El conocimiento como instrumento de soberanía

El conocimiento como instrumento de soberanía

La ciencia y la tecnología están atravesadas por intereses concretos y poderosos. La dependencia tecnológica produce dependencia económica, política y cultural. Para evitar esto es necesario que el Estado juegue fuerte, desarrollando proyectos públicos de envergadura destinados a resolver necesidades estratégicas, sociales y económicas.

| Por Martín A. Isturiz |

A menudo, en el imaginario colectivo la investigación científico-tecnológica está instalada como una tarea altruista en la búsqueda desinteresada de la verdad y para contribuir al conocimiento universal. Además, esa mirada la asocia a la neutralidad, en un marco de mejoramiento del bienestar general.

Sin embargo, la ciencia, y la tecnología en particular, están atravesadas por intereses concretos y poderosos en donde lo aséptico de esas imágenes es sólo una ilusión. La realidad ofrece pujas de poder que involucran, entre otras cosas, la apropiación privada del conocimiento público, hecho que determina el poder subyacente de la ciencia y la tecnología.

Poder que se manifiesta en los liderazgos que se establecen habitualmente a través de espacios académicos, empresas o corporaciones multinacionales o de Estados, a partir de los cuales se direccionan desde los temas de moda o la adecuación de la jurisprudencia a sus intereses, hasta el destino de créditos o la implementación de procesos productivos, entre otras cosas.

Todo ello como consecuencia, en principio, del poder intrínseco de la tecnología que, asociado a la capacidad de lobby y de cooptación de las corporaciones, cuando no a través de acciones ilegales, se manifiesta o expresa en núcleos de poder que, como todos sabemos, llegan hasta remover gobiernos sin mayores dificultades.

Sin embargo, poco de esto se discute en los claustros académicos en donde la ausencia de pensamiento crítico es predominante, aspecto más notorio y acentuado a partir de mediados de la década de los ’70.

Veamos dos ejemplos que han sucedido en nuestro país tanto como para evitar abstracciones y poder visualizar estos procedimientos de sometimiento de la ciencia y la tecnología a la lógica del poder.

Uno de ellos es el cultivo de soja, en donde desde mediados de la década de los ’90 no sólo nos venden la semilla transgénica sino el herbicida adecuado para poder sembrarla, más las máquinas para hacer siembra directa y luego para recolectarla. Todo esto, además, a través del pago de “royalties” asegurado a través del reconocimiento de patentes. Esos eficientes paquetes tecnológicos que habitualmente prescinden de las condiciones básicas de salubridad, de preservación del medio ambiente o de la soberanía alimentaria de un país, entre otras cosas, más que proyectos económicos algunos autores los consideran poderosos instrumentos de dominación, aspecto con el cual coincido plenamente.

Otro ejemplo autóctono es el que sucedió a principios de la década de los ’90, cuando el ex embajador de los Estados Unidos en la Argentina, Terence Todman, sugirió al entonces presidente Menem la desarticulación total del plan Cóndor II, un proyecto de alta tecnología destinado a la construcción de misiles que, más allá de su uso militar, tenía un perfil civil como futuro lanzador de satélites, en un proyecto en el cual ya se habían invertido millones de dólares. Para ser breve, la historia terminó con la destrucción del Cóndor II y la exportación de las partes del misil a España.

Así podemos ver cómo a través de paquetes tecnológicos o de presión política de un Estado se introduce, por un lado, tecnología con pago de “royalties”, y por otro se priva de desarrollos tecnológicos propios por razones estratégicas de países centrales, o ante la posibilidad de una eventual competencia internacional en el futuro.

