Introducción

Introducción

| Por Julio César Neffa |

Este número de Voces en el Fénix presenta una visión sintética de la situación del mercado de trabajo argentino hasta comienzos de la década actual. Buscamos hacer un aporte para promover la discusión sobre temas que son de mucha actualidad y en los cuales el análisis y la interpretación de la realidad varían según el marco teórico adoptado. La redacción estuvo a cargo de docentes e investigadores con una composición pluridisciplinaria para abarcar una realidad muy compleja y dinámica. Los mismos han sido convocados según su especialidad aceptando orientaciones teóricas pluralistas. La temática incluye la situación demográfica, la evolución del empleo y las categorías del mercado de trabajo, los ingresos y las políticas públicas en materia laboral y social, así como también diversos aspectos de la salud y de la vida de quienes trabajan.

Los trabajos dan una visión de síntesis sobre esas dimensiones y proponen temas para una agenda de políticas laborales y sociales, en vías de contemplar un “desarrollo con rostro humano”.

¿Cuáles son los grandes temas abordados?

El cambio demográfico que experimenta la Argentina pone de manifiesto el “bono demográfico”, el cual consiste en la reducción de las tasas de natalidad, un fuerte crecimiento de la población en edad activa, en especial las mujeres y el aporte de la migración internacional que rejuvenece la pirámide poblacional. Sin embargo, en el largo plazo, se ciernen ciertas amenazas sobre el sistema previsional contributivo.

La evolución del empleo asalariado registrado desde 2002 y hasta 2021 se relaciona con la evolución de la economía (por ser pro-cíclico), y se pueden identificar tres etapas muy contrastadas: crecimiento (2002-2011); estancamiento (2011-2018), y caída (2018-2021). Sin embargo, debido a la heterogeneidad estructural, todas las ramas de actividad no evolucionaron de la misma manera, destacándose por una parte las diferencias operadas entre empleos registrados y no registrados y la preponderancia de las actividades terciarias y de servicios con respecto a las directamente productivas, y en particular la industria manufacturera.

El ciclo económico argentino es irregular e impacta sobre el empleo; desde los años 70, en uno de cada tres años disminuyó el PIB, así como las tasas de inversión con repercusiones sobre el empleo. Según la EPH, a partir de 2003 y hasta 2008 se observó un mejoramiento sensible en materia de empleo, desempleo, subempleo y trabajo no registrado, pero desde entonces se fue haciendo más lentamente. A partir de 2011 se nota un progresivo estancamiento, observándose hasta 2020 la permanencia de un elevado porcentaje de trabajo no registrado, la disminución de las tasas de asalarización, el estancamiento de la cantidad y proporción de trabajadores asalariados y el aumento del trabajo precario, así como de monotributistas y autónomos. En ese período las tasas de desempleo y sobre todo de subempleo tendieron a crecer, al mismo tiempo que los trabajos de baja calidad. Durante la pandemia se perdieron muchos puestos de trabajo, pero más que aumentar el desempleo, lo que creció fue la inactividad. La situación comienza a mejorar en 2020, pues el PIB vuelve a crecer, y en el cuarto trimestre de 2021 la situación de las tasas era: actividad: 46,9%, empleo: 43,6%, desempleo: 7%, empleo no registrado: 33,3 por ciento.

Pero es necesario destacar que desde hace una década se estanca el empleo asalariado registrado en el sector privado junto con el crecimiento sostenido del empleo público. Con respecto al nivel de instrucción, entre los ocupados predominan los que tienen mayor cantidad de años de escolaridad (secundario completo y más).

Siguiendo la categoría de género, durante la crisis de 2020 cayó fuertemente el empleo de las mujeres, al igual que en el resto de América latina; luego se recupera y su tasa de empleo llega a ser del 36,6% a fines de 2021. El trabajo de las mujeres está signado por la discriminación y la desigualdad porque, a pesar de las políticas activas emprendidas, persiste la división sexual del trabajo; todavía hay trabajos y empleos que se consideran “femeninos”, que tienen una menor recompensa monetaria (pues hay desigual salario por igual trabajo) y un escaso reconocimiento moral y simbólico. Las investigaciones sobre el trabajo de cuidados –tareas que no siempre son compartidas dentro de la unidad familiar– han puesto de manifiesto que la duración efectiva del trabajo de las mujeres empleadas se ha incrementado, aumentando su fatiga y dificultando su movilidad social en virtud de la existencia del “techo de cristal”.

