Sacarse la Historia de encima

Sacarse la Historia de encima

El desprecio al pasado y la incapacidad para estar a la altura del debate histórico caracterizan el discurso de Cambiemos con respecto a las políticas de memoria. Esta ignorancia deliberada se sostiene, a su vez, en una suerte de “sentido común” que vincula la defensa de los derechos humanos con el amparo de los delincuentes actuales y la desprotección de sus víctimas.

| Por Martín Rodríguez |

Primero fue el lenguaje. Cambiemos llegó al poder sin saber hablar. Hay que decirlo: los doce años de pedagogía progresista vividos durante el kirchnerismo crearon un lenguaje oficial. Que no era nuevo, sino el lenguaje de esa parte de la sociedad civil que construyó el imaginario democrático alrededor de las víctimas del terrorismo de Estado, la investigación civil de lo que ocurrió y el reclamo de justicia. Vano decir: no es un lenguaje de mayorías. Valga decirlo igual: no es un lenguaje de mayorías. Pero en el modo de nombrar la última dictadura y el terrorismo de Estado se pone en juego algo. “Dictadura cívico militar”. Pero hay más: el número. 30 mil detenidos desaparecidos. La cifra 30 mil, como cifra sagrada. ¿Cómo, por qué, para qué, se la cuestiona? ¿Y por qué se transforma en algo incuestionable? ¿Qué quiere hacer Cambiemos con los derechos humanos? O, más específicamente, ¿qué quiere hacer con la política de memoria?

Cambiemos no cree en la Historia. O sí: cree que es “la historia de un fracaso”, del fracaso argentino. Les puso flora y fauna a los nuevos billetes. En el Coloquio de IDEA, en octubre del 2017, el jefe de gabinete, Marcos Peña, dijo: “Una de las cosas chiquititas, pero simbólicas que hicimos, fue poner animales en los billetes. Pusimos seres vivos y dejamos a los otros que descansen en paz”. ¿Quiénes son los otros? Los próceres, la Historia. Cambiemos no quiso disputar los bronces. Eligió la flora y fauna silvestre como imagen de los billetes antes que las figuras de los próceres, y ese gesto (que es tal vez su gesto de mayor densidad simbólica: ese gesto de vaciar el bronce, de no contrapesar con “sus próceres”, sus Frondizi, Illia, Alvear, o Alfonsín incluso) pareciera renunciar a la Historia porque en esa renuncia engloban, como diría Peña, algo más chiquitito: renunciar a SU historia, a la historia de su tradición, de su clase, del liberalismo argentino. Si todos fracasamos, no fracasó nadie.

Pero la cantidad de furcios o provocaciones deliberadas que pronunciaron en torno a los derechos humanos, y de las que difícilmente hayan obtenido un “rédito político”, revela una inconsistencia simultánea: entre el desprecio directo “al pasado” y la vagancia por estar a la altura de un debate argentino de primera línea. Síntesis: se couchearon para todo menos para “saber” nombrar la Historia, esta historia, esta historia íntima que marca la tragedia nacional. Porque no es mi opinión concebir que este sea un debate cerrado, sino, como diría el señor Fito Páez, “estar a la altura del conflicto”.

Desde el propio Presidente hasta ex funcionarios como Darío Lopérfido cometieron distintos gafes en el modo “decir mal”. Vayamos a Lopérfido. No para seguir haciendo leña del árbol caído, pero sí para hacer historia.

Muñecos

En la Argentina, ante cada tragedia nace un colectivo político de densidad: las familias de las víctimas. Los familiares de la AMIA, los familiares de Cromañón, los familiares del ARA “San Juan” o Blumberg. El vínculo de sangre con una tragedia proyecta una referencia moral, funciona así, somos un país que ve política en todo, es decir, que audita siempre las responsabilidades públicas. Casi diríamos: toda muerte puede ser evitada. ¿Qué encontramos en la voz o el testimonio de “un familiar”? Una referencia a la verdad. ¿Por qué nos mentiría un familiar? Algo de esto se puso en juego en torno a Sergio Maldonado, el hermano de Santiago, quien fue motivo de ataques virtuales u operaciones de prensa, debido a su persistencia sensata de no sacar a Santiago Maldonado del “contexto” de su desaparición. En términos, de mínima, piadosos, podemos decir que cuando vemos a un Sergio Maldonado o a cualquier familiar de una víctima en la vida pública estamos viendo a “alguien” que no se “preparó” para estar en ese lugar al que una desgracia que no desearon los arrojó.