Veamos un tercer caso para comprender que a veces las cosas no son tan lineales y tienen aristas más complejas. El mismo está relacionado con la producción pública de medicamentos, vacunas y productos médicos, tema que cuenta incluso con una ley que la promueve –ley Nº 26.688–. Cuando esa ley todavía era un proyecto, a nivel parlamentario hubo cartas de dos cámaras empresarias de laboratorios de capitales nacionales –CILFA y Cooperala– recomendando a los legisladores la inconveniencia de su sanción, aunque no asistieron a las audiencias públicas en las cámaras de Diputados y Senadores para justificar esa posición. Por otra parte, en este tema han sucedido hechos contradictorios, con muchos grises en el camino. Así, hubo tres emprendimientos para la producción pública de medicamentos apoyados por el gobierno. Uno fue un subsidio otorgado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner al Instituto Biológico de La Plata que permitió adecuar las instalaciones y producir medicamentos a valores de 80% menores que el mejor precio de mercado. Los otros dos fueron subsidios otorgados por el Ministerio de Ciencia y Tecnología –al Ministerio de Defensa y a la Facultad de Farmacia y Bioquímica, UBA– para adecuar y construir laboratorios de producción, respectivamente. Sin embargo, paradójicamente, desde el Ministerio de Salud nunca hubo decisiones que permitieran vislumbrar algún apoyo a estos emprendimientos cuando, por otra parte, fue muy activo para impulsar proyectos que beneficiaron al sector privado. Uno de ellos fue la construcción de una planta para producir vacunas antigripales –con el compromiso de compra por parte del Estado– por la multinacional Novartis, asociada a Biogénesis-Bagó y Elea, dos empresas del grupo Chemo/Insud, una multinacional de origen argentino que también fue favorecida para producir un medicamento contra el mal de Chagas –no sabemos a qué precio– y un anticuerpo contra el cáncer en el marco de un consorcio público/privado.

Más allá de lo que suceda en el futuro, este ejemplo nos permite observar que en el seno del mismo gobierno se han tomado decisiones claramente contradictorias, hecho probablemente no ajeno al tráfico de influencias de las corporaciones aunque con vacilaciones inexplicables por parte del poder político que, en otros rubros –por ejemplo: ley de medios audiovisuales–, avanza decididamente.

Si bien este accionar de las empresas o corporaciones no es novedoso, el mismo fue profundizado desde la instalación del neoliberalismo globalizador a mediados de la década de los ’70. Influencia que, aunque en menor medida, aún conserva nichos de poder que se expresan en el seno del mismo gobierno. Así, el neoliberalismo ganó la batalla ideológica e impuso la fantasía de la empresa privada ágil y eficiente por sobre la pública, corrupta, decadente y mal administrada. Por otro lado, impulsó la desregulación de la actividad económica, la apertura de los mercados internacionales, favoreció la especulación financiera e instaló al mercado como ordenador social frente al Estado protector y dirigista, para usar términos adecuados a esa ideología.

Las bondades de ese modelo han dejado lastres que no pueden pasar inadvertidos por nadie como los niveles de pobreza, indigencia, desindustrialización, deuda externa, extranjerización de la economía, privatización ostensible de la salud y la educación y el deterioro brutal en todos los órdenes de la vida cotidiana. En cuanto a la eficiencia de las empresas privatizadas de la que tanto se ufanaban –y se ufanan–, no hace falta más que mencionar lo que pasó con Correos y Telecomunicaciones, Aerolíneas Argentinas, Agua y Energía e YPF, entre otras. En síntesis, el neoliberalismo a través del negocio, el saqueo o el vaciamiento de empresas públicas que, obviamente, contó con complicidades internas y de no pocos medios de comunicación, condujo a una profundización de la dependencia económica y política con una resultante de severas consecuencias sociales. Hoy, esos mismos ideólogos locales, y otros que se les sumaron, ante cualquier adversidad cínicamente manifiestan que el Estado no controla como debería, cuando ellos mismos fueron los artífices –promotores y ejecutores– de su desarticulación en función de negocios, o negociados, propios.

Se podrá pensar que estos mecanismos de poder y dominación se expresan sólo en el ámbito de la tecnología pero no en el de las ciencias que, esencialmente, se dedican a estudiar las causas de los fenómenos sin tener como objetivo la utilización del conocimiento que generan.

Sin embargo, aunque no tan evidente como en el caso de la tecnología, esto no es así porque en la valoración del trabajo científico en los países emergentes como el nuestro se siguen las pautas de los países centrales, con todo lo que esto significa. A modo de ejemplo esto puede verse claramente en la metodología para evaluar la calidad de los trabajos que se realizan, un aspecto que parece banal pero que tiene consecuencias profundas porque responde claramente a pautas direccionadas desde los países desarrollados que generan verdaderas aberraciones académicas.

Así, en nuestro país, y en otros, la magnitud de la distorsión es tal que la mera publicación de papers ha sido instalada como un objetivo en sí mismo. Y más si la revista es de alto impacto. En consecuencia, la vieja frase “publish or perish” –publica o perece– está más vigente que nunca. Y esa es la forma en que son evaluados miles de investigadores/becarios en las diferentes disciplinas. Como consecuencia de ello, y en particular los investigadores jóvenes, se ven obligados a entrar en ese circuito infernal de la publicación de papers al cual deben adaptarse porque de ello depende, en muchos casos, su propia sobrevivencia ante la carencia de otros espacios laborales. Esta modalidad de evaluación para demostrar capacidades conduce inexorablemente a transformar un potencial espíritu crítico en un buen tecnócrata, porque probablemente muchos direccionen sus trabajos por los caminos de los temas predominantes, la alta tecnología sugerida implícitamente, la “modernidad” prometida o el reconocimiento académico –distinciones incluidas–, aunque absolutamente alejados de lo que pasa en su propio medio.

