Derecho a la ciudad y derecho al espacio urbano

Derecho a la ciudad y derecho al espacio urbano

Una categoría de análisis desarrollada por el autor brinda herramientas para entender en su complejidad recientes procesos urbanos protagonizados por los sectores populares en la ciudad de Buenos Aires.

| Por Oscar Oszlak |

En esta nota compararé el difundido concepto de “derecho a la ciudad” con el menos conocido de “derecho al espacio urbano”, que acuñara en 1991 para la primera edición de mi libro Merecer la Ciudad: los pobres y el derecho al espacio urbano, recientemente reeditado. El objetivo no es solo marcar las diferencias entre ambos, sino también reflexionar sobre la posible utilidad de mi concepto para su nueva aplicación al análisis de algunos procesos sociales urbanos que tuvieron como escenario a Buenos Aires y su periferia, y como protagonistas a los sectores populares residentes en este territorio. A diferencia de los procesos estudiados durante la dictadura, estos otros tuvieron lugar desde la recuperación de la democracia hasta la fecha. Los resultados de la investigación sobre estos procesos serán presentados en un futuro libro actualmente en preparación.

El derecho al espacio urbano

En Merecer la Ciudad analicé varios planes y políticas adoptados por la última dictadura militar argentina, que tendieron a expulsar a los sectores populares de la ciudad de Buenos Aires. Propuse allí el concepto de “derecho al espacio urbano” como categoría de análisis para resumir la cuestión fundamental que, según me pareció advertir, subyacía a los diferentes casos de estudio examinados en ese libro: la erradicación de “villas de emergencia”, la eliminación del régimen de alquileres amparados, las expropiaciones para la construcción de autopistas y la relocalización de industrias contaminantes. La implementación de estas políticas produjo un considerable impacto sobre la localización espacial de los pobres urbanos, sobre todo su desplazamiento físico, en una dirección centrífuga respecto de las zonas más privilegiadas de la ciudad.

Implícitamente, el concepto hacía referencia a distintos tipos de “derechos”, que pueden ejercerse a partir de tres modalidades de actuación diferentes:

1. Ejercicio de derechos jurídicos.
Goce de los derechos de uso, goce y disposición de la propiedad en que se encuentra emplazada la vivienda o lugar de trabajo, reconocidos por los códigos y la legislación (propiedad, hipoteca, locación, usufructo, donación, servidumbre, etc.).

2. Derecho a incidir sobre políticas o acciones de terceros, relacionadas con la localización.
Capacidad de intervención individual o colectiva en asuntos que afectan de algún modo la residencia o lugar de trabajo, tales como eventual reducción del valor inmobiliario, riesgos a la seguridad, peligro de contaminación ambiental, etc.

3. Derecho a las oportunidades relacionadas con la localización.
Goce de las externalidades en materia educacional, recreativa, ocupacional, asistencial u otras, asociadas con la localización de la residencia o lugar de trabajo.

Durante los interregnos democráticos entre dictaduras, pero también bajo algunos regímenes autoritarios, los sectores populares consiguieron acceder al suelo urbano sin haber adquirido un título jurídico sobre el espacio, en tanto otros sectores pudieron haber sufrido limitaciones frente a la posibilidad de disponer de sus propiedades (sobre todo, durante la vigencia del régimen de alquileres amparados). El acceso de los pobres a la ciudad fue posible gracias a la pasividad, omisión o tolerancia de gobiernos que, por lo general, fueron incapaces de hallar soluciones más integrales a los problemas de vivienda. En cambio, el “regreso al Código Civil” que enarboló la dictadura como consigna, cerró virtualmente a esa población las vías de acceso a la ciudad.

La desactivación política producida en esa época, que enmudeció a la sociedad y, prácticamente, le impidió expresarse, también debilitó en extremo el ejercicio del segundo tipo de derecho: ante las decisiones de erradicación, de desamparo, de expropiación o de relocalización, adoptadas autoritariamente por un régimen que no dialogaba e ignoraba las asordinadas voces de la sociedad, la eventual intervención en defensa de ese derecho prácticamente desapareció como opción de acción individual o colectiva.

