Condiciones de vida obrera y marginalidad social. Un estudio arqueológico de los “saberes expertos de la pobreza”

Condiciones de vida obrera y marginalidad social. Un estudio arqueológico de los “saberes expertos de la pobreza”

Un recorrido por la historia de las políticas sociales en nuestro país, desde las iniciativas de Rivadavia hasta el primer gobierno de Perón. El rol del Estado en la salud, la educación, la vivienda y el trabajo. Los aportes de la inmigración y de los sindicatos.

| Por Paula Aguilar y Ana Grondona |

Problemas, discursos, saberes

Las formas y contenidos del diagnóstico de los problemas sociales orientan las propuestas para su resolución. Configuran una trama compleja de procesos de delimitación y objetivación que sedimenta y deja huellas en discursos, pero también en los cursos de acción que habilitan y en los que inhiben. Es posible reconocer en la construcción de esa trama unos saberes expertos y específicos, que emergen de los múltiples encuentros (y desencuentros) entre la investigación científica, el afán de reforma social, el diagnóstico técnico y la lucha política. El sentido de estas “problematizaciones” se construye apelando, respondiendo o denegando otros discursos, algunos contemporáneos, otros precedentes. Ambas características abren paso a la dispersión y la heterogeneidad. El análisis pormenorizado y en clave arqueológica de estos diagnósticos, de los ritmos de sus emergencias y de sus modos de circulación permite dar cuenta de los ecos y resignificaciones de los saberes del presente, de sus certezas, pero también de sus puntos de fuga.

En el presente artículo nos proponemos recorrer dos problematizaciones relevantes como dominios de memoria de las conceptualizaciones contemporáneas sobre la pobreza. Nos referimos, por un lado, a la cuestión de las “condiciones de vida obrera” y, por el otro, al problema de la “marginalidad”. La relación entre “la marginalidad” y “la pobreza” no resulta novedosa. Por el contrario, el artículo que inaugura estos debates recientes en la región –el trabajo de Oscar Altimir “La dimensión de la pobreza en América Latina” de 1978– reconoce estos antecedentes como ineludibles. Sin embargo, entendemos que la reinscripción de ambos debates en una trayectoria de más largo aliento (aunque discontinua, dispar, habitada por olvidos y superposiciones) abrirá otras claves de lectura, que ensayaremos hacia el final.

Primer ejercicio arqueológico: el debate sobre condiciones de vida obrera

La coyuntura del debate sobre las condiciones de vida y trabajo de la población en los albores del siglo XX resulta conocida: la inserción de la Argentina en el mercado mundial como productor y exportador agropecuario, el aumento demográfico fruto de los procesos migratorios de ultramar, la acelerada urbanización (sobre todo en las ciudades del litoral pampeano), y la paulatina extensión de la manufactura. No pocas alarmas suscitó en este contexto el aumento de la conflictividad social expresada en huelgas y acciones de protesta. La llamada “cuestión obrera” como problema, tuvo dos formas fundamentales de respuesta: por un lado la sanción de medidas represivas (como la Ley de Residencia) y, por el otro, las primeras formas de protección o regulación del trabajo. Desde distintos sectores sociales se alertaba sobre la asociación entre las malas condiciones de vida obrera, la amenaza latente del desorden social y el peligro de la degeneración física y moral de la población.

Muy tempranamente, en 1892, se propuso desde sectores obreros vinculados al socialismo científico el registro de las “condiciones de existencia” por medio de la realización de una encuesta obrera que mostrara en toda su contundencia los efectos de la vida proletaria, desde la experiencia directa de sus protagonistas. Similares objetivos perseguiría el informe sobre “Los trabajadores en la Argentina. Datos acerca de salarios, horarios, habitaciones obreras, costo de la vida, etc., etc.” elaborado por Patroni en 1898, en el cual se detallaba salarios, jornadas y consumos para cada oficio y los comparaba con la información internacional disponible. Asimismo, y por encargo estatal, se realizaron estudios sobre el trabajo urbano de Pablo Storni (1909), Juan Alsina (1905), y Bialet Massé (1904), quien incorporó también tareas rurales.

