“No importa lo que yo diga”. Medios, ciudadanía y democracia en la (mediatizada) sociedad de la Argentina

“No importa lo que yo diga”. Medios, ciudadanía y democracia en la (mediatizada) sociedad de la Argentina

La inequidad en el acceso a los recursos materiales se complementa y refuerza con una asimetría existente en el plano de lo simbólico. En este contexto, la representación mediática del “otro” no necesariamente indica su reconocimiento como sujeto de derechos, con una voz propia.

| Por María Graciela Rodríguez |

Postal 1

La pantalla televisiva muestra a un cronista que recorre los alrededores de la feria-fiesta organizada en una de las Marchas por el Orgullo en la Plaza de Mayo de Buenos Aires. Es el momento festivo de la Marcha, celebratorio de la diversidad de género y sexual, y que precede a la marcha-camión y al posterior encuentro en la Plaza Congreso para leer los reclamos que cada año se plantean públicamente. La cobertura mediática del momento festivo es profusa y tiende a la descalificación: los cronistas buscan a los participantes más “exóticos”, interactúan con ellos, los interrogan y hasta les hacen chistes mientras las cámaras se regodean en primeros planos de zonas específicas de sus anatomías. La operación mediática inscribe a cuerpos saturados de sexualidad, que perturban y desatan fantasmas desde una mirada masculina y androcéntrica. Y si bien la Marcha se completa con un segundo momento destinado a los reclamos, el cronista dará por terminada su tarea cuando los manifestantes se alejan hacia la Plaza Congreso.

Postal 2

Una toma cenital muestra a un grupo de chicos que aparecen saliendo de “ninguna parte” en el momento en que un automóvil se detiene frente a la luz roja de un semáforo. La situación es de noche y se localiza en una calle céntrica de Buenos Aires. En pocos segundos, los chicos rodean el auto y luego se van hacia el “ninguna parte” desde donde vinieron. El zócalo lacónicamente expresa: “Pirañas”.

En otro programa, un plano medio toma a unos “fisura”, paqueritos, recostados contra una pared, nombrados como “chicos de la calle”, des-institucionalizados y a la intemperie. El zócalo dice: “Soldati”. No hay ninguna referencia espacial que denote que se trata de ese barrio. Puede ser una calle cualquiera de un sector cualquiera del espacio urbano.

Postal 3

“Acá nomás, a 15 minutos del microcentro”, dice el cronista en referencia a un asentamiento popular. Los protagonistas de aquellas notas que el periodista considera sus “otros” (pobres, delincuentes, marginados) son vistos desde una mirada emplazada en el micro y en el macrocentro de la ciudad de Buenos Aires. Al compás de un sistema de medios fuertemente centralizado, con emisiones nacionales desde la capital de la Argentina, el cronista toma como puntos de referencia y orientación su propia localización geográfica para situar a esos otros: “acá nomás”, “cerca de”, “a 20 cuadras de”, “detrás de”, “a la altura de”. Las referencias geográficas suelen ser el Obelisco o la avenida 9 de Julio. Desde esa posición, y muy particularmente, con el uso de los deícticos (“acá”), el propio discurso muestra las huellas de un enunciador que se corresponde con una matriz “porteñocéntrica”.

