Hacia un nuevo pacto social: la revalorización de la política y el cuidado de la casa común como resguardo ante la crisis

Hacia un nuevo pacto social: la revalorización de la política y el cuidado de la casa común como resguardo ante la crisis

En el marco de este nuevo llamado a un gran acuerdo entre múltiples actores, analiza cómo el mismo podría impactar en los sentidos de identidad y pertenencia del pueblo.

| Por Ramón Prades y Fabián Lavallén Ranea |

1. Un nuevo pacto social: revalorizando la política

En estos tiempos recientes se instaló nuevamente la idea de un pacto social. Desde diversos sectores –sindicatos, Iglesia, academia– se habla sobre las necesidades de una concertación amplia y profunda, que logre salvar la coyuntura crítica por la que atravesamos, pero que también pueda tener un horizonte más amplio, continuo, de miras más ambiciosas que solo la actual crisis. Más aún, desde que el presidente electo Alberto Fernández lo propuso, actores políticos de diversos espacios se hicieron eco y sumaron voluntades para tal encuentro.

Los pactos sociales datan de hace poco más de un siglo, cuando emergieron en Europa occidental modelos corporativos, los cuales comenzaron a contemplar como actores necesarios de consenso con el orden político también a los sindicatos y las empresas. Dichos pactos fueron avanzando en acuerdos cada vez más amplios –por lo general con la misma base tripartita–, a los que se fueron sumando actores de la sociedad civil, desde donde maduraron nuevas formulaciones para las políticas públicas.

En las últimas décadas los pactos sociales, más aún en nuestra región, se asumieron como instrumentos de contención de las crisis, sobre todo económicas. Particularmente en la Argentina, hemos atravesado, si se quiere, diversos tipos de pactos sociales. Desde la experiencia del primer peronismo, por ejemplo, podemos identificar al Consejo Nacional de Posguerra, que se promovió por aquellos años desde el gobierno, como un espacio que podríamos catalogar como un proto-pacto social. Más cercano en el tiempo, se identifica el pacto social en el peronismo de los setenta, donde se firma el Acta de Compromiso Nacional (1973-1975), concertación de características más distributivas y de búsqueda de una amplia base social. En los ochenta y noventa, algunos pactos sociales pueden ser vistos más como herramientas de adecuación al modelo neoliberal, o plataformas de consenso para la reforma del Estado, llegándose a aceptar desde esas concertaciones las privatizaciones por gran parte de los sindicatos, e incluso la propia flexibilización laboral. En esos contextos, puede verse el Acuerdo Marco de Coincidencias (1994-1998).

Actualmente, la destrucción del aparato productivo, la declinación industrial y el deterioro del mercado de trabajo, entre otras cosas, pero por sobre todo la incertidumbre desatada en los hogares vulnerables ante la incapacidad de poder generar ingresos mínimos para las familias, han acelerado no sólo un empobrecimiento masivo en cuanto a recursos, sino también en cuanto a las expectativas para poder generarlos. Se perdió el trabajo, pero también el horizonte. De la crisis material, nos adentramos en la crisis existencial y la angustia, donde se amplifica el descreimiento, la anomia social, la incertidumbre, el estrés social.

El orden político, sobre todo el gobierno, en lugar de ocupar el espacio de la mediación se volvió una entidad repulsiva y drástica. Un ejemplo claro es que, en estos últimos años, mientras muchos argentinos tuvieron que volcarse al trabajo informal, el gobierno respondió también con una fuerte persecución de esa misma informalidad en las calles. Por eso debe entenderse que la debacle económica estuvo acompañada por un rol, por lo menos, cuestionable del Estado y la fuerza pública, donde la represión, el control y el orden fueron las únicas respuestas a las demandas sociales.

Carlos Leyba, referente ineludible sobre el tema, observa que el pacto debe iniciarse desde la dimensión política, y luego necesariamente amplificarse hacia la economía o la dimensión social. El acuerdo político es el basamento de toda concertación amplia que pretenda sumar en coincidencia a diversos sectores sociales, más aún en un país como el nuestro que posee una ciudadanía activa y creativa. Este pacto social implica buscar una serie de consensos y acuerdos entre diversos sectores como el campo, la industria, los sindicatos, incluso la Iglesia. Implica navegar hacia una confluencia o concertación que logre avanzar más allá de lo estrictamente coyuntural, y donde, por ende, cada sector esté dispuesto a negociar y ceder, pero sabiendo que se parte de una base asimétrica de las relaciones sociales, ya que está frente a nuestros ojos un orden totalmente inequitativo de la distribución de los bienes.

