Un país mal unido

Un país mal unido

Hoy, a 30 años de la recuperación democrática, nuestro federalismo está vivo y es muy fuerte. Sin embargo, siguen sin alcanzarse los objetivos de pluralidad e igualdad originalmente planteados. El patrón geográfico de desarrollo en la Argentina no ha cambiado prácticamente en dos siglos de historia. A continuación, un lúcido análisis sobre la distribución de poder en nuestro país.

| Por Matías F. Bianchi |

La Argentina es un país vasto, heterogéneo y profundamente desigual. El mantenimiento y profundización de esta dimensión geográfica de la desigualdad es una de las principales deudas de estos 30 años de democracia ininterrumpida.

Específicamente, este artículo intenta repasar el desempeño del federalismo, en tanto instituciones que regulan la relación de las provincias entre sí y entre las provincias y el Estado Nacional con el objetivo explícito de encontrar un desarrollo relativamente homogéneo dentro de esta diversidad, durante este período.

Si bien ha ido mutando a lo largo del tiempo, desde 1983 el federalismo argentino muestra peculiaridades que le son únicas: la combinación de una concentración geográfica de su economía y población –la más alta de cualquier otro país federal–, con una mayoría de provincias periféricas que son políticamente fuertes, y a su vez fiscalmente débiles y profundamente dependientes de recursos nacionales.

Aquí se sostiene que al observar las dinámicas emergentes de este período, lo que vemos es una continuidad en las diferencias económicas entre regiones, una concentración del poder político al interior de las provincias, y una falta de cooperación política y de coordinación de políticas entre niveles de gobierno.

Este diagnóstico intenta mostrar una agenda de trabajo para transformar a las relaciones entre niveles de gobierno en herramientas para lograr una estrategia concertada de desarrollo sostenible y geográficamente inclusivo.

Distribución geográfica de recursos políticos y económicos

Halperin Donghi nos alertaba que la Argentina ha sido siempre un país mal unido, en donde la realidad de las provincias periféricas tiene poco que ver con la de las provincias centrales, ya sea en su oferta de bienes públicos, de oportunidades económicas, cultural y hasta de competitividad de sus regímenes políticos.

Estas diferencias tienen larga data: ya a principios del siglo XIX, con el creciente dinamismo del puerto de Buenos Aires y la decadencia de las provincias del interior atadas a la economía colonial, se comenzaba a avizorar una tendencia que jamás pudo revertirse. Esa disparidad fue justamente la principal fuente de las tensiones y guerras que llevaron a plasmar el carácter federal de nuestro sistema político. El mismo fue producto de la rebelión de los caudillos del interior contra la preeminencia porteña que concentraba cada vez más recursos políticos y económicos en su territorio. Es así como el federalismo se pensó como mecanismo para organizar esas relaciones con el objetivo de mantener cierta unidad en esa diversidad, garantizando un gobierno central fuerte, aunque con el poder político descentralizado, que pudiera moderar el poderío de Buenos Aires.

Con el comienzo del siglo XX la situación mutó: el Estado nacional fue centralizando más recursos administrativos y fiscales en sus manos y, debido a la gran inestabilidad política y los golpes militares, ambos factores volvieron al federalismo irrelevante.

Durante ese período, aun con los cambios en la composición económica del país de la mano del modelo agroexportador y luego el industrial de sustitución de importaciones, se continuó manteniendo y hasta profundizando la concentración geográfica de recursos humanos y productivos en la región pampeana.

Ya en la década del 1940, Alejandro Bunge afirmaba que la Argentina se había desarrollado en forma de un abanico donde la mitad de la riqueza nacional se encontraba a un radio de menos de 600 kilómetros del puerto.

Siete décadas más tarde, esa afirmación todavía tiene validez. Actualmente la ciudad y provincia de Buenos Aires concentran casi la mitad de la población y más de la mitad del producto bruto interno del país. Cuando Córdoba, Santa Fe y Mendoza se le agregan al grupo, juntos representan el 67% de la población y más del 80% de la economía y las exportaciones del país. Estas provincias tienen economías diversificadas, industrializadas y de servicios.

