Los encantadores de la pampa. Transformaciones de la elite agraria en la Argentina moderna
De la mano de un paradigma distinto, este sector logró reconvertirse para mantener y consolidar su posición de dominación. De “oligarquía terrateniente” a “empresarios”, líderes locales de un nuevo modelo global: el agronegocio.
| Por Carla Gras y Valeria Hernández |
Las autoras codirigen el Programa de Estudios Rurales y Globalización (www.peryg.com) en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la UNSAM, y han publicado: La Argentina rural. De la agricultura familiar a los agronegocios (2009); El agro como negocio: Producción, Sociedad y Territorios en la Globalización (2013); Radiografía del nuevo campo argentino: del terrateniente al empresario transnacional (2016).
En la Argentina del siglo XXI, el agro se ha consolidado como el sector central del modelo económico. A pesar de las tensiones que los gobiernos kirchneristas mantuvieron desde 2008 con el llamado “campo”, la expansión agropecuaria se mantuvo. Con la llegada del gobierno de Cambiemos, que encontró en los actores medios y concentrados de la actividad un núcleo definitorio de apoyo, la posición medular del agro como eje del modelo de desarrollo no deja lugar a dudas. No discutiremos aquí las implicancias que ello tiene en términos medioambientales o sociales, sino que focalizaremos en reponer el proceso de construcción de liderazgo emprendida por sus principales actores. Mostraremos los pilares simbólicos y materiales que fueron movilizando las elites agrarias desde la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad para mantenerse y renovarse como vanguardia y orientar el modelo de desarrollo del sector. Comenzado por una elite que se hizo eco de la crítica lanzada al “terrateniente parásito” para contraponerle un liderazgo anclado en el imaginario moderno del empresario, hasta otra elite, la del agronegocio, cuyo modelo se basa en el gerenciamiento de activos de diverso tipo y que se ve jugando en el mercado global.
Un poco de historia
Durante buena parte del siglo XX, el rol de los grandes terratenientes fue interpelado social y políticamente. Fuera por constituir la base de una economía pujante pero socialmente excluyente (la gran expansión agropecuaria pampeana, 1870-1910), fuera por considerarlos un freno al desarrollo por despilfarrar las rentas extraordinarias en las que cimentaban su riqueza (durante el llamado estancamiento, 1930-1965), los terratenientes fueron acusados de ser el mayor obstáculo para la inversión tecnológica, desde posiciones y actores disímiles (socialistas, justicialistas, e incluso los sectores industriales más concentrados). Diversas políticas públicas –para retener en manos del Estado parte del excedente agrario, proteger a los arrendatarios congelando los alquileres o promoviendo la expropiación, la subdivisión de grandes estancias y los créditos para la compra de tierra– fomentaron el modelo farmer para impulsar el crecimiento agropecuario. Sin entrar en un debate sobre la eficacia de estas medidas y la inexistencia de otras (reforma agraria), sí destacaremos la naturaleza política asignada en aquel contexto histórico a la concentración de la tierra.
Hacia principios de los años ’60, la prédica por una reforma agraria fue enarbolada desde organismos internacionales (la CEPAL y la Comisión Interamericana de Desarrollo Agrícola, por ejemplo), asociándola a otro elemento: la necesidad de una modernización tecnológica. Fue justamente sobre esta última que una franja de la tradicional clase terrateniente inició por entonces un proceso de reconfiguración identitaria y revisó su papel en el desarrollo nacional.
Del terrateniente al empresario
En 1957, un grupo de terratenientes de la región pampeana fundó el primer Consorcio Regional de Experimentación Agrícola (CREA), sobre el que luego se organizó la Asociación Argentina de CREAs (AACREA). Aunque también eran miembros de la Sociedad Rural, este grupo pensaba que resultaban necesarios cambios profundos en el sector agropecuario, cambios que debían ocurrir bajo su liderazgo. Sabían que recuperar el lugar de elemento positivo para la economía nacional requería recrear su actividad agropecuaria, sus espacios institucionales e identidades. AACREA constituyó ese espacio.
