¿Leales a quién? Sobre cómo las relaciones con los servicios de inteligencia están haciendo más opaca la Justicia
En la Argentina, el poder judicial federal y la estructura de inteligencia se encuentran imbricados por una red de vínculos y compromisos, con una agenda propia que incluye las disputas políticas y el armado de negocios. De tal modo, el sistema pierde capacidad de funcionar como espacio democratizador en el reclamo de derechos.
La degradación del sistema de justicia federal argentino está asociada a la cultura política que naturalizó y naturaliza el peso y la influencia que adquirieron la estructura de inteligencia y ciertos operadores como resultado de dos procesos problemáticos.
Por un lado, el sistema político utilizó la estructura de inteligencia como un canal para influir y manipular al poder judicial federal con fines diversos, lo que derivó en la articulación de una red capilar de operadores (no necesariamente “de” la inteligencia, pero sí asociada a ella) con llegada a jueces, fiscales y empleados judiciales que fue adquiriendo un peso que define las reglas de juego del sistema de justicia. Esta práctica se apoyó en los usos tradicionales del espionaje para procurar gobernabilidad, hacer negocios, resolver disputas políticas, económicas y judiciales o acallar a la disidencia. Dos características históricas del aparato de inteligencia facilitan esa instrumentalización: su condición secreta y un presupuesto importante que, como nadie controla, es una fuente de financiamiento legal e ilegal. Esa red se consolidó en lo que Marcelo Sain llamó una “trama de influencia y manipulación” (La casa que no cesa: infortunios y desafíos en el proceso de reforma de la ex SIDE, 2016) capaz, incluso, de intervenir en los procesos de selección de integrantes del sistema de justicia. Esta trama tiene a algunos funcionarios judiciales como parte activa (en forma más o menos visible) y no solo como objetos de influencia o extorsión. Con el tiempo y por su eficacia para construir poder fue ganando autonomía, una capacidad de fijar objetivos propios y de tomar decisiones cada vez más alejadas de las reglas institucionales. Esta red de relaciones y lealtades está activa, tiene agenda propia, no es uniforme ni responde a un mismo grupo pero sus integrantes confluyen en disputas ideológicas y políticas y en el armado de negocios. Actúa como una fuerza que pretende organizar lo que ocurre en la justicia federal, con lógicas opacas y elusivas, algunas que aprovechan el marco legal y otras que se mueven en la frontera de la ilegalidad. Con más o menos críticas, se asume que estas son las reglas del juego, a las que hay que adaptarse tolerándolas o siendo parte.
Por otro lado, desde fines de los ’90 se distorsionó cada vez más la distinción entre las tareas de inteligencia, las policiales y las de investigación criminal. Estas actividades debieran recaer en instituciones diferentes. Mientras que la inteligencia está orientada en términos preventivos a la producción y gestión estratégica de la información sobre problemáticas vinculadas a la seguridad pública y a la defensa nacional, las actividades policiales deberían conducir a la tarea concreta de prevenir el delito y la investigación criminal a identificar responsables y a obtener material probatorio válido en un proceso judicial (esta distinción ha sido bien remarcada por el INECIP en el documento aportado al Congreso con motivo de la reforma de la ley de inteligencia de principios de 2015. INECIP, “Sobre la reforma de la ley de inteligencia y la necesidad de establecer límites claros entre las tareas de inteligencia e investigación criminal”. Febrero de 2015). Esto último se torna muy problemático si se investiga bajo la lógica del secreto y con técnicas de inteligencia poco transparentes. Además, acarrea una complicación procesal: es difícil hacer valer la información de inteligencia en un juicio.
A pesar de estos problemas concretos y evidentes, se ha naturalizado la idea de que el sistema de investigación criminal solo puede tener resultados si interviene el organismo de inteligencia. El crecimiento de las funciones operativas y las capacidades técnicas de investigación de la ex SIDE la convirtieron, como explica Sain en su libro ya citado, en un “servicio policial de investigación criminal”. El organismo de inteligencia aprovechó la deslegitimación de las policías, la connivencia del sistema de justicia y el pragmatismo de las autoridades políticas para asumir funciones policiales y represivas. En la medida en que estas capacidades operativas crecieron, la ex SIDE se transformó en una suerte de policía de investigación y recurrir a ella para investigar se fue tornando “indispensable”.
