Consecuencias del ajuste en la alimentación

Consecuencias del ajuste en la alimentación

El impacto de la polarización de los ingresos a partir de la convertibilidad en el tipo de alimentación de la población. El cambio en los cuerpos según poder adquisitivo. Ricos flacos y gordos pobres. La responsabilidad del Estado en este proceso.

| Por Patricia Aguirre* |

Cuando hablamos de comer comida no dudamos de que estamos hablando de un hecho social: de la particular forma de conseguir, preparar, distribuir, compartir y gustar aquello legítimamente concebido como alimentos en este tiempo, en este lugar en esta sociedad. La manera como comemos depende de las relaciones sociales, de la manera como se producen los alimentos, de los derechos de propiedad, la tecnología productiva, de los derechos que legitiman la distribución diferencial según clases sociales, edades y géneros junto a la cultura que da sentido a que sea de esa y no de otra forma.

En la Argentina, desde 1976 diferentes gobiernos implementaron programas de ajuste económico, sin embargo la “convertibilidad” entre 1991 y 2001, por su profundidad y duración, ha generado consecuencias que hoy sufrimos y tardarán décadas en revertirse. Su duración dará oportunidad para que se produzcan cambios materiales y simbólicos cristalizando representaciones del cuerpo, de los alimentos y de la comensalidad que modificaron el sentido del hambre que había prevalecido durante siglos, donde la posición social era directamente proporcional al tamaño de la cintura. A partir de aquí los cuerpos de los pobres acusarán la existencia de una cocina de la escasez mostrando simultáneamente déficit (de micronutrientes) y sobrepeso, configurando para los sujetos y las familias una doble carga, porque soportan todos los padecimientos de la malnutrición al mismo tiempo que todos los problemas del sobrepeso. Los más afortunados, en cambio, con su cocina de la abundancia o alta cocina, tendrán más probabilidad de ser delgados y eutróficos.

En la década de los ’90, a causa del proceso de apertura económica impulsado por el gobierno, el mercado agroalimentario se internacionalizó y la Argentina pasó a formar parte de las tendencias mundiales. Aprovechando la transición dietética que resulta del cambio de patrones alimentarios incluyendo más productos animales a medida que aumenta el ingreso medio, nuestro país comenzó a producir en mayor escala el forraje que la producción de animales para consumo humano empezó a demandar en cantidades crecientes. En esos años la Argentina pasó de ser productora de carne a ser productora de forraje.

La “sojización” ejemplifica esta reestructuración de la cadena agroalimentaria, aumentando el área sembrada pero por sobre todo el rendimiento por hectárea, con el uso de tecnología, management, semillas genéticamente modificadas y agroquímicos, sumando una mínima pero eficiente industrialización, integración vertical y desarrollando proveedores de maquinarias. Durante los ’90 completó su perfil con la privatización de los silos y puertos de la Junta Nacional de Granos. Este complejo se ajustó a lo que era el modelo de inserción de la Argentina en el mercado mundial: producciones basadas en recursos naturales de bajo valor agregado con alta intensidad de capitales. Tardíamente, otras industrias (pesca, frutas y hortalizas) siguieron este sendero. Aunque la producción se multiplicó, perdió diversidad, porque la soja se extendió a costa de otros cultivos y –al homogeneizar– pone en peligro la autonomía alimentaria y la diversidad ecológica. Como al aumentar la producción también se exportó más, no mejoró la disponibilidad, por lo que ni este aumento ni la desregulación contribuyeron a bajar los precios internos de los alimentos.

La base de esta agricultura (también llamada “de minería” porque extrae mucho más que lo que aporta) es el petróleo (no por la maquinaria sino por las largas cadenas de hidrocarburos que sostienen la producción de fertilizantes y biocidas), que si bien permitió cultivar y recuperar tierras pobres aumentando significativamente los rendimientos, trajo consecuencias. En los ecosistemas: contaminación de acuíferos, desaparición de especies, desertización, desbalance microbiano de los suelos, etc., y en los pobladores: aumento de prevalencia de cáncer y otras enfermedades, junto con abortos espontáneos y malformaciones en los recién nacidos. Hoy se buscan producciones más saludables reemplazando fertilización y pesticidas a través del manejo microbiológico de los suelos y el control biológico de plagas. Pero en los ’90 el paquete tecnológico fomentado por grandes transnacionales con tecnologías controladas por ellas (semillas y agroquímicos) junto al capital financiero concentrado y los supermercados en la distribución final, era visto como la panacea.

