La Argentina y sus intereses antárticos. Proyecciones de su accionar en un contexto complejo

La Argentina y sus intereses antárticos. Proyecciones de su accionar en un contexto complejo

La Argentina tiene una larga, prolífica y continua actividad antártica que puede rastrearse desde los albores de la nacionalidad, allá por las primeras décadas del siglo XIX, y a través de una activa y comprometida participación en el Régimen Antártico, que la vincula cooperativamente con otras naciones en dicha región. Dicho esto, y con la misma certeza, podemos afirmar que, aunque se trata un área tradicionalmente presente, no ocupa el lugar prioritario que merecería en nuestra agenda de política exterior.

| Por Miryam Colacrai |

Actividades pioneras y una larga permanencia en la Antártida

A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la ayuda prestada por nuestro país a diversas expediciones extranjeras –en particular, pueden recordarse las de Nordenskjöld, de Gerlache y Charcot– fue debidamente apreciada, quedando como resultado tangible toda una serie de nombres argentinos puestos a accidentes geográficos; esto es, en la toponimia antártica pueden leerse un sinnúmero de referencias a políticos argentinos, así como así a naves y a lugares argentinos.

Esos antecedentes marcan el interés y las actividades que venían siendo desarrolladas por nuestro país y muchos de sus pioneros, siendo un hecho fundacional la puesta en funcionamiento, el 22 de febrero de 1904, del Observatorio Meteorológico y Magnético Orcadas y una Oficina Postal. Esta es reconocida como la primera base argentina en la Antártida, a la vez que constituye la primera estación con carácter permanente en la región. Recién en la década de los ’40, otros países comenzarían a establecer instalaciones con carácter permanente, para operar el año entero. Entonces, la República Argentina constituye el país con mayor permanencia continua en el continente antártico.

Entre los años ’40 y ’50, la Argentina desarrolló una actividad de despliegue de bases antárticas, conformó un área institucional –la Comisión Nacional del Antártico, dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto– y, en 1951, el Gral. Pujato organizó el Instituto Antártico Argentino, desde el cual se centralizaría la actividad científica en la región.

Todos esos antecedentes, además de las diferentes expediciones realizadas, ponían a la Argentina en un lugar relevante en el medio antártico y la conducirían a ser uno de los países participantes en el Año Geofísico Internacional (1957-58), con actividades científicas significativas y su posterior derivación en la Conferencia Antártica, de la cual emanó el Tratado Antártico.

La Argentina en el régimen antártico

La negociación, firma (1959) y ratificación del Tratado Antártico (1961) delimita claramente un punto de inflexión en la Política Antártica Argentina. Hasta ese momento se había desarrollado una mirada estrictamente nacional en relación con las cuestiones antárticas, comprendidas dentro del conjunto de temas de soberanía territorial.

Con la puesta en vigencia del Tratado Antártico en 1961, el tradicional ejercicio de “políticas cerradamente nacionales” por parte de los Estados presentes en la región desde el siglo XIX se transformó, dando paso a una nueva realidad que se caracterizaría por poner el acento en la cooperación internacional y la adopción de decisiones consensuadas entre los Estados-parte del mismo. Fueron doce los signatarios originarios, entre los que se encontraban Estados Unidos y la Unión Soviética –en lo que constituye el primer acercamiento en dirección a la coexistencia pacífica– y, además, siete de ellos tenían reivindicaciones territoriales preexistentes que el Tratado no rechazó, así como tampoco se expidió sobre cuestiones de soberanía territorial.

Una suerte de “malabarismo político” fue el modo de darle gobernabilidad a una región que podría haber quedado presa de la lógica de la Guerra Fría. Garantizar que la Antártida no se convirtiera en un escenario de discordia internacional y que se desarrollaran con libertad actividades científicas, conformaba el corazón mismo del Tratado, el cual también se erigía como el primero en preservar un espacio libre de armamento nuclear y de desechos radiactivos, por expresa disposición de sus miembros. No se perseguían objetivos económicos ni se hacía explícita una tendencia a la explotación de eventuales recursos naturales ya que sólo se los mencionaba vinculados a una lógica conservacionista.