Estas postales organizan y disparan una reflexión que puede resumirse en lo siguiente: hablar de visibilidad (mediática, en este caso) no siempre indica un reconocimiento social orientado a la igualdad de derechos. Los designios de esta visibilidad particular, la mediática, no provienen de un oscuro demonio oculto tras las redes del poder, sino de una trama que combina el sentido común hegemónico con las reglas de los géneros del espectáculo y la lógica comercial. Perdedor de la batalla por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, el caso argentino presenta actualmente los resultados de un proceso que, por un lado, profundizó y consolidó el carácter de actores político-económicos de peso pleno de los grandes conglomerados de medios, y por el otro, dejó prácticamente intacto un escenario mediático que arrastra, desde fines de los ’90, una fuerte tendencia a la hipercomercialización de los contenidos junto con un creciente descuido por el interés público. En efecto: a pesar de los intentos por modificar este panorama, el escenario mediático continuó ejerciendo su impacto en el contexto cultural, manteniendo e incluso exacerbando ciertas características que señalan, culturalmente, una línea de continuidad. Sumado a esto, el avance neoliberal en la región va acompañado de un posperiodismo que parece estar licuando no solo los tradicionales valores del periodismo y de la libertad de prensa, sino, más aún, los términos de la posibilidad del debate de y en la opinión pública. ¿De qué modo disputar derechos en este escenario? ¿Cómo hacer para elevar la voz?

Claro que los grupos con mayor grado de organización política, asistidos y/o acompañados por agencias estatales o civiles, atraviesan con mayor fortaleza las “trampas” de la visibilidad horadando, por momentos, las modalidades de enunciación mediática. Y lo hacen en circunstancias en que el propio régimen de visualidad mediático (que incluye las imágenes, los zócalos, los comentarios verbales, la musicalización, las secciones periodísticas o los propios cintillos que enmarcan a esas secciones) encuadra simbólicamente a la visibilización política (aquella asociada a los derechos, a las regulaciones del espacio público y al reconocimiento social). La articulación entre las configuraciones políticas y las dinámicas comunicacional-culturales resulta a veces ser complementaria y otras veces contradictoria. Pues, en tanto régimen, los elementos de la visualidad mediática van conformando “reglas para mirar”, ubicando distintas señales que, en sinergia con las representaciones sociales extendidas, direccionan la interpretación del lector/televidente. En ese sentido, los medios de comunicación, más que meros transmisores, e incluso más que solo productores, son especialistas en poner en circulación sentidos que condensan, en su articulación discursiva, estructuras de significación extendidas, relativamente estabilizadas y socialmente interpretables.

Sin embargo, y sugestivamente, el rol de los medios de comunicación en los procesos políticos y democráticos contemporáneos ha sido un tema que pareció preocupar escasamente a las ciencias sociales de la región. Y esto a pesar del creciente desplazamiento discursivo de lo político desde los partidos hacia las superficies mediáticas, con la correspondiente dependencia, y/o lisa sumisión en la comunicación de sus proyectos a la ciudadanía. Pero es innegable que la dimensión política se articula complejamente con la cultura, y esta a su vez con los medios de comunicación. ¿Cómo se representa al “otro” desde unas empresas de medios cada vez menos regularizadas por el Estado? ¿Y quién lo hace de ese modo? ¿Estamos ante sujetos “sin voz”, o ante poderosos “sin oídos”?

Quien “habla” en los medios es un enunciador diluido, escondido, que representa a esos “otros” desde su propia posición (de clase, de género, de residencia geográfica): los califica, hace comentarios, los condena, los celebra, los ridiculiza. Y su propia voz se disuelve y naturaliza hasta quedar escondida. La posición enunciativa de los medios de comunicación en la Argentina de las últimas décadas es etno, andro y porteñocéntrica, y esto implica la persistencia de una situación comunicacional que oculta la posición de quien detenta mayor poder para participar activamente en la disputa por (el mantenimiento de) la hegemonía. El mismo régimen enunciativo enmascara y naturaliza el lugar de saber-poder.

Se dimensiona entonces un punto central sobre el modo en que se negocia socialmente la relación entre los grupos, porque la comunicación no solo permite el diálogo, sino que además expresa públicamente, pone blanco sobre negro, las relaciones entre las fuerzas desiguales de las que cada grupo dispone para hacer prevalecer su posición. El propio diálogo representa el límite de una frontera móvil entre sujetos con diversos grados de poder, y señala por eso un concepto relativo al lugar desde el cual cada grupo puede acreditarse como legítimo, como interlocutor válido, como portador de una voz pública con peso pleno. La inmutabilidad de la posición enunciativa pone en tensión, a su vez, el reconocimiento y la legitimidad social de su interlocución. Y hace emerger una reflexión sobre las implicaciones de esta situación en un contexto democrático, relacionada con la pregunta por la calidad y veracidad de una información de la que dispone la ciudadanía para la toma de decisiones.