Nuevos actores modificaron la organización de la producción con agricultura por contrato y pool de siembra. Ambos buscan rentabilidad a corto plazo y por su escasa capacidad de generar empleo llevan a una “agricultura sin agricultores”. Esto modificó la estructura social agraria. Mientras el Censo Agrario de 1988 muestra 50% de latifundios y 47% de explotaciones familiares medianas, en 2008 muestra 25% menos de explotaciones mientras que el tamaño promedio aumenta un 28%, lo que refleja la concentración y la desaparición de los medianos, que migraron a las ciudades presionando por servicios y beneficios sociales.

Gracias a la desregulación, desapareció el rol moderador del Estado en los procesos de concentración de capital, y el eslabón más fuerte pudo incrementar su rentabilidad e imponer condiciones en el tipo de cultivo, insumos, ensilado, presentación y traslado. También desapareció la capacidad del Estado de garantizar el abastecimiento de alimentos básicos (lo que se vio en la crisis del 2001).

No es extraño que los perdedores del modelo hayan levantado como bandera la “soberanía alimentaria” entendiéndola como “el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas y estrategias sustentables de producción, distribución y consumo de alimentos que garanticen el derecho a la alimentación para toda la población”.

Esta agriculturización incidió en la ganadería, que pasó de la explotación mixta al rodeo concentrado en corrales y alimentado con forraje. Con estas prácticas logró mantener el plantel de vacunos, pero ha tenido consecuencias metabólicas para los comensales por el contenido de grasa del animal estabulado.

En el mar se sobreexplotaron los caladeros. Empresas extranjeras y una importante actividad ilegal explican la sobrepesca (merluza hubsi), reducción del tamaño de las capturas (calamar) y el colapso ecológico que se avecina, en una actividad altamente ineficiente que devuelve al mar –muerto– el 30 por ciento de la captura.

La división internacional del trabajo, exacerbada en el ajuste, acrecentó la deslocalización de las dietas, que si bien amplía la diversidad en la oferta tiene la desventaja de que sustituye los alimentos regionales destruyendo el patrimonio gastronómico local y –por las distancias que recorre cada producto– aumenta los precios al incluir flete, embalaje y petróleo. Un porteño cuyo desayuno y merienda fuera café con leche y tostadas con dulce, almorzara pollo con ensalada y cenara milanesas con puré, contabilizaría 35.000 kilómetros en su dieta si se sumaran los viajes de sus alimentos al plato.

Este modelo agroalimentario nos obliga a tomar recaudos en pro de lograr sustentabilidad en la producción, aunque todavía no veamos sus efectos en la disponibilidad agregada. Lo que percibimos con más claridad (por el aumento de los precios y la caída de los ingresos) es la caída en la capacidad de compra, que ha transformado a la Argentina en un país de alimentos caros, lo que es particularmente importante teniendo 90 por ciento de población urbana (la que está obligada a obtener sus alimentos en el mercado).

Si la capacidad de compra cae, entonces la pobreza (medida por Línea de Pobreza) no podía si no aumentar, pero al mismo tiempo también aumenta la riqueza en los que ya eran más afortunados, lo que lleva a una creciente polarización social.

Hay que señalar que las privatizaciones hicieron que se recortara el gasto en alimentos para pagar servicios (agua, gas, electricidad, teléfono). Lo que señala la estructura del gasto de los hogares en los últimos treinta años es que gran parte de la sociedad gasta menos en comer porque gasta más en vivir. Las Encuestas de Gastos de los Hogares registran cómo se rompió el patrón de consumo unificado que cortaba transversalmente la estructura social en 1965 hasta registrar dos canastas que se oponen especularmente. Para 1996, aparece “la comida de pobres y la comida de ricos”, la primera basada en hidratos de carbono, grasas y azúcares, los alimentos más baratos y menos densos de la estructura de precios, y la segunda compuesta por carnes, lácteos, frutas y verduras, es decir, alimentos ricos en micronutrientes pero caros. Dos tipos de consumo que prefiguran dos tipos de cuerpos: los pobres gordos, con déficit, y los ricos flacos, eutróficos.