El terreno en el cual AACREA inscribió su accionar no fue el político-corporativo como venía siendo la tradición de la Sociedad Rural, sino el tecnológico, donde buscó construirse como “vanguardia”. La modernización tecnológica fue postulada como el vector de cambio: la solución debía pasar por hacer de las explotaciones agropecuarias verdaderas empresas modernas, impulsando la adopción de tecnologías y la integración del conocimiento científico en la gestión productiva, económica y financiera. Así reformulados los problemas del sector agropecuario, los debates en torno de la reforma agraria fueron desplazados.
Hacia inicios de los ’70, AACREA se enorgullecía de haberse afianzado como “punta de lanza” de un cambio “revolucionario” en la producción agropecuaria, que había permitido lograr un “salto productivo”, tal como evidenciaban los resultados conseguidos por sus miembros, ampliamente difundidos en jornadas técnicas y en su revista, y recogidos en la prensa nacional. Al hacerlo, afirmaba una autoridad sustentada en la técnica, reforzada por una construcción moral-religiosa que aunaba lo que estos terratenientes definían como “virtudes” empresariales y personales. La ejemplaridad técnica y empresarial que enarbolaban era reflejo de su ejemplaridad como personas y, por transición, como motores centrales de la economía nacional. Su liderazgo, entonces, no era producto de los recursos económicos que detentaban (la tierra), sino de virtudes trabajadas desde aquel doble registro.
Si bien durante los agitados años 1960/70 la idea de la oligarquía terrateniente y de la reforma agraria siguió permeando los debates políticos, AACREA había logrado dar lugar y congregar a una nueva elite, que podía presentar argumentos renovados para desestimar el cuestionamiento a la concentración de la tierra: el desarrollo del agro se dirimía en el ámbito de la técnica, permitiendo así difuminar las diferencias al interior de las franjas capitalistas agrarias.
Ciertamente, la sangrienta dictadura inaugurada con el golpe cívico-militar de 1976 acalló las voces que cuestionaban los privilegios de las clases propietarias. Poco después, y paradójicamente, el liderazgo de esta elite que se había construido como “vanguardia tecnológica” se verá interpelado al quedar descolocada frente a las innovaciones ligadas a las biotecnologías y las nuevas tecnologías informáticas.
El liderazgo interpelado: los dilemas que instala la Revolución Verde
La importancia asignada al desarrollo tecnológico como medio para aumentar la producción agrícola argentina (y su capacidad exportadora) estaba en consonancia con la primacía de la llamada Revolución Verde a nivel mundial. La misma involucró el uso de semillas híbridas y mejoradas, pesticidas, fertilizantes, mecanización de labores, todo lo cual otorgó un rol dominante a las empresas proveedoras de insumos. En un escenario donde el agro era cada vez más dependiente de las empresas transnacionales, el hasta entonces indiscutido liderazgo tecnológico de AACREA entre las franjas empresariales comenzó a erosionarse. AACREA insistía en mantener la ganadería en combinación con la agricultura, mientras que la demanda mundial hacía que sus miembros se volcaran en forma masiva a la última. Pero lo que de un modo nodal entró en crisis en la década de 1980 –y se acentuó en los ’90– fue la forma empresarial impulsada por AACREA desde su formación. La centralización del capital bajo la forma de propiedad se vio cuestionada por la mayor flexibilidad que impulsaba la subordinación de lógicas productivas y de gestión empresarial a la racionalidad del nuevo paradigma tecnológico y de una economía cada vez más globalizada.
La definición de una nueva lógica de organización empresarial conllevó tiempo, marchas y contramarchas. El nuevo arquetipo de empresa que el capitalismo post-Guerra Fría demandaba al agro argentino cristalizará a fines de la década de 1990, en lo que otra entidad técnica del agro, la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (AAPRESID), llamó el “paradigma agrícola de fin de siglo”. Será sobre este paradigma que la propia elite empresarial dará consistencia al modelo productivo que desde entonces domina este sector: el agronegocio. El liderazgo de la elite encarnada en AAPRESID no supuso, sin embargo, el ocaso de AACREA. Lejos de ello, su persistencia manifiesta un aspecto clave de la trama socioeconómica sobre la cual el agronegocio asentó su fortaleza: la articulación de jugadores de diverso perfil.
