Arte e historia en los museos: nuevos y viejos desafíos

Arte e historia en los museos: nuevos y viejos desafíos

Los museos fueron diseñados para consolidar el sentimiento de pertenencia de la población a una comunidad nacional, por lo que las decisiones acerca de qué exhibir son en primer lugar políticas y en segundo lugar estéticas. Para mantener viva esta función es necesaria la permanente actualización de las colecciones, volviendo fundamental el vínculo entre donantes, coleccionistas o benefactores y el Estado.

| Por Laura Malosetti Costa |

El origen de los museos de arte y de historia en la Argentina se inscribe en un momento –la segunda mitad del siglo XIX– que ha sido llamada “la era de los museos”. Fue el momento de auge de este tipo de instituciones que adquirían entonces un extraordinario prestigio e impulso en los centros urbanos de Europa, las Américas, y –como ha revelado la circulación de publicaciones recientes– otras regiones del planeta como Japón, Australia y Nueva Zelanda. Fueron lugares privilegiados de formación de ciudadanos en un momento de consolidación de las naciones, así como de mundialización del arte, tanto antiguo como moderno. En ese contexto, los museos de arte y de historia fueron diseñados para la educación de los sentidos y la sensibilidad hacia las formas del arte y la consolidación de sentimientos de pertenencia a una comunidad nacional.

A pesar de que a lo largo del siglo XX se vaticinó muchas veces su desaparición a manos de las nuevas tecnologías de la comunicación y los medios audiovisuales, los museos siguen siendo hoy instituciones que concitan el interés de públicos cada vez más amplios, mantienen un alto valor simbólico y son territorio de disputas, no sólo en relación con los relatos que ponen en escena sino también en cuanto a su sostenimiento y renovación de las colecciones, concurso de cargos directivos, administración, etcétera.

Si bien se han considerado en general en su especificidad, y pocas veces se piensan en conjunto, las relaciones entre el Museo Histórico Nacional y el Museo Nacional de Bellas Artes fueron de interés recíproco e intercambio de piezas en sus comienzos. Hoy un abismo parece separar sus destinos y su trayectoria. Tanto el Museo Histórico Nacional (fundado en 1889) como el Museo Nacional de Bellas Artes (fundado en 1895) tuvieron en su origen la idea de que eran necesarios para educar a la población: exhibían de un modo espectacular el arte y la historia, las glorias pasadas, y los logros del presente, en relatos que ubicaban a los ciudadanos en una idea de nación unida y pacificada y en un concepto de cultura mundial.

Sería demasiado ambicioso pretender abarcar en estas reflexiones también a los museos de ciencia, a los cuales ha dedicado una reveladora línea de investigación Irina Podgorny, a quien me remito. Pero digamos que, en su origen, los primeros museos nacionales, provinciales, escolares, no tuvieron tan claramente trazadas las fronteras entre arte, ciencia e historia.

De hecho, buena parte de las colecciones del Museo Histórico Nacional son obras de arte: pinturas, esculturas, dibujos y grabados en cuya valoración pesó más el valor documental que el estético. En este sentido, la correspondencia entre los dos primeros directores, Adolfo P. Carranza (MHN) y Eduardo Schiaffino (MNBA), da cuenta de los diversos argumentos con los cuales ambos colaboraron mutuamente, ya sea asesorando para la adquisición o encargo de una pintura, o sugiriendo que una obra pasara de uno a otro museo.

En un principio, el MHN fue pensado como un altar laico de la patria. Un relicario que contendría las reliquias de los héroes de la Independencia, y en particular de José de San Martín. El primer director, Adolfo P. Carranza, escribió innumerables cartas a familiares de esos próceres y coleccionistas pidiendo piezas para completar el relato del museo. En muy poco tiempo la colección del MHN creció exponencialmente con una inmensa cantidad de donaciones. Cambió en pocos años dos veces de sede para albergar todos esos objetos, y finalmente quedó establecido en el edificio de la Quinta de Lezama, donde hoy se encuentra.