Los jóvenes tienen tasas de desempleo tres veces más elevadas que el promedio, no solo por la escasa oferta de empleos sino por las deficiencias e insuficiencias en materia de calificaciones que arrastran del sistema escolar y debilitan sus “chances” para acceder a un empleo. Es elevada y creciente la cantidad de quienes no estudian, no trabajan y no buscan empleos, proceso dramático porque muchos jóvenes tienen así comprometido su futuro y el de sus familias. Considerando jóvenes a los que tienen entre 15 y 29 años, aumentó su presencia en actividades educativas, tal vez por el impacto de la AUH, y bajaron las tasas de actividad, sobre todo en los estratos de menores ingresos, los cuales se vieron muy afectados por la pandemia ya que predominaron los trabajos precarios con bajos salarios en una economía estancada, heterogénea, en contextos segmentados generadores de desigualdad. Actualmente, debido a la recuperación de la actividad, se observa su crecimiento dentro de la PEA.

En cuanto a las categorías ocupacionales, el sector de asalariados fue menos dinámico que el de los cuentapropistas y los patrones. Fruto del cambio del modo de desarrollo desde 1975 hasta la actualidad y de la irregular tasa de crecimiento del PIB, desde la segunda mitad de la década pasada la cantidad de empleadores registrados en el SIPA comienza a descender. Al mismo tiempo, quienes tienen un “verdadero empleo” –estable, registrado y con garantías de estabilidad– ya son la minoría sobre el total de la PEA. Dentro de la PEA asalariada, el trabajo no registrado (TNR) creció desde el cambio del modo de desarrollo en 1975-76.

Luego de la implosión del régimen de convertibilidad (2002), el TNR alcanzó su pico máximo (casi la mitad de los asalariados se encontraron en esa situación), luego disminuyó fuertemente hasta la crisis financiera internacional (2007-08), desde allí se mantuvo estable y actualmente representa un tercio de los asalariados. Se observa un crecimiento de los trabajadores autónomos, aunque desde 2015 este se estanca. Crecen también, aunque más lentamente, los monotributistas. Solo un largo ciclo de crecimiento elevado y sustentable, que genere empleos registrados y de calidad, puede contribuir a revertir la situación.

Los ingresos reales de los trabajadores en relación de dependencia –en pesos y en dólares– han variado mucho en la última década. Los trabajadores no registrados han sido los más perjudicados, así como los empleados públicos nacionales, provinciales y municipales. Los incrementos salariales determinados por los convenios colectivos y las decisiones gubernamentales se adoptan con posterioridad a conocer el índice de precios, sin llegar a superarlos porque no hay retroactividad. Este deterioro tiene una estrecha relación con los procesos de apreciación y devaluación cambiaria, la inflación y los shocks exógenos debido a la permanente restricción externa.

La elevada inflación que vuelve a padecer la Argentina desde las décadas pasadas es de carácter estructural y multicausal, da lugar a la concentración y desigualdad de ingresos, erosiona los salarios y las prestaciones sociales, hasta el punto de que actualmente el salario mínimo vital y móvil representa aproximadamente la mitad de la canasta básica total.

La desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza ha venido creciendo hasta el punto de que aproximadamente un tercio de la población esté en situación de pobreza medida según ingresos, porcentaje que sería mayor si se la estimara incorporando otras dimensiones como las condiciones de vida y el acceso a los servicios públicos. Se trata de un problema estructural que se ha consolidado desde el golpe militar de 1976, cuando la economía se concentró y se extranjerizo aún más que antes bajo la dominación de las grandes corporaciones transnacionales. Este proceso impacta sobre el trabajo remunerado (registrado o no registrado), el trabajo precario y las riquezas naturales deteriorando el medio ambiente. Como ya se mencionó, esta situación da lugar a que haya “trabajadores que son pobres aunque trabajen” y que en particular la situación de las condiciones de trabajo y de vida de las mujeres y los jóvenes se deterioren.

Los aumentos del desempleo, subempleo demandante, trabajo no registrado y la precariedad presionaron hacia abajo las tasas de salario, redujeron el nivel de vida e impidieron el crecimiento de afiliados a los sindicatos. Esto disminuyó su poder de negociación en los convenios colectivos, debiendo recurrir al apoyo del Estado para mantener sus derechos y mejorar ingresos.

La situación del mercado de trabajo y la caída en términos reales de las remuneraciones y prestaciones sociales han generado permanentes y elevados índices de pobreza e indigencia medidos según los ingresos monetarios. Estos índices, que disminuyeron desde 2003, se mantienen actualmente en un alto nivel, afectan mayormente a las mujeres jefas de hogar con hijos a cargo y a más de la mitad de los niños y jóvenes.