Al volverse una fuerza operativa, el vínculo de los espías con jueces y fiscales se fue haciendo rutina y ramificándose. La intervención en causas penales, el uso de técnicas de espionaje para la investigación criminal, la posibilidad de usar información obtenida en las investigaciones penales para operar en el ámbito político y en el mediático alientan un ambiente de convivencia en el que se construyen lealtades y compromisos cruzados entre los integrantes del sistema judicial y actores de la comunidad de inteligencia. Así, estas funciones operativas refuerzan la trama de relaciones de intercambio, favores y prebendas y su capacidad de influencia y terminan debilitando aún más al sistema judicial.
El uso del espionaje para la competencia política y la gobernabilidad no es extraño ni particular de este momento histórico, ni de este país. En ese esquema clásico, el poder político utiliza información para tomar decisiones, para trastocar un escenario o para perjudicar a los adversarios. El ingreso de una lógica regida por lealtades, compromisos cruzados y secreto en el corazón de un sistema judicial que debe funcionar en base al principio de lo público y de la obligación de demostrar cierta ecuanimidad en sus decisiones tiene otro tipo de efectos, que todavía no han sido estudiados y comprendidos en profundidad. Si las lealtades y compromisos entre actores del mundo judicial y el mundo de los espías y lobistas constituyen una fuerza capaz de condicionar el funcionamiento del sistema de justicia federal, se abre un interrogante sobre la función misma del sistema judicial.
El poder invisible
Hace tres décadas, Norberto Bobbio caracterizó a los servicios secretos como un “poder invisible” que, al degenerarse en un “criptogobierno”, pone en juego la democracia: “Un gobierno que actúa en la oscuridad más perfecta” (“El poder invisible”, en Democracia y secreto, Fondo de Cultura Económica, México). En nuestro país, el hecho de que “los servicios” son un factor de poder se fue haciendo evidente por la frecuencia de las operaciones que, en general, involucran también a los medios de comunicación. Este poder invisible se desarrolló en forma capilar, ya no para la guerra o las disputas y conflictos con otros Estados, sino para la dinámica política interna. Una trama de poder que incluye relaciones promiscuas entre sectores políticos y económicos dominantes (“las terminales o los enchufes”, como se los nombra coloquialmente) con operadores y espías orgánicos e inorgánicos, de la que son parte actores relevantes de la justicia federal (penal, contencioso administrativo, penal económico, electoral). En tribunales, la explicación más común a los vaivenes judiciales que se juegan en los diarios es: “Este juez es SIDE”, “Son los operadores de la SIDE”, “Son los abogados de la SIDE”.
A través de este poder invisible –bajo estas reglas de lealtad, intercambios y presiones– se define el armado y la resolución de las causas judiciales federales más resonantes o relevantes en términos institucionales. Causas legítimas o ilegítimas que pueden ser utilizadas para hacer operaciones políticas, extorsiones, venganzas o negociar favores o prebendas.
No se trata solo de un grupo de jueces y fiscales operables, corruptos o vulnerables a ser influidos, sino que también abarca a otros que juegan en esta trama sus propios objetivos políticos, opciones ideológicas o esquemas de negocios. Algunos aparecen, a veces, como parte de empresas con testaferros que diluyen los límites entre políticos, abogados, lobistas y agentes de inteligencia. Otros son miembros de clubes de fútbol desde donde se cocinan relaciones y también negocios. Muchos son sometidos a fuertes presiones y “toleran” estas reglas de juego. Algunos devuelven favores e intercambios por tranquilidad y protección o por información y cooperación. Otros intentan pasar inadvertidos.