En estos trabajos la cuestión de la vivienda obrera, con antecedentes en los debates del higienismo y la atención suscitada por la huelga de inquilinos de 1907, condensaba la preocupación por las condiciones de vida: los bajos ingresos de los trabajadores se traducían en la imposibilidad de acceder a una vivienda adecuada y este hecho promovía el hacinamiento y el desorden. En suma, las denuncias de sectores obreros, los informes encargados a funcionarios estatales y las declamaciones académicas sobre la necesidad de su estudio exhaustivo, conformaron el campo en el que la clase trabajadora y sus condiciones de vida se constituyen como problema.

Ahora bien, la construcción de un conocimiento estadístico regular y específico comenzaría a producirse un poco más tarde, desde el Departamento Nacional del Trabajo (DNT) en el marco de la recesión de 1913-1917. Las restricciones al comercio exterior habían provocado un aumento de precios en los bienes de consumo popular (productos de primera necesidad y alquileres), problematizado en términos de “carestía de la vida” y presentado como acuciante para los trabajadores. En este contexto se planteaba como ineludible contar con un análisis del mercado laboral y de la estructura del consumo popular urbano. De acuerdo con el completo estudio del historiador Hernán González Bollo, el DNT realizaría por esos años un estudio sobre vivienda obrera, dirigido por Alejandro Bunge, ingeniero, economista, militante del catolicismo social y director de la oficina de estadística. Sus investigaciones se continuaron entre 1913 y 1930, llegando a un total de diez estudios por muestreos de barrios populares que abarcaron más de 4.600 unidades, es decir de “familias obreras”. El trabajo registró, bajo la forma de “presupuestos obreros promedio”, la distribución de sus ingresos en gastos de vestido, alojamiento y alimentación –siguiendo los cálculos de Ernst Engel–. Se destaca la inquietud por las condiciones de habitación y el hacinamiento (las familias que vivían en una sola pieza) y el alto porcentaje de los ingresos familiares destinado al alquiler. En 1918 y a partir de esas primeras investigaciones sociográficas, Bunge construyó una primera serie comparativa del costo de vida, que consideraba la evolución de las principales áreas del consumo entre 1910-1917.

El avance de la industrialización en el periodo entreguerras, la ampliación de la asalarización y el consumo hicieron necesario enriquecer la información estatal disponible. La crisis económica de la década de los treinta y sus consecuencias para la ocupación y la manutención de los hogares reforzó esta necesidad. Se realizaba en 1933 el cálculo del “costo de vida de la familia obrera” con el objetivo de conocer su capacidad de consumo. El estudio incluyó a 6.000 trabajadores divididos en dos grupos: “obreros” y “empleados”. Dado el eje puesto en la familia, estos debían estar casados, sin hijos o con hijos menores de 14 años y saber escribir. Se distribuyen entre los trabajadores libretas autoadministradas donde debían registrar ingresos y consumos. La población objeto se dividió en una escala de ingresos de diez niveles. A partir de la información recogida se procedió a calcular en qué medida los salarios alcanzaban para cubrir los gastos de cada presupuesto familiar, indicando su déficit o superávit (relación entre ingresos y gastos). En 1935 el Departamento Nacional de Trabajo realizó un nuevo estudio tendiente a calcular y establecer los “índices del costo de la vida obrera” y de las “fluctuaciones de salarios” y así conocer sus “necesidades reales”.

Las “Condiciones de vida de la familia obrera” fueron nuevamente registradas en 1937 por medio de un estudio más extenso que no sólo consideraba la composición del presupuesto tipo ajustado por los consumos estacionales y su evolución temporal, sino también una completa encuesta sobre vivienda obrera. Cabe destacar que el rango de población seleccionado ubicaba bajo la mirada estatal a las familias de menores ingresos, en pos de captar cuánto eran afectados sus presupuestos por las “oscilaciones” de precios de los artículos indispensables y así establecer el salario que podría cubrirlas. Las condiciones de vida estaban asociadas al nivel de los salarios, y por lo tanto su consideración era inescindible del mercado de trabajo.

