La influencia del FMI en las reformas financieras

La influencia del FMI en las reformas financieras

Tomando como punto de partida las modificaciones realizadas en los setenta, ochenta y noventa en las instituciones de los países periféricos, el trabajo analiza los cambios que el FMI impulsó en cuestiones nodales para la administración financiera del Estado.

| Por Guillermo Wierzba |

El Fondo Monetario Internacional ha sido un organismo multilateral creado en la posguerra, en el marco del esquema institucional del paradigma de las Naciones Unidas. El objetivo que persiguió su fundación fue la asistencia con liquidez para atender los disturbios, fluctuaciones y/o desequilibrios del balance de pagos de corto plazo que afectaran los sectores externos de las economías nacionales.

Frente al problema que pretendía atender, se enfrentaron distintas concepciones respecto de la lógica con la que el FMI debía actuar para mitigar y resolver las situaciones problemáticas atinentes a su función. Básicamente había dos posturas. Una planteaba que frente a una situación de descompensación de los balances de pagos deberían ser los países superavitarios los encargados de tomar las medidas para que la cuestión se resolviera. Mientras que la otra impulsaba que los ajustes debían recaer en los países deficitarios. Esta fue la que predominó e implicó que los países deficitarios fueran sujetos a políticas de ajuste recesivo para que sus economías reequilibraran sus cuentas externas.

Durante su primer cuarto de siglo, el Fondo actuó en el marco de la vigencia de las condiciones de funcionamiento de la economía internacional convenidas en los acuerdos de Bretton Woods: un diseño de la economía internacional que incluyó la vigencia de tipos de cambio fijo, estableciendo el valor de las monedas en relación al del oro –que incluyó una paridad fija entre el dólar y el oro, lo que conllevó a paridades fijas entre el resto de las monedas y el dólar– y también se propuso reducir las barreras al comercio mundial. El objetivo de los acuerdos era desfavorecer las devaluaciones competitivas entre países.

En ese período, que correspondió al de la instalación de un mundo bipolar, el Fondo funcionó de acuerdo a programas cuyo objetivo coincidía con los que predominaron en su creación, descriptos en la segunda alternativa mencionada. Esto significó la recurrencia a políticas de ajuste recesivas que provocaron reducciones de importaciones por parte de los países deudores, la mayoría de las veces naciones subdesarrolladas, dependientes y/o pobres, cuyos esfuerzos para el desarrollo se han visto perjudicados permanentemente por esos programas que el FMI exigió.

A partir de la década de 1970 el FMI amplió sus funciones, agregando nuevas que no estaban presentes en su diseño inicial. Lo hizo junto a otros organismos multilaterales. Para llevar a cabo esas nuevos roles impulsó modificaciones de las instituciones de los países periféricos, aprovechándose de las condicionalidades que requiere para brindarles liquidez cuando la demandaban debido a dificultades en sus sectores externos. En realidad, el punto de partida del “FMI 2º acto” fue el desarme del paradigma de Bretton Woods en 1971. El auge de los cambios se desplegó en la década de los ’80 y la plena hegemonía del nuevo régimen en los ’90. Pero las experiencias tempranas fueron en Chile y Argentina, bajo regímenes políticos de dictaduras terroristas de Estado. Países que comenzaron el cambio de paradigma a mediados de los ’70. Los cambios institucionales que el FMI comenzó a impulsar tenían como cuestiones nodales, que luego se sintetizarían en el Consenso de Washington, las siguientes: el achicamiento del Estado mediante la reducción del gasto público, en el marco de una visión que condenaba la mayor presión tributaria con el argumento de que desestimularía la inversión; la privatización de las empresas de servicios públicos, y en general de todas las de propiedad estatal; la liberalización de los movimientos de capitales, del mercado de cambios y de los precios en los mercados de bienes, y la liberalización financiera, que incluía la determinación mercantil de las tasas de interés y de la asignación crediticia. La desregulación de la apertura de sucursales de los bancos. También la promoción de la instalación de grandes bancos internacionales en los países de la periferia. Estas medidas estuvieron acompañadas por el impulso de reformas institucionales en el sistema financiero.

