia policial. Poco antes, en septiembre de 2008, había sido detenido y torturado por la policía bonaerense. Pasaron casi 6 años, antes de que se supiera que Luciano fue atropellado por un auto en la vía rápida de la General Paz, a unas 25 cuadras de donde, según declaró su madre al denunciar su ausencia, fue visto pocas horas antes por última vez por sus amigos. Luciano fue enterrado como NN en el cementerio de Chacarita, por decisión del juzgado de la ciudad de Buenos Aires que intervino a partir del accidente automovilístico, luego de algunas rutinarias medidas de prueba para establecer su identidad, que resultaron negativas. Esta información se conoció recién cuando, luego de muchos años de trámites judiciales y denuncias contra los funcionarios que intervinieron, en abril del 2014 la presentación de un hábeas corpus ante la justicia federal por parte de la familia de Luciano conjuntamente con el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) – La Matanza habilitó la intervención de la Dirección Nacional de Derechos Humanos del Ministerio de Seguridad de la Nación, que entrecruzó la información de sus huellas dactilares con la de los cuerpos NN en poder de la Policía Federal.

El camino que llevó al hallazgo del cuerpo de Luciano parece marcado por similitudes en relación con el activismo en la búsqueda de las personas detenidas desaparecidas entre 1975 y 1983: el caso fue patrocinado por organismos de derechos humanos con una extensa trayectoria en litigio e investigación sobre el terrorismo de Estado; fue la figura de la “desaparición forzada de personas” la que logró que el caso saliera de la justicia provincial (sospechada de connivencia con la fuerza policial señalada por la familia como responsable de la desaparición) y pasara a la justicia federal; fue un recurso de hábeas corpus (como los que presentaban los/as abogados/as defensores de derechos humanos durante el terrorismo de Estado) el que dio el puntapié inicial para dar respuesta a qué había ocurrido con Arruga (y no sólo quiénes podían ser los culpables) y fue lo aprendido en relación con el modo en que el dispositivo concentracionario disponía de los cadáveres de las víctimas lo que permitió su identificación.

A modo de cierre

Desde el punto de vista del derecho internacional de los derechos humanos, frente a una desaparición forzada el Estado tiene la obligación de investigar, procesar y castigar a los responsables y, como parte del derecho a la verdad, revelar a las familias y a la sociedad todo cuanto pueda establecerse sobre la suerte y el paradero de las víctimas. Estas obligaciones subsisten mientras dure cualquier incertidumbre sobre el destino de ellas.

Una pregunta posible, entonces, es si existe una obligación similar de investigar y determinar la identidad de todas las personas declaradas muertas sobre las que se desconozca su identidad. La respuesta a este interrogante probablemente esté condicionada por dos procesos actualmente en desarrollo que merecen especial atención. En primer lugar, la identificación –como del derecho a la verdad– de los soldados caídos en el conflicto de Malvinas y enterrados sin identificar en el cementerio de Darwin. En segundo lugar, la crítica situación que atraviesa México en relación a las desapariciones forzadas, que ha provocado la autoorganización de los familiares para la búsqueda de fosas clandestinas. Estas llamadas “búsquedas ciudadanas”, en las que los familiares, armados de picos, palas y varillas de metal, emprenden el reconocimiento forense del terreno son, en palabras de Anne Huffschmid, “síntoma de desesperación y hartazgo ante la insuficiencia e ineficacia de las autoridades correspondientes”. Sin embargo, a pesar de haber encontrado centenares de restos, las coincidencias entre los huesos sin nombre y los nombres sin cuerpos es aún muy baja.

Por último, la desaparición de una persona en cualquier contexto llena de incertidumbre a sus afectos, pero también resulta un mensaje potente para el grupo al que pertenece la persona desaparecida. Si alguien desaparece en el marco de una disputa territorial entre economías criminales, quienes habitan ese territorio serán receptores del mensaje. Si desaparece una joven en un contexto de vulnerabilidad frente a la trata de personas, son las mujeres jóvenes las que se sentirán condicionadas. Si desaparece un joven en un contexto de hostigamiento policial, el resto de los adolescentes que sufren ese mismo trato automáticamente recibirán el mensaje. Ese miedo resulta disciplinante y es un terror con el que ninguna sociedad que pretenda ser democrática puede vivir.

Autorxs


Natalia Federman:

Abogada y doctoranda en Derechos Humanos de la Universidad de Lanús. Fue Directora Nacional de Derechos Humanos del Ministerio de Seguridad de la Nación entre 2011 y 2014. También fue Directora de Programas de la Dirección Nacional de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario del Ministerio de Defensa. Fue abogada del Programa Memoria y Lucha Contra la Impunidad del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y participó del Proyecto de desclasificación sobre Argentina, del National Security Archive de la George Washington University y CELS.