Las pinturas, sin embargo, y en particular los retratos de esos héroes de la Independencia, fueron lo que más interesaba a Carranza. Esas imágenes pondrían un rostro y una estampa a los personajes recordados allí. No ahorró esfuerzos en conseguir retratos “originales” en la medida de lo posible: retratos para los cuales hubiera posado el modelo. También encargó pinturas que evocaran hechos históricos, batallas, juramentos, primeras misas, escenas que constituían hitos en los relatos de nación que se estaban escribiendo y que se difundían como parte de la currícula escolar: el abrazo de San Martín y Bolívar, la jura de la Independencia, el Cabildo Abierto de 1810, la primera ejecución del Himno en casa de Mariquita Sánchez de Thompson, etc., fueron adquiridos y encargados no sólo por Carranza sino también por varios de los sucesivos directores del MHN que le sucedieron.

En los primeros años de existencia de ambos museos (de arte y de historia) hubo un intelectual que pensó al MHN en un contexto mundial: Ernesto Quesada. Miembro del Ateneo de Buenos Aires, y gran viajero cosmopolita, Quesada escribió y publicó varios textos referidos a los dos museos y sobre todo al modo en que el MHN debía encarar la selección de los objetos a exhibir y la calidad de sus representaciones desde un punto de vista estético. Propuso que algunas piezas clave fueran intercambiadas (cosa que se hizo al poco tiempo) y evidentemente asesoró al primer director del MHN en cuestiones fundamentalmente museográficas y estéticas.

Podría decirse que desde la década de 1940, luego de la gestión de Alejo González Garaño (también coleccionista de arte y gestor del primer y único catálogo) el MHN ha sufrido un descuido y sobre todo una parálisis importante. Prácticamente no ingresaron nuevas piezas al museo, no se hicieron adquisiciones ni se estimularon donaciones. El museo quedó cristalizado en el siglo XIX. Ha sido muy difícil y arduo comenzar a recomponerlo, contando con la colaboración de historiadores, historiadores de arte y diseñadores de montaje, bajo la gestión de José Antonio Pérez Gollán.

Creo que es imprescindible pensar los objetos del MHN no sólo como testimonios o vestigios sino también en su dimensión estética, que hace a su eficacia (o falta de eficacia) como lugares densos de significación que se sostienen y se activan en la memoria de los visitantes.

En ese sentido, no sólo cómo se exhiba sino también qué se decida exhibir resulta fundamental. Y me parece que las decisiones acerca de qué exhibir son en primer lugar políticas y en segundo lugar estéticas.

Resulta ineludible en un museo histórico nacional tomar posición respecto de qué historia se relata a las nuevas generaciones. No sólo porque la primera visita al MHN deja una marca indeleble en la memoria, sino también porque en buena medida los adultos que visitan el MHN también esperan ver allí qué versión de la historia se transmite a las generaciones más jóvenes. Es decir: la función didáctica del MHN es ineludible. La experiencia estética debe estar supeditada a esa función.

Pero, tal vez con mayor fuerza que en otras naciones latinoamericanas, en la Argentina la historia es vivida con verdadera pasión desde la política. Hay un permanente juego de oposiciones que atraviesa como un hilo conductor las miradas hacia atrás en el tiempo buscando filiaciones para las propias ideas políticas.

A riesgo de simplificar mucho, podría enumerar algunos puntos fuertes de ese juego de oposiciones que a lo largo del tiempo fueron operativos (algunos todavía lo son) en el ciudadano común: Buenos Aires/las provincias, ciudad/campaña, pueblos originarios/colonizadores europeos, barbarie/civilización, unitarios/federales, rosistas/antirrosistas, criollos/inmigrantes, peronistas/antiperonistas, etc. Hoy se habla de “revisionismo” e “historia liberal” ignorando décadas de trabajo de investigación histórica e historiográfica en el CONICET y las universidades, y poniendo al descubierto algunas de esas marcas culturales atávicas.