La reforma financiera de la ley 21.526

En Argentina atrapada, Noemí Brenta señala que el 9 de agosto de 1976 el FMI había aprobado un acuerdo contingente con la Argentina que fue “el mayor acordado con un país latinoamericano”. Fue un antecedente de la pasión neoliberal del organismo que, en el tercer turno de ese signo, durante el gobierno de la alianza Cambiemos, concedería un monto récord de desembolso a un país miembro. En el plano financiero los objetivos fijados incluían un dispositivo de tasas de interés positivas y políticas crediticias “cuidadosas”.

Así se comenzó un proceso de liberalización de las tasas activas y pasivas del sistema, articuladas con la liberalización de los movimientos de capitales con el exterior que favorecieron la inserción financiera del país en el mercado mundial, lo que se sustanció con una prima de riesgo insostenible que componía la tasa de interés local. Este se constituyó en uno de los motivos de sucesivas crisis y quiebras bancarias en el sistema financiero argentino.

En junio de 1977 el rumbo requerido por el FMI, al que se aplicó ortodoxamente la dictadura –consustanciada con el proyecto neoliberal, en ascenso a nivel global–, asume una “completa reorganización del sistema financiero, que hará posible cumplir los requerimientos del país de manera más eficiente en el futuro” (textual del acuerdo contingente).

La reforma financiera comenzada en junio de 1977 condujo a la concentración, privatización y extranjerización del sistema. En el documento de trabajo Nº 33 del CEFID-AR, exponemos junto con Estela del Pino y Romina Kupelian que de 725 entidades que componían el sistema antes de iniciarse la reforma, en diciembre de 2008 ese total cayó a 84. Los bancos públicos eran 34 y permanecieron sólo 12, para el mismo período considerado. Los privados nacionales se redujeron de 88 a 34. Los extranjeros, en cambio, crecieron de 17 a 21. Las entidades financieras no bancarias sufrieron la minimización –o cuasi extinción– de su rol: de 606 solo quedaron 17. Este último punto resulta relevante debido a que de manera forzada la ley de la dictadura dispuso la desaparición o conversión en bancos a un preexistente y amplísimo movimiento de crédito cooperativo organizado en Cajas con esa forma jurídica.

La ley 21.526 adoptó un sistema de banca universal, permitió toda clase de operaciones que no estuvieran expresamente prohibidas, creó las condiciones para que en modificaciones posteriores se adoptara una igualdad de trato entre la banca privada local y la extranjera, y discriminó negativamente al cooperativismo de crédito. Fue explícita la vocación por concentrar y extranjerizar el sistema en pocas entidades. Esos objetivos se alcanzaron dos décadas después de su sanción, mientras la vigencia de la ley continuaba. Esta ley reconoció con su sanción aspectos nodales de la expansión del FMI a nuevas funciones, no previstas en su creación, ni asumidas durante el período bautizado como del capitalismo de oro. Así, esa reforma satisfacía con creces los aspectos financieros exigidos por el Fondo en junio de 1976 y acordados por los funcionarios del gobierno de facto en junio de 1976.

Profundización de las reformas estructurales. Intervencionismo limitante de la democracia

Con Rodrigo López reflexionamos en el documento de trabajo Nº 37 del CEFID-AR que en la historia del país las leyes de entidades no fueron reformadas aisladamente, sino que se completaron con las de reforma de la Carta Orgánica del BCRA y también con las de depósitos. En este caso, se “descentralizaron” estos últimos –el lenguaje utilizado eludió utilizar la palabra desnacionalización– y la reforma de la Carta Orgánica también fue concretada. Pero esta última recibió una reforma adicional que la profundizó completando una institucionalidad neoliberal de carácter extremo, que fue sancionada durante la gestión de Cavallo como ministro de Economía de Menem.

En ese mismo período las regulaciones de la actividad financiera comenzaron a adoptar las normas de los regímenes de Basilea, cuya adopción profunda se materializó durante la presidencia de Macri.

