Los Valles Calchaquíes y los diaguitas: procesos históricos, desigualdades y disputas identitarias

Los Valles Calchaquíes y los diaguitas: procesos históricos, desigualdades y disputas identitarias

Recientemente, desde un medio nacional masivo se acusó de impostura a los colectivos protagonistas de la reemergencia diaguita. Además de numerosas inconsistencias y de la reproducción acrítica de estereotipos, esta posición ignora el trasfondo histórico, económico y social de los reclamos.

| Por Cecilia Castellanos, Paula Lanusse, Lorena Rodríguez, María Victoria Sabio Collado y Andrea Villagrán |

El 2017 fue un año aciago para los pueblos indígenas del país, pues sufrieron ataques desde varios frentes. El 11 y el 12 de enero, Gendarmería Nacional y Policía de la Provincia de Chubut ingresaron violentamente a la Pu Lof en Resistencia de Cushamen y reprimieron a hombres, mujeres y niños en el contexto de una histórica disputa territorial de la comunidad mapuche con el magnate Luciano Benetton. Unos meses después (el 1º de agosto), una nueva represión en la zona resultaría en la desaparición y muerte de Santiago Maldonado. El día de su entierro (25 de noviembre), otro asesinato se produciría en la zona. Rafael Nahuel, un joven mapuche de la comunidad LafkenWinkul Mapu, era ejecutado por la espalda por la Prefectura en medio de un desalojo. Estos sucesos se dieron además en el marco del pedido de renovación de la ley 26.160, norma que no solo declara la emergencia en materia de posesión y propiedad de tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas, sino que suspende todos los desalojos de comunidades indígenas del país (fue renovada como ley 27.400 hasta noviembre de 2021, luego de una amplia movilización de las organizaciones indígenas). Los hechos fueron de la mano de una campaña mediática en la que viejos prejuicios que ya creíamos si no totalmente invalidados al menos sí morigerados, volvían a aparecer con fuerza, dejando a los pueblos indígenas de todo el país expuestos a una situación extremadamente delicada.

Sin ir más lejos, el 9 de abril de 2017 se publicó en el diario Clarín una nota titulada “El fantasma de los diaguitas, y una disputa absurda y cruel en los Valles Calchaquíes”, en la que el autor (Gabriel Levinas) arremetía contra el pueblo diaguita de Salta, desacreditando su identidad y sus reivindicaciones e inaugurando así una seguidilla de notas de prensa y programas televisivos que irían representando y mapeando a este y otros pueblos indígenas del país: en la Patagonia “indios terroristas”, en el Noroeste “indios truchos”. Bajo esta concepción, en la nota citada sobre los diaguitas (https://www.clarin.com/opinion/fantasma-diaguitas-disputa-absurda-cruel-valles-calchaquies_0_r1UFd1Pal.html), el autor presentaba como novedad procesos sociales que, si bien en los últimos años han cobrado cierta relevancia y visibilidad, desde las ciencias sociales se vienen estudiando desde hace tiempo; incluso se acuñaron conceptos específicos para su abordaje como “resurgimiento indígena”, “reemergencias étnicas” o “re-etnizaciones”. A través de ellos se busca dar cuenta de la vitalidad que cobraron las identificaciones indígenas en las últimas décadas, fenómeno que se advierte no solo en nuestro país y en la totalidad del continente americano, sino también en muchas otras partes del mundo como Noruega, China, Rusia y Australia. Desde entornos urbanos y espacios rurales, diversos sujetos buscan dar continuidad o recrear colectivos sociales (“Pueblos”) articulados primordialmente en torno a filosofías o cosmovisiones indígenas u “originarias”, lo que no en pocos casos supone la laboriosa tarea de recomponer tradiciones desde los retazos dejados por las experiencias históricas vividas, tales como los procesos de colonización, expropiación territorial y desplazamiento forzado. Lo que es indiscutible para cualquier investigadora o investigador que ha seguido de cerca estos procesos es que no se autoidentifica como “indígena”, “indio” o “miembro de un pueblo originario” quien simplemente tiene ganas de hacerlo, sino aquel que jamás ha podido borrar su huella de indianidad, ya sea en el cuerpo o en la cultura; porque no nos olvidemos: ser indio siempre ha sido un estigma. También se reconocen como tales, por supuesto, personas que habiendo tenido mayor éxito en pasar inadvertidos como indígenas, hoy rescatan en un sentido público o comunitario genealogías que los ligan a “pueblos originarios”.

