Argentina, una economía inflacionaria

Argentina, una economía inflacionaria

El artículo expone distintas corrientes teóricas que abordan la cuestión de la inflación y recorre aspectos relevantes de la historia de la política económica argentina.

 | Por Luis Blaum |

Durante la segunda mitad del siglo pasado, a partir de la posguerra, se desarrolló en algunos países latinoamericanos en vías de desarrollo un debate sobre la inflación de vastas repercusiones teóricas y prácticas. En efecto, dichos países padecían procesos inflacionarios de mayor intensidad que los desarrollados, y las políticas contractivas recomendadas por el recientemente creado Fondo Monetario Internacional para frenar la inflación hacían descender la producción y el empleo sin un impacto equivalente en el ritmo inflacionario. El estructuralismo latinoamericano surgió para explicar este fenómeno, dilucidar las falencias de la teoría establecida y promover políticas que no dañaran el tejido social. En todo caso, la “heterodoxia” estructuralista nunca negó la validez de la hipótesis ortodoxa-monetarista, sino que cuestionó su unilateralidad al desechar otras causalidades y rigideces que generan inflación, como la inflación de costos y los efectos de cambios en los precios relativos en presencia de inflexibilidad al descenso de los precios monetarios. Brevemente, los procesos de desarrollo involucran modificaciones de la estructura económica y su correlato en los precios relativos; pero estas modificaciones se efectúan a través de los precios monetarios que, al bajar más lentamente de los que suben, generan una presión inflacionaria.

En rigor, el estructuralismo no excluyó ninguna hipótesis y, más aún, dilucidó su mutuo entrelazamiento en procesos complejos cuyos mecanismos defensivos (indexación) se convierten en inercias inflacionarias. Esta circunstancia impide o atrasa el ajuste, mientras eleva la intensidad inflacionaria, manteniendo el mercado en zonas de desequilibrio. Un antecedente valioso de este cruce lo encontramos en Keynes (1983), quien siempre permaneció atento a los efectos nocivos de la inflación: en su Teoría General advierte que, al efectuar una expansión de demanda para disminuir la desocupación, debe tenerse cuidado con los cuellos de botella, los cuales transforma n dicha expansión en inflación, en lugar de empleo.1 En cuanto este concepto comporta uno de los problemas cruciales para el estructuralismo y la problemática del desarrollo, ortodoxo/heterodoxo pierden aquí toda significación: notemos que este problema abarcaría también la restricción externa, una característica del estructuralismo desde los tiempos de Prebisch, esencial para la teoría del stop and go, y considerada también por Keynes respecto de las reparaciones de guerra alemanas.2

Por otra parte, el propio déficit fiscal puede hacerse función de la inflación (efecto Olivera-Tanzi)3, a lo que se suma el efecto de las negociaciones corporativas sobre los precios clave de la economía (i.e., el salario, tipo de cambio, tarifas, etc.). Todo ello complica este proceso y la política antiinflacionaria, pues implica recursos políticos para su resolución.4 Este cuadro padece complejos problemas de identificación o diagnóstico, los cuales complican encontrar las soluciones pertinentes. Es importante destacar que, para la heterodoxia, la inflación no sólo es perjudicial para los agentes privados, sino que deteriora y condiciona de manera creciente la soberanía monetaria: en un primer nivel de intensidad, afecta la función del dinero como reserva de valor, haciendo que la gente disminuya sus tenencias de dinero al mínimo imprescindible. Si la inflación se intensifica afectando al dinero en su carácter de unidad de cuenta, se entra en un régimen de alta inflación que, básicamente, es una adaptación de la estructura de contratos explícitos e implícitos, así como de la formación de expectativas. Se generaliza la indexación y se acortan los plazos, pues el poder de compra final de los contratos se torna incierto; a su turno, las expectativas dependen de la información de corto plazo y, dado el alto grado de incertidumbre que subyace al contexto, cualquier noticia puede representar un shock que agudice dicho cuadro (Frenkel, 1989). En una etapa final, cuando el propio circulante deja de utilizarse como medio de pago y tiende a desaparecer, se entra en la hiperinflación. La pérdida de esas funciones por el dinero local genera su reemplazo por otros bienes o dineros que limitan los alcances del poder soberano, de manera que es primordial evitarlos para preservar los grados de libertad que pueda disponer la autoridad monetaria. Más aún, los teóricos heterodoxos reconocieron dos condiciones esenciales que rigen la política económica: en primer término, si bien la dirección del ciclo no se puede torcer, es posible actuar sobre su velocidad, lo cual puede modificar dramáticamente los acontecimientos al convertir un precipicio en un suave declive. En segundo lugar, aun cuando la causa de la inflación no sea monetaria, ello no implica que la política antiinflacionaria excluya componentes monetaristas. Por lo tanto, la estabilidad no es una meta propia del monetarismo, sino que es incluso la razón por la cual surgió el estructuralismo: demostrar que el simplismo y la unilateralidad de la receta monetarista no cuadran con el fenómeno inflacionario latinoamericano, de manera que, ante las rigideces de precios, se genera desempleo y tensiones sociales.