Por otro lado, las provincias del Norte, donde vive más de un cuarto de la población del país, participa sólo en un 13% de la economía nacional, y su ingreso per cápita es la mitad del de las provincias centrales, al mismo tiempo que los niveles de pobreza son el doble. Un tercer grupo de provincias son las patagónicas, donde sólo vive el 5,5% de los argentinos pero su participación en la economía es del doble, teniendo niveles de pobreza de un tercio del de las provincias del Norte. La mitad de esas provincias viven centralmente de la exportación del petróleo y minerales, de industrias subsidiadas y del turismo. En síntesis, el patrón geográfico de desarrollo en la Argentina no ha cambiado prácticamente en dos siglos de historia, salvo el caso de las provincias más jóvenes de la Patagonia.

Lo curioso es que el federalismo argentino estimula una importante redistribución geográfica de recursos políticos y fiscales, especialmente a partir de 1983. Con la recuperación de la democracia, el federalismo volvió a tener vitalidad gracias a la vuelta en vigor de los partidos políticos, la representación de las provincias en el Congreso nacional, la estructura de división de poderes y la vigencia de las Constituciones provinciales.

Estas instituciones favorecen a las provincias, especialmente a las más pequeñas. Las provincias no sólo tienen el derecho de escribir sus propias Constituciones, sino que el sistema electoral establece que son las principales arenas en las contiendas electorales. Allí se eligen no sólo los gobernadores, intendentes, concejales, legisladores, sino también a los diputados y senadores nacionales –sólo en otros dos de 17 países federales en el mundo sucede esto–. De la misma manera, las provincias están a cargo de los calendarios electorales, que pueden hacen coincidir o no con el nacional según preferencias circunstanciales. Y los líderes locales determinan el orden de las listas, organizan las campañas electorales para gobernadores, legisladores provinciales, nacionales y municipales. Básicamente, manejan la carrera política de casi todos los políticos del sistema político argentino. A su vez, los partidos políticos, hasta la reciente ley de Partidos Políticos del 2009, podían estar presentes en una sola provincia y presentar candidatos a legisladores nacionales y con sólo tener presencia en 5 distritos era suficiente para presentar un candidato a presidente. Todos estos factores fortalecen la territorialización de la política y desnacionalización del sistema de partidos.

Además, el poder legislativo nacional también favorece a las provincias más pequeñas. En ese mismo 1983 se estableció un mínimo de 5 diputados por provincia en la Cámara de Diputados y un límite de 70 para Buenos Aires, generando una gran distorsión al principio de proporcionalidad. Es decir, las 19 provincias más despobladas, con un 30% de la población eligen a la mitad de la Cámara de Diputados. En el Senado, donde todas las provincias están representadas en igualdad de condiciones, eligiendo 2 cada una y luego 3 desde el año 2001, estas provincias controlan cuatro quintos de la misma.

En el ámbito fiscal también se favorece a las provincias pequeñas –incluyendo a las patagónicas que justamente no son las más pobres–. Desde la década de los ’60 existe una tendencia creciente en que la mayoría de los impuestos son colectados por el Estado nacional y luego redistribuidos a las provincias.

Las provincias en la Argentina están a cargo de casi la mitad del gasto público, pero colectan en promedio el 20% del total. Aquí también hay una gran variación entre provincias: mientras la ciudad de Buenos Aires colecta alrededor del 95% de sus necesidades fiscales, Formosa o Santiago del Estero lo hacen en menos del 10%. Esta brecha vertical –la más alta de todas las federaciones del mundo– es cubierta por transferencias de recursos desde el nivel nacional.

La principal fuente –alrededor del 75% de los recursos transferidos anualmente– es la Coparticipación Federal de Impuestos. La misma, bajo el principio rector de “equidad y solidaridad” entre provincias, prevé una distribución secundaria que favorece a las provincias más pequeñas. El resto es cubierto por transferencias discrecionales por parte del gobierno nacional.