Si en la actualidad muchas personas recorren este camino de valorización y resignificación de filiaciones indígenas, sin duda tiene que ver con el nuevo contexto trazado, principalmente, por la legislación internacional que, desde fines de la década de 1980 (con antecedentes desde los años 1940), reconoce importantes derechos –territoriales, culturales, políticos– a los pueblos indígenas. Muchos de esos derechos fueron además incorporados a las cartas constitucionales de países como el nuestro y muchos otros en el mundo, como a su vez lo hicieron varias provincias argentinas. Esos derechos son también consagrados en un conjunto relativamente nuevo de leyes nacionales y provinciales –surgidas a lo largo de los últimos treinta años– que, pese a su escasísimo nivel de cumplimiento, sobre todo en lo que respecta a reconocimientos territoriales y la global participación en la definición de las políticas que los afectan, sin duda han permitido que “lo indígena” cobre un nuevo valor y visibilidad en la sociedad argentina que, evidentemente, no todos los sectores entienden como una oportunidad para ampliar los sentidos de la democracia o la justicia social, más allá de permitirnos reparar algunas de nuestras violencias fundacionales –como las políticas de exterminio contra los pueblos originarios que constituyen la matriz del Estado nación argentino–.

El histórico problema del acceso a la tierra renovado a la luz de las reconversiones económicas recientes

La nota de Levinas llamó especialmente nuestra atención al momento de ser publicada por referirse a un área en la que desde hace años desarrollamos distintas investigaciones. Nuestros conocimientos arqueológicos, históricos y etnográficos sobre la zona enseguida nos permitieron advertir importantes inconsistencias, desconocimientos u omisión de datos que, de ser tenidos en cuenta, presentarían un panorama distinto sobre los conflictos, los actores involucrados y los intereses que allí se ponen en juego. Sin ir más lejos, el autor presenta los Valles Calchaquíes como una bella geografía habitada por pequeños productores agrícolas, que en la actualidad disputan entre sí las pocas tierras irrigadas en base a pretendidas identidades indígenas. No hace ninguna mención al hecho de que históricamente la región se caracterizó, y aún hoy lo hace, por la presencia de inmensos latifundios, que hasta bien avanzado el siglo XX guardaron similitud con las formas de explotación económica y las relaciones de poder del período colonial. Esto es, haciendo uso de la mano de obra proporcionada por personas consideradas descendientes de poblaciones prehispánicas, que no contando con un acceso autónomo a la tierra desde la conformación de las haciendas vallistas hacia fines del siglo XVII, se asentaron en las mismas en calidad de “arrenderos” u otras figuras, pagando un canon en trabajo o productos agrícolas. De hecho, la actual presencia de un número importante de pequeños propietarios rurales en los Valles Calchaquíes salteños responde, fundamentalmente, a una serie de expropiaciones ejecutadas por el Estado provincial, aunque también apoyadas, o directamente impulsadas, por distintos gobiernos nacionales desde fines de la década de 1940, que intentaron dar respuesta a conflictos derivados de aquellas viejas formas de explotación de las fincas o haciendas. Claro está que también se da el caso de antiguos arrenderos o sus descendientes que alcanzaron a comprar pequeñas parcelas y convertirlas en unidades agrícolas, aunque esta situación es más bien excepcional, no sólo por la dificultad para capitalizarse, sino también por las escasas oportunidades abiertas en tal sentido. Sobre todo en lo que respecta al norte de esta región, las tierras de propiedad fiscal son sumamente escasas y principalmente destinadas al funcionamiento de instituciones estatales (escuelas, hospitales, municipalidad, etc.), mientras la mayoría de las tierras productivas forman parte de grandes propiedades agrarias que atravesaron escasos procesos de fraccionamiento, hasta pocos años atrás.