Se sobreentiende que la actual coyuntura es grave, muy grave, por eso la urgencia de alcanzar acuerdos amplios que tengan miras más estructurales, o por lo menos de mediano plazo. No debe perderse el foco de que los pactos sociales históricamente han sido demasiado coyunturales, y no todos llegaron a buen puerto. Además, la crisis social que atraviesa el país, con niveles escandalosos de desigualdad y pobreza, no necesariamente abona hacia prácticas tendientes al diálogo, tan esenciales para la realización de cualquier pacto social.

A pesar de lo dicho, puede observarse que el Frente para Todos, en su conformación, aglutinó una serie de actores heterogéneos y múltiples, que con un horizonte común ensamblaron una coalición electoral que ahora debe traducirse en decisiones. Si todo este acuerdo se traduce en un andamiaje de claro funcionamiento doméstico, le daría al gobierno de Alberto Fernández elementos de fortaleza incluso para negociaciones externas ante los organismos económicos multilaterales. La situación es óptima para la materialización del pacto social, ante la situación de diálogo estable y abierto entre la CGT y la CTA, lo que permite cumplir con una condición básica de cualquier pacto social: la institucionalización de canales de diálogo amplios y legítimos.

El pacto que surja de las entrañas de este proceso deberá dar respuesta rápida a situaciones urgentes, y su sustentabilidad estará rubricada si logra dar un salto cualitativo y estratégico, ampliando los consensos hacia un diálogo pendiente sobre el modelo de desarrollo del país, sabiendo que nuestro pendular entre modelos antagónicos es casi una marca registrada de nuestra historia.

Este histórico pivoteo político de los modelos (económicos, sociales, políticos) argentinos está atravesado no solo por dos propuestas disímiles en materia de administración del Estado, sino que implican hoy día dos formas excluyentes de interpretar nuestro pasado, nuestra identidad, nuestras singularidades, nuestra idiosincrasia. Por esta razón es que incluso se identifican en ese pendular dos modelos historiográficos también opuestos y, por lo tanto, una serie de imágenes sobre lo que somos, lo que fuimos y lo que podríamos ser que también son excluyentes y diferenciadas. Se enfrentan hasta las efemérides, la lectura de los próceres, los símbolos que nos identifican. Se enfrentan dos maneras de interpretar la propia política, lo colectivo, la cultura. Dos maneras de ubicarnos en el mundo, y de mirar la realidad regional.

Entre esos dos modelos, uno de ellos supone un claro rechazo a la política, nutriéndose de una suerte de paradigma que en América latina desde hace por lo menos veinte años ha hecho mucho daño: la antipolítica. Esa postura es ahistórica y supuestamente desideologizada. Las ideologías, como indagaba en profundidad el querido Fermín Chávez, se constituyen en fuerzas de poder y crean poder, a través de un circuito que se puede evidenciar históricamente. Por eso en toda forma de dominación se pueden localizar los instrumentos hegemónicos, como son tanto las fuerzas espirituales, los aparatos de poder, las elites, etc. Puede verse en los casos recientes de Perú o Chile, donde se ejerció un poder que no reclamaba (supuestamente) anclajes doctrinarios ni históricos, y donde la despolitización fue un proceso de deconstrucción cultural que llevó décadas. En este último, donde el consumo había pasado a ser la única “consumación”, lo que daba sentido al existir, suplantando todas las otras formas de vida activa, sabiendo, como decía Tomás Moulian, que esa consumación no posee sentidos trascendentes.

Volviendo a Fermín, el historiador entrerriano planteaba que el problema hegemónico que se nos presenta a los trabajadores de la cultura en la periferia es el de la reelaboración del sujeto y del objeto, oscurecidos, condicionados, por un modelo global rígido que ocupa todo el espacio cultural, al que se suma una suerte de pragmatismo hiperrealista, anclado en un desprecio por permitirle al mundo del trabajo ambicionar un estándar de vida que es propio de “otros”. Nos hemos acostumbrado a un discurso que recrimina al asalariado, y por supuesto en general a todos los sectores humildes, haber creído que podían viajar, educarse gratuitamente, o calefaccionarse en invierno. Pero es aún peor, ya que no se le permite al pueblo soñar. Se le diluyen las utopías, y como bien lo dice el papa Francisco, “es criminal privar a un pueblo de la utopía”. La utopía es esperanza, es causa final, plenitud. Privar de ese horizonte al pueblo es amplificar sus incertidumbres.