La pobreza es objeto de muchas investigaciones en paralelo al INDEC por parte del ODS de la UCA, siendo definida como un proceso de empobrecimiento generalizado, en un marco económico inestable y con un ritmo inflacionario vertiginoso. Pero el país asumió el compromiso de erradicarla en el marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). La pobreza y la indigencia presentan marcadas oscilaciones que acompañan la inestabilidad de la economía argentina y sus grandes crisis. Por ejemplo, entre 2018 y 2019, la pobreza monetaria se incrementó del 25,3% al 35,5%, proceso que afectó más a las mujeres jefas de hogar con niños a cargo. Las provincias del norte del país, la región de Cuyo y el conurbano bonaerense tienen tasas de pobreza superiores al promedio nacional. Esta situación se relaciona directamente con la situación del mercado de trabajo y los ingresos del grupo familiar, en especial debido a las caídas del salario real. Por eso un tercio de las familias urbanas ha solicitado acceder a programas sociales de transferencias de ingresos.

El sistema previsional argentino estuvo diseñado y reglamentado para ser principalmente contributivo (sistema “bismarkiano”). Así, el acceso a la cobertura se encuentra condicionado a la acreditación de al menos 30 años de aportes y cumplir con la edad jubilatoria, por lo cual se excluye a los que tuvieron empleos no registrados, fueron desempleados de larga duración, trabajadores familiares no remunerados con pocos años de aportes. Por esa causa, la cobertura previsional de la población mayor de edad se estancó en torno al 61% entre 2002 y 2004, pero luego llegó al 85% en 2010, incorporando a muchas mujeres que no habían tenido ingresos durante su vida activa: “la jubilación de las amas de casa”.

Para hacer frente a la situación de los adultos mayores e incluirlos en el sistema previsional, se adoptaron moratorias flexibilizando los requisitos para acreditar años de servicios y de aportes. También crecieron fuertemente las pensiones por invalidez, a personas incapacitadas para trabajar que no podían solicitar jubilación por no contar con años o aportes jubilatorios. Todas estas medidas se adoptaron por fuera del derecho a acceder a la previsión social por la condición de haber cotizado. Los ingresos previsionales se vinculan con las desigualdades salariales y laborales y las diferencias entre el tramo mínimo y el tramo máximo puede ser de hasta 7 veces. Los incrementos por sumas fijas del haber mínimo han dado lugar a un “achatamiento de la pirámide”. En 2014 se legisló una nueva moratoria previsional y se creó la Pensión Universal para el Adulto Mayor (PUAM), con un monto por debajo de la prestación jubilatoria mínima, incompatible con otra prestación y que no genera derecho a pensión ante el fallecimiento de la persona jubilada.

A mediano plazo estas tendencias cuestionan la sustentabilidad del actual sistema contributivo de seguridad social por varias causas: la reducción de los aportes patronales decididos durante la convertibilidad, la elevada proporción de trabajadores no registrados, los “regímenes de privilegio” y la insuficiencia de los aportes al sistema previsional para cubrir las prestaciones. Se está frente a una alternativa: o continúa el deterioro del ingreso transferido a las personas mayores, o el sistema deberá financiarse con otros recursos, pues la recaudación contributiva solo representa cerca del 40% del financiamiento del sistema.

Se verificó el aumento de la desigualdad social, en términos de acceso al bienestar material y al reconocimiento de derechos, pues dentro de la población económicamente activa (47% del total), no todos están registrados ni tienen acceso al sistema de seguridad social y a la “asistencia al empleo y al desempleo”. Hay diferencias de género pues quedan excluidos el 56% de las mujeres y casi el 40% de los varones, por tener un trabajo no registrado, dado que los empleadores no hacen los aportes correspondientes y otros son monotributistas, autónomos o trabajadores precarios. Las “políticas sociales” impactan sobre las condiciones de vida e inciden en la distribución secundaria del ingreso, pero no se agotan en la asistencia, el “asistencialismo” y las políticas contra la pobreza. Estas repercuten sobre las condiciones “materiales” de vida personales y colectivas, la sociabilidad y la integración. Los autónomos deben hacer aportes con sus propios recursos para acceder a la protección de su salud y prever el retiro. Se creó un componente no contributivo en el sistema de asignaciones familiares a través de la Asignación Universal por Hijo (AUH), que en diciembre de 2021 alcanzaba a 2.478.127 titulares. La falta o insuficiencia de ingresos monetarios suficientes y regulares quedó demostrada al iniciarse la pandemia, con la masiva demanda al lanzarse el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), con tres cuotas de 10.000 pesos que alcanzaron a aproximadamente 8,9 millones de beneficiarios/as representando cerca del 1% del PIB. El Programa Protección Trabajo (PPT) que en marzo de 2020 contaba con 562.858 titulares, alcanzó a 1.276.705 en diciembre de 2021 (más 67%). Pero el incremento de los recursos fiscales destinados a financiar los planes sociales está condicionado por las cláusulas del acuerdo firmado con el FMI.