Algunos años después, en 1946 se publicaron los resultados de una segunda encuesta bajo el título de “Condiciones de vida de la familia obrera” con datos recabados entre 1943 y 1945, abarcó a 10.000 familias obreras, ampliando el rango geográfico de la Capital Federal alcanzando también “los suburbios más inmediatos”. La población estudiada se definió como una “categoría o grupo social determinado” explícitamente: el “personal asalariado” de menores ingresos, con el objetivo de alcanzar especialmente al personal semicalificado y no calificado, por ser “grupo social necesitado de mayor protección”. De acuerdo con el informe, resultaba imperioso establecer un salario mínimo que cubriera las “necesidades normales” y “placeres honestos” de los trabajadores. Este registro se enmarcaba, de acuerdo con el texto que presentaba el informe, en la necesidad “mundialmente reconocida” de “elevar el nivel de vida de la población”.

Las mediciones realizadas por las oficinas públicas, como la Dirección de Estadísticas del DNT eran consideradas parte de la “sociografía” estatal, necesaria para la formulación de políticas (vgr. sostener la capacidad adquisitiva del salario); constituyen, por ello, un punto fundamental en la historia de la construcción de la inteligibilidad estatal de la población y de la objetivación de los sectores obreros urbanos y de los hogares como unidad de registro e intervención, en los que observar tanto las condiciones de trabajo como sus efectos para las condiciones de vida de las familias obreras.

En efecto, en los estudios reseñados se anticipaban muchos de los debates latinoamericanos sobre la pobreza de la década de los ochenta. Ahora bien, entre ambos operaría una discontinuidad fundamental: la mutación del objeto de observación e intervención.

Segundo ejercicio arqueológico: el problema de la “marginalidad”

Las experiencias de medición de las condiciones de vida obrera a las que nos hemos referido tuvieron sus equivalentes en los países centrales. Así, los expertos argentinos de diversa formación política y científica procuraban estar al tanto de los debates en Estados Unidos y Europa, sin dejar, por ello, de “traducir” los diagnósticos y los programas a las condiciones del mercado de trabajo local.

Pues bien, hacia mediados de la década del sesenta la atención de los expertos de los países centrales, particularmente de los Estados Unidos, parecían focalizar los ejercicios de medición en un problema que devendría medular en la agenda política: la pobreza. En 1965 el Departamento de Seguridad Social estadounidense publicaba una medición que estimaba un mínimo de ingresos debajo del cual un hogar era considerado “pobre”. Esta “línea de la pobreza”, que retomaba memorias previas como la de Seebohm Rowntree, fue rápidamente adoptada por la administración del presidente Johnson en su “Guerra contra la pobreza”.

La persistencia de viejos y la emergencia de nuevos “bolsones de pobreza” contrastaban con la sociedad del capitalismo “embridado” de posguerra, fundada en un imaginario que, aunque toleraba desigualdades relativas, prometía la extensión de derechos en la consolidación de una ciudadanía social. La inquietud respecto de las poblaciones que quedaban “fuera” iba a suscitar, tal como estudió el antropólogo francés Didier Fassin, una fiebre de nombres: el underclass en los Estados Unidos. Les exclus de Francia y los “marginales” en América latina.

El campo semántico del que emergió el problema de la “marginalidad” fue el de los denominados “procesos de desarrollo”. Puntualmente, remitía a un problema ecológico, económico y social resultado de la falta de integración de diversas poblaciones al movimiento de modernización social y cultural. En sus primeras delimitaciones, hacia mediados de la década del cincuenta, aparecería como un derivado de procesos migratorios que habían impactado en el ámbito urbano, generando zozobra sobre las condiciones habitacionales de los “hundidos”. Luego adquiriría más relevancia como problema de absorción del mercado de trabajo.

Tal como ha estudiado, por ejemplo, el sociólogo Miguel Ángel Djanikian, uno de los escenarios clave para la emergencia de esta problemática fue el de los encuentros internacionales de expertos, convocados por diversos organismos de desarrollo, particularmente entre 1954 y 1970. La organización de estos encuentros, así como el financiamiento y la publicación de los estudios sobre esta cuestión, contaron con la actuación de muy diversas instituciones –de nivel regional, nacional y subnacional– que conformaron una trama compleja y hasta enrevesada. A las iniciativas de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) se sumaron otros organismos de Naciones Unidas (UNESCO y UNICEF), así como la organización chilena Desarrollo Social para América Latina (DESAL), pero también el Instituto de Investigaciones Di Tella, la Ford Foundation y, a su modo, hasta la CGT de los Argentinos y el Consejo Nacional de Desarrollo.

