Derechos de autor y privacidad en tiempos de Internet
Entrevista a Enrique Chaparro en el programa Vuelta Cangrejo de FM 88.7 La Tribu
Cada vez que realizamos una acción en Internet estamos brindando datos. Estos van formando un perfil nuestro que tiene principalmente dos usos; por un lado, aportar información para el modelo de negocios que es la Internet, y por el otro, contribuir a profundizar el control social a partir de las agencias de seguridad. ¿Es posible salir de esta lógica? ¿Qué recaudos debemos tomar? ¿Qué leyes son necesarias para protegernos?
Hoy por hoy gran parte de las relaciones están mediadas por un clic. ¿Qué pasa con nuestros datos una vez que ingresamos a Internet a completar un formulario, a realizar una búsqueda en Google, a poner un me gusta en Facebook, usamos el hashtag de Twitter o nos suscribimos a un canal de YouTube?
Esos datos y muchos otros que vamos dejando sin siquiera percibirlo, es decir, los lugares que visitamos, las cosas que leemos, las que dejamos de leer, las que dejamos de lado, las que excluimos, forman un perfil nuestro que tienen que ver con el modelo de negocios que es la Internet.
El producto a la venta en la Internet somos nosotros mismos. El modelo de negocios en Internet es conseguir perfiles de todos los usuarios de modo tal que, en la forma más inocente, se pueda colocar publicidad dirigida, o anticipar que al lado de los pañales en el supermercado hay que poner cerveza los sábados a la tarde… predecir.
De alguna forma este modelo, que es el modelo de negocios por excelencia de Internet, es el que han aprovechado los organismos de inteligencia para tender toda esta red de vigilancia que se puso en evidencia con las revelaciones de Edward Snowden hace un año. Pero ese modelo no lo inventaron sino que copiaron el modelo de Facebook. Así que la próxima vez que pongas algo en las redes sociales o en los navegadores recordá que estás cambiando una parte de tu vida privada por el eventual beneficio de jugar a armar un rompecabezas.
¿Qué pasa con el activismo virtual? Me refiero a aquella actividad que nos permite difundir por redes sociales lo que muchos medios no toman, o dar a conocer una organización, convocar a una movilización… ¿Cómo se puede pensar ese juego entre difusión y entrega de datos?
Yo creo que todo instrumento tiene cierta legitimidad de uso. Por el hecho de que el instrumento tenga aristas peligrosas uno no necesariamente va a dejar de usarlo. Lo que pasa es que hay que conocer los límites y si se pudiera resumir en un solo consejo, la conducta que se debería tener en Internet sería: “No digas en Internet lo que no pintarías con aerosol en la puerta de tu casa”.
Uno aprovecha cualquier medio de difusión que tenga a mano, desde el antiguo panfleto mimeografiado hasta las redes sociales. El problema es que hay que ser consciente del hecho de que se está facilitando toda una serie de procesos de rastreo con esto. Si tu actividad militante es difundir información, está bien, tomás ese riesgo, que quizás es menos riesgo físico que ponerse a la cabeza de una demostración violenta. Entre la botella, la nafta y el trapo, y Facebook hay una gran distancia… que nos crea otro peligro adicional al que me gustaría referirme, que es el del “sofá-activismo”: uno siente que está cambiando el mundo desde la comodidad de la silla y dice: “Vamos a salvar a los pingüinos”: “Me gusta”; “Vamos a tomar el Palacio de Invierno”: “Asistiré”. Hay una suerte de distorsión.
Ninguna de estas cosas es inocente. Las cosas no suceden por casualidad. Hace poco más de un año uno de los directores de la CIA, el que se encarga del área de lo que ellos llaman “Open Source Intelligence (OSINT)”, es decir, Inteligencia de Fuente Abierta, decía: “El 70 por ciento de la información que hoy se recoge es información de fuente abierta. Cosas que la gente dice por su propia voluntad”.
Hay una zona gris donde uno debería medir razonablemente los riesgos. Y en situaciones extremas, está bien, tenemos un vehículo para difundir. Lo que tenemos que tener es alguna conciencia de seguridad operativa, crear nuestras personas alternativas de modo tal que lo que hacemos en línea respecto de determinado personaje no sea rastreable respecto de nuestra propia identidad. Hay que tomar precauciones razonables. Precauciones que deberían ser tomadas también en el mundo real.
¿Cuáles serían esas medidas? ¿Qué se puede hacer para preservar los datos personales?
