La extensión tecnológica del INTI

La extensión tecnológica del INTI

La tecnología puede y debe servir para dar respuesta a los problemas estructurales de la sociedad. Desde el INTI se trabaja para eso, buscando integrar a través del trabajo productivo a los sectores más vulnerables.

| Por Enrique M. Martínez* |

Una reflexión sobre el tema del título requiere que se comience por la definición del término “extensión”, ya que se infiere que el objetivo es sacar a la tecnología de algún supuesto enclaustramiento y llevarla a un espacio más amplio.

En rigor, el término no es nuevo, ni se limita a la tecnología. La extensión universitaria tiene larga tradición –como frase–, y a pesar de no contar con definiciones precisas ni con una acción homogénea, se trata en última instancia de llevar hacia la sociedad la tarea universitaria.

¿De qué se trata esto?

Hay dos miradas. En una –que adelanto no compartir– se intentaría transmitir a medios no universitarios o no tecnológicos algunos fundamentos de un pensamiento superior, sea en forma de herramientas puntuales o de documentos de divulgación de conocimientos específicos. La capacitación extracurricular, en sus más diversas maneras, dirigida a quienes han recorrido sólo parcialmente los caminos de la educación formal, es en esencia el servicio ofrecido.

La otra mirada –referenciada a nuestro tema: la tecnología industrial– busca llevar a variados ámbitos sociales los beneficios de aplicación de técnicas para transformar la naturaleza en términos positivos o para organizar grupos humanos en escenarios productivos.

Es decir, en un caso es ayudar a “educar”. En el otro, es ayudar a transformar la realidad de una comunidad, a mejorar su calidad de vida.

Esta última mirada tiene un efecto doble, ya que a la vez que puede generar beneficios en el medio social, provoca reflexiones e intercambios no convencionales en la propia institución.

Es muy distinto recibir un pedido de cooperación por parte de una empresa cualquiera, que cree tener una necesidad tecnológica, que tomar la iniciativa de un diálogo creativo con ámbitos sociales, donde los temas de nuestra incumbencia no necesariamente están explicitados o priorizados debidamente.

Por tal razón, en INTI comprendimos desde hace años que la llamada extensión tecnológica es un desafío multifacético. Saber qué se necesita, saber cómo transmitirlo, saber con quién implementarlo. Son múltiples saberes a dominar, para los cuales no sobran los docentes, y la prueba y el error parecen ser caminos inexorables.

La dimensión espacial

En un país tan dilatado y con asimetrías tan fuertes de desarrollo entre regiones, un flanco central a cubrir es la falta de vínculo entre quienes desarrollan una producción industrial, de cualquier dimensión y característica, y un organismo estatal creado para brindar asistencia en ese campo.

La presencia física de la institución resulta condición necesaria, diría elemental. Sólo en la situación actual, con representantes en todas las provincias y con varias decenas de oficinas de extensión en otras tantas ciudades, se puede admitir que se cuenta con la infraestructura mínima para implementar una política de extensión. Aun así, la brecha entre la situación presente y la necesaria es muy grande y se requiere un trabajo persistente de ampliación de los recursos aplicados a la extensión, con su correlativa formación técnica, que es de carácter permanente.

Los ejes de trabajo y los primeros resultados

En un panorama de disponibilidad de recursos limitados, se eligió un eje dominante de trabajo, si bien este necesita adaptaciones a las diversas realidades del país. Ese eje es simplemente la búsqueda de soluciones a los problemas de pobreza y exclusión, a través del trabajo productivo.

Esto no implica dejar de lado la asistencia a las empresas que ya forman parte del tejido productivo. Simplemente, partimos del supuesto –verificado en la práctica– de que en estos casos el vínculo se establece por demanda empresaria, creciente a medida que aumenta la visibilidad de la institución.

Tenemos la firme convicción de que una gran proporción de la pobreza y la exclusión desaparece si se pueden implementar proyectos que permitan incorporar a los ciudadanos que están en esa condición, para producir bienes destinados a satisfacer necesidades básicas de su comunidad y de su entorno.

Este criterio lo hemos llamado “Produzco lo que consumo”.