En el contexto contemporáneo, en el cual se combina un creciente empobrecimiento de la información con una cada vez más alta concentración de empresas de medios de comunicación (masiva y digital) en pocas manos, la significativa desigualdad distributiva de la información socialmente relevante ocurre tanto en términos económicos como de derechos. Sumado a la profusión de oligopolios mediáticos se observa una tendencia imparable hacia la convergencia digital de las telecomunicaciones sobre la que los empresarios están apostando amparados por la ambigüedad y debilidad de los marcos regulatorios estatales. Esta expansión exponencial de los usos de las nuevas tecnologías, no solo por parte de los ciudadanos de a pie sino también por parte de los propios periodistas, produce una sinergia entre los medios y el poder que está reclasificando dramáticamente las relaciones entre la comunicación y la ciudadanía. Y es necesario señalar que la creciente desigualdad compromete no solo los términos de acceso, sino también los de la calidad de la información socialmente necesaria para intervenir en deliberaciones comunitarias: la relación del extractivismo con el medio ambiente; la instalación de centrales nucleares o sitios de minería a cielo abierto; las implicancias de asilo a los refugiados y/o exiliados y su inserción en la vida económica y social de los países; la intervención de organismos financieros en la economía; el rol de los aparatos represivos en la sociedad, son solo algunos de los temas sobre los que la ciudadanía cada vez cuenta con menos información, o esta es más opaca, o se presenta distorsionada.

Una perspectiva tecnocéntrica argumentaría que el problema asociado a las –ya no tan– nuevas tecnologías, es la desigualdad de acceso al equipamiento, cuya reversión solucionaría el tema. No obstante, una pregunta se mantiene dramáticamente en pie: ¿con qué herramientas cuentan los ciudadanos para la toma de decisiones? ¿Y de qué modo pueden decidir cuando la información es procesada desde un lugar de enunciación ligada a posiciones de legitimidad y poder? ¿Cómo tramitan esa información quienes son deslegitimados en su propia experiencia vital y, por lo tanto, difícilmente sean considerados interlocutores válidos? Sin ir más lejos, un ejemplo reciente ilustra esta relación desigual. Durante la investigación en curso a raíz del caso de Santiago Maldonado, cuya desaparición fue denunciada por varios organismos de derechos humanos el 1º de agosto de 2017, las declaraciones de los mapuches fueron poco estimadas por el juez de la causa. Asimismo, al principio del conflicto que tomó estado público, se presentaban con la cara cubierta por un pasamontañas por temor a represalias. Mientras tanto, los medios hegemónicos colaboraron en esta falta de legitimación con versiones estrambóticas y estigmatizantes (por ejemplo, acerca de un vínculo entre la comunidad mapuche, las FARC y el ejército kurdo, o proveyendo información falsa sobre el supuesto origen chileno de la comunidad mapuche). ¿Cómo ser considerados interlocutores válidos cuando la estructura de alteridades históricas de la Argentina negó el reconocimiento de las comunidades originarias? “No tengo nada que ocultar, pero no importa lo que diga, es una guerra mediática que busca ensuciar nuestra lucha de cualquier manera”, dice uno de los testigos (https://www.pagina12.com.ar/67797-parte-de-la-persecucion-mediatica-y-judicial). ¿Cómo otorgarle el derecho a la palabra en igualdad de condiciones?