El nuevo espíritu empresarial: es la innovación, ¡estúpidos!
Creada en 1989 a partir de una convocatoria estrictamente técnica –la difusión del sistema de siembra directa–, AAPRESID llegó a posicionarse como núcleo gravitante del perfil de la elite agraria. Fundada por algunos miembros CREA, productores de la región núcleo, empresas de insumos, técnicos del INTA y de distintas universidades, AAPRESID hizo de la innovación su principal marca identitaria. Esta dirigencia se abocó a consolidar un modelo de empresa que transformó el modo de entender la actividad agropecuaria y los contornos del “negocio” liderado por los “empresarios innovadores”. El conocimiento –encarnado en las biotecnologías y las TICs– será el factor dinamizador del desarrollo agrario y principal causa de la exponencial expansión productiva del agro argentino a partir de fines del siglo XX. Protagonistas de la “segunda revolución de las pampas”, fueron quienes sentaron las bases del modelo de agronegocios, operando un quiebre radical con la lógica de acumulación de la gran propiedad terrateniente. A pesar de ser muchos de ellos grandes propietarios de tierras, esta condición estará “devaluada” en la ideología del individuo emprendedor. Esta primera distancia respecto de la figura clásica del terrateniente permitió presentar al agronegocio como renovación paradigmática del sector. Por más que en ambos casos se estimule la gran escala, el empresario innovador no requiere de su propiedad para controlarla y basa la competitividad en la gestión de dicho factor (vía arriendo u otras formas de vinculación con el propietario).
Uno de los más conspicuos referentes del modelo, Gustavo Grobocopatel, daba cuenta de ello al decir que “se destruyó el mito del terrateniente” para remarcar que su actividad se basaba en la movilización del conocimiento y la innovación tecnológica y organizacional. Entre las más notables está la apertura de la producción agropecuaria como opción de negocio para distintos tipos de capitales, en particular el financiero. En efecto, para esta elite, el “negocio” agrario va más allá de los circuitos tradicionales: la innovación consiste, justamente, en reorganizar la dinámica productiva, articulando toda la cadena de producción y estableciendo una trama agroalimentaria acorde con la dinámica contemporánea de la globalización.
En esta versión renovada y ultramoderna de empresario –que esta elite logró convertir en un horizonte deseable para gran parte de sus pares–, el eje del éxito estará en ese activo intangible y escurridizo llamado “innovación” pero sobre todo en el control y manejo de activos de terceros (organizando redes de negocio). El nuevo arquetipo de empresa será entonces la organización en pooles de siembra, fideicomisos, consorcios, redes, en fin, diversas y nuevas formas de control y subordinación de capitales y trabajo, a través de las cuales se toman tierras en alquiler y se contratan empresas de servicios para la realización de las distintas labores, sobre la base de capitales propios y de terceros. Son formas de organización empresarial que logran una gran flexibilidad, acorde con la volatilidad del capital, y que permiten su recomposición permanente en virtud de los contextos y oportunidades de negocio, desplegando su accionar más allá de las tranqueras y de las fronteras nacionales.
Más allá del campo… las redes transectoriales
El nuevo modelo de empresa tensiona el carácter familiar de la misma (típica del arquetipo de AACREA) y su referencia en el “campo”, al tiempo que redefine la relación del agro con otros sectores económicos, desde la industria hasta las finanzas, pasando por los servicios, el comercio, la ciencia, etc. Así, por ejemplo, una misma empresa puede coordinar la producción primaria, la elaboración industrial de alimentos en base a ese producto, el turismo rural en la zona de producción, la prestación de servicios de management a otras empresas menos desarrolladas.
En la nueva cosmovisión del negocio, lo agropecuario es uno de los tantos momentos/escenarios en que la empresa captura valor, pasando a ser lo más importante la capacidad de multiplicar dichos escenarios. De tal forma, los contornos del sector agropecuario se amplían para configurar “cadenas de valor”, que se integran en un clúster agroindustrial extendido. Según los líderes del agronegocio, el nuevo sistema torna anacrónica la tradicional representación “industria vs. agro”, convirtiendo al agro en traccionador de transformaciones sustantivas en otros sectores de actividad.
