Adecuarse o morir. Los periodistas en el nuevo ecosistema de medios

Adecuarse o morir. Los periodistas en el nuevo ecosistema de medios

Con la apropiación de las recientes tecnologías por parte de las audiencias, se consolidaron formas de consumo de información que privilegian la instantaneidad y plantean una jerarquización diferente en el circuito comunicacional. Cómo afecta esto a los medios, al rol periodístico y al modo en que se construye opinión en nuestras sociedades.

| Por Lila Luchessi |

La metáfora de los medios como ecosistema no es nueva. Neil Postman comenzó a utilizarla ya en los años ’60 y en su construcción los definía como ambientes. Para los mismos años, Marshall Mac Luhan analizaba las interacciones entre los distintos medios a los que categorizaba como especies. Así, especies en interacción dentro de un ambiente dado empezaban a pensarse como ecosistemas mediáticos.

Con un desarrollo muy joven, los medios electrónicos tomaban de la prensa tradicional y del cine algunos de sus lenguajes, pautas y rutinas de producción. Como contrapartida les devolvían, con la posibilidad del vivo, una concepción del tiempo más acelerada.

A pesar de eso, la gestión de la información se mantenía estable respecto de la construcción de relatos sobre acontecimientos de muy cercana data. Las historias que nutrían a la prensa eran las de ayer, la semana pasada o todo el mes, en caso de los medios gráficos. O las del día, la hora anterior o la primera mañana si se trataba de informativos radiales o televisivos.

En todos los casos, tanto el trabajo como la actividad se designaban –y sigue ocurriendo– solo a partir de una de las características más relevantes de su desarrollo: la periodicidad. Entonces, periodismo y periodistas se denominan por el modo en que la sociedad moderna concebía los tiempos para la producción de algo mucho más importante: la información.

Con el paso del tiempo y la inserción de la digitalización, los lapsos para la periodización se fueron acortando. Casi al mismo momento, los consumos y las apropiaciones que la sociedad hizo de las tecnologías también generaron nuevas relaciones en el circuito de producción y consumo informativo.

Sin embargo, es con la aparición de las comunidades en plataformas digitales con las que los tiempos de producción y consumo se subvierten estableciendo la instantaneidad como criterio. Entonces, qué periodizan los periodistas y qué tiempos organiza la actividad.

Esta variable se asociaba a dos prácticas de la rutina profesional. Por un lado, la de cumplir con un pacto temporal con la audiencia: el diario sale todos los días. Por otro, una organización rutinaria de las actividades de cobertura de sucesos que se caracterizan por romper la rutina y quebrar el orden establecido de las cosas.

A estas se suma el rol explicativo de datos y acontecimientos que resultan novedosos para los públicos. En relación con esto, uno de los cambios más grandes dentro del ambiente informativo es el quiebre de la asimetría de saberes que construía una relación vertical en la que unos, los periodistas, tenían un saber al que otros, la audiencia, no podían acceder con facilidad.

La proliferación de canales comunicacionales directos tanto de los organismos públicos cuanto de los tradicionales clientes del mercado, que usaban a los medios para relacionarse con sus audiencias específicas, o personas públicas con cuentas en las redes; también impactó sobre el corazón del mercado obligando a los sectores corporativos a replantearse estrategias, planes de negocios y formas de contacto con comunidades de usuarios que poco tienen de pasivas, espectadoras y receptoras.

La masificación del consumo de telefonía celular y la baja en los costos de conectividad a Internet hizo que los usuarios aumentaran rápidamente. El abaratamiento de los dispositivos digitales redundó en un crecimiento de usuarios de telefonía móvil y una ampliación de la oferta de sus usos, que conllevó que se abrieran nuevas oportunidades de negocios para los medios y la prensa. Aun así, no se ve por el momento una ventaja competitiva que aliente a las empresas a invertir en este nicho. Los usuarios, acostumbrados a navegar por distintos sitios sin la necesidad de pagar por contenidos, se mantienen reticentes a pagar por la información.

Según datos del Ente Nacional de Comunicaciones de la Argentina (Enacom), la penetración de telefonía celular por cada 100 habitantes fue de 141,05% en el tercer trimestre de 2017. La tendencia se mantiene desde 2008, cuando la penetración trepó por encima del 100 por ciento.