El deterioro de los términos del intercambio es no solo económico sino también cultural e informacional. ¿Cómo se informa la ciudadanía sobre lo que pasa en el país y en el mundo? ¿Cómo se construyen las agendas de discusión? ¿Existe una agenda global? ¿O se trata, más bien, de problemas globales con discusiones diferentes? ¿Cómo se distribuye y se jerarquiza la información socialmente necesaria para los procesos de decisión económicos y políticos? Por otro lado, es verdad que el uso y consumo de la comunicación digital implica la aparición de intersticios por donde cierta información “alternativa” puede circular y que una multiplicidad de voces desfila por estos nuevos medios. Sin embargo, en ocasiones la persistencia de las modalidades de enunciación desde la perspectiva del emisor, su sedimentación histórica en el sentido común, produce que los usuarios compartan las visiones del dominante. La asimetría del poder en la administración de los recursos tecnológicos es no solo material sino también, y fundamentalmente, simbólica.

No obstante, y a tono con una concepción humana de la comunicación, la ciudadanía no se constituye solo a partir de lo que dicen los medios, sean estos masivos o reticulares: las agendas “macro” se disputan también en la calle, en las manifestaciones, en las instituciones, en la vida cotidiana. Sin embargo, tanto el consumo de medios de comunicación como la participación en organizaciones sociales o en ámbitos como la escuela, las conversaciones cotidianas, el trabajo, son situaciones atravesadas no solo por mediaciones sociales y culturales sino también por cuestiones estructurales que resultan fundamentales como condicionantes de la construcción de hegemonía. Se trata de capas tectónicas en las que se asientan los cambios sociales tramando una relación entre las disputas simbólicas, la diferencia de acceso y de equipamiento, y la desigualdad de la puesta en circulación y procesamiento de sentidos sociales. Es en ese contexto que resulta necesario analizar las nuevas tecnologías no en sí mismas, sino en el marco de los cambios socio-culturales que las implican y que impactan sobre la toma de decisiones, y sobre cuyo impacto no parece haber aún respuestas concretas. Lo que está en el centro de estas implicancias en los dispositivos de la democracia y en la formación del ciudadano es la propia sinergia entre las innovaciones tecnológicas, las modificaciones en el periodismo y la convergencia digital.

Paralelamente, se hace imprescindible realizar una inspección crítica sobre algunos estudios sobre cultura y comunicación que celebran la aparición de una diversidad de voces en el espacio público. Una celebración que se caracteriza por poner de relieve el tándem que vincula la reivindicación de un grupo de “hacer oír su propia voz” con la obtención de visibilidad. Ese afán celebratorio desestima el riesgo de convertir la aparición de “voces-otras” en un mero eslogan calificable como “neoliberal”, en el sentido de un exceso en los términos de la tolerancia hacia el otro que, sin embargo, no lo reconoce en la plenitud de su experiencia de vida. Se corre el riesgo, paradojal por cierto, de celebrar la aparición de voces como formando parte de un multiculturalismo que no es más que una fachada; de tomar por “democrático” la aparición de una mayor cantidad de representaciones de alteridades en los bienes de la cultura. Como muchos analistas e intelectuales han señalado, se trata de un remedo de diversidad cultural, banal, sin bases políticas que modifiquen en lo concreto la administración del poder y de los recursos. Sin un reconocimiento pleno de derechos, y por lo mismo, político, no hay democratización verdadera del poder.

Democratizar las voces implica dos caras, inseparables, de un mismo proceso: hablar y escuchar. Atender solo a una de las caras (la correspondiente al hablar) promueve un escenario donde aparentemente existen muchas voces que en realidad siguen siendo no-escuchadas en su plenitud. O, peor: estigmatizadas, banalizadas o exotizadas en su atravesamiento por el régimen de visualidad mediático. De hecho, a pesar de la hipervisibilización de actores que escenifican la diferencia cultural registrada en la Argentina en los últimos años (como surge de varios observatorios de medios), lo que se advierte concretamente es que esa visibilización está mediada por encuadres que distorsionan la expresión de la plenitud de diversas experiencias socio-culturales y políticas. Una verdadera política de voces exige que el “hablar la propia voz” sea colocada en extensiva articulación con una política de “escuchar todas las voces”. De otro modo, la aparición de “voces” en el espacio público se presenta como un conjunto de “ruidos” desordenados.