El dispositivo que combina lobby político y judicial con una matriz de negocios ilegales comenzó en los años ’90 (sobre el tema escribieron ya diversos periodistas, entre ellos: Horacio Verbitsky en Hacer la Corte, de 2006; Daniel Santoro en Señor Juez, de 2011, y Gerardo Young en El libro negro de la justicia, de 2017). Ya en ese entonces se tejieron los puentes y un modus operandi que ahora forman esa red extendida de relaciones de intercambio. El gobierno menemista no solo apostó a una mayoría automática en la Corte Suprema, sino que armó la nueva justicia de Comodoro Py. A través de Carlos Corach, los hermanos Anzorreguy y César Arias –desde su rol en el Senado–, manejaron los hilos judiciales. Se utilizó el canal de la SIDE para definir los nombramientos y financiar lo que fuera necesario.
Anzorreguy también ofreció los servicios de la SIDE a los jueces federales para hacer investigaciones, la “colaboración” que les permitía ingresar a los expedientes. Con la excusa de que un atentado terrorista internacional solo podía se dilucidado por el organismo de inteligencia, la investigación del atentado a la AMIA fue la bisagra. Este tipo de intervención se convirtió en una rutina de la justicia federal a la hora de investigar el narcotráfico, la corrupción o el lavado de dinero. El que creció a partir de esta posibilidad fue justamente Horacio Stiuso que, como jefe de operaciones de la agencia de inteligencia, pudo meterse en las causas judiciales y tener vínculo con todos los jueces y fiscales federales.
Con el paso de los años, hubo algunos intentos políticos y judiciales de disputar el peso de este entramado fortaleciendo otras líneas políticas y judiciales internas, renovando la Corte Suprema o designando jueces y fiscales que no respondieran a esas lógicas. Sin embargo, el mecanismo de influencia se consolidó. Los gobiernos y gran parte del sistema político continuaron sosteniendo este esquema, pero con una delegación cada vez mayor en la estructura de inteligencia, que fue acumulando autonomía y poder.
La reforma del sistema de inteligencia de principios de 2015 no afectó esta matriz política judicial. En el debate por la modificación de la ley, un funcionario sostuvo, ante los reclamos del CELS y de otras organizaciones, que era imposible derogar por completo las atribuciones de la agencia de inteligencia para interactuar con el sistema de justicia federal y particularmente con los jueces penales (a raíz de la excepción del artículo 4, inc. 1 de la ley 25.520, que se mantuvo). Esta “imposibilidad” derivaba de la consolidación de ese esquema de alianzas entre el fuero federal y el organismo de inteligencia y de la naturalización de esta relación.
Con continuidades con los ’90, pero con la intervención de nuevos actores, un “tridente” manejó gran parte de las relaciones con el poder judicial federal: Stiuso como el hombre fuerte de la ex SIDE; Javier Fernández, como el operador más influyente desde un lugar en la Auditoría General de la Nación, apoyado por un sector importante del Senado peronista, y Darío Richarte, ex número 2 de la SIDE de la Alianza, reconvertido en operador desde su estudio jurídico (Young, Gerardo, El libro negro de la justicia, Planeta: 2017. Págs. 170/173). La fortaleza y permanencia de este armado, que logró dar protección política y judicial a los gobiernos, quedó a la vista luego de la crisis por el memorándum con Irán a raíz de la investigación del caso AMIA. Se vio cómo dejó de responder al poder político, se alió fuertemente con sectores de la oposición política y económica, con un amplio sector de la justicia federal y mostró su capacidad desestabilizadora. Después de 2015 –como señala Mario Santucho (en “El cuento chino de la justicia”, Revista Crisis, Buenos Aires, numero 32, marzo y abril 2018)– quedó claro que disputa poder real y que tiene un poder de daño que puede poner en juego gobiernos democráticos.