Además, la diferente valoración de un paper cuando se publica en una revista de un país del primer mundo o en una local o regional conduce al investigador a adecuar sus trabajos y su agenda a la metodología dominante, hecho que desnaturaliza por completo la relación entre los científicos/tecnólogos con sus propias realidades. En otras palabras, mientras nosotros corremos con un Ford T y ellos con una Ferrari, nuestro objetivo es la ilusión de alcanzar a la Ferrari.

¿Ingenuidad o sometimiento? Cada cual podrá hacer su propia valoración pero, a mi juicio y en términos generales, el sistema de papers también es parte de una estructura de dependencia, poder y dominación. Menos visible, pero no por ello menos eficaz.

Algunas propuestas

El ex secretario general de las Naciones Unidas Kofi Annan decía: “En la actualidad, ninguna nación que desee formular políticas bien fundamentadas y adoptar medidas eficaces en relación con esas cuestiones puede darse el lujo de no crear una capacidad científica y tecnológica propia e independiente”.

Comparto esa opinión porque en la medida en que las políticas científicas y tecnológicas en nuestro país no se adecuen y orienten a resolver las problemáticas nacionales y regionales, sean estas estratégicas, económicas y sociales, no nos va a ir muy bien.

Actuar para resolver necesidades puede ser entendido por algunos como un pensamiento pragmático o utilitario, pero no es así, todo lo contrario. Ajustar las decisiones a esos objetivos no implica priorizar a la tecnología en desmedro de la ciencia, porque a nadie se le escapará que esos espacios son complementarios e interdependientes.

Esto ya lo decía Oscar Varsavsky hace más de cuarenta años:

“Por mi parte creo que hay un método de trabajo que prácticamente obliga a hacer ciencia autónoma razonable. Es el estudio interdisciplinario de problemas grandes del país, incluyendo una adaptación a éste de la enseñanza superior…”

“Estas cuestiones parecen ser superficialmente de ciencia aplicada pero, como siempre, en cuanto se quieren tratar en serio conducen a la investigación teórica original”.

Claro, conciso y contundente. Ahí está la esencia de lo que debería ser el eje fundamental de las políticas en ciencia y tecnología a implementar en nuestro país, cuyo despliegue conduciría, además de resolver necesidades propias, a generar tecnologías adecuadas a nuestros problemas y a establecer un verdadero sistema científico-tecnológico sólido y sustentable con la articulación necesaria en todas las ramas del conocimiento.

Pero ¿qué está pasando en nuestro país?

En los últimos años, a partir del 2003 y hasta 2011, el importante crecimiento económico a valores promedio de alrededor del 8% anual del PBI también se ha visto reflejado en el impulso económico más importante de las últimas décadas al sector científico-tecnológico. Sobre esa base de sustentación económica se establecieron los Planes Nacionales cuatrienales en donde los ejes fundamentales de las políticas en ciencia y tecnología fueron implementados por la ex Secretaría de Ciencia y Tecnología primero y por el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva después (a partir de diciembre de 2007).

Los ejes principales de estas políticas han sido dos:
1) Desarrollo de campos disciplinares (nanotecnología, biotecnología, TICs), principalmente en empresas privadas.
2) Promoción de la formación de consorcios público/privados, sobre la base de proyectos generados en el ámbito privado y subsidiados por el público.

En síntesis, una planificación con criterios esencialmente economicistas y direccionados al sector privado. Más allá de que eso sea necesario, esa estrategia ha sido claramente insuficiente y es muy vulnerable al accionar del poder económico, porque hay aspectos que pueden llegar a modificar el rumbo pretendido y que intentaré explicar brevemente.

Políticas sustentadas casi exclusivamente en el desarrollo de proyectos de base tecnológica en empresas privadas –mayoritariamente pymes– implica desarrollos acotados a generar un producto, un servicio, o una parte de ellos. Esa decisión se basa en la idea de que fortalecer emprendimientos de ese tipo, además de propender al desarrollo nacional, sería la manera de incorporar recursos humanos calificados generados por el sector científico que podrían direccionarse a emprendimientos tecnológicos. Sin embargo, en ese aspecto el modelo ha fracasado porque las pymes no han incorporado muchos científicos, ni lo harán. A lo sumo incorporarán operarios o técnicos porque los bienes o servicios generados por las pymes suelen ser soporte de proyectos de otras empresas de mayor envergadura y/o complejidad.