Para quienes no están involucrados en la temática, esto tiene una diferencia sustancial con los tradicionales mecanismos asistenciales o pseudo asistenciales de ayuda a la creación de microemprendimientos. En estos casos, donde hay experiencia acumulada de más de quince años, la asistencia técnica ha sido muy pobre o nula, pero esta deficiencia, con todo, no es la diferencia más importante con nuestra visión. Lo central es que el asistencialismo en definitiva concibe al mercado como el ordenador de la economía e imagina que los microemprendedores se incorporarán a él con su nueva oferta y tendrán que encontrar su demanda. Esa lógica conduce a que los recién llegados sean masivamente derrotados en un proceso de competencia para el que normalmente no están preparados. Se subsidia a grupos que al poco tiempo desaparecen del mercado y al cabo de los años se los vuelve a subsidiar, y así continua el ciclo.

Nuestra propuesta invierte las prioridades. Más que preparar una oferta para un mercado ya ocupado por otros más poderosos; de lo que se trata es de satisfacer necesidades personales y comunitarias, desarrollando por lo tanto esa oferta orientada a una demanda preestablecida.

Esto que parece un planteo un tanto abstracto, tiene gran potencia en las regiones más pobres y aisladas del país.

Producir los propios alimentos, la vestimenta, los materiales de construcción y la vivienda en todo el norte argentino, así como en buena parte de la región andina al norte de Bariloche, se constituye en un desafío técnico y de organización humana muy movilizador y a la vez muy integrador.

Como tengo idea de que esta cuestión está desbordada de palabras, me permitiré ejemplificar nuestra mirada con dos casos concretos.

Los cabritos de La Rioja y Santiago del Estero

El cabrito es el medio de subsistencia de varios miles de argentinos, pero de una forma realmente dolorosa. Los productores venden los animales vivos a intermediarios hacia principios del verano. Estos se dan el lujo hasta de pagar con mercadería de consumo diario, se llevan los animales y los venden en Córdoba y Buenos Aires, sobre todo.

Venden proteína animal para comprar yerba, harina, fideos, arroz. Consumen cabrito para alguna fiesta excepcional y sólo hacia fin de año.

Construir un matadero frigorífico de cabritos es visto por la lógica tradicional como una forma de mejorar algo el precio para los productores, a través de vender de manera menos intermediada en las grandes ciudades.

Para nosotros, el mismo hecho es visto como una oportunidad de mejorar la dieta local. Eso significa desarrollar la incorporación del cabrito a las comidas institucionales –escuelas, comedores populares–; la elaboración de embutidos; la faena de un nuevo tipo de animal con algunos meses más y varios kilos más; la construcción de escenarios para la producción, conservación e intercambio de alimentos complementarios, especialmente hortalizas, etcétera.

En lugar de tratar de mejorar la ubicación del productor en una cadena de valor en que inexorablemente ocupa el segmento más débil, se trata de ubicarlo como productor y como consumidor simultáneamente, integrándolo con otros productores de la misma región, tal que en conjunto abastezcan al menos una fracción importante de lo que necesitan para la vida cotidiana.

La lana de Chos Malal

En esta localidad bastante aislada de Neuquén, como sucede en varias otras zonas del país, se cría majadas de ovejas para carne y la lana se la desecha, porque los animales son esquilados sólo por razones higiénicas, interrumpiéndose allí la cadena de valor del producto textil.

Con un pensamiento ortodoxo, se podría promover el agrupamiento de productores para vender la lana sucia, con un destino que podría ser Trelew, lo cual dejaría en manos de los productores un ingreso menos que modesto.

Con la mirada alternativa que se está promoviendo, se capacitó a los productores de ovejas para que aprendieran a hacer fieltro –tela no tejida de lana–, sea con el vellón sucio o, mejor, con lana lavada aunque sea caseramente.

Cumplida esta etapa, se agregó otra discusión. En efecto, el fieltro es muy comúnmente utilizado como materia prima para fabricar adornos para el hogar. En tal caso, los productores se podrían aplicar a la tarea y deberían buscar mercados en las ciudades grandes. El trabajo del equipo del INTI, en cambio, identificó las propiedades esenciales del fieltro: aislante térmico y alta flexibilidad para ser cortado, cosido, moldeado. Sobre esos atributos, se diseñó una serie de objetos y servicios que van desde la aislación de viviendas o componentes del recado de los jinetes, hasta bolsos a la vez térmicos y protegidos de la lluvia o nieve.

De tal modo, se recuperó valor para algo que se desechaba y se incorporó lo producido al escenario de la vida cotidiana de la comunidad.