Este introito viene a cuento para recordar el “reto” que le dio en 1999 Hebe de Bonafini a Charly García ante su idea (de una vanguardia, diríamos, literal) de arrojar muñecos al río desde un helicóptero como representación de los vuelos de la muerte. La propuesta se encuadraba en un ciclo de recitales gratuitos organizados por la municipalidad porteña (“Buenos Aires no duerme”) en febrero de 1999, mientras Darío Lopérfido era la cabeza política del evento que ponía el presupuesto público “al servicio del arte”. Miles de personas se esperaban en ese acontecimiento gratuito en Puerto Madero. Hebe puso el grito en el cielo con los “muñecos” y comenzó una polémica entre ella y Charly García, con “final feliz” para la gran familia progresista argentina: Charly renunció a su idea (hasta Mercedes Sosa lo llamó por teléfono para llamarlo al orden) y las Madres se subieron al escenario, donde les cantó la sugestiva canción “Kill my mother” (sic) y las paseó en ronda como si fuera Sting. La amistad entre García y Hebe, hecha pública en enero de 1997 en una tapa del diario Página 12, tocaba prácticamente su fin.

Hebe se colocaba como rectora ideológica de los “límites del arte” y el artista acataba; y el Estado, detrás, funcionó como el tío rico al que le daba lo mismo que se hiciera cualquier cosa y esperaba que se pusieran de acuerdo para hacer él, en tal caso, su negocio político (al que tenía derecho). Era el Estado municipal de un proyecto, la Alianza, que garantizaba libertad artística, pero que se desentendió desde su nacimiento de promover una posibilidad concreta de justicia sobre ese “pasado”. Pluralidad vanguardista en el arte, realismo en la política. La fórmula de la cultura democrática.

Allí empezó Darío Lopérfido. Pocos años después, el kirchnerismo licuaría esas tres piezas en un arte militante sin remedio y novedad, pero trasladando la imaginación al poder: la audacia política reabrió los juicios. La vanguardia fue política y el arte olvidable. Mantuvo los principios rectores acerca de controlar los modos de representación del pasado (un pasado custodiado públicamente por sus deudos). ¿Pero qué pasó en aquel episodio casi olvidado? Los organismos (en la figura de Hebe) se ubicaron por encima del Estado, de la política y del arte porque formaron, de algún modo, una “zona sagrada”, una teología de la democracia que domina un sistema de valores.

El último gafe de Lopérfido como un “artista” libre del campo político ameritó el mayor reto por parte de quien cumplía las veces de jefe: Horacio Rodríguez Larreta. El entonces titular del gobierno porteño dijo que a su padre “lo chuparon los milicos” (el padre de Horacio fue secuestrado y torturado en Campo de Mayo). Un uso instantáneo de “sangre azul” de parte de Larreta para cortar el paso del modo más argentino: yo, que lo viví en carne propia, te digo que no hables. Larreta, a su modo, repuso ese lugar sagrado de una voz autorizada por el dolor. ¿Qué quiere, en el fondo, romper Cambiemos en sus declaraciones más o menos balbuceantes, más o menos conscientes? Quiere romper el monopolio de los organismos de derechos humanos. Es una de las pocas “corporaciones” que no respeta. Pero no contó con la astucia de los organismos: la persistente construcción de un consenso social que funciona como un muro.

La manta corta

Los derechos humanos fueron una de las herencias pesadas que les tocó a los gobiernos de Alfonsín, Menem y Kirchner. Y Alfonsín, Menem y Kirchner optaron por colocar en la decisión sobre derechos humanos su mayor gesto de densidad simbólica: juicio a las juntas, indulto o reapertura de los juicios. Hay una foto: la de Menem fumando con el pelo transpirado en la cara, aún con patillas, pitando un cigarrillo. Es la mejor foto. Es la foto antes de que Menem fuera el objeto principal de ese museo llamado “menemismo”, un género de la picaresca política que explica todo menos el pathos de esa década. Menem era un objeto más del menemismo para la crónica periodística y la prosa demócrata, cuando en realidad se trataba de un político astuto, complejo, sin límites para su codicia, pero consciente, como se lo ve en esta foto, de los costos morales de una decisión así. ¿Qué había hecho Menem en esa foto en la que se lo ve con el cigarrillo? Había indultado a los militares. A los que quedaban en prisión. No hay otra foto tan humana, tan demasiado humana. Menem transpiraba la Historia.