Sin embargo, la propia corriente heterodoxa tomó distancia de algunas experiencias históricas de políticas económicas que han dejado de lado o malinterpretado sus tesis principales, identificando un movimiento pendular que ha dominado importantes tramos de la vida política del país, y cuyos extremos fueron descriptos por Marcelo Diamand (1983) como “la corriente expansionista o popular y la ortodoxia o el liberalismo económico”. A su turno, Adolfo Canitrot (1975, 1980 y 1981) se refería a la primera como los intentos fracasados de lograr una perdurable redistribución de ingresos vía incrementos salariales (cuya última expresión había sido para esa fecha la del peronismo de 1973), y la segunda, a la experiencia ’76-’81 que, de manera original, caracterizó como un intento de disciplinamiento del sector industrial. Siguiendo a Damill, Frenkel y Rapetti (2018), se puede mostrar que estas distinciones se aplican al período iniciado con la Convertibilidad hasta la actualidad, lo cual le otorga un significado particular a la distancia que media entre los teóricos heterodoxos y las políticas realmente implementadas, y que se mide por las consecuencias negativas que ellas han generado sobre la economía argentina.

Ciertamente, ambos polos se reflejan uno en el otro: el neoliberalismo pretende la neutralización de la soberanía y la política, mientras su contraparte que, en concordancia con Diamand, podemos denominar “voluntarismo expansionista”, es un credo para el cual la restricción económica fundamental es la instancia política entendida como conflictos de intereses económicos. En cambio, lejos de ambos extremos del péndulo, los teóricos heterodoxos admiten la incertidumbre y la complejidad como dos aspectos indisolubles que emergen del comportamiento e interacción de los agentes, y cuya problemática no admite generalizaciones ni recetas prêt-à-porter. Es decir, asumiendo las restricciones que plantea el curso mercantil, evita operar de manera procíclica, tratando de morigerar sus efectos nocivos.

El pasaje al régimen de alta inflación

A despecho de una apreciable inestabilidad política, desde 1963 hasta 1974, la economía argentina registró un rendimiento notable: ocho presidentes (tres fueron militares y gobernaron siete de once años) y once ministros de Economía (de los cuales seis duraron menos de un año, y solo uno lo hizo más de dos años) no pudieron alterar un “régimen industrializador” que registró un incremento anual promedio del 3,5% en el PIB per cápita durante 11 años, una participación de los salarios del 46% en el ingreso, y una inflación del 30% anual. En cambio, durante la gestión de Martínez de Hoz el incremento del PIB per cápita apenas superó el 0,6%, la participación salarial cayó al 30% del PIB, mientras la inflación anual se disparó al 169% anual durante esos cinco años. Sobre el final de este último período se intentó una estrategia novedosa para atacar las expectativas artificiales que, según las autoridades, motorizaban ese régimen inflacionario: el Enfoque Monetario del Balance de Pagos.

A partir de diciembre de 1978 y durante ocho meses se implementó una serie de devaluaciones pautadas y decrecientes del tipo de cambio –la conocida “tablita”–, junto con una agresiva rebaja arancelaria y la liberalización financiera. Sin embargo, fijar el tipo de cambio y liberar el movimiento de capitales suponía tanto la convergencia de la inflación doméstica como la tasa de interés a las internacionales más la tasa de devaluación; adicionalmente, respetar la tablita implicaba la pérdida del control de la oferta monetaria. Pero un régimen de alta inflación supone fluctuaciones en la tasa de inflación y, de suyo, oscilaciones en la tasa de interés real en relación a la “tablita” devaluatoria, provocando la volatilidad en los flujos de capital y la oferta de dinero: “Adoptando modelos de equilibrio de largo plazo, el enfoque [monetario del Balance de Pagos] tiende a ignorar la incertidumbre [oferta perfectamente elástica de fondos externos], y a argumentar como si la libre movilidad de capitales entre la economía y el ‘resto del mundo’ equivaliera a la unificación de los mercados de capital” (Frenkel, 1980, p. 239). Adicionalmente, cuando el gobierno contrae deuda en moneda extranjera, se genera un problema fiscal pues se deben adquirir las divisas correspondientes del superávit del comercio externo del sector privado. Ello implica un esfuerzo de financiamiento que, de no poder satisfacerse vía impuestos o reducción del gasto, redundaría en emisión monetaria o colocación de deuda, todo lo cual genera presiones sobre la inflación, la tasa de interés y el nivel de actividad, acotando la soberanía económica. Curiosamente, y a pesar de estos efectos altamente negativos, la falsa idea de una neutralidad del origen externo/interno del financiamiento del gasto público se haría perdurable hasta nuestros días.