Creo que los dos ejemplos presentados se explican por sí mismos, pero me permito reiterar la idea esencial: la extensión tecnológica en las zonas aisladas y pobres del país busca crear valor de uso en bienes y servicios, que a consecuencia de eso –y no antes– tienen valor de cambio al interior de la comunidad y si cuadra fuera de ella, en intercambio con otros ámbitos.

El concepto presentado pierde validez cuando se trata de realizar extensión tecnológica en comunidades que físicamente forman parte de ciudades importantes. Los pobres están allí, junto al resto de los sectores sociales, pero en términos de vínculos sólo tienen con ellos conexiones frágiles o ninguna. Esas frágiles conexiones se limitan a la prestación de servicios personales, permanentes u ocasionales, que ni siquiera permiten afirmar que haya relaciones de dependencia laboral con los sectores más aventajados en términos económicos.

Aquí la extensión no debería permitirse construir idealizaciones inconducentes, como si quienes requieren nuestra asistencia pudieran evolucionar sin construir vínculos con el resto de la sociedad.

Por tal razón, resulta necesario aplicarse a fondo a estudiar las cadenas de valor que forman parte del tejido productivo de la fracción ya integrada de la comunidad, con el objeto de entender cuáles son los segmentos de desarrollo incompleto, a los que debería promoverse, para que a se sumen a ellos quienes hoy están excluidos.

Podrá parecer algo brutal el ejemplo, pero en este sentido la aparición de los cartoneros en la cadena de tratamiento de los residuos urbanos no es otra cosa que la cobertura espontánea, y al principio muy anárquica, de un segmento de la cadena de valor, como es el reciclado, que no estaba cubierto y todavía no lo está.

Usé el término “brutal” porque quiero resaltar que si dejamos que el mercado ordene la economía y por extensión la sociedad, se da el fenómeno que se produjo con los cartoneros. Si en lugar de eso, buscamos la integración solvente de sectores marginados, la tecnología puede y debe generar soluciones de dignidad y de sustentabilidad para quienes se integren a ellas.

Las grandes ciudades tienen problemas no resueltos de residuos, de abastecimiento de alimentos, de construcción de viviendas sociales, de servicios personales, tanto para las personas de edad avanzada como para la primera infancia. No me refiero aquí a cuestiones de eficiencia, como podría ser todo lo relativo al ordenamiento del transporte o el funcionamiento del sistema educativo. Me refiero a cuestiones estructurales, como las que he mencionado más arriba. A necesidades humanas que no son atendidas, ni siquiera mal atendidas.

La extensión tecnológica tiene una asignatura pendiente en este espacio. Nos ha faltado –en nuestro país, pero también en buena parte del mundo– hacer los análisis detallados que vayan desde la identificación de las necesidades no cubiertas hasta el diseño e implementación de las prestaciones que corrigen el problema.

Por supuesto no sostengo que los problemas de la pobreza y la exclusión, especialmente en los grandes aglomerados humanos, se resuelven sólo con tecnología. Pero no tengo dudas de que la tecnología es un componente necesario y no sólo en términos instrumentales, sino también por la manera en que modifica el carácter de los vínculos entre las personas, para bien o para mal.

Conclusión

En este material apenas introductorio se ha querido señalar que aquello que llamamos “extensión tecnológica” en el INTI es en rigor una forma de colaborar en la construcción de una mejor calidad de vida al interior de cada comunidad.

La prioridad conceptual la hemos fijado en ayudar a reordenar la jerarquía de valores, poniendo la satisfacción de necesidades por encima de la perspectiva de los negocios.

En ese contexto, resulta más inmediato formular y ejecutar propuestas en las comunidades más aisladas del país, porque allí las necesidades son muchas y están a flor de piel en el tejido social.

Mucho más complejo es el caso de los grandes centros urbanos, porque allí los marginados coexisten con una mayoría de la sociedad a la cual la lógica de los negocios de un modo u otro parece funcionarle. Se presentan dos caminos: mostrar a la mayoría que el éxito de la economía de mercado es un espejismo, ya que todos los males del entorno se derivan de ella, o estudiar modos dignos de integrar a los marginados al tejido productivo, discutiendo luego “desde adentro” la lógica global de un sistema que excluye ciudadanos todo el tiempo.

Hemos elegido el segundo camino y estamos sólo dando los primeros pasos. Nos costó mucho tiempo ganar claridad conceptual. Esperamos a partir de ahora acelerar el paso.





* Presidente del INTI.