En efecto, advertimos que los conflictos territoriales fueron recrudeciendo paulatinamente en los últimos veinte años en la región, no como producto de la nueva legislación indígena –como suelen sostener periodistas, empresarios y otros actores locales y no locales–, sino más bien por los movimientos que se dieron en la propiedad de la tierra a partir de cierta reactivación y transformación económica. En tal sentido, el turismo junto a la vitivinicultura son fenómenos directamente implicados en la intensificación de los problemas antes referidos. Un ejemplo significativo es el impacto de la denominada “ruta del vino” que conecta bodegas y atractivos turísticos localizados en los extremos norte y sur de los Valles Calchaquíes salteños. Alrededor de esta iniciativa de gran envergadura –que tiene como centro de promoción al Museo de la Vid y el Vino ubicado en Cafayate y que conecta directamente con el mundialmente conocido y exquisito Museo de Arte James Turrell y la Bodega y Estancia Colomé del millonario suizo Donald Hess– se nuclearon organismos internacionales de crédito, dependencias gubernamentales y empresarios, condensando tensiones y contradicciones propias de la reconversión vitivinícola y su articulación con el mercado inmobiliario y el turismo. Tras múltiples intentos de obtener el reconocimiento como “patrimonio” cultural y natural, por entidades nacionales e internacionales, Cachi ha logrado la reciente inclusión en el Programa Nacional de Pueblos Auténticos, impulsado por el Ministerio de Cultura y el Ministerio de Turismo de la Nación, con el propósito de promover su desarrollo turístico teniendo como base el aprovechamiento de su “cultura”, “historia” e “identidad”. Desde grupos y asociaciones locales autodefinidos como custodios del “patrimonio”, cuyos miembros son viejos terratenientes y nuevos propietarios de tierras vinculados al poder local y con influencias en el ambiente político nacional, se viene pregonando y accionando en el rescate y preservación del “pasado colonial” –reglamentando el estilo arquitectónico y las fachadas que deben predominar en el casco histórico del pueblo– o, en su defecto, de un pasado indígena espectacularizado y situado en un tiempo lo suficientemente lejano como para que no se establezca relación alguna con los pueblos indígenas del presente. Un ejemplo significativo al respecto es el proyecto Qapaq Ñam –el “sistema vial andino”– en torno al cual el legado y herencia incaicos adquieren mayor importancia y valor que los otros pasados.

Estos emprendimientos que apuntan a la activación económica de la región por la vía del turismo van a la par de la adquisición de grandes extensiones de tierra por un puñado de inversionistas extranjeros y/o empresarios salteños y de Buenos Aires que mediante innovaciones técnicas encaran transformaciones en la producción vitivinícola. Uno de los aspectos en donde esta situación impacta notablemente es en las dinámicas de ocupación del suelo, ya que se avanza sobre áreas antes consideradas inutilizables para este tipo de actividad (por la imposibilidad del acceso al riego) pero las cuales, sin embargo, históricamente han sido aprovechadas de modo sostenido para la economía de autosubsistencia. Como puede advertirse en este contexto, antiguos acuerdos y modalidades de acceso a la tierra (yerbaje, mediería, arriendo) pierden vigencia con el arribo de nuevos propietarios y, ante los movimientos que inciden directamente en la valorización de la tierra, se avivan los conflictos. Los registros estadísticos disponibles ilustran que, lejos de encontrarnos frente a disputas entre actores en paridad, asistimos a una ampliación de la desigualdad social, donde empresarios o titulares de grandes o medianas superficies se enfrentan a pequeños grupos y familias, a comunidades que necesitan de la tierra para vivir.

Ahora bien, aunque la nueva legislación indígena no sea la causa del recrudecimiento de los conflictos territoriales en los Valles Calchaquíes, es importante considerarla en relación con estos procesos. Es posible afirmar que la reconversión económica mencionada (que afecta a los pobladores locales, muchos de ellos autoadscriptos o marcados por otros en determinadas circunstancias como indígenas) ha podido ser resistida –en parte– gracias a los marcos jurídicos y legislativos que constituyeron un verdadero paraguas para resistir los embates asociados a esas transformaciones. Así, la reforma constitucional de 1994 (art. 75, inc. 17) –que por primera vez otorgaría derechos especiales a los indígenas derivados del reconocimiento de su preexistencia étnica–, sumada a leyes nacionales o provinciales específicas, conformaron –como ya mencionamos– un campo propicio que habilitó tanto la posibilidad de hacer reclamos materiales (como por ejemplo el fundamental recurso de la tierra) como también de índole simbólica. Desde ese nuevo esquema histórico y cultural, no solo se disputaron territorios o bienes patrimoniales, sino que se recuperaron, reconstruyeron o reconfiguraron memorias y saberes, o formas colectivas de organización socioeconómicas y políticas, poniendo en jaque viejos sentidos estigmatizantes en torno a los indígenas como racialmente inferiores, relictos del pasado, ociosos que ponen freno al progreso de la nación, o bien, simplemente, actores pasivos o víctimas a las que hay que tutelar.