Por lo tanto, en Merecer la Ciudad, ante la amenaza de expulsión de la ciudad de los pobres urbanos afectados por las políticas de la dictadura, el derecho que más interesaba era el tercero: la pérdida, por parte de esos sectores, del goce de las externalidades asociadas a la localización (ocupacionales, educativas, recreativas, asistenciales u otras). Porque, en definitiva, ese desplazamiento forzado no solo no resolvía el problema de acceso al espacio urbano de esos sectores, sino que lo agravaba en extremo, frente a las opciones de “solución habitacional” que debían procurarse ante la sistemática acción erradicadora.

Con el retorno a la democracia, y aun cuando las cuestiones analizadas en aquel texto continúan básicamente irresueltas, las tres modalidades con que se manifiesta el derecho al espacio urbano adquirieron de nuevo casi plena vigencia. Con respecto al primero de ellos, las ocupaciones ilegales volvieron a ser toleradas y los títulos precarios o inexistentes fueron en muchos casos convertidos en dominios legalmente reconocidos. Más aún, un submercado inmobiliario de la informalidad se creó bajo las nuevas condiciones políticas. Con la democracia también reaparecieron los movimientos, institucionalizados o espontáneos, de defensa y reivindicación de derechos relacionados con el hábitat, frente a la amenaza de políticas y acciones que podían afectar las condiciones de la vivienda o actividad. Y, desde luego, esos mismos movimientos resisten hoy la posible pérdida de las citadas externalidades o, más aun, demandan el mejoramiento de la calidad de vida en los lugares de residencia precarios donde habitan, a través de políticas de radicación, mejoramiento de infraestructura y regularización dominial. En definitiva, la democracia devolvió a los pobres urbanos la posibilidad de expresarse y reclamar la vigencia de los tres tipos de derechos al espacio urbano contenidos en mi definición, aunque sus demandas sigan insatisfechas.

Reconstruir analíticamente esos escenarios microsociales sería, naturalmente, una tarea imposible. La opción metodológica que propongo para mi futuro libro es construir analíticamente unos pocos grandes escenarios en los que se dirime la suerte de las políticas públicas que afectan el derecho al espacio de los pobres urbanos e identificar las acciones y conflictos típicos observables en esos espacios de interacción, teniendo en cuenta los cambios producidos durante el período estudiado en los contenidos y orientaciones de las políticas estatales relevantes. La pregunta de investigación ya no será la de Merecer la Ciudad, o sea, cómo se hace política en un contexto autoritario, sino establecer en qué medida y bajo qué condiciones los sectores populares consiguieron acceder a la ciudad y permanecer en ella.

He seleccionado, para el análisis, tres escenarios que permiten describir la particular dinámica interactiva que, en última instancia, resulta determinante para interpretar la suerte corrida por los diferentes sectores sociales con respecto a su derecho al espacio urbano y, de paso, también permiten explicar en parte las transformaciones en la fisonomía y estructura urbanas. Tres escenarios que ofrecen un panorama bastante representativo de los conflictos generados en torno al derecho a residir en la ciudad por parte de los sectores populares: 1) el repoblamiento de villas de emergencia y asentamientos populares en la ciudad de Buenos Aires; 2) los conflictos alrededor del mercado de locaciones urbanas en la CABA, y 3) el proceso de gentrificación en barrios de la ciudad y de suburbanización o periurbanización de elites en su periferia.

El derecho a la ciudad

La investigación servirá también para poner a prueba la validez que atribuyo al concepto de derecho al espacio urbano para caracterizar diferentes modalidades y alcances con que puede manifestarse su ejercicio, sea bajo regímenes autoritarios o democráticos. Servirá asimismo para contrastarlo con el de “derecho a la ciudad”, otro concepto de parentesco cercano que, desde su planteamiento por Henri Lefebvre hace medio siglo, pero sobre todo desde fines del siglo pasado, ha venido ganando creciente atención en los estudios de sociología urbana y en diversas disciplinas preocupadas por el así llamado “enfoque de derechos”.