Sin embargo, esto ocasionó que los canales de usuarios, las cuentas de influencers y la construcción de nodos que no se corresponden con el sistema tradicional terminen por erosionar la credibilidad tanto de las empresas periodísticas como de los periodistas. Si la institución periodística zafaba de la desconfianza de las audiencias, con la irrupción de usuarios en posiciones simétricas o de asimetría invertida en relación con los productores de noticias, la confianza en la institución informativa corrió la misma suerte que el resto de las dirigencias institucionalizadas.

La interacción que lleva de un estado de recepción a otro más complejo, que es el de usuario activo, se da de forma moderada –si es dentro de las publicaciones institucionalizadas por empresas periodísticas– o de un modo más libre, si se ejercita a través de plataformas comunitarias en red. En ambos casos se manifiestan los resquemores, desmentidas y hasta insultos.

Más allá de su actividad colaborativa, cuestionadora y propagadora, lo que pega en el corazón de la actividad y los roles tradicionales de gestión de la información es que los usuarios ya no están en desventaja respecto del acceso a las fuentes de la información y es por eso que desconfían y otorgan mayor credibilidad a sus pares.

Si la información que se institucionaliza a través de los medios surge de sitios públicos y cuentas de figuras públicas, es tan accesible para los usuarios como para quienes compilan la información. Si a eso se suma que, tímidamente, algunos personajes de la escena se empiezan a permitir la interacción con los usuarios de a pie, la sensación de paridad, o incluso de superioridad informativa, por parte de los usuarios termina de erosionar la confianza hacia los informadores.

La confianza no se genera en la capacidad profesional de gestión de la información, en la creatividad para su presentación, ni en la calidad técnica con la que se realiza. La confianza se basa en que el par cuenta lo que ve, pudo registrar o sabe porque se lo dijo alguien en quien confía.

Esto es posible porque la inclusión de tecnologías, accesibles desde el costo y amigables para el uso, genera la posibilidad de cubrir acontecimientos lejanos en forma instantánea, sin grandes inversiones ni equipamientos sofisticados. Sobre este punto, es necesario aclarar que las empresas periodísticas hace rato que no invierten en construir información sino que trabajan con material producido desde agencias de prensa, gabinetes de comunicación o carpetas oscuras de dudosa procedencia. La ausencia de los medios de los lugares de los hechos construye fortalezas en los testigos ocasionales. Como sea, los periodistas se desplazan del rol informativo al de voceros de fuentes específicas.

Otra novedad que genera la tecnología digital es que tampoco es necesario tener competencias profesionales para grabar videos, editarlos y ponerlos a circular. Cualquier usuario puede generar contenido y echarlo a andar por la red. Claro que esto no garantiza fiabilidad. El manejo de los dispositivos no redunda en el conocimiento necesario para producir información. Sin embargo, el pacto que se establece con los pares parece ser suficiente para darlo por cierto en términos noticiosos.

La intersección de ambientes vela la claridad sobre el ecosistema informativo. Por un lado, especies periodísticas que coexisten con otras que no lo son. Tecnologías yuxtapuestas que afectan los lenguajes y las expresiones del sistema en general. Usuarios activos que subvierten los roles tradicionales y un impacto cultural sobre la concepción espacio temporal hacen indispensable repensar las condiciones productivas, las demandas de los usuarios y qué se entiende por información. El riesgo es que los parámetros cualitativos de la producción informativa pueden alterarse con consecuencias nocivas en la percepción de la sociedad.

Es con la aceleración productiva de todo el sistema social y la modificación perceptual del concepto de tiempo y espacio que los roles se descentran, las jerarquías dentro del sistema cambian y las interacciones del periodismo con sus fuentes informativas, de financiamiento y con la sociedad se empiezan a modificar. Inmersos en una situación de empate espacio temporal global, surgen en la actividad –y en los análisis y planificaciones que se hacen de ella– nuevas preguntas para evitarle sucumbir.

Puestos en este punto, las preguntas que surgen son: qué hacer con la producción, con cuánta capacidad de incidencia sobre la audiencia y con cuáles relaciones con el poder. También, despojados de preocupaciones espacio temporales, qué tipo de información es la que se debe gestionar para interesar a comunidades que son cada vez más esquivas.