Así, por ejemplo, una de las líneas de investigación retomadas por el Proyecto Marginalidad (1967-1969), al que nos referimos más adelante, había comenzado en el marco de una consultoría para CONADE realizada por algunos de sus investigadores. Asimismo, parte de los resultados de ese estudio (sobre los trabajadores de la caña en Tucumán) había sido publicada en un folletín como parte de la intervención político-artística “Tucumán Arde” (organizada desde la CGT de los Argentinos). Como muestra este ejemplo, las posiciones que organizaron este debate no se ordenaron “prolijamente” en espacios institucionales mantenidos a cómoda distancia. En un sentido althusseriano, la lucha por la delimitación del problema que analizamos se dio a través de ellas, conformando un mapa repleto de vericuetos.

Una caracterización (más) de los debates en torno a la “marginalidad”

La que sintéticamente presentaremos aquí está lejos de ser la primera sistematización de las discusiones sobre la marginalidad. Por lo general, la tendencia ha sido la de distinguir diversas posiciones a partir de los énfasis descriptivos y explicativos de cada una. Así habría habido una perspectiva de la marginalidad como problema ecológico (de organización espacial de la ciudad), otra que la presentaba como un problema social, una tercera como cuestión cultural-psicológica y una cuarta como un problema estructural-económico.

Aun cuando estas tipologías aporten al análisis, no logran caracterizar la escansión del campo de debate, pues la lectura de casi cualquier documento de la época muestra que los argumentos que la presentan como un problema urbano conviven con otros que la señalan como una cuestión del mercado de trabajo o como problema cultural. Sin embargo, la economía de “préstamos” y “citas” no resulta arbitraria ni ilimitada. Entendemos que lo que organizó estas discusiones no fue tanto su dimensión explicativa como la programática. De un modo esquemático, encontramos tres posiciones de enunciación: la del discurso tecnocrático-desarrollista, la del pastoral-tecnocrático y la del marxista-heterodoxo.

Aunque, atendiendo a lo que acabamos de exponer, no convendría asignar estrictamente estos discursos a determinadas fuentes de enunciación –por el contrario, los enunciados circulan de un modo más complejo–, a fines ilustrativos podemos afirmar que los diagnósticos institucionales de CEPAL, así como los trabajos de José Medina Echavarría y Gino Germani, muestran preeminencia de una discursividad tecnocráticodesarrollista. Por su parte, los textos producidos por DESAL –en particular el director de este centro de investigación y de promoción de políticas públicas, el sacerdote jesuita Roger Vekemans– aparecen recorridos por lo que llamamos el discurso pastoral-tecnocrático. Finalmente, el discurso marxista-heterodoxo sobre la marginalidad puede encontrarse en textos de Fernando Cardoso y Aníbal Quijano, así como en aquellos producidos en torno al Proyecto Marginalidad, al que hemos prestado particular atención en nuestro análisis.

El discurso tecnocrático desarrollista explicaba la emergencia de la “marginalidad” como un problema de “velocidades”, una cuestión de “desincronización” que derivaría en otra de “absorción”: las poblaciones se habían movido con mayor celeridad que las estructuras destinadas a contenerlas. Así, fundamentalmente el mercado de trabajo, pero también los servicios y el entramado urbanos, se habían visto excedidos por la velocidad del movimiento. Ello en el contexto de un tiempo de transición en el que la nueva dinámica social permanecía articulada con modos tradicionales de lidiar con el cambio, en virtud de la permeabilidad y porosidad con la que ciertas estructuras habían absorbido algunas transformaciones sin alterarse en lo fundamental. En consecuencia, el camino propuesto sería el de profundizar y “completar” el proceso de modernización. Ello mediante una programación económica que, por ejemplo, procurara el reequilibrio regional, así como a través del ordenamiento urbano, particularmente atento al problema de la vivienda.