Una verdadera “política de las voces” implica más que la obviedad de un acto “biológico” humano: abarca, y requiere, necesariamente, un gesto contundente de reconocimiento social; no solo escuchar lo que otros tienen para decir, sino, más aun, articular sus historias con otras para otorgar entidad plena a la experiencia humana en su conjunto. La apuesta es a reivindicar públicamente la capacidad de todos los sujetos de dar cuenta de sus vidas, con relatos que necesariamente se enreden con las historias de otros. El verdadero diálogo implica el mutuo reconocimiento de cada uno de los seres humanos como agentes reflexivos con derecho a formar parte de la historia común, porque la experiencia básica, compartida, de la humanidad resulta de la relación con un otro que vive su experiencia en el marco de situaciones y valores distintos sesgados por la clase, el género, la etnia, la residencia geográfica, las credenciales educativas, etcétera. Como una moneda de dos caras, no hay posibilidad de comunicación si no hay algo en común; pero tampoco habría nada que comunicar si no hubiera diferencias. Y solo se produce sentido al reconocer los contrastes de una experiencia común. Los reclamos de tomar la voz serán siempre incompletos, y hasta contradictorios, si no se acompañan de políticas de reconocimiento que han sido desatendidas en desmedro de las tendencias liberales a (solamente) dar la voz, orientadas por puras razones de mercado. Y si comunicar implica poner en común, el mismo proceso conlleva dialogar sobre lo diverso de esa experiencia en común: la alteridad interroga la relatividad de la propia experiencia, y, como resultado de esa interrogación, se visibiliza la diferencia. Alteridad, mismidad y diferencia son categorías que permiten discernir, y re-elaborar, la diversidad constitutiva de la experiencia. Son instancias, en suma, que permiten la comunicabilidad y la puesta en común de la diversidad humana y social. Y sin reconocimiento pleno de la diferencia, no hay posibilidad de encuentro.

Los medios proporcionan recursos para formular juicios en el mundo cotidiano de los/las ciudadanos/as poniendo en circulación tópicos y narrativas peculiares, aportando discursos, textos e imágenes de la diferencia, y alimentando entonces el diálogo que necesariamente se requiere para la comunicación pública. Va de suyo que la desigualdad posee una base material que la organiza; pero es también una construcción colectiva que opera en el encuentro entre la vida cotidiana y los circuitos de producción discursiva. Es necesario, por ello, (re)pensar los vínculos entre las condiciones en que se concretizan las formas de organización simbólica de una sociedad, y los marcos cognitivos dentro de los cuales se desenvuelve la experiencia social y sus modos de relacionamiento, vinculando el sentido común y las representaciones mediáticas de la diferencia con los estudios socio-culturales sobre los circuitos comunicacionales. Por eso, tanto el problema de la información socialmente relevante para la toma de decisiones, como la cuestión del reconocimiento social a partir de una verdadera política de las voces, abren interrogantes cruciales para la democracia: ¿cómo entender los modos en que los sujetos tramitan, experimentan y dan forma a las prácticas democráticas en las sociedades mediatizadas? ¿Cuál es específicamente la actividad de los/las ciudadanos/as en relación con los discursos mediáticos? ¿En qué medida, en qué exacta medida más allá de lo opinable, lo deseable o lo posible, los medios contribuyen al procesamiento de las prácticas democráticas?

Autorxs


María Graciela Rodríguez:

Doctora en Ciencias Sociales. Profesora Asociada de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Magister en Sociología de la Cultura (IDAES-UNSAM) y Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA). Investiga temas de cultura popular, medios de comunicación y política.