Acerca de la desigualdad y los impuestos

Acerca de la desigualdad y los impuestos

Las desigualdades de origen en materia de educación, salud, hábitat e ingresos son determinantes en las relaciones de poder al interior de una sociedad. Una reforma impositiva es una herramienta fundamental para revertir este proceso y lograr una mayor integración e igualdad. 

| Por José Nun* |

Algunos de los argumentos expuestos en el siguiente texto pueden encontrarse en otros lugares, especialmente en el libro La desigualdad y los impuestos – Introducción para no especialistas (Buenos Aires, Claves para Todos, 2011).

1.

Qué curioso resulta, decía Wittgenstein, que uno pueda “ver” una interpretación. Y es cierto que continuamente “vemos” interpretaciones. Hasta hace poco, en un desempleado un neoliberal norteamericano solía “ver” a una persona holgazana y carente de iniciativas y un socialista europeo, a alguien que requería la urgente protección del Estado. De manera parecida, en un par de editoriales memorables The Economist, la revista conservadora británica, nos ha explicado recientemente que una cosa es el intervencionismo estatal y otra, el pragmatismo. Para que se entienda: que el Estado se dedique a rescatar bancos o a dar préstamos a empresas inmobiliarias que estafaron al público no debe ser “visto” como intervencionismo sino como pragmatismo. En forma análoga, también las desigualdades que percibimos o no, son producto de interpretaciones y lo mismo ocurre con los significados que les adjudicamos. Por eso conviene acotar de entrada de qué hablamos aquí cuando usamos la palabra desigualdad.

2.

Es común definir a la desigualdad como lo otro de la igualdad. Sólo que, presentadas en estos términos, estas nociones son tan generales y vagas que pierden valor. ¿A qué igualdad nos referimos? ¿A una perfecta igualdad del conjunto de individuos que forman una sociedad? En este caso estaríamos hablando de uniformidad y, no por azar, esta es la posición que adoptan los críticos del igualitarismo para denigrarlo y sembrar miedo.[1] Claro que recurren para ello a una lógica circular que no resiste el análisis.

Es que únicamente se podría imaginar que se igualasen los diferentes grados de fuerza física, de capacidad intelectual o de dedicación al trabajo de los miembros de una comunidad de manera compulsiva, lo cual sólo sería imaginable en el contexto de una inmensa dosis de desigualdad de poder. Y este constituye, en efecto, el argumento favorito de esos críticos, el cual se difundió vigorosamente en el mundo capitalista en tiempos de la “guerra fría”. Desde esta óptica, los defensores de la igualdad serían finalmente –lo sepan o no– partidarios del totalitarismo, lo cual contribuyó durante mucho tiempo a relegar incluso la discusión académica del asunto y le hizo perder la relevancia que ahora ha vuelto a cobrar en el debate político dada la gran crisis del capitalismo.

Nótese el contraste con la famosa definición de la igualdad que formuló hace bastante más de dos siglos uno de sus mayores teóricos. En el capítulo 10 de libro II de El Contrato Social, Rousseau escribe: “En lo que hace a la igualdad, esta palabra no debe ser interpretada como significando que todos los grados de poder y de riqueza tienen que ser los mismos sino más bien que, respecto al poder, este debe ser incapaz de toda violencia salvo aquella que ejerza en virtud del estatus y de las leyes; y, respecto a la riqueza, ningún ciudadano debe ser tan opulento como para poder comprar a otro y ninguno tan pobre como para verse obligado a venderse”. Según dirá en otro pasaje, se trata de que todos tengan lo suficiente y ninguno posea demasiado.[2]

Es más. Contra lo que algunos imaginan, ni los propios Marx y Engels postularon como deseable una igualdad absoluta. Según escribió el segundo: “Cualquier demanda de igualdad que vaya más allá [de la abolición de las clases sociales] necesariamente se convierte en un absurdo”. Y en su crítica a los anarquistas se preguntaba: “¿Acaso es posible que haya organización sin autoridad?”.[3]

Con lo cual llegamos a un primer punto importante. Plantear la cuestión de la igualdad en términos de uniformidad no únicamente es ajeno a la mejor tradición igualitarista sino que conduce de manera deliberada a un callejón sin salida porque implica darle prioridad absoluta a un valor a costa de otros, como la libertad o la justicia. O sea que, a este nivel, la desigualdad no constituye lo otro de la igualdad sino, más simplemente, de una mayor igualdad.

3.