En la tónica de los análisis de la sociología urbana de Chicago, el hiato entre la rápida urbanización y la más rezagada industrialización (incapaz de contener a los nuevos migrantes) se problematizaría tanto como un problema de desorganización social, como de desajustes de la personalidad. Los estudios de caso del Ecuador, de la Argentina o de Brasil devolvían imágenes de pandillas, prostitución, divorcios, hijos ilegítimos, sífilis, fantasías suicidas, alcoholismo, incapacidad para superar las dificultades, aislamiento, gestos de agresividad alternados con otros de pasividad, etc. Así, del problema ecológico y económico de las zonas marginales, se pasaba a la observación y descripción de las poblaciones marginales. A partir de ello, el imperativo económico del desarrollo se articularía con iniciativas para la modernización cultural, sobre todo por medio de la educación.

Aunque con puntos en común, otros serían los énfasis del discurso pastoral-tecnocrático, cuyo punto de partida se presentaba algo más escéptico respecto del proceso de modernización. A partir de un discurso no exento de resonancias escatológicas, se afirmaba que la heterogeneidad estructural de las sociedades latinoamericanas se había amalgamado a una serie de contraposiciones históricas que hacían de ellas un ámbito trágicamente desintegrado. Así, la contradicción entre el español y el indio se había transformado en el enfrentamiento entre el conquistador y el encomendado, luego entre el latifundista y el campesino, más tarde entre la ciudad y el campo y, finalmente, entre “el marginal” y los habitantes de la ciudad. Desde esta perspectiva, también el problema de la dependencia económica de los países periféricos debía interpretarse como resultado de un proceso de marginación, aunque a nivel internacional.

A lo largo de este continuum, la falta de participación (y por ello de integración) como descriptor principal de la marginalidad adquiría una doble valencia: por una parte, estaba la falta de participación pasiva, que remitía a la condición de pobreza; por la otra, el déficit en relación a la participación activa, vinculada a un imaginario más amplio en el que DESAL incluía la condición de ciudadanía y, en un sentido aún más extenso, la autorrealización humana. Desde este diagnóstico, las poblaciones referidas no sólo tenían una incorporación deficitaria a la “Sociedad Global”, sino también escasas organizaciones al interior del propio grupo.

En consonancia con lo expuesto, el programa pastoraltecnocrático sería la Promoción Popular como modo de fomentar la participación de los marginales. Aclarando cualquier “malentendido” que pudiera generar el uso de un significante tan polisémico, se puntualizaba que este no refería al significado genérico de pueblo como “nación” ni tampoco como el estrato más bajo de la sociedad. Lejos de proponer cualquier unidad (popular) entre los sectores obreros y los marginales, en este discurso ambos quedaban cultural, política y sociológicamente diferenciados. Ello representa una diferencia cabal con el discurso heterodoxo-marxista.

“La marginalidad” no fue un problema construido a partir del andamiaje conceptual marxista. A diferencia de las discursividades que presentamos más arriba, en este caso el problema “se encontró” (y se “desencontró”) con interlocutores inesperados. Ello, en el marco del denominado Proyecto Marginalidad (PM) que, no sin complicaciones, se puso en marcha en 1967 bajo la dirección de José Nun. Entre los investigadores que participaron en este proyecto estuvieron Miguel Murmis y Juan Carlos Marín, así como Beba Balvé, Ernesto Laclau, Néstor D’Alessio, Marcelo Nowersztern y Carlos Waisman. Este proyecto ha sido objeto de múltiples polémicas y fue impugnado por sectores radicalmente divergentes. No nos detendremos en este aspecto, aunque sugerimos al lector interesado el trabajo de Alejandra Petra “El Proyecto Marginalidad. Los intelectuales latinoamericanos y el imperialismo cultural”, muy bien documentado al respecto.

El PM abordó y desbordó el significante “marginalidad” a partir de una semántica que, en principio, le resultaba ajena. El resultado de este proceso complejo de “traducción” fue el concepto de “masa marginal”. Leído a partir de la diferenciación que habría establecido Marx en los Grundrisse entre los conceptos de “población excedente” (propia de todo modo de producción) y ejército industrial de reserva (la forma que esta adquiere en el capitalismo industrialista), el de la “masa marginal” dejaba de ser un problema de “rezagos” para convertirse en un síntoma de las contradicciones estructurales del capitalismo dependiente. El concepto señalaba una población a-funcional respecto del mercado de trabajo –en tanto no resultaba absorbida por este, o lo era muy deficitariamente–, pero que tampoco funcionaba como “ejército de reserva” en la regulación de los salarios.