Si bien durante la investigación que condujo a mi libro anterior tropecé con el texto de Lefebvre –El derecho a la ciudad (1967)–, consideré en ese momento que el término “derecho a la ciudad” no expresaba cabalmente la idea subyacente al concepto alternativo que decidí acuñar. La decisión no obedeció a un rapto de presunta originalidad, sino más bien a la interpretación de que ese concepto colocaba el énfasis en el derecho de la gente a que el Estado (o los “poderes fácticos”) no transformaran arbitrariamente la ciudad, desde una lógica puramente capitalista de valorización y comercialización del suelo. A mi juicio, Lefebvre denunciaba el impacto negativo que experimentaban las ciudades en países capitalistas, al transformarse en una mercancía al servicio exclusivo de los intereses de la acumulación del capital. El derecho a la ciudad aparecía, entonces, como la posibilidad de que la gente volviera a adueñarse de la ciudad, rescatando al hombre como protagonista central e instaurando la posibilidad de una vida digna para todos, convirtiéndola en escenario de encuentro para la vida colectiva (puede verse más sobre el tema en el trabajo de Charlotte Mathivet, “El Derecho a la Ciudad: claves para entender la propuesta de crear ‘otra ciudad posible’”, de 2009).

Cuando publiqué Merecer la Ciudad por primera vez, no se habían escrito todavía los trabajos de David Harvey, Edouard Soja, Etienne Balibar, Loïc Wacquant, Jordi Borja y otros autores, que dieron al concepto mayor alcance y profundidad. Para Harvey –Urbanismo y desigualdad social (1992)–, el derecho a la ciudad no es simplemente el derecho a lo que ya está en la ciudad, sino el derecho a transformar la ciudad en algo radicalmente distinto. Para Jordi Borja –“Espacio público y derecho a la ciudad”. Viento del Sur. Por una izquierda alternativa (2011)–, es un espacio político, donde es posible la expresión de voluntades colectivas; un espacio para la solidaridad, pero también para el conflicto. Es la posibilidad de construir una ciudad en la que se pueda vivir dignamente, reconocerse como parte de ella, y donde se posibilite la distribución equitativa de diferentes tipos de recursos (de trabajo, de salud, de educación, de vivienda), así como de recursos simbólicos (participación, acceso a la información, etc.). Wacquant –Los Condenados de la Ciudad (2007)–, por su parte, se refiere a las “zonas de no derecho” resultantes de los procesos de marginalidad avanzada, producto a su vez del nuevo régimen de relegación socioespacial y cerrazón excluyente. Las relaciones y las significaciones vividas en los guetos o zonas relegadas constituirían, según este autor, una nueva “ciudadanía marginal” signada por su segregación racial y de clase.

Pero tal vez es el más reciente concepto de “justicia espacial”, propuesto por Soja, el más cercano a mi concepción del derecho al espacio urbano. En su obra En busca de la justicia espacial (2010), este autor afirma que “la espacialidad de la (in)justicia… afecta a la sociedad y la vida social tanto como los procesos sociales dan forma a la espacialidad o geografía específica de la (in)justicia”. Tal como lo plantea Raúl Bravo Aduna, “Soja se da a la tarea de ver cómo es que geografía y política, lo social y lo espacial, historia y topografía, son fuerzas dinámicas que afectan todo proceso humano de maneras significativas” (“La búsqueda de justicia espacial de Edward Soja”, 2010. En Internet: https://estudioscultura.wordpress.com/2012/10/31/la-busqueda-de-justicia-espacial-de-edward-soja/).