Cantar una que sabemos todos

En el circuito tradicional, el rol periodístico oscilaba entre dos actividades generales. Negociar con las fuentes para acceder a la información y mediar con la sociedad para que los ciudadanos tuvieran acceso a las noticias.

Ya en esos momentos, los medios no podían tensar la relación con sus audiencias porque la rotura de los pactos editoriales, aunque se sustenten en datos e información fiable, tiende a perder clientes. Esa pérdida redunda en la caída de la pauta publicitaria y problemas para el negocio.

Afectadas por el modo en que las clientelas tradicionales gestionan sus presupuestos para medios, a través del uso de webs comerciales, apuntadas a públicos segmentados y gestionadas por jóvenes expertos en el manejo de redes, las empresas periodísticas comenzaron a sentir la merma de la pauta y los problemas de financiación.

Además, la posibilidad de los usuarios de participar en las redes y la gestión que ellas hacen de sus algoritmos generan que las comunidades de usuarios se aglutinen en línea con la misma lógica del offline. Así como en el barrio, la sociedad de fomento, las oficinas y los clubes los grupos sociales se conforman por afinidades, en las redes digitales el ordenamiento puede realizarse a través de la sugerencia de vinculación con otros que se parecen o piensan igual.

Esto genera un fenómeno interesante desde dos puntos de vista. Al relacionarse con grupos más grandes, más distantes geográficamente e incluso con desconocidos, pero que tienen visiones del mundo similares y afinidades más allá de lo que permite la socialización fuera de la red, se empieza a crear un sentido común que instala que esa pertenencia es mayoritaria. Y también –aunque solo sea una parte–, que presenta algún grado de homogeneidad respecto de la totalidad.

La creencia de los usuarios, que generan y replican lo que circula en las comunidades que integran, es la de una claridad compartida por miles. A partir de eso, empiezan a experimentar la sensación de tener razón. Si las producciones periodísticas contradicen ese acuerdo comunitario, tanto los medios como los profesionales son cuestionados y se les pide que expliciten cuál es la posición.

Entonces, la información como valor no es tenida en cuenta sino como argumento que valide un prejuicio al que se abona y se comparte en comunidad. De no poder hacerlo, porque los datos no condicen con la idea que se tiene, se denuesta y se deja de consumir, lo cual empeora la situación del mercado a financiar.

Así las cosas, las estrategias de las empresas empeoran el panorama general. Por un lado, mezclan propaganda con noticias para obtener pauta política o estatal. Por otro, sucumben a los consumos de los usuarios utilizando contenidos que garantizan mucho tráfico aunque no sea informativo o no cumpla con las reglas básicas de la noticiabilidad.

Transformados en reproductores de lo que ya todos saben, los periodistas dejan el lugar de la narración de los hechos para atrincherarse en sus escritorios, conectados a las redes y sin tiempo para una gestión profesional que les permita confirmar los datos y agregar información.

Llegados hasta aquí, la pregunta sobre la instalación de agenda se vuelve urgente. Para satisfacer a las audiencias se usan materiales de influencers, youtubers o ignotos que logran una viralización en las redes, con lo cual no se arriesga nada para volverse eficaz. También, para mantener equilibrios financieros se accede a pautas que condicionan los contenidos y por consiguiente la información. En este escenario, ¿cuál es el poder de los medios para influir en la agenda del poder, la opinión pública o la sociedad?

¿De qué hablamos cuando hablamos de agenda?

Si en tiempos modernos la disputa por la fijación de la agenda se daba entre política y medios, la irrupción de los usuarios descentra los roles y obliga a repensar esta relación. Plantados en ecosistemas tradicionales, los periodistas suelen no tomar nota de las acciones de las comunidades y, del mismo modo que las otras, creen que sus discusiones en Twitter dan cuenta de alguna cuestión.

Si se toman los datos del Digital News Report de 2017, solo el 32% de quienes usan redes sociales lo hace a través de Twitter. Y de ellos, solo el 19% lo usa para informarse. Claro que la mayoría de los periodistas lo hacen y los dirigentes políticos más relevantes también. Sin embargo, según datos del mismo informe, 83% de los usuarios de redes digitales están en Facebook y el 65% de ellos le aplica fines de información.