El gobierno de Alfonsín encontró esa pesada herencia en un mundo que, habiendo sufrido el segundo shock petrolero, implementó a través de la Reserva Federal un alza inédita de las tasas de interés en dólares, generando una masiva fuga de capitales. En ese período se aplicó el Austral, un plan antiinflacionario del mismo cuño que el llevado a cabo en Israel desde 1985, el cual atacaba los aspectos “ortodoxos” (el déficit fiscal) como la inflación inercial por medio de la política de ingresos (congelamiento de precios y salarios). Sin embargo, luego de un éxito inicial y, a diferencia del israelí, aquí fracasó y la inflación se disparó. Por contraste, vale la pena destacar los motivos del éxito del plan israelí, que sirven de marco para comprender la frustración local: en Israel, el plan se efectuó bajo el paraguas de un amplio consenso encabezado por un gobierno de coalición nacional, es decir, bajo el paraguas de la suspensión de las disputas políticas. Asimismo, mientras Israel contó con el apoyo político y la ayuda financiera de Estados Unidos, el gobierno radical no dispuso de similar consenso nacional –ni siquiera de su propia fuerza política–, es decir, carecía del poder político para administrar las demandas desmedidas sobre el gasto público. Además de padecer un fuerte shock externo (el deterioro de sus términos de intercambio y caída del volumen exportado), tampoco contó con apoyo internacional.

Al respecto, un aspecto a destacar es que el régimen de alta inflación tiende a perpetuarse más allá de los éxitos que a corto plazo se puedan obtener, lo cual conspira contra la efectividad de las políticas monetarias y de ingresos; esta circunstancia reclama la cobertura política que permita sortearla sin perder el esfuerzo realizado. Contrariamente a la perspectiva monetarista, que subordina el complejo entramado de una economía inflacionaria al desequilibrio fiscal, se requiere un plazo relativamente prolongado en el cambio de régimen para atender las autonomías relativas de los aspectos ortodoxos y heterodoxos en sus vínculos con la restricción externa y la deuda en moneda extranjera (Fanelli y Frenkel, 1989).

Las experiencias cruzadas del Plan Austral y el israelí sugieren que la fragilidad económica, social y política son copartícipes de la que padece el orden social en su conjunto. El Plan Primavera, que sucedió al Austral, padeció de similares debilidades políticas, y apenas duró un semestre: a pesar de que en 1988 el sector externo mejoró notoriamente, el deterioro macroeconómico no lo pudo acompañar, tal vez por la pérdida de la credibilidad política que por entonces padecía el gobierno, acrecentada por el retiro del apoyo del FMI. Además, sostenidas por candidatos presidenciales, las expectativas sobre la futura unificación del mercado cambiario animaron los movimientos especulativos y el estallido que nos ubicó en el camino de la hiperinflación.

De la híper, la estabilidad, y el regreso a la alta inflación

En abril de 1991, la Convertibilidad –un plan emparentado con la tablita– puso freno a esta desmesura al precio de una gran fragilidad y asimetría para absorber los shocks externos, lo cual terminó impactando en altos niveles de desempleo y una regresiva distribución del ingreso. En efecto, desde fines de 1989 se registra una brusca caída de las tasas de interés internacionales que pone fin a una década de racionamiento crediticio, lo cual dispuso un financiamiento favorable a la expansión y el plan de privatizaciones. En 1994/95, la crisis mexicana (el Tequila) preanunció lo que podría suceder; pero a partir de 1997, con las sucesivas crisis asiática, rusa y la brasileña, el contexto se revierte, algo que este sistema no puede solventar y termina por estallar. Precisamente y en forma inversa a la explicación ortodoxa, no es el déficit fiscal el origen del estallido, sino que, inversamente, es el encarecimiento del financiamiento externo que genera este nuevo contexto el que induce una dinámica negativa de las cuentas fiscales. Entre 1998 y 2002, la economía se contrajo un 18%, y disparó una enorme crisis social y política, siendo su única herencia positiva no solo el fin del régimen de alta inflación, sino de la inflación misma.