En lo individual, tratar de mantener un perfil lo más bajo posible. Crear personajes que no puedan ser conectados entre sí (y no conectarlos nunca, claro); esa es una de las ventajas comparativas que permite la “virtualidad”. Usar cuentas distintas con propósitos distintos. En el extremo, si lo que hacés pone en riesgo tu seguridad personal, tendrás que tomar medidas más extremas como reciclar muy frecuentemente esos personajes, pero también cambiar frecuentemente de computadora. Un conocido mío que trabajó con los documentos de Snowden cambiaba la suya una vez por semana, y además la mantenía desconectada de la Internet salvo por breves instantes, accediendo siempre por redes públicas abiertas y distintas. Claro que hablamos de una situación extrema: todo dependerá del grado de riesgo a que te expongas, y de quién sea tu adversario.
En este sentido, ¿puede ser la llamada “Internet Profunda” una forma de preservar la identidad de usuarios/as?
La “web profunda” tiene mucho de mito, fronteras imprecisas, y algo de concreto. En resumen, es lo que permite, utilizando puntos intermedios al azar que cambian continuamente, que el sitio de destino no sepa cuál es el sitio de origen, y que los puntos intermedios sólo puedan conocer cuáles son el anterior y el siguiente. Algunos de esos puntos intermedios actúan también como puntos de destino, y por eso permanecen ocultos. O, mejor dicho, más o menos ocultos, como lo demuestra la caída del mercado ilegal virtual Silk Road (y el Silk Road 2.0): depende de quién sea tu adversario; si es lo suficientemente poderoso, Tor, el software que se utiliza en el proceso de cifrar y encaminar las comunicaciones, es vulnerable.
Hace un momento hacía referencia a las precauciones a nivel individual. Sin embargo usted declara que entre lo personal y lo colectivo la solución es colectiva y política: por ejemplo, hacer cumplir, donde existen, las leyes de protección de datos personales. En este aspecto, ¿cuál es la situación en la Argentina?
En la Argentina tenemos una muy buena ley de protección de datos personales, hecha al modelo europeo. Atrasa un poco, como la europea, porque las ideas sustantivas en ella fueron concebidas cuando difundir la información personal era una especie de “acto voluntario” de quien la procesaba, y tenía destinatario específico. Pero después vino la Web: cualquier dato personal que se publica en la Web se transfiere, instantánea y automáticamente, a todo el mundo (literalmente).
Ahora, si bien la ley es buena, su implementación ha dejado muchísimo que desear. Se limita a, de vez en cuando, escribir un dictamen o revolear una sanción al azar como para engrupirnos de que el órgano encargado de aplicarla trabaja. El problema es que ese órgano, la Dirección Nacional de Protección de Datos Personales, es una entidad de cuarto orden en el Ministerio de Justicia, con muy poco poder relativo: compará esto con la situación europea, donde las agencias de protección son profesionalizadas y autónomas.
Esa es la reglamentación vigente para “proteger” la privacidad de los datos de los usuarios y usuarias de Internet. ¿Cómo caracterizaría la legislación existente para preservar los derechos de autor?
La legislación de derechos de autor es tan anacrónica que no contempla la posibilidad de que exista Internet. Nuestra legislación de derechos de autor es anterior a los grabadores de cinta abierta. El primer grabador de cinta abierta apareció a nivel comercial en 1935 y la ley es de 1933. Por cierto tampoco es original, viene de un real decreto-ley italiano de 1925. No parece curioso que el promotor de la ley 11.723 en el Senado fuese el senador Sánchez Sorondo, y el promotor de la misma ley en la Cámara de Diputados haya sido un señor que en aquellos tiempos era un humilde periodista de un pequeño medio que apenas surgía y que se llamaba Roberto Noble.
Nuestra ley es muy antigua y las realidades de Internet han cambiado muchas cosas. En realidad no sé si han cambiado, han posibilitado cosas que eran implícitas en otros tiempos. Lo que pasa es que se ve vulnerado nuestro derecho a replicar, nuestro derecho a construir cultura, que es en definitiva nuestro derecho a transmitir conocimiento e información, porque es lo que nos hace existir… Como sociedad todo lo que producimos es cultura, y si no la transmitimos no funciona.
Cuando se industrializó en cierta forma estuvo típicamente relacionado con algo que lo contenía. La obra literaria pasó de la transmisión oral –a nadie se le ocurría cobrar derechos de autor cuando los bardos transmitían de poeta en poeta ambulante las noticias, porque así empieza la transmisión de noticias–, pero cuando se industrializó, socialmente ganamos algo, que fue la circulación de la información, pero quedamos constreñidos al contenido, a la cajita que albergaba la obra, fuera primero el libro, después la música grabada, después el video.
Ahora, vino la gran explosión de la tecnología digital y de pronto la cajita dejó de ser necesaria. El libro, el cacho de árbol muerto que uno necesitaba para meter el Quijote se volvió superfluo.
A pesar de volverse superfluo, la judicialización por supuestas violaciones a los derechos de autor sigue avanzando. ¿Por qué considera que se presenta esta situación?
La protección de los derechos de autor tiene que ver fundamentalmente con intereses comerciales. Y uno tendría que hacer un poco de historia político-económica.