2. Un pacto social con identidad y desde el bien común

Recientemente, en el pasado mes de septiembre, diversos dirigentes sindicales, empresariales y políticos se reunieron con representantes de la Iglesia en el auditorio de Foetra, donde se realizó –como se viene haciendo desde hace varios años– la Jornada anual de la Pastoral Social de la ciudad de Buenos Aires. En este caso, el lema convocante fue “Un nuevo pacto social para el siglo XXI”, y las exposiciones giraron en torno a la necesidad de materializar entre los actores políticos y sociales una cultura del encuentro que facilite los consensos para dinamizar la política de los próximos años. Entre los numerosos expositores se destacaron los representantes de la CGT, Carlos Acuña y Héctor Daer, que junto al padre Carlos Accaputo tuvieron la tarea de responder la pregunta que convocaba: “¿Por qué es necesario un pacto social nacional?”. Este último planteaba que hoy se trata de diseñar un nuevo pacto social que combine democracia plena y protagonismo social-sectorial, es decir que posibilite una construcción participativa de las personas, los sectores y organizaciones que forman parte de la comunidad nacional, habilitando una concertación económico-política y social orientada por una propuesta de desarrollo integral, solidario y sostenible.

Se propuso el desafío de avanzar en la combinación entre democracia y sectores organizados institucionalmente, espacios estos últimos que poseen en la Argentina una larga trayectoria en sus dinámicas de participación y organización, lo que no implica corporativismo –como ya se dijo anteriormente– ni limitación de las libertades, y nos permitiría intensificar las esperanzas de tener un buen horizonte contractual.

Estos espacios, que como lo detalla el documento de la Pastoral Social “Construir un Nuevo Pacto Social para el cuidado de nuestra Casa Común en el siglo XXI”, tradicionalmente han permitido procesar pacíficamente los conflictos de intereses, también han sido complementarios de la democracia liberal representativa, profundizando esa experiencia en procesos de construcción de lo social, más complejos y participativos. En dicho documento se detalla cómo los desafíos que atravesamos son múltiples y diversos, dándose simultáneamente en diferentes planos, donde no solo debemos superar la pobreza estructural disminuyendo las viejas desigualdades, sino que también, como lo remarca el Sumo Pontífice, generando una autonomía estratégica, buscando la integración local, regional y global. Asimismo, se remarcó desde la Pastoral Social, en coincidencia con lo ya expresado en espacios cercanos, que dicho pacto debe fundarse desde un verdadero federalismo.

Pero más aún. Se propuso transformar ese pacto social en una finalidad mayor: el cuidado de la Casa Común, entendiendo esto como la base de una sociedad más justa y plena, entendiéndonos como ciudadanos, pero sin perder la perspectiva también como Pueblo, categoría mítica, histórica, que no se explica racionalmente, y permite cohesionar una serie de representaciones comunes. En cuanto a la naturaleza y los elementos de ese pacto, en consonancia con varios documentos pontificios, y teniendo en cuenta las transformaciones tecnológicas y las polarizaciones sociales que atravesamos, es indispensable que el “constructo” se desarrolle en procesos crecientes de unidad, para poder superar el nuevo individualismo y relativismo que se plantea en todos los ámbitos, obligándonos a un proceso de esfuerzo cotidiano de “construcción de comunidad”, fortaleciendo lo común. Como bien lo dice el documento de la Conferencia Episcopal Argentina “Iglesia y Comunidad Nacional”, no puede absolutizarse el “nosotros” ni el “yo”, ya que se retroalimentan, y porque para una ecología humana integral se entiende que para el hombre “existir es convivir”.

De los múltiples aspectos que se discutieron en los foros de la Pastoral Social para propender hacia un nuevo pacto social, quisiéramos destacar dos de ellos que observamos como fundamentales en la perspectiva de “revalorización” de la política que citáramos anteriormente. Por un lado, el lugar que ocupa la historia como fundamento sólido para estos procesos de unidad, y como “espacio de reserva”. Y el otro aspecto, tan en boga este último tiempo –lo que no implica que esté internalizado en la sociedad– es la propuesta de una “ecología integral”.