¿Pero de una mayor igualdad en relación a cuáles criterios de referencia? Una de las respuestas más clásicas del liberalismo a esta pregunta es conocida: en relación a las oportunidades que les ofrece la sociedad a sus miembros. Sólo que es una respuesta inspirada en el privilegio también absoluto que el liberalismo ortodoxo le concede a otro valor, la libertad, y por eso la igualdad de oportunidades, por sí misma, no ha conducido en ninguna parte a una mayor igualdad del conjunto de la sociedad. Sucede que son tan disímiles los puntos de partida en materia de crianza, educación, relaciones sociales, etc., y tantos los obstáculos que deben superar los sectores de menores recursos que, en ausencia de otras intervenciones compensatorias de tales desventajas, por este camino se desemboca en un formalismo abstracto y sólo se logra finalmente mantener y reproducir con buena conciencia la estructura de desigualdad vigente en la sociedad.[4]

Si antes se confundía a la igualdad con la uniformidad, de este modo se la convierte en un mero sinónimo de anonimato: por ejemplo, cuando se trata de votar (expresión contemporánea por excelencia de la igualdad política) “los ciudadanos democráticos no son iguales, son solamente anónimos”. O sea que el día mismo del comicio simplemente no se hacen distinciones entre los votantes.

Por desgracia, la irónica observación de Anatole France conserva plena vigencia: “La ley de Francia, en toda su majestad, les prohíbe tanto a los ricos como a los pobres que pidan pan en las calles o que duerman debajo de los puentes”. Es que no se trata de abolir únicamente los privilegios heredados sino también la falta de privilegios heredada. Ocurre que, como señaló agudamente Amartya K. Sen, la deprivación relativa en materia de ingresos puede llevar a una deprivación absoluta en materia de las capacidades necesarias para acceder a una vida digna.

Por eso, vale la pena recordar que, tal como lo consigna desde la primera página de su Democracia en América, aquello que impresionó con mayor fuerza a Tocqueville en su famoso viaje de 1831 a los Estados Unidos no fue, como a veces se cree, la igualdad de oportunidades sino de condiciones: “…a medida que estudiaba la sociedad americana, vi más y más en la igualdad de condiciones el hecho generador del que parecía fluir cada hecho particular y hallé en él, una y otra vez, el punto central al cual conducían todas mis observaciones”.

En pocas palabras, la mayor igualdad debe tener por horizonte a una razonable igualdad de condiciones y resultados, subordinando a ella la igualdad de oportunidades. Pero también ese horizonte exige ser acotado. Un buen punto de partida para hacerlo es el núcleo básico de la noción de desarrollo humano elaborada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y convertido en un índice general cuyos tres componentes son: a) una vida longeva y sana, medida por la esperanza de vida al nacer; b) el conocimiento, medido por la tasa de analfabetismo adulto (con una ponderación de dos tercios) y la tasa de matrícula total combinada de primaria, secundaria y terciaria (con una ponderación de un tercio); y c) un nivel de vida decente, medido por el Producto Interior Bruto per cápita. Como se desprende de este índice, la mayor igualdad de condiciones y resultados debe obtenerse, ante todo, en materia de salud, de educación y de ingresos, dimensiones que en la Argentina (y, desde luego, en muchos otros lugares) presentan históricamente un alto grado de asociación.[5]

Resulta casi innecesario decir que la desigualdad de condiciones y resultados afecta también a otros campos y, muy especialmente, al de las relaciones de poder. Es más. La problemática de la desigualdad remite siempre, en última instancia, a un acceso diferente de los diversos sectores de la población al proceso de toma de decisiones, es decir, que implica en efecto una cuestión de poder. Y, a su vez, las instituciones de representación y de participación políticas no bastan para corregir esta cuestión en tanto no se encuentren enraizadas en una cultura de la igualdad, que ellas no están en condiciones de producir por sí mismas.

4.

¿Cómo lograr una mayor igualdad de condiciones y de resultados en una sociedad capitalista como la nuestra que, por definición, es generadora de desigualdades? Básicamente, a través del gasto público orientado a la redistribución del ingreso. ¿Y de qué modo se financia hoy este gasto? Casi exclusivamente por medio de los impuestos (las otras dos fuentes posibles son el endeudamiento, que tanto entusiasma a los gurúes de la City, y las eventuales ganancias de las empresas públicas que todavía nos quedan).

Punto en el que se vuelve muy importante formular una advertencia. En la medida en que el gasto público y los impuestos inciden sobre el crecimiento económico y la desigualdad, lo determinante es su estructura y no sus niveles. Según señala Wilensky, les ha ido bien a países con niveles bajos en ambas dimensiones (Japón, Suiza) y a otros con niveles altos (Alemania, Austria, Noruega); y a la inversa, los desempeños nacionales pobres tampoco se asocian con los niveles.