En las palabras del entonces presidente Arturo Frondizi, en su visita oficial a la Base Decepción el 8 de marzo de 1961, queda de manifiesto tanto la reafirmación de la soberanía argentina en la región como la defensa del Tratado Antártico, al que le asigna “una profunda significación histórica y moral”, considerándolo “la primera tentativa lograda de integrar los intereses de un grupo de naciones y ponerlos al servicio de la paz y del bien de la humanidad…”. También lo describe como “expresión concreta de los nuevos conceptos de cooperación internacional que se están abriendo camino en el mundo…”, subrayando, además, que “constituye el primer intento, llevado a feliz término, de prohibición de explosiones nucleares anhelando que una prohibición semejante se extienda al mundo entero…”.

Sobre la base del Tratado Antártico, donde reside el núcleo de principios y normas básicas, al que se han incorporado progresivamente nuevas reglas, procedimientos y temáticas –todos los cuales conservan una interdependencia funcional con aquel–, el régimen antártico ha logrado mantener su vigencia a través del tiempo. Ese pragmatismo y la búsqueda de equilibrio entre las partes le ha permitido fortalecerse, lo cual quedó demostrado frente a presiones que en las décadas de los ’70 y los ’80 pretendían un cambio de régimen y su reemplazo por otro sustentado ya en la concepción de Patrimonio Común de la Humanidad, ya bajo la figura de Parque Mundial.

Los años ’90 coincidieron con una dinámica particularmente auspiciosa para el funcionamiento y la afirmación del “régimen antártico”, que alejó toda posibilidad de revisión del Tratado en 1991, fecha que había sido utilizada muchas veces para poner en duda su continuidad. La discusión central giró alrededor de los temas ambientales, y se avanzó en el fortalecimiento del Tratado Antártico, al incorporarse el Protocolo para la Protección del Medio Ambiente Antártico. Aquí debe recordarse que, también en la frustrada Convención para los Minerales Antárticos (1988, que no llegó a entrar en vigor por la negativa de Australia y Francia), nuestro país había tenido una participación destacada. No obstante, a la hora de hallar nuevas alternativas, la Argentina coincidió con la idea de propiciar una moratoria respecto de las actividades mineras y trabajar para que no se debilitara el Sistema Antártico, al tiempo que aportaba en la recomposición del consenso.

De allí que, considerado el régimen antártico en toda su trayectoria, analizados los fundamentos de su creación, su posterior desarrollo, la adecuación “interméstica” que produce, así como también su persistencia en el tiempo, se infiere que la combinación de variables relativas a poder, intereses y conocimientos se encuentra en los fundamentos del mismo.

Sin duda, la presencia de las grandes potencias (overall powers), sumada a los países con capacidades sectoriales y especiales (issue specific powers) –refiriéndonos a aquellos que guardan una relación de cercanía geográfica y antecedentes relevantes en el quehacer antártico (aquí entrarían, en el caso sudamericano, la Argentina y Chile)–, ha permitido gestionar las acciones y políticas antárticas en un espacio multilateral, siempre dando a la regla de la unanimidad una funcionalidad no solo jurídica sino política.

La posibilidad de dotar al Tratado Antártico de una secretaría permanente –aunque con características modestas, con funciones acotadas a la coordinación e información y con un staff y presupuesto reducidos– fue objeto de tratamiento y negociación desde 1992. No había estado en el espíritu del Tratado Antártico crear “instituciones” que le confirieran el estatus de organismo internacional. Por ello, se trataba de una figura de características particulares. El crecimiento de Partes del Tratado, la variedad de temas presentes en las reuniones y la necesidad de una más ágil circulación de la información ameritaban una instancia de coordinación.

Pero llegar a su concreción definitiva demandó una larga negociación, en la que debieron tomarse en cuenta una variedad de factores interactuantes, los cuales pueden expresarse en clave jurídico-institucional; otros responden más bien a cuestiones técnico-operativas y otros tienen carácter eminentemente político. En ese contexto, la Argentina desplegó una activa labor para que la Secretaría del Tratado Antártico tuviese su sede en nuestro país. El proceso negociador que ello conllevó le confirió mayor visibilidad a la política exterior en la cuestión antártica y también evidenció que la negativa británica a que ello ocurriera fue erosionada por el efecto de la negociación sostenida durante casi un decenio y por la decidida participación de otros países (entre ellos, China y varios sudamericanos) a favor de la Argentina.