La elite del agronegocio también reclama para sí haber superado las dicotomías sociales basadas en la estructura de propiedad de la tierra; algunos de sus voceros han postulado incluso que el modelo de agronegocios es “democratizador”. Y lo ejemplifican señalando la multiplicación de empresas de servicios agrícolas que se constituyeron por la demanda de las grandes empresas gerenciadoras de tierras; la opción de ingresos para aquellos pequeños y medianos productores que, en dificultades para seguir produciendo, les alquilan sus campos; o la emergencia de nuevos tipos de servicios, hasta ahora ajenos a la producción agraria (como los informáticos, financieros, comerciales). Sobre la trama del agronegocio, se funda de este modo una nueva institucionalidad: las asociaciones por producto (Acsoja, Maizar, Asagir), las representaciones pluricategoriales (como la Mesa de Enlace), las empresas público/privadas y/o multisectoriales (como BioInta, BioCeres, los pooles de siembra o los fideicomisos). Esta trama les permitió generar nuevas solidaridades y alianzas, crear estrategias de comunicación y agentes de propaganda, así como ingeniosas modalidades de cooptación política.
En el mundo que construye la elite del agronegocio, el “productor”, para quien el campo era una forma de vida, es desplazado por el empresario-gerenciador, para quien el campo es un nodo, entre tantos otros, que conforman su holding. Parece claro entonces que el hombre nuevo del mundo agribusiness no tiene como aspiración social su integración a la clase terrateniente, sino que, siendo la flexibilidad un principio fundamental del nuevo sistema, brega por una ruralidad definitivamente globalizada.
Notas conclusivas
Desde la emergencia de AACREA, hemos observado una apelación por parte de la elite empresarial para legitimar su posición dominante en tanto vanguardia tecnológica capaz de conducir el desarrollo nacional y la integración exitosa en el cambiante mundo capitalista. Una y otra vez la elite agraria llamó a protagonizar “una revolución” pensada como cambio tecnológico y de mentalidades.
La revolución tecnológica que condujo AACREA entre fines de los años ’50 e inicios de los ’70 puede caracterizarse, siguiendo a Gramsci, como un modo de revolución pasiva (concesiones que las clases dominantes realizan para asegurar su posición hegemónica y no poner en peligro la lógica de reproducción del capital). En efecto, al asumir el estandarte de la tecnología como forma de saldar la politicidad de la cuestión agraria (neutralizando el debate sobre la tenencia de la tierra), esta dirigencia obró para poner al servicio de la producción agropecuaria todas las potencialidades de la ciencia y la tecnología, al tiempo que instaló la “cuestión tecnológica” como eje del debate sobre el modelo de desarrollo. Dicho de otro modo, en base a una tecnología construida como vector revolucionario que la hacía “punta de lanza” de “nuevas mentalidades”, la dirigencia de AACREA asentó su posición hegemónica, asegurando la dirección ideológica del desarrollo agrario. Los logros de la revolución liderada por AACREA fueron inequívocos tanto en lo productivo –después de tres décadas, el desempeño del sector agropecuario volvía a ser positivo– como en lo político, consolidando a la esfera tecnológica como ámbito autónomo de articulación del campo social.
Paradójicamente, la economía política del neoliberalismo condujo a esta elite a un callejón sin salida al ser subordinada por actores multinacionales. Quienes sí supieron articularse a la globalización fueron los “innovadores” nucleados en AAPRESID, erigiéndose en portavoces de una “segunda revolución”, la que en sentido estricto puede caracterizarse como una revolución conservadora (en este caso, las clases dominantes introducen cambios para incrementar el poder del bloque hegemónico y no simplemente para salvaguardarse frente al cuestionamiento de las clases subalternas –como sucedió con AACREA durante el período peronista–). En el proceso de cambio liderado por la dirigencia de AAPRESID, la tecnología fue reconceptualizada desde la noción de innovación y su actor económico desbordó el escenario agrario, imprimiendo a su acción una dinámica transectorial y global. Con ello, el rol de la tecnología como factor de producción se profundizó, fortaleciéndose su condición de referente normativo (racionalidad tecnocrática) en la resolución de problemas, por sobre otras racionalidades (políticas, sociales, culturales). Las nuevas tecnologías indujeron cambios con profundas consecuencias en el plano de las relaciones sociales y ecosistémicas; se profundizaron las lógicas concentradoras y se intensificó la producción, siguiendo la lógica del desarrollo capitalista en el agro.