En 2015, y según la naturaleza de aquellos tres candidatos presidenciales aparentemente tan parecidos entre sí (Macri, Scioli y Massa), surgió la pregunta: ¿qué harán con los DD.HH.? Los precandidatos presidenciales realmente existentes tenían un estilo más bien pragmático, y casi todos eran apenas adolescentes o niños en los años de terrorismo de Estado. Reacios a las refundaciones, con narrativas minimalistas, gestionalistas, amantes de la invocación al sentido común y, según sus discursos, esquivos del conflicto e inconscientes de la naturaleza conflictiva de sus ideas, la respuesta podía haber sido rápida: NADA. No innovar. Ganó Macri finalmente, el más liberal de todos.

Gobernar un país viene sin beneficio de inventario y presupone gestionar la agenda que recibís (pobreza, energía, inflación, clase media, restricción externa, cepo, soja, seguridad, narcotráfico, transporte), pero también significa crear tu propia agenda. Sacar algún conejo de la galera. Kirchner fue de los más creativos. Y, de hecho, a los derechos humanos los fue a buscar sin que ellos lo buscaran a él: tuvo una intuición histórica.

Macri, ya candidato, habló a fines de 2014 de cortar el “curro de los derechos humanos”, en una referencia sobre el investigado proyecto de vivienda social “Sueños compartidos”, que fue, en los hechos, la tercerización de una política pública al grupo más radicalmente político de las Madres de Plaza de Mayo, en cuya órbita estaba Sergio Schoklender. Pero la frase tuvo un alcance mayor, generalizado, que el propio Macri no aclaró: ¿cuál era el límite de la palabra “curro”? La frase se acomodaba sobre la percepción de un cierto “hartazgo” social en torno a los derechos humanos. Hacía sistema con lo que Jorge Lanata también dijo por aquellos tiempos: “Me tienen harto con la dictadura”. También en aquellos meses preelectorales, el entonces secretario de Seguridad (Sergio Berni) desdeñó la figura de la anterior ministra (Nilda Garré) diciendo que ella se preocupó por “los derechos humanos de los delincuentes”. De modo que Berni usó el concepto central y maldito: los derechos humanos de los delincuentes. Berni no es tonto y fue un funcionario imprescindible, pero su frase sobre los derechos humanos fue medular: los presentó como una manta corta que abriga a unos (delincuentes) y desprotege a otros (víctimas), revelando algo así como la factura de un sentido común progresista donde el peor delito es el delito de Estado. Berni, un funcionario absolutamente fiel y necesario para la expansión del Estado en las villas, reñía sobre que no se podía construir seguridad auditando a las fuerzas de seguridad.

En estas frases se superponen muchas lógicas. Disputa de tiempos: pasado contra presente. Disputa de prioridades: juzgar al “Estado” o a los delincuentes. Como en una puerta giratoria mental: cada militar preso o policía preso es un preso común que se libera. Los juicios a los viejos militares correrían el riesgo de hacer mainstream una cultura política antes identificada con la marginalidad política (la cultura de los derechos humanos). Juzgar militares implicaría, según esta lógica, debilitar al Estado, negándole simbólicamente el monopolio del uso de la violencia. E implicaría, un poco más concretamente, sacar recursos de un lado –la Justicia de los delitos comunes– para trasladarlos a otros delitos que se considerarían más “ideológicos” y menos urgentes de castigar.