La Ley de Coparticipación actual data de 1988, cuando un Congreso nacional dominado por el peronismo logró, frente a un Alfonsín debilitado, una ley que amplió el porcentaje transferido a las provincias –mayoritariamente gobernadas por gobernadores peronistas–. En los ’90, un Menem fortalecido con apoyo en ambas cámaras, logró imponer dos pactos fiscales que recortaron transferencias a las provincias a la vez que les transfirieron más responsabilidades administrativas. Otra fuente de ingresos fiscales para las provincias son las remesas de petróleo o minería, que, como pocos países del mundo, en la Argentina pertenecen a las provincias.

Desde el lado de los gastos, a partir de los años ’70 la Argentina experimentó un proceso de descentralización administrativa hacia las provincias, la más fuerte en toda América latina. Hoy las provincias están a cargo de áreas cruciales para el desarrollo a futuro como la educación primaria y secundaria y la salud.

La distancia entre la capacidad fiscal de las provincias y sus responsabilidades administrativas es donde subyace la clave de las dinámicas del federalismo argentino.

Dinámicas y resultados

Las complejas relaciones entre provincias políticamente fuertes, con amplia autonomía, pero que han adquirido nuevas responsabilidades administrativas, y con alta dependencia fiscal del centro, han marcado el patrón de gobernabilidad de la Argentina de estos 30 años de democracia.

Este ha ido cambiando en la relación de fuerzas centrífugas y centrípetas del federalismo argentino, pero hay algunas continuidades que vale la pena marcar.

El primero y más evidente es la alta concentración de poder dentro de las provincias, especialmente en manos de los gobernadores. Aprovechando la autonomía política, 22 de 24 provincias han reformado sus Constituciones entre 1983 y 2011 y todas incluyeron reformas que ampliaron el poder de los gobernadores, ya sea incluyendo la reelección de su cargo, cambiando las legislaturas o las reglas electorales. En 1983 no había reelección de gobernadores pero para el año 2011, 21 la tenían, algunas de manera indefinida. Gobernadores con 3, 4 o 5 mandatos consecutivos no son la excepción. También ayuda a concentrar el poder dentro de las provincias el sistema electoral D’Hont, que en distritos con pocos cargos en juego –básicamente en 19 provincias– opera como un sistema mayoritario.

Sumados a la centralidad económica del Estado en provincias pequeñas donde el Estado provincial es el principal empleador, inversor y consumidor, la pluralidad del sistema político se pone en jaque. Este punto tiene importantes consecuencias en la democracia a nivel provincial, con una gran heterogeneidad de regímenes, muchas con características difícilmente etiquetables como democráticas debido a su muy bajo nivel de competencia política, alto clientelismo, y control de medios de comunicación y cooptación de poderes del Estado. Pero de esto se ocupa el artículo de Jacqueline Behrend en este número.

Yo quiero concentrarme en otro fenómeno igualmente sorprendente: la persistencia y profundización de la desigualdad interprovincial. El ingreso per cápita de Buenos Aires es hoy siete veces el de Formosa, la diferencia más grande de cualquier otro país federal. Las provincias del Norte han disminuido su participación en la economía nacional desde 1983 hasta la fecha; si bien las patagónicas han aumentado su participación, pero esto es centralmente explicado por el crecimiento de las remesas petroleras, especialmente en el caso de Neuquén. La oferta de infraestructura, educativa, de recursos humanos y económicos sigue el mismo patrón de concentración que hace un siglo atrás. Aquí llama profundamente la atención la falta de una política de desarrollo territorial teniendo en cuenta la gran redistribución de recursos políticos y económicos que el federalismo argentino provee a las provincias más pequeñas.

Considero que mucho tienen que ver en esto las dinámicas políticas emergentes del federalismo.

Por un lado, el patrón de gobernabilidad incentiva un comportamiento rentístico a nivel provincial tanto de los líderes políticos como por parte de los empresarios. El comportamiento rentístico radica en que las políticas de desarrollo tecnológico, de productividad o innovación son desincentivadas. Las principales fuentes de crecimiento de recursos para las 19 provincias más pequeñas son mediante regalías minero-petroleras y de transferencias fiscales de la Nación. Es decir, no dependen del desarrollo productivo de las provincias sino de su capacidad extractiva o de negociación con el gobierno nacional.