El nuevo gobierno del presidente Macri mostró, con una sucesión de decisiones, que optó por sostener este esquema de relaciones e intercambios que, en definitiva, había sido parte de lo que lo llevó al poder. En primer lugar, a pesar de las fuertes impugnaciones, la designación de los nuevos directores de la AFI, Gustavo Arribas y Silvia Majdalani, avalada por el Senado como expresión del acuerdo con ese sector y de la convalidación del modus operandi. Esto se complementa con la falta de peso político real de la Comisión Bicameral de fiscalización de las actividades de inteligencia del Congreso. A meses de asumido, el Presidente derogó sin mayor explicación el decreto 1311/2015 que, luego de la reforma de la ley de inteligencia, había establecido nuevas pautas de organización de la AFI y un régimen de administración y registro más transparente de los fondos reservados. A su vez, el gobierno despliega una política que hace intervenir a la AFI en las investigaciones judiciales de cualquier tipo, justificada en la adopción de la agenda internacional y local de las “nuevas amenazas” que deriva en construcción de enemigos internos, en la promoción de políticas de seguridad y penales duras y en la centralidad de las lógicas de inteligencia para el aparato de investigación criminal.
A todo esto se agregó la decisión del Poder Ejecutivo de ubicar la oficina encargada de las interceptaciones telefónicas (ex Dirección de Observaciones Judiciales de la SI) en el ámbito de la Corte Suprema. Tal como se advirtió desde la Iniciativa Ciudadana para el Control de los Sistemas de Inteligencia (ICCSI), el máximo tribunal aceptó el traspaso de la oficina pero redobló la apuesta. Con la excusa de mejorar las capacidades de investigación de la justicia federal, la oficina encargada de las escuchas telefónicas extendió sus funciones a la investigación y producción y centralización de información de inteligencia (DAJUDECO). Esto significa que el máximo tribunal ahora es parte del esquema y de sus disputas y tensiones. Como ejemplo, basta mencionar el convenio de colaboración que firmó con la AFI, que devuelve a los espías una fuerte influencia sobre el sistema de escuchas telefónicas pero, sobre todo, legitima las relaciones del poder judicial con el organismo de inteligencia (el convenio fue publicado por el periodista Ari Lijalad en http://www.nuestrasvoces.com.ar/investigaciones/el-arreglo-lorenzetti-macri-para-que-los-espias-sigan-controlando-las-escuchas).
El macrismo no cambió las reglas del juego, sino que disputa en ese campo la influencia de operadores propios que le garanticen intermediarios fieles a sus objetivos. Hoy permanecen algunos nombres y aparecen otros. Las disputas entre líneas oficiales con algunos de estos actores –o de estos operadores entre sí y con líneas del propio poder judicial– no desarman la existencia de este modus operandi sino que lo reafirman. Las tensiones de la propia coalición de gobierno, que sabe que este esquema puede volverse en contra en cualquier momento, no logran traducirse en un cambio político que afecte esta matriz (más allá de algunas designaciones que intentan correrse de los condicionamientos de esta red).
El problema institucional
Como dice Carlos Pagni en el prólogo del libro La cara injusta de la justicia –de Federico Delgado–, “los jueces federales no se perciben a sí mismos como un factor de contrapoder. Se sienten parte del poder”. Esto no es una novedad en términos del funcionamiento del sistema político, pero es determinante para entender las acciones de este sector de la justicia federal, al igual que las del presidente de la Corte Suprema, amparados bajo las consignas de la división de poderes, la independencia judicial y la lucha contra la impunidad.
En la medida en que el funcionamiento del sistema judicial se hace más oscuro, bajo la forma de este entramado de poder, embebido de la lógica del secreto, de las lealtades, de la extorsión y de los compromisos cruzados, más se aleja de la función que puede cumplir. Si esta opacidad –junto con sus privilegios y la función de tener la última palabra– se acentúa, la justicia federal pierde cualquier capacidad para funcionar como un espacio democratizador ante los reclamos de derechos. En esta lógica, en realidad, los canales y mecanismos para reclamar derechos son usados para proteger su propia construcción de poder y las relaciones de intercambio.
Autorxs
Paula Litvachky:
Abogada y doctoranda en Derechos Humanos de la Universidad de Lanús. Es Directora del Área Justicia y Seguridad del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).