Pero, ¿qué efectos sociales produjeron? Los juicios a los crímenes del pasado convivieron con torturas en el presente. En los años kirchneristas convivieron la violencia institucional con los juicios y castigos a militares de la dictadura. Dicho rápido: la desaparición de Luciano Arruga convivió con la prisión de Miguel Etchecolatz. Hubo avances lentos en la creación de una burocracia capaz de controlar la violencia institucional, como la ley que creó (y que acaba de reglamentarse) el Mecanismo Nacional contra la Tortura, u otros organismos como la Procuración Penitenciaria de la Nación que vela por los derechos de los presos. Pero la recuperación de la ESMA no aseguró que un preso común en una cárcel no fuera torturado. Se podía hacer una jornada contra la violencia institucional en un colegio de una villa porteña o bonaerense, donde los funcionarios nacionales del Ministerio de Educación escuchaban a alumnos que denunciaban el maltrato de los gendarmes en su barrio, puestos por el Ministerio de Seguridad también nacional. O un funcionario a la mañana ponía una placa por un desaparecido, al mediodía se sacaba una foto con las víctimas del delito y a la tarde encubría o se lavaba las manos frente a un “gatillo fácil”. Estado contra Estado, cuerpo a cuerpo. ¿Cuántas capas tiene el Estado? Diríamos: los juicios por delitos de lesa humanidad no frenaron la violencia institucional. Funcionaron en paralelo. A la vez: había en la demagogia punitiva (como en toda demagogia) un beneficio electoral relativo. A los años de discurso progresista le correspondería una compensación punitiva en honor al péndulo argentino.

Si te sacás la dictadura de encima, la dictadura vuelve sola

Un recuerdo personal de los años ’90. El programa Gente que busca gente: un gran programa sobre el mapa familiar argentino. La estructura era básica: alguien contaba la historia de un desencuentro, un familiar que se había dejado de ver, una pérdida en el mapa de la novela sentimental argentina y la producción comenzaba la búsqueda. ¿Era todo verdad, es posible que todo sea verdad? No importa. En toda ficción hay verdad. En cada historia se enredaba el desarraigo, las tradiciones, los incestos, los silencios tremendos, los secretos, los abandonos que se pagan con sangre u olvido. Un programa de pobres. La televisión de los pobres: la que los quiere llorando a moco tendido, con el corazón al desnudo. Lo vi hace muchos años. Fines de los años ’90. Un joven se presentó como un criado por tíos y padrinos en el medio del set ante la mirada vampira de Franco Bagnatto. Resulta que, como tantos, un muchacho tenía cinco minutos para decir que buscaba a su madre, porque el programa se estructuraba con una gran historia central que mostraba los avances de esa búsqueda (productores y cronistas en los pueblos provinciales perdidos rastreando al buscado) hasta el final feliz y algunas historias más que se presentaban en pocos minutos a ver si “había pique”, si alguien lo veía, etc. El muchacho dice que no encuentra a su madre. Veamos los detalles. Cuando tenía cinco años un día la mamá se fue a trabajar y no volvió más. ¿Y dónde trabajaba?, le dice el conductor. En una fábrica. “¿Y en qué año fue?”. “En el ’77”, dice el muchacho ojos de papel. La térmica saltó: se hizo la noche en el día por un segundo. ¿Ahí había una “desaparición”? Bagnatto le dijo: “¿Vos sabés lo que pasaba en esos años?”. Y él dijo: “Sí, sé que secuestraban gente, y pienso que tal vez mi mamá fue secuestrada”. La televisión por unos segundos invadida por un sobrepeso en el platillo liviano que hizo saltar al otro. ¡Una denuncia en el lugar justo! “¿Fui abandonado, fuiste desaparecida, mamá?” Alguien supo ir a hacer la pregunta al lugar incorrecto. Bagnatto le dijo que la producción se ocuparía. Y pasó a otro tema. ¿Era posible poner a disposición de esa búsqueda el aparato televisivo? Familias pobres que iban a la televisión a buscar lo perdido. Porque la dictadura se cobró vidas de todas las clases, pero no todas las clases están entrenadas para el reclamo cívico. La memoria es un campo de lucha. Ese muchacho perdido conectó el más allá y el más acá en un segundo, y supo decir por qué ese programa de toda esa gente sin rendirse, atrapada en las redes pegajosas de la parentela, resistiendo en el derecho a tener vínculos sagrados de sangre, valía tanto la pena. Ni un programa de televisión se pudo sacar la historia de encima.

Autorxs


Martín Rodríguez:

Escritor, poeta y periodista. Trabaja en la radio pública. Director de “Panamá Revista”. Escribe en “Miradas al Sur”, “Le Monde Diplomatique”, “La Política On Line”, “El Cohete a la Luna”, entre otros. Blog: http://revolucion-tinta-limon.blogspot.com/