La dependencia fiscal de las provincias, emparentada con la alta responsabilidad administrativa de las mismas, hacen que gran parte de las energías políticas provinciales sea puesta en conseguir más recursos del gobierno nacional.

Es por ello que los gobernadores invierten más en propaganda política y redes clientelares para tener la fortaleza necesaria para negociar recursos, obras o inversiones. Lo mismo para el sector privado, donde la mayoría de los principales actores económicos son contratistas del Estado.

Otra dinámica resultante entre gobiernos provinciales desesperados por recursos fiscales del gobierno nacional y este último que necesita el apoyo en el Congreso para poder gobernar –y cada vez más debido a la desnacionalización del sistema de partidos políticos–, es una negociación mezquina por supervivencia y no de diálogos programáticos de desarrollo del territorio nacional. El efecto resultante es el escaso nivel de cooperación entre Nación y provincias. Cuando el Presidente no posee una coalición geográficamente diversificada y tampoco tiene los recursos fiscales para comprar voluntades provinciales, se vuelve peligrosamente débil, sufriendo bloqueos legislativos, profundizando crisis económicas, pudiendo llegar a crisis institucionales fuertes. En la década de los ’80 Alfonsín utilizó la importante discrecionalidad fiscal imperante para sortear las dificultades políticas. Sin embargo, con el fracaso del plan Austral y la merma electoral en 1987, los líderes peronistas le lograron torcer la muñeca e imponer una nueva ley de Coparticipación muy favorable a las provincias. Luego, ya con problemas económicos acuciantes, Alfonsín no tenía la espalda suficiente para retomar la iniciativa política y renunció antes de que terminara su mandato.

De la Rúa se encontraba en una situación similar, donde tenía como interlocutores privilegiados a la “liga de gobernadores” para acordar las principales políticas y, al perder la iniciativa política, tuvo que renunciar anticipadamente en diciembre del 2001.

Por el contrario, cuando el Presidente tiene apoyo en las provincias, su poder es inusualmente fuerte. Con la recuperación económica y el control partidario a principios de los años ’90, Menem centralizó el poder político y económico disciplinando a gobernadores, logró descentralizar responsabilidades a las provincias sin transferirles los recursos y obtuvo el apoyo para reformar la Constitución nacional en 1994.

El principal problema es que los resultados de políticas regionales rara vez dependen de la coordinación de políticas de desarrollo entre niveles de gobierno y centralmente dependen de la imposición de unos u otros según el balance de poder. La creciente federalización del sistema de partidos también impone desafíos a la hora de coordinar políticas. Hoy los principales partidos se han desarrollado como una confederación de alianzas entre líderes provinciales poderosos y bastante autónomos.

Es muy costoso para un presidente armar liderazgos nacionales, hay muchos más actores con los que dialogar y negociar donde hay baja disciplina aun dentro del partido gobernante. Cada vez más, y esto es patente en ésta década de kirchnerismo, se depende centralmente de la espalda fiscal del gobernante nacional.

La literatura del desarrollo territorial, haciendo énfasis en la información y recursos limitados de los actores, subraya la necesidad de involucrar cooperativamente a los diferentes actores y niveles de gobierno que intervienen en los procesos productivos. Cada uno aporta conocimiento, experiencia, recursos y especialización necesaria para generar estrategias de desarrollo de largo plazo. Liderazgos compartidos, identificación de necesidades y capacidades y la concertación en un modelo de desarrollo son considerados fundamentales para desarrollar economías competitivas. Esto es especialmente importante cuando se piensa en un país con las dimensiones y heterogeneidad de la Argentina.

Sin embargo, este tipo de políticas históricamente han escaseado donde las principales políticas de desarrollo industrial han sido pasivas, descansando en exenciones impositivas, o activas pero verticales desde el gobierno nacional y de carácter muy puntual –no casualmente muchas han sido realizadas durante gobiernos militares–.

Las dinámicas actuales hacen muy difícil el desarrollo de relaciones cooperativas ya que las mismas se han definido en base a una imposición de un nivel de gobierno sobre el otro o, por lo menos, a acuerdos políticos cortoplacistas, donde la necesidad de coordinar políticas complejas de desarrollo territorial escapa al alcance de la proyección política.