A partir de 2003, el país entró en un sendero virtuoso e inédito: mínima inflación, fuerte crecimiento del PIB, acompañado de superávit interno y externo. Esto nos alineaba con un mundo y una región que, salvo excepciones, no padecían procesos inflacionarios significativos. Situada lejos del pleno empleo, las llamadas tasas chinas de aquellos años poseían un importante componente de recuperación, o bien, un margen de 4-5 años para evitar la zona de inflación de demanda que, sin embargo, se reducía cuando se consideraban los cuellos de botella.

Sin embargo, a partir del 2005 comenzó a regir el credo para el cual estas distinciones y prudencias son neoliberales y, en poco tiempo, emergieron sus primeros efectos: la reaparición de la restricción externa y el proceso inflacionario: rodeado de países con inflaciones bajísimas, el 24/25% de inflación anual era demasiado. Las paradojas a que dio lugar esta cuestión son elocuentes: negando falazmente la hipótesis de inflación de demanda (las máximas autoridades económicas lo manifestaron públicamente y, de hecho, a partir del año 2006 y hasta el 2015 el gasto público como porcentaje del PIB creció un 56%), el credo asignó la causalidad inflacionaria a la puja distributiva. Es decir, se admitía de hecho el fracaso político del gobierno en mediar políticamente dicha disputa (la política de ingresos), que la forma retórica convertía en un fenómeno exculpatorio. A finales del 2015 el PIB per cápita estaba en el mismo nivel de 2010, y la paridad cambiaria había caído en términos reales a niveles comparables a los de 2001, lo cual implicaba una fuerte suba del costo laboral en dólares. Asimismo, la restricción externa hizo que la política fiscal (sistemáticamente expansiva) fuera perdiendo eficacia para estimular el nivel de actividad generando un déficit de las cuentas públicas que superaba los 4,7 puntos del PIB: la actividad del Banco Central estaba dominada por las cuentas públicas. No solo la gestión del credo fracasó en sus propios términos, sino que la medida más elocuente del mismo es haber propiciado la última y devastadora experiencia neoliberal que pregonaban combatir.

En el otro extremo, el nuevo equipo económico repitió históricas falacias: estimando que los precios ya habían asumido el nivel del dólar informal, y que las expectativas de los agentes se alinearían con los anuncios de las metas de inflación, liberaron el mercado de divisas. Asimismo, calcularon que el sinceramiento tarifario no incidiría en la inflación pues, dada la restricción presupuestaria, ello disminuiría la demanda de otros bienes cuyos precios deberían bajar de forma compensatoria. Obviamente, olvidaron que las transacciones con el exterior se hacen al dólar oficial, mientras que, a su turno, los precios monetarios son inflexibles al descenso. El resultado fue que, en el 2016, la tasa de inflación se empinó al 40%. Asimismo, como sucedió con la “tablita” y la convertibilidad, se volvió a suponer neutralidad en la financiación del déficit fiscal con crédito interno o externo, lo cual, nuevamente, apenas se modificaron las condiciones externas, en el 2018 se cortó el financiamiento y se recurrió al enorme préstamo del FMI y a uno de sus planes de ajuste tradicionales. Todo sucedió con enorme velocidad, y el 2019 terminó con un regreso a las restricciones cambiarias, una inflación del 50% y tasas de interés siderales.

El gobierno que asumió en diciembre de ese año era una coalición que incluía los derrotados del 2015; de todos modos, alejado de los extremos ideológicos del péndulo, el nuevo equipo económico se abocó a ordenar tanto en el plano interno como el externo, puesto que la experiencia histórica y buena parte de la literatura consideraban que los severos déficits presupuestarios son una característica inherente a los procesos de alta inflación, destacando, además, el esfuerzo fiscal y monetario que implica comprar al sector privado los dólares para honrar la deuda pública externa. Sin embargo, los acontecimientos fueron en otra dirección: enseguida emergió la crisis del Covid-19, lo cual dinamitó la tarea y condujo a una cuarentena que impidió el trabajo presencial, generando una caída de la actividad similar a la registrada en el 2002 (-10%). No obstante, se logró un acuerdo con los acreedores privados y, recién en el 2021, se pudo recuperar el nivel perdido. Pero el gobierno perdió las elecciones de medio término, lo cual disparó una crisis en la coalición, que se iría profundizando hasta llegar al acuerdo con el FMI. De manera parecida a lo ocurrido con Alfonsín y luego de una larga negociación, se había logrado un acuerdo heterodoxo con dicho organismo, esto es, sin ajustes draconianos y, además, involucrando al Congreso en su aprobación. Sorpresivamente, el sector “voluntarista” del gobierno lo rechazó y fue la oposición la que permitió su aprobación. Imaginemos lo que hubiera sucedido si se hubiera impuesto un ambiente de confrontación militante con los acreedores externos y el FMI. Sin embargo, paralelamente, se inició la guerra en Ucrania que complicó la economía internacional, encareciendo alimentos y energía; el impacto en nuestro país fue una intensificación inflacionaria y un problema de liquidez o flujo negativo de divisas en el corto plazo. En este marco, la oposición interna del gobierno (el voluntarismo) se intensificó hasta lograr la renuncia del equipo económico, lo cual implicó acrecentar fuertemente el grado de incertidumbre y los márgenes de ganancia para cubrirse de un cambio brusco en la orientación económica (Frenkel, 1979).