Pero junto con el acceso diferencial lo que hace elegible a un alimento es el sistema de representaciones donde aquellas de los sectores dominantes se transforman en construcciones de sentido que se instalan como la comida que vale la pena comer, mientras que la comida de pobres se verá como negativa, signada por la falta y el no saber comer (a despecho de su racionalidad o su adaptabilidad). Hay un racismo alimentario que justifica a los ganadores del modelo y condena a los perdedores por no querer, no saber, antes que por no poder comer.

Gracias a las políticas que condicionaron el empleo, el ingreso, los tiempos de trabajo, los servicios y una visión de lo que el mundo y la vida en sociedad debe ser, durante el ajuste las empresas adquirieron una dimensión fundamental en la “creación” de representaciones sociales acerca del comer legítimo.

Los impactos derivados de las inversiones directas, de fusiones y compras por empresas extranjeras durante los ’90 concluyeron con que controlaran cerca del 70 por ciento del producto bruto de alimentos para el 2000. Este proceso de extranjerización contribuyó al cambio del patrón alimentario acelerando la homogeneización dietaria global y la pérdida de la identidad que impone la “lógica de la ganancia” empresarial (ya que la estandarización baja costos). Detrás del desplazamiento de los productos frescos por los industrializados está que el comensal urbano termina comiendo lo que se oferta en el mercado y si este es dominado por empresas que producen alimentos según recetas, tecnologías o sabores extranjeros, comerá según ese gusto porque no tiene alternativa. Con los frescos puede manejar preparación y sabor, pero en los industrializados sólo le queda adaptar su gusto a la oferta (con la ayuda de la publicidad que esas industrias usan para homogeneizar el gusto planetario).

La oferta alimentaria no responde a la demanda: la crea, y en sociedades polarizadas crea mercados segmentados que proveen a cada sector con el tipo de productos que puede pagar. Segmenta por ingresos (alimentos de pobres y ricos), género (productos para mujeres y varones), edad (preparaciones para niños, adolescentes y adultos), aun por estado de salud (gordos, diabéticos, o estreñidos).

Uno de los nichos más explotados por la industria es el de los niños, blanco preferido de la publicidad de alimentos buenos para vender y pésimos para comer. Libre de regulaciones sugiere que son los chicos quienes deben elegir su comida, cuando en la historia de la cultura siempre fueron los adultos los que enseñaron a comer como condición de racionalidad y supervivencia.

La máxima segmentación se verifica en el “mercado de los pobres” (segundas marcas con menor calidad, envase pequeño y menor precio) y el mercado gourmet (productos con alto valor agregado y fuerte diferenciación).

También las preparaciones reflejan la distribución desigual de la riqueza y llegan a la mesa en forma de platos: para los pobres comidas de olla (colectivas), para los ricos preparaciones individuales “emplatadas” para cada comensal.

Mientras la segmentación responde y agudiza la polarización social, el supermercadismo fue más opaco porque por un lado concentró la oferta y contribuyó a la pérdida de 200 mil puestos de trabajo (los minoristas locales), pero cuando colonizó barrios periféricos logró abaratar la canasta de la pobreza con productos provenientes de la industria global.

Rol del Estado

Los valores que fundamentaban el ajuste atribuyeron al Estado todos los males de la sociedad. Para reducir la inflación, se pretendió enfriar el crecimiento y la demanda interna, reducir importaciones y disminuir el déficit fiscal. Para esto se privatizaron empresas públicas y se recortó el gasto corriente (especialmente en vivienda, salud y educación) y de inversión (exceptuando el pago de deuda), transfiriendo a los privados los servicios rentables y quedando el Estado como prestador para la población indigente. Simultáneamente una reforma fiscal aumentaba los ingresos del Estado generalizando el IVA en 21 por ciento y recortaba impuestos a las ganancias o a los beneficios empresariales para estimular la inversión.

El gasto público social en alimentación se caracterizó por el levantamiento de los programas universales que fueron sustituidos por programas “enlatados” diseñados en y para otros países, financiados y controlados por el Banco Mundial.

La creencia de que la problemática de la alimentación en los sectores populares era la “falta” que generaba “desnutrición”, como en África, llevó a la entrega de alimentos ricos en energía, cuando nuestra problemática era la malnutrición (desnutrición crónica y obesidad) y lo que se estaba gestando eran nuevas formas del hambre en la escasez que tenían que ver con la transición nutricional operada en contextos urbano-industriales pauperizados (hambre oculto). El desprecio por la investigación social local, frente al prestigio de las instituciones de crédito, obturó toda transferencia –ya históricamente limitada– entre la academia y el ejecutivo.