Los trabajadores desocupados y excluidos se organizaron en numerosos movimientos sociales que, con diferente orientación política, periódicamente se movilizan masivamente en las calles presionando a los gobiernos con similares objetivos: el aumento de la cantidad de planes sociales y sobre todo de sus montos, de la tarjeta alimentaria para obtener bienes de consumo con bajo costo, apoyo económico para los comedores y merenderos que funcionan en los barrios populares para combatir la indigencia y cada vez con mayor frecuencia piden una vigorosa acción del Estado para que se creen suficientes empleos registrados para tener acceso a la seguridad social. Recientemente, sus directivos piden que se instaure ahora el salario básico universal ya sea de manera definitiva o hasta que se generen empleos estables.

Cabe señalar que los programas sociales adquirieron en total más importancia presupuestaria que las políticas de empleo, y crecieron desde 0,1% del PBI en 2002 al 4,5% en diciembre 2021. Y su gestión evolucionó de manera diferente. Entre 2002 y 2021 los beneficios otorgados por Desarrollo Social aumentaron mucho y son hoy casi 3 millones; los del Ministerio de Trabajo cayeron 85% siendo en 2021 120.000, y las prestaciones de la ANSES crecieron 95,6% entre 2010 y 2021, pasando de 4,6 millones a 9 millones de beneficiarios.

Las políticas de empleo formuladas desde el Ministerio de Trabajo están inspiradas por la OIT, distinguiendo entre políticas activas y pasivas, políticas para el empleo y políticas de empleo, y tratan de actuar en coordinación con los demás ministerios para promover la inversión pública y la inversión privada, fortalecer la producción nacional y las exportaciones con valor agregado y estimular el consumo basado en las políticas de ingresos. Durante la pandemia tuvieron lugar el programa de Asistencia a la Producción y el Trabajo (ATP), la prohibición de despidos y suspensiones, así como el aumento de monto del seguro por desempleo. Actualmente funcionan unas 600 oficinas de empleo municipales que trabajan en red, con un portal de empleo, cubriendo más del 80% de la población económicamente activa, para hacer posible la intermediación laboral.

La salud de quienes trabajan enfrenta graves problemas en un sistema mercantil. Se instauró durante la convertibilidad el Sistema de Riesgos del Trabajo a cargo de compañías de seguros (ART). Pero sobre una población económicamente activa (PEA) de 13.590.421 personas en 2022, las ART dan cobertura solo al 69% de los trabajadores ocupados y asalariados, quedando desprotegidos los trabajadores cuentapropistas, informales, precarizados, así como el 7% de la PEA desocupado. Si estos desean contar con esa protección, entonces deben pagarla.

Incluso durante la pandemia, la SRT notificó un total de 489.925 casos de accidentes de trabajo y enfermedades profesionales durante el año 2021, y 564 fallecimientos, de los cuales 314 ocurrieron en lugar y ocasión del trabajo, y 250 fueron accidentes de trayecto. El 63% de las enfermedades laborales se diagnostican por fuera del Sistema de Riesgos del Trabajo, dando lugar a una alta litigiosidad, con resultado incierto, y grandes demoras para dictar sentencias.

Para que el trabajo sea saludable, se debe promover la salud y la seguridad en los lugares de trabajo, así como la cultura de la prevención, controlar las condiciones y las exposiciones peligrosas en el trabajo, en especial las sustancias cancerígenas y las que alteran la reproducción, así como las condiciones de trabajo que dan lugar a trastornos músculo esqueléticos. Se requiere fortalecer tanto la capacidad de diagnóstico como los sistemas de información, la vigilancia epidemiológica y la investigación de las enfermedades, de los accidentes y las muertes en el trabajo para controlar sus causas y definir los riesgos psicosociales, las formas de prevención, diagnóstico y tratamiento. Para ello, se debería adecuar la legislación a los convenios 155 y 187 de la OIT que ya fueron ratificados por el Parlamento.

La salud de los que trabajan no ha mejorado sensiblemente, porque las instituciones mercantiles (ART, compañías privadas de seguros) creadas para gestionar los riesgos del trabajo ponen más el acento en la reparación de los daños antes que en la prevención. En la Argentina, la estructura jurídica vigente en materia de accidentes de trabajo y enfermedades profesionales, que data de 1972, no es preventiva y no se ven los problemas de la salud y seguridad en el trabajo como una cuestión de salud pública. No tienen cobertura los trabajadores informales y los no registrados.