La Argentina durante la década de los noventa estuvo sujeta a revisiones permanentes del FMI, por los seis acuerdos más tres ampliaciones de los mismos que se efectivizaron entre 1989 y 2001. No cabe duda, entonces, que la nueva Carta Orgánica y la implementación del régimen de Basilea estuvieron en línea con las directrices del Fondo del Banco Mundial y conformes a las reformas institucionales que estas entidades propiciaron. La Argentina mereció su “reconocimiento” como mejor alumno del FMI durante ese período.

En el año 1992 se sancionó la ley 24.144 mediante la cual se modificó la Carta Orgánica del BCRA, que le reservaba a la entidad como misión excluyente la preservación del valor de la moneda, o sea la política antiinflacionaria, subordinando cualquier otro rol a esa misión. Por otra parte, el Banco Central quedaba sin los atributos de prestamista de última instancia, lo que debilitó agudamente su potencia para defender la estabilidad financiera. El BCRA fue, de este modo, instrumentalizado como una cuasi Caja de Conversión más que como un ente de política monetaria y guardián de la estabilidad financiera. Ni que hablar de algún elemento de orientación del crédito. Tres años después, desatada la crisis internacional del Tequila, la CO tuvo que ser flexibilizada porque su rigidez, y la provocada debilidad de intervención del Banco Central, crearon un agudo problema sistémico que barrió con muchas entidades.

En rigor la nueva concepción regulatoria de la actividad financiera, que tenía que ver con el nuevo paradigma con que se desenvolvería esa actividad, pregonaba funciones muy limitadas para el Banco Central y apuntaba a la autorregulación del sistema, mediante la aplicación de normas y recomendaciones de carácter microprudencial. Su visión de estabilidad financiera descansaba en la fortaleza de las entidades individuales. La suma de esas fortalezas era lo entendido y fogoneado como lo significativo, mientras los promotores de la liberalización financiera elegían prescindir de la centralidad de las regulaciones macroprudenciales.

Las regulaciones microprudenciales fueron desplegadas por el Comité de Basilea, cuyos orígenes se remontan a 1974, pero cuya expansión se desplegó en la segunda mitad de los ochenta, alcanzando un nivel hegemónico a nivel internacional en la segunda mitad de los noventa.

Según describimos con Estela del Pino, Romina Kupelian y Rodrigo López en el documento de trabajo Nº 22 del CEFID-AR, las regulaciones propuestas por el Comité de Basilea, en los enfoques I y II, provocaron inequidad competitiva, prociclicidad, racionamiento del crédito a las pymes y a los países periféricos, concentración y extranjerización de la banca y aumento riesgoso del apalancamiento bancario. Con posterioridad a la crisis del 2008/9, Basilea II fue sometida a modificaciones que adecuaron un tanto el dispositivo anterior, debido a su fracaso en dotar de solvencia a las entidades durante esa crisis. Basilea III, sin embargo, responde en lo axial a la misma lógica que sus dos predecesoras.

Las consecuencias negativas del régimen de liberalización revelaron un rotundo fracaso para la Argentina ya que la participación relativa del sector manufacturero en el total del crédito descendió del 23,9% en 1990 al 7,7% en 2002; también disminuyó la participación del crédito al sector agropecuario y al de la construcción, solo aumentó la del crédito al comercio y a la administración pública. Este último creció por las necesidades de compensar la desfinanciación del sistema previsional que se produjo por la privatización del mismo.