Este fracaso en la absorción de recursos humanos calificados se puede ver nítidamente con lo que pasó en el CONICET en el 2011, año en el que han quedado fuera del sistema y con posibilidades laborales inciertas más de 1.500 profesionales formados y doctorados en el país en diferentes áreas del conocimiento. Actualmente en el CONICET hay alrededor de 9.000 becarios, muchos de los cuales en los próximos siete u ocho años, de no implementarse medidas adecuadas, formarán parte de una legión de desocupados con una sola posibilidad, la emigración, con todo lo que eso significa para el país en términos económicos y sociales.

Por otra parte, la promoción de esos consorcios público/privados no contempla la eventual venta de esas empresas promovidas y subsidiadas. Un aspecto no menor si tenemos en cuenta el poder real de las multinacionales y el nivel actual de extranjerización de la economía argentina. Por eso, no sorprendería que una empresa subsidiada se vuelva competitiva y luego sea absorbida por corporaciones que operan en rubros múltiples. En ese caso las eventuales tecnologías “nacionales” desarrolladas quedarían en manos de una multinacional, la empresa en manos extranjeras y el subsidio público pasaría a formar parte de la renta empresaria del emprendedor que vendió su empresa, en un esquema en donde el sector público pierde todo. Por ello, un formato de este tipo que pretende ser un sistema de promoción corre el peligro de constituirse en un mecanismo de transferencia de fondos públicos a empresas privadas.

Y no sería extraño, porque en el escenario de mayor crecimiento económico de nuestra historia (2003-2011), gran parte de la burguesía local vendió sus empresas –Pérez Companc, Loma Negra, Grafa, Acindar, Gatic, Quilmes, etc.– refugiándose en la producción agropecuaria antes que arriesgar y hacer frente a los competidores.

De ahí que ante una burguesía de poco vuelo el Estado debería reemplazarla, porque hay conocimiento suficiente en muchas áreas, aunque poco aprovechado. Pero llama poderosamente la atención que desde el área de ciencia y tecnología, salvo muy pocas excepciones, no haya proyectos públicos de envergadura destinados a resolver necesidades nacionales y/o regionales estratégicas, sociales o económicas, hecho que permitiría que ese sector privado históricamente con ausencia de proyectos industriales autónomos, a veces como furgón de cola de las multinacionales, esencialmente rentista y ducho en la fuga de capitales, pudiera “colgarse”.

Por todas estas razones el impresionante poder que hoy exhibe la ciencia y la tecnología debería ser una materia de discusión permanente en el seno no sólo de la comunidad científica o de un partido político, sino de toda la sociedad.

Porque hoy gran parte del poder real reside en el dominio de la ciencia y de la tecnología. Y la dependencia tecnológica es la causa directa de muchas otras como la económica, la política y la cultural que, en conjunto y de no tomar medidas, pueden sepultar las mejores buenas intenciones de cualquier gobierno de turno.

Por eso, el estudio y conocimiento de este tipo de temáticas debería formalizarse en todas las carreras de grado en las universidades nacionales, tanto para concientizar a los más jóvenes acerca de la importancia estratégica del conocimiento como para alertarlos acerca de las influencias de muchos grupos “nacionales” que cantan muy bien el Himno y se ponen escarapela las fechas patrias pero que, en la hora de la verdad, lo único que direcciona su accionar son sus propios intereses.

Porque, más allá de apoyar al sector privado, la única manera de empezar a salir de todo esto es generando tecnologías públicas propias en las distintas ramas del conocimiento. Y esto se puede llevar a cabo promoviendo, financiando y articulando adecuadamente a todos los organismos científicos-tecnológicos y a las universidades en función de generar proyectos de investigación científica o tecnológica tendientes a atender y resolver las problemáticas nacionales o regionales.

De otra forma, con políticas públicas endebles o vacilantes, los buenos organismos y universidades que tenemos podrán ser cooptados –si ya no lo están– por empresas de cualquier porte, naturaleza o nacionalidad, y se convertirán en modernos y competentes prestadores de servicios calificados, pero nunca llegarán a ser un instrumento adecuado y digno para intentar alcanzar alguna cuota necesaria de soberanía como país.

Autorxs


Martín A. Isturiz:

Investigador Superior del CONICET, Academia Nacional de Medicina.