De tal manera, a la par de los procesos de reconversión económica se fueron gestando experiencias contrahegemónicas que resignifican el turismo, el patrimonio y la misma producción de vid. En Cachi, por ejemplo, la organización que nuclea a gran parte de las comunidades diaguitas de la provincia construyó la “Red de Turismo Diaguita Calchaquí”, una propuesta turística alternativa que, fundada en el intercambio y revalorización cultural, brega por “el respeto a los territorios” y sus ancestrales poseedores. De igual modo, en octubre de 2017, a partir de convenios con el Museo y la Municipalidad, la comunidad de Fuerte Alto logró ser reconocida como la administradora del “Sitio Sagrado” y el “Espacio de Memoria” “El Tero”. Por último, en articulación con la Secretaría de Agricultura Familiar, en noviembre de 2016 se lanzó al mercado Kallchak, un vino casero producido solidariamente por las familias que integran las comunidades aledañas.

Sobre la identidad, los apellidos, el idioma y los caciques: rebatiendo al guardián de la autenticidad

Uno de los principales desafíos que enfrentan los movimientos indígenas (incluido el de los Valles Calchaquíes) es el de romper con esas antiguas imágenes negativas. Sin ir más lejos, el artículo periodístico de Levinas reproduce en abundancia varios estereotipos y opiniones de sentido común que han sido ampliamente rebatidos desde el campo académico-científico y los movimientos indígenas. En tal sentido, el eje que articula la nota está centrado en el debate (o puesta en cuestión) acerca de la “verdadera” identidad de quienes hoy se autoadscriben como parte del pueblo diaguita. Desde hace varias décadas existe consenso entre los científicos sociales en entender la identidad étnica no como una suma de diferencias culturales objetivas e inmutables sino de aquellas a las que los propios actores sociales, en su interrelación con “otros”, otorgan sentido, convirtiéndolas en marcas de diferenciación. Por eso decimos que la identidad étnica se define siempre en contraste con un otro y está en permanente transformación. De ahí que “mestizajes” y “fusiones” no extingan necesariamente una identidad o una etnia y que exista la posibilidad de reconfigurarlas a diferentes escalas (comunidades, pueblos), incluso a partir de despojos e imposiciones varias (como por ejemplo la del etnónimo “diaguita” asignado en la colonia temprana por los españoles a todas las poblaciones de los Valles Calchaquíes para marcar su condición de rebeldía).

Desconociendo completamente los debates teóricos sobre la identidad étnica y los aportes histórico-antropológicos del ámbito local (también malinterpretándolos, como en el caso de la cita que se realiza del arqueólogo Alberto Rex González), el autor selecciona una serie de rasgos a partir de los cuales valora y mide la autenticidad de los diaguitas. Entre esos rasgos se encuentra la cuestión de los apellidos y del idioma: solo quien lleve un apellido de origen kakano o quien hable esa lengua podrá ser reconocido como diaguita. Sobre los apellidos no está “todo dicho” tal como se menciona en la nota. Hoy sabemos que en los Valles Calchaquíes un apellido de origen europeo (o que suena a europeo) no anula la posibilidad de tener una ascendencia indígena y mucho menos de autoadscribirse como tal. Si pudiéramos recorrer cualquier archivo parroquial del período colonial podríamos ver no solo cómo poco a poco se impuso a los indígenas una nueva forma de nominación y transmisión a la usanza española (nombre y apellido), sino también cómo los nombres de raíz indígena devenidos a la fuerza en apellidos fueron con el tiempo desapareciendo de los registros. Hacia fines de la colonia, la frecuencia de estos apellidos se redujo drásticamente en la mayoría de los casos como consecuencia de la imposición de los apellidos españoles (muchos indígenas recibieron el apellido del encomendero bajo el cual habían quedado sometidos) o bien como resultado de su castellanización debido al poco prestigio que la sociedad colonial les otorgaba.

Asimismo, hay que considerar que llevar un apellido de origen aymara tampoco deslegitima necesariamente el reconocerse como parte del pueblo diaguita. Desde tiempos prehispánicos hubo en el sur andino, por diversos motivos, movimientos de población que se sostuvieron a pesar de la conquista española. A eso hay que agregar también que durante la colonia poblaciones enteras y sujetos en forma individual fueron despojados de sus tierras y forzados a trasladarse para cumplir con las obligaciones estatales o para los sectores privados. Así, el mapa étnico de la región se vio constantemente reconfigurado. Es decir, ya sea por continuar con antiguas prácticas económico-sociales o huir de las presiones coloniales (tributo, mita), ya sea por haber sido trasladados compulsivamente, la circulación de personas “originarias” de otras zonas, ayllus o etnias fue una constante, así como su integración dentro de los límites (siempre porosos y laxos) de los que eran los antiguos pueblos de indios locales, incluso ocupando cargos o funciones de liderazgo. Por supuesto, estas incorporaciones eran –en la mayoría de los casos– consensuadas estratégicamente a través de aceitados mecanismos que, según cada coyuntura, abrían nuevas posibilidades para reconstituirse o reconfigurarse colectivamente.