El “derecho al espacio urbano” pretende ser un concepto más modesto y, a la vez, más específico. Parte de considerar las opciones de acción de un individuo, sin referencia a un pretendido derecho colectivo de la ciudadanía. En función de una compleja combinación de variables (restricciones que plantea la estructura social, marco de políticas públicas, capacidades personales), un individuo accede o no a la ocupación de un espacio urbano (sea bajo la forma de propiedad, alquiler, usurpación u otras); decide o no sumarse a instancias de acción colectiva en defensa de ese espacio; y como resultado de las mutuas determinaciones de esas variables, gana o pierde el derecho a esa ocupación, a esa defensa y/o a las externalidades positivas o negativas asociadas al espacio que finalmente consiguió ocupar. Como señalara Charles Tilly –Durable Inequality. Los Angeles and London (1998)–, los derechos serían productos resultantes de esas luchas. Agrego por mi parte, en tal sentido, que la ciudadanía sería el resultado histórico de las disputas celulares y colectivas, entabladas en múltiples escenarios de conflicto.

El concepto que propuse se inspiró más en una pérdida que en una conquista de derechos. Surgió, en realidad, del contraste entre una situación en que sectores populares pobres habían conseguido, de algún modo, acceder a una vivienda y, por lo general, a un trabajo en la ciudad; y otra situación en que un régimen autoritario decidió privarlos de los beneficios que gozaban por la centralidad de su localización residencial o laboral. Y así como la lógica individual y la capacidad de “agencia” –en los términos que Guillermo O’Donnell planteó en Democracia, agencia y Estado (2010) y que utiliza la filosofía clásica– lleva al individuo a intentar resolver de algún modo esa necesidad elemental de subsistencia que significa procurarse una vivienda y un lugar de trabajo, un denso haz de políticas públicas puede promover, restringir o condicionar de manera muy diversa su capacidad de acción individual. Es este contraste entre democracia y autoritarismo, entre agencia e intervención estatal, el que otorga sentido a ese derecho al espacio urbano.

Además, son los diferentes alcances de este derecho los que también entran en juego en este intento de conceptualización. Cierto tipo de autoritarismo puede llegar al efectivo desconocimiento de las tres modalidades de derecho que he caracterizado –como ocurrió con la última dictadura–, la que no sólo erradicó a los villeros o desamparó a los inquilinos, sino también coartó su capacidad de manifestarse y los condenó a condiciones materiales de vida mucho más miserables. Bajo tales condiciones, la tensión entre democracia y marco político-legal no podía superarse mediante lo que Etienne Balibar –Ciudadanía (2013)– llamó la “insurrección ciudadana”, una movilización pacífica, masiva, organizada, a partir de la ocupación de las instituciones existentes y con el consenso de la mayoría de la ciudadanía. Tales condiciones eran impensables bajo un régimen en el que la “insurrección” no sólo podía ser rápidamente desbaratada, sino que también podía significar la muerte.

El descripto no es el único escenario posible. “Dictablandas”, como la de Singapur, pueden promover a través de créditos baratos y de largo plazo la posibilidad de que la mayoría de la población acceda a la propiedad de una vivienda. En democracia, a su vez, las protestas de pobladores o residentes relacionadas con la defensa de su espacio son más respetadas o toleradas y, salvo excepciones, la negociación y la búsqueda de soluciones entre Estado y ciudadanos constituye el mecanismo habitual para resolver situaciones de conflicto.

El contraste con el planteo del derecho a la ciudad, por más que este concepto es aún polisémico, es no obstante evidente. Como afirma Harvey, “el derecho a la ciudad es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad. Es, además, un derecho común antes que individual, ya que esta transformación depende inevitablemente del ejercicio de un poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización”. Obviamente, al marcar este contraste no pretendo desconocer que la urbanización siempre ha sido un fenómeno de clase y que ello no es sino un rasgo más del capitalismo, visto como modo de organización social y ya no sólo como modo de producción. Pero, insisto, el derecho al espacio urbano pretende colocar en el centro del debate el conflicto entre la lógica individual (o colectiva) y la lógica estatal, en el desenlace de los enfrentamientos sociales urbanos.