Diversas voces alertan sobre los impactos de la tecno-ciencia al servicio del capital. La intensificación de la producción agrícola en el marco del modelo de agronegocios conlleva el agotamiento de recursos naturales, la destrucción de la biodiversidad y el avasallamiento de comunidades locales. Estos costos ambientales, sociales y culturales no son asumidos por ninguno de los actores del agronegocio. Ello tiene su correlato en la regulación de los territorios, observándose que los marcos jurídicos y normativos abordan la cuestión medioambiental y la dimensión sociocultural de manera desligada de la lógica productiva, cuyos efectos, sin embargo, se expresan directamente en estas dimensiones.
Otro resultado de estas nuevas fuerzas productivas sometidas a la ley de la mercancía (vía los derechos de propiedad intelectual) se vincula con su capacidad para reestructurar los patrones de producción agraria hacia una mayor especialización productiva. Si bien no se trata de un proceso novedoso en América latina, el agronegocio impulsa una nueva forma de inserción para estas agriculturas a través de la conformación de plataformas exportadoras especializadas en los países de la región. Su objetivo es la producción de materias primas que atiendan las demandas de consumidores globales (proteínas y energía), lo cual implica el desanclaje de la producción respecto de las necesidades de los propios países productores. Una consecuencia mayor de esta situación es que los precios de los alimentos básicos aumentaron de manera importante en el país, reponiendo en el centro del debate el tema de la soberanía alimentaria y, de manera más fundamental, el de la seguridad alimentaria lisa y llanamente.
Cómo y en qué medida estos elementos erosionan la hegemonía lograda por el agronegocio en la Argentina es un interrogante abierto. Una de sus fortalezas radicó en la capacidad de su elite para integrar a franjas propias que inicialmente no tenían visiones ni orígenes convergentes, tal como se observó al analizar el rol jugado por AACREA y AAPRESID. También para convocar a una variedad de actores (medianos productores, pymes de servicios agrícolas e informáticos, actores financieros e industriales, etc.), presentando como “asociaciones” a interacciones en las que muchas veces subyacen relaciones de subordinación. Sin dudas, la tendencia concentradora del modelo de agronegocios y sus “externalidades negativas” muestran a las claras cuál es la dinámica profunda que guía la historia del capitalismo. Pero lo que queremos subrayar es la construcción de poder –como toda construcción social, inestable– a través de la instalación del agronegocio como modelo hegemónico y orden social deseable. Restituir esa dimensión resulta central para interrogar el poder tanto en sus dimensiones materiales como ideológicas y simbólicas. También para iluminar sus puntos de fuga: subordinación al mercado internacional y frente a los grandes jugadores financieros; agotamiento de los recursos naturales por sobreexplotación; conflicto social por acaparamiento de tierra, concentración económica y uso de tecnologías contaminantes y excluyentes, entre otros.
Autorxs
Carla Gras:
(CONICET-IDAES) Licenciada en Sociología (Universidad de Buenos Aires), Doctora de la Universidad de Buenos Aires, Área de Geografía. Es Investigadora Independiente del CONICET en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad de San Martín. Sus investigaciones se inscriben en el campo de la sociología rural y se centran en el análisis de procesos de cambio agrario y sus relaciones con las transformaciones en la estructura social agraria. Contacto: carlagras@yahoo.com.ar.
Valeria Hernández:
(IRD-IDAES) Licenciada en Ciencias Antropológicas (Universidad de Buenos Aires), Magister y Doctora en Etnología y Antropología Social (EHESS, Francia), es profesora en la Universidad Nacional de San Martín e investigadora del Institut de Recherche pour le Développement. Desde un enfoque de antropología del conocimiento, ha investigado la producción, circulación y uso de la ciencia y la tecnología en los mundos contemporáneos. Contacto: valeanthropo@protonmail.ch.