Seguramente, muchas de estas situaciones históricas descriptas –aunque obviamente transformadas– podrían ser extendidas en el tiempo, incluso hasta nuestros días, para comprender que el planteo acerca de identidades étnicas “verdaderas” versus “falsas” es resultado de miradas prejuiciosas, a-históricas y, en el mejor de los casos, desinformadas. Así, hablar de “caciques truchos” que convencen personas para “diaguitizarse” repentinamente es desconocer no solo la capacidad de acción política y las trayectorias históricas de quienes hoy lideran o forman parte del movimiento indígena, sino también ignorar que existen procedimientos para elegir representantes políticos y autoridades étnicas basados en el consenso de sus pares y, a su vez, desplegados en el marco de lo que actualmente exige el Estado argentino a las comunidades cuando las reconoce como personas jurídicas. Vale tener en cuenta, por lo tanto, que los dirigentes que no gozan de suficiente legitimidad suelen ser cada vez más rápidamente cuestionados en primer lugar por los propios representados.

Conclusión: pensar en contexto

Dicho todo esto, pensamos que es más fructífero plantear el debate no en términos de cuán verdadera o falsa es tal identidad étnica o qué grado de indianidad es posible medir a partir de un conjunto de rasgos discretos e inmutables, sino más bien dar cuenta de cuáles son los contextos y los discursos hegemónicos que habilitan o deshabilitan ciertas pertenencias y reclamos. En tal sentido, no está de más insistir en que la nota periodística aquí referida –y otras que la anticiparon y sucedieron– se enmarcó, como ya señalamos, en el debate por el pedido de prórroga de la ley 26.160. En un espacio como los Valles Calchaquíes que, como hemos visto, viene atravesando un marcado proceso de reconversión económica, donde se combinan turismo y vitivinicultura, las tierras se valorizan enormemente y en torno a ellas se disparan o reviven antiguos conflictos aplacados, aunque no completamente, en el marco de esta ley. La extensión del plazo de su aplicación nos pone en alerta acerca del curso que tomará esta cuestión en los tiempos por venir. En todo caso, los planteos aquí vertidos nos orientan a pensar que es necesario rebatir antiguos prejuicios y estereotipos, explicarlos a la luz de procesos históricos, coyunturas actuales e intereses en juego, con el objeto no solo de reconocer y valorar las diferencias étnicas y reparar así viejas injusticias, sino también para proyectar un país más justo, democrático e inclusivo.

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Una versión anterior de este artículo fue publicada el 3 de mayo de 2017 en vove.com.ar, portal de noticias de la Cooperativa Coyuyo, de Salta. Se consultó la siguiente bibliografía: Resistencias, conflictos y negociaciones. El Valle Calchaquí desde el período prehispánico hasta la actualidad, compilación de Lorena Rodríguez (2011), y Memorias del Vino, Paisajes de Bodegas. Transformaciones sociales en Cafayate, bajo coordinación de Estela Vázquez y Sonia Álvarez Leguizamón (2015).

Autorxs


Cecilia Castellanos:

Doctora en Ciencias Antropológicas por la Universidad Nacional de Córdoba y arqueóloga por la Universidad Nacional de Tucumán. Es becaria posdoctoral del CONICET.

Paula Lanusse:
Licenciada y Profesora en Ciencias Antropológicas por la Universidad de Buenos Aires y Doctoranda en Antropología Social por la misma universidad. Es docente de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Integra el Centro de Estudios Socioterritoriales, en Identidades y Ambiente (CESIA).

Lorena Rodríguez:
Doctora en Antropología Social y Licenciada en Ciencias Antropológicas por la Universidad de Buenos Aires. Es Investigadora Adjunta del CONICET y docente de grado en antropología en la Universidad de Buenos Aires.

María Victoria Sabio Collado:
Licenciada en Antropología por la Universidad Nacional de Salta y Doctoranda en Antropología Social en la Universidad de Buenos Aires. Es docente de la Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Salta.

Andrea Villagrán:
Doctora en Antropología Social por la Universidad de Buenos Aires y Licenciada en Antropología por la Universidad Nacional de Salta. Es investigadora asistente de CONICET.