Un horizonte antártico desafiante

Durante la década de los ’90 se produjo un renovado interés por la Antártida y un importante número de Estados adhirió al Tratado, firmó el Protocolo Ambiental, se incorporó a la Convención de Recursos Vivos Marinos Antárticos y comenzó a ponerse “en carrera” realizando expediciones y llevando a cabo investigaciones científicas, a fin de reunir las condiciones para ser aceptados como miembros consultivos –es decir, aquellos que toman las decisiones– en el TA y sus convenios relacionados. Esta tendencia hacia la ampliación con nuevos miembros no resulta inocua respecto de ese equilibrio de poder delicado y pragmático, que fue uno de sus principales logros.

Obviamente, nuevos intereses, nuevas visiones y, en muchos casos, la atención puesta casi exclusivamente en las posibilidades de explotación tanto de recursos vivos como de los potenciales minerales y energéticos –que algunos desearían en un futuro no lejano– han incrementado el número de Estados que se acercan para integrarse al TA. Puede citarse, por ejemplo, que algunos de aquellos que habían peticionado por diversas vías la gobernanza antártica en manos de las Naciones Unidas –entre ellos, India y Malasia– no sólo son hoy conspicuos miembros del TA, sino que sus demandas de explotación de los recursos antárticos se sustentan en la condición de países subdesarrollados, con derecho a obtener un beneficio de ellos. Por su parte, Irán ha anunciado sus planes para establecer una base antártica, a pesar de que aún no ha dicho si va a firmar el Tratado; una oleada de nuevas bases ha sido anunciada por varios de los países miembros; a su vez, China, Corea del Sur, Estados Unidos y Australia, entre otros, han aumentado significativamente sus presupuestos para la Antártida. Japón, que siempre ha tenido una “particular” relación con los recursos vivos de los mares australes, sostiene hoy que su seguridad alimentaria requiere de una captura mayor de ballenas.

Con un total de 53 Estados, 29 que revisten calidad de Partes Consultivas –quienes deciden por consenso– y 24 adherentes o Partes No Consultivas, resulta obvio que los intereses y expectativas a conciliar vienen creciendo exponencialmente.

Mientras tanto, los grupos ambientalistas a nivel mundial están presionando a los gobiernos y tratan de influir en la opinión pública para preservar el medio ambiente y profundizar una gestión responsable en la Antártida.

La explotación de los recursos –pesca, turismo, bioprospección y el siempre presente “fantasma” de los minerales y energéticos, cuya explotación se encuentra taxativamente prohibida por 50 años en el Protocolo Ambiental, lo cual nos lleva a 2048)– es una agenda que se maneja con relativa prudencia por aquellos Estados que tienen una pertenencia de muchos años al Régimen Antártico.

Sin embargo, otros miembros más recientes como China e India, iluminados quizá por su lógica de “economías emergentes” y como actores relevantes en un nuevo diseño del sistema internacional, impulsan fuertemente sus actividades hacia investigaciones con propósitos claramente orientados a la explotación de recursos. Para ilustrar sólo con un ejemplo, se podría considerar el caso de China, que viene demostrando en los últimos años una sólida, persistente y económicamente robusta actividad antártica. Desde su adhesión en 1983 y su ascenso como Parte Consultiva en 1985, ha acumulado una significativa experiencia antártica. Pero el verdadero giro copernicano en su búsqueda de “liderazgo” –según señalan diversos estudios– se produce en el año 2005, cuando el gobierno chino decide incrementar de modo superlativo su presupuesto para cuestiones antárticas, publicitar internamente las actividades que realiza en la Antártida, redoblar la dotación de científicos, construir nuevas estaciones científicas –hoy totalizan cinco– y organizar centros en territorio chino para el sostenimiento logístico de sus actividades antárticas.

Asimismo, las nuevas estrategias para el desarrollo de la investigación científica (por ejemplo, las propuestas que hace el SCAR –Scientific Committee for Antarctic Research), así como también las informaciones provenientes de diversas reuniones de Administradores de Programas Antárticos donde se manejan cuestiones de tipo logístico y técnico, muestran una multiplicidad de requerimientos a los que sólo se puede hacer frente con enormes inversiones presupuestarias o una muy inteligente tarea de cooperación internacional. Comienzan a ser visibles, entonces, las asimetrías de poder.