Como dijimos con Rodrigo López en el texto ya mencionado, “el dispositivo financiero del neoliberalismo en la Argentina agregó a la institución que lo fundó, la ley 21.526, la Carta Orgánica del Banco Central, ley 24.144, y una arquitectura de circulares emitidas por esta institución que se articuló con el paradigma regulatorio de Basilea. Esta construcción institucional es tributaria ideológica y operativamente del enfoque ‘antirrepresión’ financiera que abona en dirección a la autorregulación mercantil y descansa en un andamiaje jurídico-institucional basado en la ‘autonomía’ del Banco Central”. Esta cita merece ser completada con una referencia a sus consecuencias cada vez más evidentes. La declamada “autonomía” del Banco Central es una máscara detrás de la cual se esconde el objetivo de debilitar las herramientas que tienen los gobiernos para hacer política económica. De hecho implica la amputación de la política monetaria de los recursos con que disponen los gobiernos para llevar a cabo sus programas y queda reforzada por la delimitación de la misión del Banco Central. A su vez, ese mecanismo “autonómico” y la mundialización regulatoria a través de Basilea, construye en el seno de los bancos centrales burocracias permanentes, más afines a la coordinación con los centros de poder mundial de la financiarización que a la adaptación de las regulaciones para hacerlas consistentes con los planes de los gobiernos elegidos por la ciudadanía.

La reforma financiera completada en varias décadas de reestructuración financiera impulsada por el FMI compuso las condiciones para que el sistema argentino fuera un terreno fértil para ese grave desvío.

En su artículo en “Reforma financiera en América latina”, Eugenia Correa explicita cómo todos los sistemas financieros a nivel mundial sufrieron cambios profundos debido a la innovación financiera, el acelerado cambio tecnológico y el proceso de conglomeración financiera. La explicación de estos cambios, según Correa, no puede obviar la creciente injerencia del FMI y el Banco Mundial a raíz del endeudamiento de numerosas economías con los megaconglomerados financieros.

Lejos de haber provocado el incremento del ahorro y la inversión y la disminución de los costos de esta última, la desregulación y apertura promovida por los organismos multilaterales han significado fragilidad e inestabilidad financiera, y pérdida de confianza en las instituciones.

La ampliación de la misión del FMI y el Banco Mundial, más que obedecer a su carácter de organizaciones multilaterales, se debió a que comenzaron a jugar el rol de lobistas y auditores de los mencionados conglomerados: actores principales del proceso de financiarización de la economía mundial. Ese proceso confundió y fusionó actores públicos, privados y multilaterales, lo que permitió el papel multifuncional que pasó a cumplir el Fondo, y su impulso a las reformas financieras y a otras estructurales no de menor importancia.

En “Finanzas en riesgo, las crisis de fin de milenio”, Eatwell y Taylor sostienen que el comportamiento del FMI en las mismas fue absolutamente predecible respecto de las medidas de política económica, que en general repitieron las indicadas en el pasado en contextos sustancialmente distintos. Pero esos autores subrayan que respecto de los condicionamientos para la reestructuración económica, el FMI fue mucho más allá de sus mandatos tradicionales, y que el Fondo hizo lo imposible para desmantelar el modelo de economía asiática, promoviendo la reestructuración completa de sus sistemas económicos, con el objetivo de cumplir el objetivo de la OCDE de eliminar todos los controles a los mercados de capital y promover la liberalización del comercio en los servicios financieros. Al igual que Correa, plantean que todas estas iniciativas de condicionalidad responden a la necesidad de los bancos internacionales y las corporaciones transnacionales de tener acceso relativamente libre a los mercados de todo el mundo.

Conclusiones y propuestas

“La historia del sistema financiero argentino del siglo XX estuvo signada por la puja de dos concepciones antagónicas sobre las finanzas y su ordenamiento institucional. La imagen de un sistema financiero aprobado y ratificado por el establishment –a pesar de las crisis recurrentes acontecidas desde la última gran reforma de mediados de los setenta– busca reflejar un grado de aceptación y consenso que no habría en otro orden de la sociedad”. Así, la “imagen de un ordenamiento financiero objetivo y racional, construido desde siempre y para siempre en el seno de una ciencia libre de valoraciones políticas, choca con las propias Memorias del Banco Central, aquel dispositivo documental que hace hablar en primera persona a una institución desde sus orígenes en 1935. El sistema financiero argentino no fue ajeno a los vaivenes de los procesos sociales que caracterizaron el siglo XX. Refleja como pocos el nivel de conflicto que significó la puja por dos modelos de sociedad, uno conservador-liberal, impulsado la mayoría de las veces por dictaduras cívico-militares, y otras por el extravío del rumbo de gestores que consumieron su legitimidad de origen. El otro que se reconocía en el paradigma del nacionalismo democrático y popular, surgido por el voto de las urnas en elecciones libres”. Esta larga cita del documento “La regulación de la banca en Argentina”, que escribimos con Rodrigo López, subraya el lugar donde el FMI introdujo sus condicionalidades estructurales para “asistir” a una nación soberana, el cual intervino en la disputa interna entre dos bloques de poder que han disputado por dos proyectos distintos de desarrollo económico y dos concepciones diferentes respecto del papel del Estado en la economía, tomando partido e incidiendo a favor de una de ellas. Sus condicionalidades se extendieron desde requerimientos de política para recomponer situaciones de desequilibrios de corto plazo hasta introducirse en el diseño de la institucionalidad del país. Esta clase de condicionalidad merece un análisis crítico desde el propio debate de la cuestión democrática.