Conclusión

Reiterando la figura del péndulo de Diamand, el régimen de alta inflación que las autoridades querían evitar retornó con renovados bríos, mostrando la fragilidad que resulta del cruce entre las distintas temporalidades de las esferas económica, política y social. En otros términos, ambos polos “dicen una cosa y hacen otra”: sin sustento empírico ni teórico, sus argumentos pertenecen a otro escenario, un juego alejado de las necesidades de una economía jaqueada por la crisis de deuda, el Covid-19 y el shock del conflicto ruso-ucraniano, esto es, una suerte de economía de guerra que no soporta rivalidades y desacuerdos políticos con meras finalidades de reconocimiento electoral. Además de la amplia literatura local sobre el tema, el caso que nos ayuda a comprender estos fenómenos de alta inflación y los efectos que posee la política en ellos lo encontramos en el libro de Bruno (1993), cuyo sugerente subtítulo reza Therapy by Consensus, es decir, un consenso sobre la necesidad del consenso.

Referencias bibliográficas

Bruno, M. (1993), Crisis, Stabilization, and Economic Reform (Therapy by Consensus), Clarendon, New York, 1993.
Canitrot, A. (1975): “La experiencia populista de redistribución de ingresos”, Desarrollo Económico 15 (59), 1975.
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Damill, M., Frenkel, R. y M. Rapetti (2018), “Policy Brief: Was fiscal irresponsibility the cause behind the Latin American crises?”, IFT, CEDES [chrome- extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/http://www.itf.org.ar/pdf/lecturas/lectura60.pdf]
Diamand, M. (1983): “El péndulo argentino: ¿hasta cuándo?”, presentado en la Conferencia sobre Medidas de Cambio Político Económico en América Latina organizada por Venderbilt University, de Nashville, Tennessee, Estados Unidos. Luego, el Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social (CERES) lo editó en un folleto de circulación restringida.
Fanelli, J.M., y R. Frenkel (1989), “Políticas de Estabilización e Hiperinflación en Argentina”, Documentos Cedes;(31),1989.
Frenkel, R. (1979): “Decisiones de precio en alta inflación”, en Desarrollo Económico, Vol. 19, Nº 75, octubre-diciembre, pp. 291-330.
_________ (1980), “El desarrollo reciente del mercado de capitales en la Argentina”, en Desarrollo Económico, Vol. 20, Nº 78, julio-septiembre, pp. 215-248.
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Olivera, J.H.G. (2010), Economía y Hermenéutica, EDUNTREF, 2010.





Notas:

1) Notemos que este caso trata con que “la oferta de determinados bienes deja de ser elástica y sus precios tiene que subir al nivel necesario, cualquiera que sea, para desviar la demanda en otras direcciones”. Si le agregamos la inflexibilidad al descenso de los precios monetarios, al menos en el corto plazo, se describe claramente la hipótesis estructuralista de la inflación. Keynes (1983), p.266.
2) Ver al respecto, Keynes (1929 a y b). Anticipando nuevamente al estructuralismo, el autor polemiza con Rueff y Ohlin acerca de las dificultades que exhibían la estructura productiva y la del comercio internacional de Alemania, para generar el superávit externo que permita honrar las reparaciones de guerra.
3) Ver Olivera (2010), Cap.4.
4) Íbid., Cap. 6.

Autorxs


Luis Blaum:

Licenciado en Economía Política (UBA) y Magíster en Epistemología, Metodología e Historia de la Ciencia (UNTREF). Dirige el Centro de Investigación y Docencia en Economía para el Desarrollo (CIDED- UNTREF).