Hay un funcionamiento postindustrial del capitalismo que se basa en la apropiación de inmateriales, de cosas que no tienen forma, tamaño, color o dimensión. Lo intangible. Primero fue su conversión en bienes, cosas que bajo la definición económica ortodoxa no son bienes y de pronto se convierten en bienes. En bienes escasos. Ahora, ¿cómo hace uno que sea escaso aquello que no lo es naturalmente? Si uno puede reproducir una obra al costo de unos pocos electrones. Lo hace escaso a través de crear un monopolio forzoso, de usar la coerción del Estado para crear un privilegio, un monopolio en favor de alguien. ¿Por qué? Porque de ahí salen gigantescos márgenes de utilidad. Entonces esto es proteger la gallina de los huevos de oro, pero además, proteger una lógica de funcionamiento de un sistema económico-político. En cambio, los derechos individuales los respetamos mientras que no choquen con el negocio.
Hablamos de música, de libros o textos, de videos, de fotos… de expresiones culturales que no se permite compartir. ¿En qué otros aspectos rige nuestra vida esta ley de propiedad intelectual?
La ley de propiedad intelectual en la Argentina incorpora además los acuerdos económicos globales. Las veces que se adaptó fue para ponerla a tono con el Convenio de Berna, que es el tratado referencial en términos de derechos de autor, después con lo que se llama en la jerga TRIPS, el acuerdo relativo a las cuestiones de propiedad intelectual de la Organización Mundial del Comercio.
Tiene algunas contradicciones muy simpáticas. Cuando se fundaron los sistemas de propiedad intelectual modernos, hacia fines del siglo XVIII, la idea que primaba, y está en la Constitución de Estados Unidos, es que había una utilidad pública en garantizarles a los autores cierta propiedad exclusiva por tiempo limitado. Esos tiempos limitados en aquella época eran del orden de los 28 años, 14 años renovables por 14 más, lo que parecía ser un experimento político: si yo le dejo a alguien que por 14 años explote su obra, probablemente a los 14 años va a tener ganas de producir otra para seguir viviendo de eso… y uno debería suponer que transcurridos más de doscientos años, ahora, con la velocidad de circulación de información que existe, estas cosas deberían durar menos. No, duran muchísimo más. El promedio es 70 años de la muerte del autor, es decir que los bisnietos de alguien probablemente disfruten del resultado de su obra. La intención declarada y el efecto económico-político son dos cosas totalmente distintas y hoy tenemos estos enormes plazos de extensión, pero además tenemos una región mucho más amplia comprendida en estos sistemas de propiedad intelectual. No sólo abarca más en el tiempo sino también más en el espacio. Y entonces hemos sometido a regímenes de propiedad intelectual ya no sólo de derechos de autor, sino patente a las semillas, a los microorganismos, a la electrónica…
¿Qué consecuencias tiene este modelo de patentes y derechos de autor a nivel cultural?
Por un lado, está limitando las posibilidades de expresión que surgen del acto de recrear sobre lo que otros construyeron. El remix, una forma original de creación artística, está condicionado por el absurdo de que no se puede emplear pedacitos de obras de terceros para una nueva creación sin riesgo de infringir derechos de autor… como si toda la producción cultural de la humanidad no se hubiese hecho, desde el principio de los tiempos, con pequeñas variaciones incrementales sobre producciones anteriores. Eso es sólo un ejemplo, claro; fácilmente hallarás otros. Se ha dicho, con bastante razón, que si las leyes de propiedad intelectual se aplicasen al pie de la letra, toda producción artística y científica se detendría. Porque siempre estamos construyendo sobre lo previo, nada sale de la nada. Por suerte, es imposible controlar con ese grado de detalle: no se puede meter en cana a todo el mundo, porque no alcanzan los carceleros… que también deberían estar presos por copiarse unas canciones para su reproductor portátil. Una investigación reciente mostraba la cantidad de títulos de libros disponibles en Amazon; cuando se ve la representación gráfica, la curva va creciendo sostenidamente hasta que, de pronto, a mitad de la década de 1920, cae en forma brutal. ¿Qué pasó? ¿La humanidad sufrió un súbito ataque de analfabetismo y se dejó de escribir en esa década, para ir recuperándose lentamente en las siguientes? No. Simplemente, son obras “viejas” que aún permanecen en el dominio privado y por lo tanto no pueden ser reeditadas. A veces, ni siquiera pagando derechos a los sucesores de autores muertos hace casi un siglo, porque son inhallables o porque alguna editorial tiene asegurados los derechos hasta que se extingan, pero no es negocio editar la obra.
Autorxs
Enrique Chaparro:
Especialista en seguridad de los sistemas de información y activista de software libre. Presidente de la Fundación Vía Libre (http://www.vialibre.org.ar). Graduado en Matemáticas en la Universidad de Buenos Aires.