Si las políticas universales del Estado benefactor anterior eran cuestionables (ya que focalizaban de hecho por la baja calidad de sus prestaciones), las políticas focalizadas del ajuste resultaron caras (por los salarios de los especialistas) y malas, porque señalaban a los más necesitados, contribuyendo a la descalificación, diferenciación y estigmatización de los asistidos, colaborando a poner víctimas contra víctimas por prestaciones escasas, en los mismos barrios donde todos sufrían el proceso de pauperización. El resultado fue que a medida que aumentaba la pobreza los programas colapsaron, o financiaron la emergencia abriendo comedores, considerados la manera más económica de alimentación y control social. Allí se organizó la preparación y entrega de cereales ricos en hidratos de carbono y pobres en micronutrientes pero de fácil logística (ya que son alimentos secos y adquiridos a la agroindustria concentrada). Pero la población pobre, como parte de sus estrategias domésticas, ya había sustituido frescos por cereales, de manera que los programas asistenciales sumaron más a lo que ya era abundante, y antes que complementar, ofrecieron más de lo mismo. Esto tuvo efectos nutricionales y culturales.

En los primeros años de la convertibilidad se entregaban bolsones de alimentos a los hogares. Esta solidaridad se consideraba nociva porque no sólo comía el niño (objetivo de la asistencia) sino que se diluía la prestación en todos los miembros de la familia.

La solución propuesta fueron los comedores, que bajarían costos, por la economía de escala, y los nutricionistas controlarían las raciones. Efectivamente se bajaron costos, los nutricionistas apenas aparecieron y –salvo loables excepciones– la mayoría funcionó como comederos, con recursos menguantes y población creciente, contribuyendo además a romper la comensalidad de la mesa hogareña con su potente carga socializante.

Pero al reforzar consumos reducidos con los mismos productos, el Estado le hace un flaco favor al patrimonio gastronómico local al no brindar alternativas, permitiendo que se pierda la práctica y el gusto por la diversidad alimentaria (característica que muestran las encuestas anteriores al ajuste). Al contribuir a la comida de pobres entregando comida de pobres, la legitimizó como “la” comida que ese grupo puede y debe comer. La diversidad de alimentos no sólo hay que tomarla en su materialidad sino además como categorías de pensamiento: designar, clasificar, combinar, evaluar, son operaciones corrientes en la cocina hogareña. Al empobrecerse las cocinas de la pobreza con la polarización inducida por el mercado, y empobrecerse con las políticas del Estado, se empobrecen los sistemas clasificatorios y las capacidades conceptuales ligadas a la cocina, que con su fuerte sesgo de género restó más a las mujeres que a los varones en evaluación, combinatoria, descubrimiento, investigación, valorización, etcétera.

El liberalismo legitimó al mercado como el mejor redistribuidor de bienes y de símbolos. Porque la lógica de la ganancia dio sentido al mercado de alimentos, era esperable que la publicidad terminara siendo la creadora de las representaciones que funcionan como los principios de inclusión de la comida, ya que es en los medios donde se difunden los cuerpos ideales, la oferta y la comensalidad deseable para el mercado.

Esperable era también que, por esta lógica de la ganancia, la obesidad se transformara en epidemia, ya que si la industria produce 4.500 Kcal/persona/día, alguien las tendrá que comprar y alguien las tendrá que comer. Se utilizarán todos los medios para que se compre y se coma en exceso. Sobre esta matriz de consumo inducido, volvemos a leer cuerpos y daños por sector social y vemos que la polarización de los ingresos concluye en energía barata en comida de olla y micronutrientes caros en platos individuales. Esto da forma a los cuerpos y a la manera de enfermar y morir.

La herencia del ajuste se marca en los cuerpos: ricos flacos, gordos pobres. Obesidad sobredeterminada por la acción conjunta de las estrategias familiares, el mercado y el Estado, junto a la aparición del hambre oculto (malnutrición escondida detrás del tamaño de la cintura).

No nos equivocamos si comenzamos a hablar de obesidades, ya que así como se polarizó la sociedad también se polarizaron los cuerpos, apareciendo una obesidad de la abundancia y, más peligrosa, una obesidad de la escasez.





* Doctora en Antropología de la UBA. Profesional del departamento de Nutrición del Ministerio de Salud de la Nación. Docente e Investigadora del IDAES-UNSAM.