Desde este punto de vista y en lo que más importa aquí, desde mediados del siglo XX hasta ahora, la estructura tributaria argentina ha avanzado muy poco en materia de reformas tendientes a mejorar la distribución del ingreso. Por el contrario, gran parte de las medidas adoptadas tuvieron efectos regresivos, esto es, los impuestos generan desigualdad. Llama la atención que cincuenta años atrás esa estructura fuese más parecida a la del mundo desarrollado que a las del resto de las naciones de América latina; que el impacto distributivo de la acción fiscal fuera entonces bastante superior al actual, y que existiese también una mayor igualdad. El retroceso que sucedió nos convierte en un caso singular en el mundo. En términos generales, es razonable vincularlo –como sugiere Jorge Gaggero– con dos fenómenos asociados entre sí: el ascenso del neoliberalismo y los repetidos quiebres institucionales experimentados por el país, con efectos negativos y duraderos en el plano fiscal.[6] Baste recordar tres lustros de altísima inflación (1975-90), dos hiperinflaciones (1989/90), una etapa de fuerte deflación (1998/02) y casi veinte años de políticas económicas basadas en la apreciación del tipo de cambio.[7]

5.

Valgan sólo un par de ilustraciones del fenómeno. La primera concierne al impuesto a las ganancias, uno de los tributos que se consideran progresivos por excelencia. La mayor parte de lo que se percibe por este concepto es abonado entre nosotros por las sociedades comerciales y no por las personas físicas. Aunque el lector no tenga por qué saberlo, se trata de una diferencia crucial, al punto de que expertos como Gómez Sabaini o Cetrángolo opinan que, en estas condiciones, el impuesto tiende a ser regresivo y no progresivo.

¿Por qué? Porque dado el alto grado de concentración económica que existe en el país, abundan las ramas dominadas por muy pocas empresas, que actúan como formadoras de precios. De resultas de ello, toda vez que pueden les trasladan el tributo a sus compradores a través del precio que les fijan a los bienes y servicios que proveen. Esto es, que lo terminan pagando los consumidores finales, como usted o como yo.

Por eso, el impuesto a las ganancias de las personas físicas es de lejos el componente que más importa desde el punto de vista de la progresividad. Sólo que en nuestro país este componente ronda apenas el 30% del total. Compárese esta cifra con el promedio del 72% que recogen por idéntico concepto las naciones desarrolladas. Más todavía: incluso el promedio latinoamericano (40%) es superior al nuestro y en Brasil y Chile alrededor de 2/3 de la recaudación por ganancias procede de las personas físicas.

Desde un punto de vista redistributivo, el problema es doble. En primer lugar, en lo que hace al volumen global de los aportes por ganancias (sociedades y personas físicas) medido como porcentaje del PBI, la media de los países avanzados es casi tres veces superior a la nuestra, aunque esta haya aumentado en los últimos años al 5,5%. Y, a la vez, la propia composición del tributo restringe considerablemente sus alcances progresivos. A lo cual se suma el gravísimo problema de la evasión, que se estima en mucho más del 50%. Si se le añade la elusión fiscal, la conclusión es que una parte sustancial de este impuesto simplemente no se recauda.

Es claro que quienes no pueden escapar de él son los trabajadores en blanco pues se les deduce de su salario. Y este es el otro meollo de la cuestión: un 80% de lo recaudado por ganancias personales proviene de los salarios y sólo el 20% restante corresponde a otras fuentes. ¿Cuál es la causa de esta disparidad? Las numerosas exenciones que benefician a las rentas del capital que poseen los individuos, tales como las que se generan por la compraventa de acciones, por los dividendos, por las transacciones financieras, por los intereses de los títulos públicos, etc. Son desgravaciones que han sido eliminadas en Brasil, Chile, Uruguay, Colombia, México y Paraguay y que no rigen en casi ningún país desarrollado. Es comprensible que los sindicatos reclamen que se eleve el mínimo no imponible que pagan los trabajadores en un contexto inflacionario como el actual. Lo sorprendente es que no digan una palabra acerca del modo mismo en el cual opera el impuesto entre nosotros.

Un segundo ejemplo lo brindan los tributos sobre el patrimonio, es decir, los impuestos sobre los bienes personales y sobre las transferencias inmobiliarias. Hoy en día, el primero alcanza apenas al 0,5/0,6% del PBI y está muy lejos de ser comparable con los valores de los países desarrollados, que perciben por este concepto entre un 8 y un 12% del PBI, o sea entre 15 y 20 veces más (es llamativo, por ejemplo, que apenas 4.500 contribuyentes declaren ser dueños de propiedades en el exterior). En cuanto al impuesto inmobiliario que recaudan las provincias, su magnitud fue descendiendo desde la crisis del 2001 y hasta hace poco era inferior al 0,5% del PBI.