Escenarios: una interpretación gráfica

Como ya señalé, esos enfrentamientos tienen lugar en múltiples escenarios o arenas de conflicto, en los que oferentes y demandantes de “espacio urbano” consiguen o no acceder a la ciudad o permanecer en ella, y por lo tanto, gozar o no de los diferentes tipos de derechos a que hace referencia la aludida definición. Empleo el término “espacio urbano” para referirme al resultado de las transacciones entre oferentes y demandantes de oportunidades de acceso, permanencia y/o aprovechamiento de las externalidades de la ciudad, dentro del marco de políticas estatales que promueven, facilitan o impiden tales transacciones, o las sesgan en favor de alguna de las partes. Los oferentes incluyen, por ejemplo, a locadores, constructores, desarrolladores, bancos, firmas inmobiliarias u otros agentes; los demandantes, a potenciales propietarios, inquilinos, usurpadores de casas o terrenos, autoconstructores u otros. Por su parte, la presencia estatal puede manifestarse a través de políticas activas o de omisiones, deliberadas o no, capaces de alterar las relaciones de fuerza y los intereses de oferentes y demandantes en favor de unos u otros.

Para resumir lo planteado y poner a prueba la utilidad del concepto de derecho al espacio urbano, propongo observar el Gráfico 1, donde un triángulo identifica tres tipos de interacciones: 1) las que denominaré “genéricas”, conformadas por intercambios entre actores ubicados en dos vértices diferentes (oferentes-demandantes; Estado-oferentes; Estado-demandantes); 2) las establecidas entre actores al interior de cada vértice (v.g. entre distintos oferentes, demandantes o agencias estatales entre sí), y 3) las resultantes de conflictos entablados en escenarios específicos, a partir de la concurrencia física o virtual de actores ubicados en los tres vértices.

Gráfico 1.
El gráfico se inspira en el conocido “triángulo de Sábato”, que a su vez reconoce como antecedente la versión Eisenhower del llamado “complejo militar-industrial”. El “triángulo” clásico fue modificado, introduciendo la graficación de escenarios.

En el futuro libro, las interacciones del primer tipo serán puramente descriptivas y servirán, sobre todo, para caracterizar las transformaciones generales experimentadas por la ciudad de Buenos Aires como consecuencia de las decisiones (u omisiones) de los diferentes actores que han intervenido en el espacio urbano durante el período histórico abarcado por el estudio. Las interacciones dentro de cada vértice servirán tanto para explicar en parte las transformaciones macro, como para interpretar su papel en la resolución de los aspectos centralmente tratados en los escenarios de enfrentamiento elegidos.

Por último, las interacciones del tercer tipo serán las que concentren el objeto de investigación principal. Se trata de tres escenarios de desintegración socio-urbana que no hacen más que reflejar los resultados de una lucha desigual por el derecho al espacio urbano. Una lucha en la que la primacía del mercado, común a los tres escenarios, no es sino una cara más de una organización social capitalista prácticamente inmune a la acción reguladora y compensadora del Estado.

Autorxs


Oscar Oszlak:

PhD Political Science y Master of Arts in Public Administration, UC Berkeley; Dr. en Economía y Contador Público Nacional (UBA, Argentina); Graduado del International Tax Program, Harvard Law School. Creador y ex Director de la Maestría en Administración Pública UBA, Investigador Superior CONICET. Profesor Titular en Programas de Posgrado de las Universidades de San Andrés, FLACSO, Tres de Febrero, San Martín, Buenos Aires y otras. Profesor del Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Personalidad Destacada de las Ciencias Económicas, Políticas y Sociales por Ley de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. Premio “Domingo F. Sarmiento” del H. Senado de la Nación Argentina (2017). Autor de diversos libros.