Esta crítica desde la cuestión democrática al FMI debe ser completada con otra observación respecto de los planes de ajuste del FMI, que afectan las condiciones de vida popular, así como también respecto de las reformas estructurales que se inmiscuyen y/o obstruyen en/a las políticas de desarrollo.

La Argentina adhirió y constitucionalizó los pactos y tratados del Derecho Internacional de los Derechos Humanos: su Ley Fundamental, entonces, dispone que los derechos económicos y sociales deben avanzar progresivamente y no retroceder bajo circunstancia alguna. Los gobiernos están obligados a respetar ese mandato constitucional.

El FMI, contradictoriamente con su pertenencia al ámbito de organismos que orbitan a la ONU, insiste en condicionalidades que violan ese principio. También obstruyen el derecho al desarrollo, que está garantizado por otro instrumento de esa rama del Derecho Internacional.

Estos aspectos deben ser tenidos en cuenta en las actuales negociaciones de refinanciación de la deuda con el FMI. Este organismo, violando su propio Estatuto y desatendiendo la legislación y los procedimientos administrativos argentinos, otorgó un préstamo que excede con creces las facultades que sus administradores y autoridades tenían para atender financieramente al país.

A partir de la extensión de funciones que el FMI asumió con la financiarización, el préstamo fue otorgado con el fin de favorecer a megaconglomerados financieros y grandes fondos de inversión que habían quedado presos de la insolvencia del gobierno de Cambiemos, cuando habían hecho colocaciones, a sabiendas y especulativamente, para valorizar capitales en el corto plazo.

La dinámica financiera que provocó las condiciones que derivaron en la crisis de solvencia y liquidez que el FMI “atendió” con su abultado e impagable stand by fue posible debido al régimen financiero que pregonó y presionó para su construcción. Las huellas del organismo multilateral no faltan en ningún tiempo, espacio o acto en el que se originó el desquicio y la decisión de su intervención “salvadora”.

Hoy el FMI deberá asumir su corresponsabilidad con la política que condujo a la actual situación. Es inadmisible que se planteen condicionalidades estructurales para atender a la refinanciación de una deuda que era, como se dijo, impagable en los niveles y plazos en que se originó. Ni reformas laborales ni reformas previsionales. Tampoco podrá exigir, y el gobierno no podría admitir, retroceder respecto de la Carta Orgánica dictada en el año 2012 que comenzó a desandar el andamiaje neoliberal establecido en el sistema financiero. Más allá de la necesidad de generar una estructuración de la refinanciación que exceda con creces los veinte años de plazo, con reducción de intereses, quita de una porción del capital, y varios años de gracia, el Fondo deberá allanarse a la soberanía nacional argentina, respetando que el país revierta las reformas estructurales neoliberales impuestas por gobiernos con los cuales coincidió en esa orientación. Entre ellas será necesario la derogación de la ley 21.526 y su reemplazo por una de raigambre popular, y el abandono del régimen regulatorio de Basilea para sustituirlo por otro de carácter macroprudencial.

Autorxs


Guillermo Wierzba:

Licenciado en Economía, UBA, con posgrado en el Instituto Di Tella Profesor de la UBA. Actualmente es Director del Banco de la Nación.