La última ilustración que elijo es el IVA, un gravamen indirecto y regresivo cuya alícuota general asciende al 21%. En 2010, su aporte llegó a un nivel cercano al 10% del PBI. A esto se suman los impuestos a las ventas que cobran las provincias y que equivalen a alrededor de un 3% del PBI. De esta forma, el total de los gravámenes al consumo duplica lo que se recauda por ganancias y por impuestos patrimoniales y sitúa a la Argentina por encima del promedio tanto de América latina como de los países de la OCDE (es cierto, sin embargo, que las referidas magnitudes se equilibran cuando se incorporan los derechos de exportación –retenciones−, que en 2010 representaron un 4% del PBI y sobre los que enseguida volveremos). Cabe agregar que también en el caso del IVA la evasión es elevadísima y bastante difícil de combatir. Algunos expertos estiman que si la evasión descendiera a los niveles que alcanza en Chile y en varios países europeos, la tasa general del 21% podría rebajarse entre 6 y 8 puntos.

6.

El reciente documento Impacto del presupuesto sobre la equidad. Argentina 2010 de Jorge Gaggero y Darío Rossignolo, editado por el CEFID-AR y basado en datos de 2010, parecería contradecir algunas de estas afirmaciones. De acuerdo a sus cálculos, existiría en el país una redistribución del ingreso “levemente progresiva”. Pero esto se debe fundamentalmente al aumento y recomposición del gasto público que, entre 1997 y 2010, varió del 30,3% al 45,5% del PBI. Gracias a ello, las partidas otorgadas a educación pasaron del 2,9% al 4,4% del PBI; las de salud, del 4,6% al 6,3%; y las asignaciones familiares, del 0,6% al 1,2%.

No obstante, la estructura de fondo del sistema impositivo no ha sido modificada. Desde luego, hubo que apelar a una serie de medidas fiscales que hicieran posible el mencionado incremento del gasto público. Es lo que ha ocurrido con la incorporación de los derechos de exportación; del impuesto sobre débitos y créditos bancarios; del incremento en la participación del impuesto a las ganancias al crecer la base imponible debido a la suba de ingresos y precios; y de la eliminación del régimen de capitalización individual para el sistema de seguridad social.

Pero lo cito a Rossignolo: “La evolución de los ingresos tributarios no sólo ha estado sustentada en la favorable evolución de los gravámenes tradicionales (ganancias, IVA y otros) sino también en los recursos generados por una serie de gravámenes cuya permanencia en el largo plazo resulta difícil justificar, y que necesariamente requerirán ser reemplazados por otros tributos que respondan a los objetivos indicados de transparencia, equidad y simplicidad” (negrita agregada). O sea que no ha habido hasta ahora una modificación orgánica del régimen fiscal que genera desigualdad. Por eso agrega el mismo autor: “Será necesario que se vaya abandonando poco a poco el uso de gravámenes transitorios y que la recaudación fiscal se sostenga sobre instrumentos de mejor calidad y recurrencia a lo largo del tiempo”. Más todavía cuando los ajustes practicados no han sido óbice para que el 20% más pobre de la población continúe soportando una presión tributaria mayor que la que recae sobre el 10% más rico. En síntesis: promover una mayor igualdad que sea sustentable en el tiempo exige llevar a la práctica con urgencia una profunda reforma impositiva.





* Abogado. Sociólogo. Director-Fundador del IDAES/ UNSM; Presidente Fundación de Altos Estudios Sociaes; ex-Secretario de Cultura de la Nación.





Notas:

  1. [1] Es cierto que esta generalización admite excepciones. Varios miembros del movimiento inglés de los Levellers en el siglo XVII; Babeuf y su “Conspiración de los Iguales” un siglo después; o George Bernard Shaw a fines del siglo XIX eran en verdad partidarios acérrimos de la igualdad y creían posible su plena realización.
  2. [2] Un siglo después, el liberal progresista inglés John Stuart Mill iba a darle un giro potencialmente más radical a esta idea: “El mejor estado para la naturaleza humana es aquel en el cual nadie es pobre y nadie desea ser más rico”.
  3. [3] En 1965, Raymond Aron, prestigioso sociólogo francés no marxista, concluía: “No se puede concebir un régimen que, en algún sentido, no sea oligárquico”.
  4. [4] Este tema no debe mezclarse con el de la discriminación. En este caso sí, personas de similares capacidades pueden mejorar sensiblemente su posición social si no se las excluye de las oportunidades disponibles por razones de color, sexo, raza, etc.
  5. [5] Conviene agregar de inmediato, para evitar confusiones, que prestarles atención a estos temas no implica de ninguna manera ignorar otras formas de desigualdad tan importantes como las de género o raza.
  6. [6] Desde 1930, la Argentina sufrió 13 golpes militares, varios de carácter pretendidamente “refundacional”.
  7. [7] Como observa Martín Abeles (comunicación personal), la apreciación del tipo de cambio ha sabido redundar en subsidios o exenciones tendientes a mejorar la competitividad de los sectores afectados (Vg., reducción de los aportes patronales).