Kirchnerismo

Durante la última década, el balance de poder cambió. El Estado nacional ha ganado terreno y nuevas políticas han emergido. Con la recuperación económica comenzada en 2003 y el crecimiento de los precios internacionales de los commodities cambió la ecuación económica en la Argentina. Por un lado, la torta fiscal se duplicó, pasando del 16% a más del 30% de la economía nacional, brindando un mayor músculo al Estado como actor dentro de la economía. Además de este crecimiento, ha habido una fuerte recentralización de recursos en el Estado nacional ya que los impuestos a las exportaciones no son coparticipables.

Es así como el gobierno ha podido reestatizar empresas, los fondos de pensiones y a su vez tener una mayor inversión pública con medidas tales como la Asignación Universal por Hijo, el Plan Conectar Igualdad o el más reciente de viviendas Procrear. Es interesante notar cómo durante este período las agencias nacionales tales como la AFIP, el PAMI y la ANSeS han aumentado su presencia en las provincias, y llevado inversiones directamente al territorio, muchas veces implementándolas a través de los municipios. Esta característica trajo dos innovaciones.

Por un lado, esta fortaleza fiscal les ha permitido a los gobiernos de Kirchner y Fernández de Kirchner rebalancear a su favor las relaciones con las provincias, creando una nueva coalición política multipartidista, pero sobre todo pudiendo intervenir hasta en el armado de listas locales y rompiendo así los cercos políticos provinciales, a un punto nunca alcanzado por otro presidente desde el retorno a la democracia.

La segunda es la emergencia de los gobiernos municipales como actores relevantes. A nivel agregado, los municipios han duplicado su participación en el gasto público y aumentado radicalmente la composición del mismo, con mayor presencia de gasto en infraestructura y capital –en gran medida por el fondo de la soja–.

Este factor ha permitido, desde mi punto de vista, una mayor pluralidad política al interior de las provincias en tiempos recientes. En las últimas elecciones del año 2011 y las recientes del 2013 hemos podido ver cómo los intendentes han crecido políticamente, muchas veces contestando el poder a gobernadores.

Sin embargo, la dinámica del juego político no ha cambiado con el kirchnerismo; los niveles de coordinación y cooperación siguen siendo muy bajos y el mantenimiento de coaliciones políticas sigue dependiendo centralmente del liderazgo y capacidad política del Presidente.

Ideas finales para una agenda de reformas

Este artículo contradice el enunciado vox populi de que el federalismo en la Argentina es una “farsa” o “inexistente”. Nuestro federalismo está vivo y es muy fuerte. El problema no es mayor o menor federalismo, sino que este no funciona de acuerdo con los objetivos de pluralidad e igualdad originalmente planteados. Tres décadas de vida democrática parecieran no haber mellado en estas diferencias estructurales que muestran estas Argentinas diferentes, disociadas y muchas veces conflictivas. Es por ello que mirar en perspectiva nuestra historia reciente nos permite tomar apuntes para una agenda de transformación para una Argentina diversa pero integrada.

El alerta no es que se redistribuye mucho o poco, o que los gobernadores provinciales tienen mucho o poco poder, sino que los incentivos están alineados para toma de decisiones con criterios políticos de alianzas cortoplacistas. Se debe utilizar la creatividad para pensar en políticas de desarrollo activas, consensuadas entre los niveles de gobierno y los actores productivos.

A su vez, el problema no es tanto la cantidad de recursos que se transfieren sino cómo y con qué destino, para así evitar que sean la fuente de financiamiento de elites políticas locales con vocación de perpetuidad.

Los incentivos de las reglas de juego son escasos pero también sabemos que, siguiendo a Hannah Arendt, la acción política (la “archein” griega) basada en voluntad y el imaginario, tienen la capacidad ilimitada de transformar realidades.

Autorxs


Matías F. Bianchi:

Licenciado en Ciencia Política, UBA. Master en Estudios Latinoamericanos de Oxford, Inglaterra. Master en Políticas Públicas de Sciences Po, París, Francia. Doctor en Ciencia Política de Sciences Po, París. Director del portal Asuntos del Sur.