Es inútil pretender ignorar ese juego de pasiones políticas pues está subyaciendo incluso nuestras discusiones y vacilaciones a la hora de pensar en un guión para el MHN aun cuando la comunidad de historiadores ha trabajado mucho y trabaja aún críticamente sobre estos juegos de oposiciones.

Entonces, ¿qué lugar de intervención debería elegir el MHN respecto de esa disputa tan evidente por la interpretación de la historia nacional?

Tal vez, precisamente, tomar ese problema como hilo conductor del guión. Trabajar críticamente sobre esa fisura que recorre la cultura y –didácticamente– invitar a desarmar ese juego de polaridades a partir de la investigación histórica y de una política sistemática de actualización de la colección estimulando donaciones y haciendo algunas adquisiciones.

Podemos pensar que el MHN de Carranza fue sanmartiniano porque fue San Martín el personaje elegido por esa generación de historiadores como prenda de unión, no involucrado en las guerras civiles. Tal vez esta generación de historiadores deba pensar un MHN profundamente involucrado en la historia que siguió a la gesta sanmartiniana, con un relato que transite la peligrosa cornisa y logre movilizar a los visitantes con un relato crítico, que invite a reflexionar y desarmar esas dicotomías tan fuertes que alimentan imaginarios pasionales.

Quisiera, por otra parte, referirme a Eduardo Schiaffino y su lugar de intervención no sólo en la dirección del MNBA sino también como polemista, involucrado con pasión en los debates respecto del arte en la ciudad, el emplazamiento de monumentos, la adquisición de obras para el museo, etc. Tuvo Schiaffino una vocación polémica, que no ahorraba ironías ni agudezas para ejercer una crítica demoledora y ejemplar, y escribía con la energía crítica de quien está persuadido de estar llevando adelante un proyecto público en el que creía con firmeza. Y que dedicó, por ejemplo, un libro a discutir –entre otras cosas– el emplazamiento que se había dado al Pensador de Rodin, sosteniendo que parecía una mosca caída en un plato de leche, en medio de la desierta Plaza Lorea. Una polémica que volvió a abrirse luego de la vandalización de ese espléndido bronce mal emplazado.

Desde los años ’70 y ’80 del siglo XX hubo en todo el mundo una revitalización de las instituciones museográficas, con el aporte en muchos casos de nuevas líneas de investigación en teoría e historia del arte, así como nuevas estrategias de marketing y dispositivos de exhibición y atracción de grandes públicos. En esos años en la Argentina –y en casi toda la América latina– largas dictaduras pusieron a esas instituciones en una crisis difícil de superar. El MNBA, sin embargo, ha tenido desde el fin de la dictadura una serie de renovaciones, cambios en el diseño del montaje y el guión museográfico, catalogación y puesta en valor de su patrimonio. El Museo Histórico Nacional, en cambio, ha tenido grandes dificultades que persisten hasta hoy.

Finalmente quisiera retomar aquí la idea de François Mairesse (traducido recientemente por la Fundación TyPA) de la naturaleza necesariamente híbrida, contractual del museo como institución. Partiendo del concepto de don de Marcel Mauss, Mairesse reflexiona sobre el origen mismo de la idea de museo como un don: algo que se regala o se cede a otros sin esperar nada a cambio pero estableciendo la base de un respeto, una valoración o un reconocimiento que sostendría las relaciones sociales de ahí en más.

Desde ese lugar, puede pensarse que el vínculo entre donantes, coleccionistas o benefactores y el Estado no sólo es posible sino necesario. Tanto como lo es el vínculo entre la institución museo y su público.

Autorxs


Laura Malosetti Costa:

Dra. en Historia del Arte por la UBA. Investigadora Principal del CONICET. Directora de la Maestría en Historia del Arte Argentino y Latinoamericano del IDAES – UNSAM.