En cuanto al primero de los puntos, la historia, Accaputo nos dice que la misma es un llamado a ubicarnos en una tradición viva, dinámica, abierta, donde se integran distintas tradiciones, ideologías, culturas que heredamos, que permite otorgarle a la Nación su propio ser. Por ello, agregamos nosotros, desconocerla, apartarla y no reconocernos en ella, diluye nuestras identidades, resquebraja los marcos referenciales desde los cuales observamos la realidad y el mundo. No poseer este anclaje nos hace perder nuestra ubicación geocultural en un territorio, dejándonos a la deriva de la oceánida de fuerzas, mensajes, lenguajes, sentidos, que la globalización emite, poniendo en crisis el sentido de pertenencia, lo que sumado a la crisis económica ya pone en crisis el sentido de la vida. Al hablar del “nosotros” en su origen, recorriendo y reconociendo los símbolos de nuestro pasado común, logramos partir de un colectivo en el reconocimiento mutuo como sujetos de la política, y evitamos partir del individuo aislado, siendo un sujeto colectivo integrado por personas concretas.

En cuanto al segundo punto, la ecología integral, inseparable de la noción de bien común, no refiere solo a los aspectos “ecológicos-ambientales”, aspectos que han sido considerados desde varios documentos pontificios este último tiempo, sobre todo desde la encíclica Laudato Si (2015). Sino que la ecología integral es considerada multidimensionalmente, teniendo elementos que la desarrollan ya desde la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (2013), texto considerado por uno de los teólogos más importantes de la Argentina, Carlos Galli, como “el más significativo que ha escrito un papa en veinte siglos sobre Cristo, la Iglesia y los pobres”. Entre otras cosas, este último texto interpreta a los pobres y sus movimientos populares como “sujetos colectivos activos”, y no como “objetos” de la política.

Por todo ello, el aporte de la Pastoral Social al pacto social es de una visión ecológica-integrada, tanto económica, social y cultural, así como también de la vida cotidiana y de la política. Es decir que, por un lado, partiendo de una ecología económica, observa la necesidad de una economía sostenible donde se cuestione el modelo que privilegia lo extractivo, y donde se promociona un proceso sostenido de inversión en los sectores estratégicos. Asimismo, se complementa con una perspectiva social y cultural, donde se cuide nuestros vínculos sociales, el tejido social de la comunidad, privilegiando en esa custodia “el fin y el comienzo de nuestra comunidad”, es decir, a los jóvenes y a los ancianos.

En esta dimensión es donde emerge la historicidad de la que hablábamos anteriormente, enmarcada en una “ecología cultural”, custodiando el patrimonio no solo natural, también histórico, artístico y cultural de nuestra sociedad, que hoy se encuentra amenazado. Así como también cuidando una ecología de la vida cotidiana, como decíamos, protegiendo los lugares comunes, desde los marcos visuales hasta los espacios urbanos, que acrecientan nuestro sentido de pertenencia.

Finalmente, y como corolario de estas propuestas, aparece la ecología política. Es en este punto donde creemos que se fortalece el proceso de revalorización y rehabilitación de “lo político” como nudo central y actividad capital de la construcción y realización de una sociedad.

Nos parecen importantes estos aportes, ya que se encuadran en muchas propuestas que son propias del peronismo histórico, y que van de la mano con la difusión de valores éticos para la política, que permanentemente el papa Francisco está poniendo en escena, no con pocas resistencias desde los poderes concentrados.

Observamos que los cambios globales han reducido los tiempos. Es necesario responder a las demandas urgentes con una democracia participativa, con una ética de la solidaridad entre los diversos sectores que componen el acuerdo, buscando un desarrollo humano integral, que como plantea la Pastoral Social de Buenos Aires, no debe perder de vista la dimensión trascendente de la persona humana.

Autorxs


Ramón Prades:

Analista internacional, especialista en temas de economía internacional y política.

Fabián Lavallén Ranea:
Doctor en Ciencia Política (USAL). Historiador e internacionalista. Director de Ciencia Política (UAI Rosario). Director del Grupo de Estudios del Paraná y el Cono Sur.