Visibilizar y prevenir los riesgos psicosociales en el trabajo es otra asignatura pendiente sobre lo que tanto las empresas como las organizaciones públicas y privadas muestran cada vez más preocupación, dado el ausentismo, la rotación y los pedidos de cambio de lugar de trabajo, entre otras manifestaciones. Las investigaciones han demostrado que quien trabaja es todo el ser humano y no solo su cuerpo. Los cambios en el modo de desarrollo han intensificado el trabajo poniendo en evidencia la existencia de esos riesgos que se manifiestan de formas muy variadas: a través de depresiones, trastornos músculo esqueléticos, burnout, violencia física y verbal, discriminación, conflictos interpersonales y obstáculos para hacer un trabajo de calidad, provocados por el contenido y la organización del proceso de trabajo. El resultado es el sufrimiento que posteriormente se somatiza.

Pero los trabajadores no registrados no acceden al sistema de riesgos del trabajo ni al de desempleo, ni tampoco al de obras sociales. En la Argentina, los riesgos psicosociales generados por los procesos de trabajo (RPST) quedan entonces reducidos a la experiencia individual del trabajador, se han naturalizado, permanecen invisibilizados y ni siquiera son mencionados ni reconocidos por la legislación. Por eso no son incluidos en la negociación colectiva y quienes son víctimas de los RPST a causa de su trabajo, no tienen acceso a la prevención ni la reparación del sistema de riesgos del trabajo, quedando el tratamiento a cargo de su obra social, la prepaga o el presupuesto familiar. Estos riesgos psicosociales en el trabajo se explican por el contenido y la organización del proceso de trabajo y afectan la salud física, psíquica y social de todos los que trabajan. Si se quiere asociar a los trabajadores a tareas de prevención se deberían instaurar por ley nacional los Comités Mixtos en Salud, Seguridad y Condiciones de Trabajo para cumplir con los convenios y recomendaciones de la OIT ratificados por el Parlamento.

Con frecuencia, cuando el análisis de este tema se hace exclusivamente desde la ciencia económica, situados en el actual modo de desarrollo y en un contexto de crisis estructural, se subestima la importancia del mercado de trabajo considerándolo solo como un subproducto determinado por el desarrollo de las fuerzas productivas, desconociendo la trayectoria histórica, la fuerza de las instituciones y las normas laborales. Pero además ignoran otras cuestiones: 1) que la existencia de fuerza de trabajo calificada que busca emplearse puede crear condiciones para estimular las inversiones y la productividad, 2) que los salarios no son solo un costo de producción, pues dinamizan la demanda y son la condición para la adecuada reproducción de la fuerza de trabajo de toda la población y 3) que es el trabajo humano el que genera el valor.

El contexto macroeconómico y las lógicas de producción y de acumulación pueden ser analizados apoyándose en diversas teorías y modelos cuyas hipótesis sobre el comportamiento de las variables y sus consecuencias sobre el mercado de trabajo difieren sensiblemente. El mercado de trabajo está fuertemente relacionado con la economía y la política, pero con solo el crecimiento económico no alcanza para evitar su degradación, al tiempo que se agudizan los conflictos económicos y sociales.

El ciclo económico argentino es muy irregular desde los años 70, pues en uno de cada tres años disminuyó el PIB, al mismo tiempo que las tasas de inversión. Se trata de una economía de mediano tamaño, semiindustrializada y dependiente que está fuertemente condicionada por la restricción externa. Según el enfoque neoclásico, que es el dominante en nuestras universidades, el equilibrio del mercado de trabajo está condicionado a que funcionen con total libertad los mercados, sean bajos los salarios y flexible la legislación laboral y previsional para así estimular a los empresarios a invertir. Pero en los períodos durante los cuales esas políticas se aplicaron, el resultado no fue precisamente el pleno empleo sino elevadas tasas de desempleo, caída de los salarios reales y finalmente una crisis con estancamiento, y elevados índices de pobreza y precariedad. De allí la importancia de buscar un reemplazo de dichas teorías y recurrir al pensamiento heterodoxo con políticas públicas de Estado y elaborar planes y programas con el consenso de los actores sociales, para estimular el cambio científico y tecnológico, la inversión y una producción sustentable que genere suficientes nuevos empleos registrados saludables, con salarios adecuados.

Autorxs


Julio César Neffa:

Investigador Superior del CONICET en el CEIL y Prof. Emérito de la U.N. de Moreno, y en la UNLP, UNNE, FLACSO y Favaloro.