Como plantean Eugenia Mitchelestein y Pablo Boczkowski, estas redes permiten compartir información producida por medios del circuito informativo institucionalizado. Entonces, el consumo que se hace de esos medios a través de las redes no es fidelizado y se vuelve incidental.

La coexistencia de información periodística con la que producen amateurs atenta contra el negocio de los medios, la profesión de los periodistas y la información que circula en la sociedad.

Las discusiones sobre la agenda se restringen a grupos muy pequeños, mientras grandes números de usuarios, aglutinados en comunidades, se reúnen con propósitos más lúdicos, menos políticos o de otro tipo de interés.

La escasa incidencia de Twitter entre las preferencias de los grupos mayoritarios –y el uso compulsivo que se observa por parte de líderes tradicionales y sectores más politizados– hace prever que la incidencia de los debates, agendas y preocupaciones que circulan allí se tornen cada vez más marginales en relación con las comunidades masivas de usuarios.

De los intersticios que se generan con la coexistencia de distintos ecosistemas yuxtapuestos surgen nuevos usos, prácticas y agendas. Es también a partir de ellos que surgen desfasajes en los liderazgos informativos que no encuentran estabilidad.

Mientras en los microclimas de políticos y periodistas se generan debates, disputas y tensiones sobre la incidencia de la economía, la política o la especulación electoral, en el resto de las comunidades el fútbol, el humor y la música suelen ocupar espacios frente a los que se termina por sucumbir.

Es que la falta de credibilidad, sumada a la de interés por las propuestas temáticas y el financiamiento escaso hace que la actividad tambalee, que el negocio no sea sustentable y que se ponga en riesgo el destino de la profesión.

Por otra parte, las estrategias de satisfacción que intentan equilibrios limitados para mantener cierto número de consumos atentan directamente contra la idea de noticia, primicia e información necesaria para la sociedad.
En un juego riesgoso, el periodismo entrega los tópicos a los usuarios a cambio de clics, navegaciones y posicionamientos. El sistema político, en tanto, participa de las plataformas como si ellas fueran una pizarra de anuncios o una propaladora sin interacción.

De estas estrategias comunicacionales se desprenden dos fenómenos de impacto para la calidad democrática y la rutinización informativa. Por un lado, la sensación de acceder directamente a la fuente oficial (que puede estar mediada por la acción de profesionales de la comunicación política) y –por otro– la descalificación de todas las instituciones que ordenaron la vida social y democrática hasta el surgimiento de las redes.

La horizontalidad que plantean las formas de relacionamiento en red pluraliza las voces y cuestiona la autoridad. Los pares se vuelven confiables, el saber se relativiza, los liderazgos de opinión se erosionan y surgen otros, legitimados en número de seguidores sin nada más para explicar.

La autoridad es cuestionada y surgen problemas respecto de la información que circula, las fuentes que la producen, la intervención de quienes la gestionan y sus impactos en una opinión pública que prefiere argumentos para sostener sus propios posicionamientos, prejuicios y creencias antes que datos y elementos para construir su opinión.

Así las cosas, los diagnósticos tienden a declamar el deber del periodismo y los periodistas, sin tomar nota de la situación real. En un ecosistema en el que pervive la construcción tradicional del mercado informativo, el rol que deben asumir sus profesionales y uno nuevo que incluye usuarios, amateurs y fuentes que no requieren mediaciones periodísticas, el panorama se resiente e intenta, sin demasiado éxito, adecuarse o morir.

Autorxs


Lila Luchessi:

Directora del Instituto de Investigación en Políticas Públicas y Gobierno (IIPPyG – UNRN). Profesora UNRN-UBA. Dra. en Ciencia Política y Lic. en Ciencias de la Comunicación. Integra los comités académicos de la Cátedra Latinoamericana de Narrativas Transmedia y la Cátedra de Tecnopolítica y Cultura Julian Assange (CIESPAL). Es autora de seis libros sobre periodismo y numerosos artículos en obras colectivas y revistas especializadas nacionales y del exterior.