Ahora bien, esta masa a-funcional en términos económicos podía devenir dis-funcional en términos del orden social. Una lectura atenta de los documentos del PM muestra un interés por este potencial papel político. En este punto, el movimiento es exactamente el contrario al de DESAL, que pretendía desvincular la cuestión de la marginalidad de la cuestión obrera. El PM se construyó en la tensión de dar cuenta de una estructura social que se había mostrado más compleja de la que resultara del industrialismo clásico (la hipótesis de la homogenización de la clase obrera no se verificaba), sin por ello renunciar a la posibilidad de poner en riesgo al capitalismo, bajo su forma periférica, mediante alianzas policlasistas. Esa alternativa requería de una articulación política que delimitaba los contornos de un programa distinto de los que reseñamos más arriba.

Preguntas para el presente

El debate de la “marginalidad” representa la (re)articulación de una pregunta compleja que reunía al mismo tiempo una inquietud por las condiciones de vida y por las del mercado de trabajo. Esta también había orientado las indagaciones sobre la “familia obrera”, aunque de otro modo y delimitando los contornos de otros programas de intervención, vinculados a sostener la capacidad adquisitiva del salario. La discusión sobre la “marginalidad”, por su parte, estuvo sobredeterminada por la problematización de la división internacional del trabajo como condicionante fundamental de la estructura económica. En efecto, las tres discursividades que hemos analizado partían o bien de la teoría del deterioro en los términos de intercambio (discurso tecnocrático-desarrollista), o de la noción de colonialismo (retomada por el discurso pastoral-tecnocrático) o bien la teoría de la dependencia (con la que coincidía, en buena medida, el discurso marxista-heterodoxo).

Por el contrario, en algunas de sus versiones más actuales, los debates de la pobreza han rehuido a la reflexión respecto de las condiciones estructurales que la producen. Sobre este punto advertía tempranamente, en 1978, Oscar Altimir: “El uso del concepto de pobreza es válido, siempre que no represente una transgresión inadvertida de la frontera entre lo descriptivo y lo explicativo”. El interrogante que queda abierto es, en tal caso, cómo y desde qué lugares recomponer una instancia explicativa.

Hemos querido subrayar la relevancia del debate sobre la marginalidad en tanto este presenta de un modo imbricado un haz de problemas que pronto serían objeto de una división del trabajo entre saberes expertos. Aun cuando se establecieran ámbitos de dialogo e interacción, los saberes sobre el mercado de trabajo iban a disociarse de los de la pobreza y ambos de aquellos sobre el mercado “a secas”. Esta “balcanización” del estudio de la cuestión social, junto con la necesidad de producir información que describiera el creciente “mundo de la pobreza” (para poder atender a su acuciante urgencia), terminaron por relegar las explicaciones estructurales a un segundo plano. Estas condiciones, junto con otras, iban a producir un régimen de enunciación afín a una estrategia de focalización de las políticas sociales a partir de la detección de vulnerabilidades diferenciales. Ello, además, en el contexto de deslegitimación tanto del estructuralismo como del marxismo como perspectivas explicativas. Esta deslegitimación también alcanzó al imperativo de “desarrollo nacional” como programa político, al tiempo que el “socialismo” quedaba relegado al desván del olvido.

En este marco, y de un modo paradójico, los programas orientados a los desajustes de la personalidad, otrora integrados en el horizonte de la programación económica (bajo el imperativo de la “modernización cultural” o de la “promoción popular”), serían tomados, metonímicamente, como una herramienta central de la lucha contra la pobreza (ahora, bajo la forma del “empowerment”).

Pues bien, en tiempos de resurrección de significantes como “desarrollo nacional”, “dependencia” e incluso “socialismo” (esta vez “del siglo XXI”), las memorias de los discursos que convocamos en este artículo nos interpelan a salir del atolladero de la fragmentación del saber y del descriptivismo al que inevitablemente esta conduce.

Autorxs


Paula Aguilar:

Socióloga. Doctoranda en la Universidad de Buenos Aires. Docente UBA. Investigadora del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini y del Instituto de Investigaciones Gino Germani – UBA.

Ana Grondona:
Socióloga. Dra. en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Docente UBA. Investigadora del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini y del Instituto de Investigaciones Gino Germani – UBA.