La Política Antártica y el Programa Antártico Argentino. ¿Qué fuimos, qué somos, qué nos proponemos ser?

La historia nos muestra una etapa pionera, heroica, de incremento de estaciones y puntos de ocupación territorial –que constituía la lógica de los países antárticos– y un constante debate entre presencia y ciencia. A la vez, la responsabilidad repartida entre las Fuerzas Armadas en la administración de las bases, aunque estas realizaron actividades destacadas, contribuyó a una feudalización de la actividad antártica en detrimento de un mutuo sostén y optimización de las iniciativas.

Los antecedentes históricos, las acciones desplegadas en el sostenimiento de bases e instalaciones científicas en las etapas que antecedieron al Tratado Antártico, el compromiso permanente de la Argentina con sus disposiciones y como promotora de nuevas medidas y recomendaciones, hacen que haya ganado un lugar entre los miembros originarios y Partes Consultivas del Tratado Antártico y las convenciones conexas. Asimismo, ha logrado que los intereses nacionales estén debidamente resguardados.

En la etapa que sucede a la recuperación de la democracia, se producen dos enunciados de Política Antártica que conviene subrayar, por dos razones: por un lado, porque indicaban una “modernización de la Política Antártica” y porque nos recuerdan, aún hoy, lo que queda por hacer.

En 1985, desde la Dirección Nacional del Antártico se intentó producir una serie de importantes ajustes y reorientar los objetivos prioritarios del quehacer nacional en la Antártida (recordemos que esa política fue aprobada como directiva del Ministerio de Defensa, por resolución ministerial Nº 332, del 23 de agosto de 1985). La intención de conferir relevancia a la presencia argentina en la región antártica se concentró en la prioridad del quehacer científico, a partir del cual sería posible generar una situación de prestigio para el país. Se valorizó la ventaja de la cercanía geográfica, por cuanto dicha situación posibilitaría que la Argentina se convirtiese, a futuro, en un proveedor internacional de servicios internos (recordemos, para este aspecto, la referencia en este trabajo sobre issue specific power). El acento fue puesto, fundamentalmente, en diversos medios y factores instrumentales que, al darle prestigio al país en sus actividades antárticas, le permitieran el “logro de una ventajosa situación relativa y de negociación dentro del marco del dinámico Sistema Antártico”. También impulsaba –con un criterio moderno– un modo de vincular funcionalmente la actividad económica con la ciencia, en la medida en que los beneficios económicos pudieran reinvertirse para ampliar las capacidades científicas y técnicas. La Política Antártica elaborada en 1985 fue reconocida solo como una “política sectorial”, ya que no contó con la aprobación de la Cancillería y fue observada por las Fuerzas Armadas.

Por su parte, el decreto presidencial Nº 2316, del 5 de noviembre de 1990, definió la política nacional antártica a partir del tradicional objetivo de “afianzar los derechos argentinos de soberanía en la región”, se propuso el fortalecimiento del Tratado Antártico y el logro de una mayor capacidad para influir en su proceso de toma de decisiones. Asimismo, en el marco de la política nacional de integración latinoamericana, se promovió la cooperación con los países de la región, incluyendo la realización de aquellas actividades conjuntas mediante las cuales se fortalecieran los intereses comunes. Se le asignó una atención especial a la protección del medio ambiente antártico y sus ecosistemas dependientes y asociados, a la conservación de los recursos pesqueros y la preservación de los recursos minerales en el ámbito de aplicación del Tratado, así como la prioridad a la investigación científica y tecnológica, en correspondencia con las actividades que la Argentina deseaba profundizar (en ese momento se estaba pensando fundamentalmente en recursos vivos y minerales, dado que la prohibición de esta última actividad recién sobrevendría con la redacción del Protocolo Ambiental en 1991 y su vigencia desde 1998).

También se remarcó la necesidad de lograr una mayor eficacia de la presencia argentina, en el respaldo a la actividad científico-tecnológica nacional y en la posibilidad de prestar a otros países los servicios y el conocimiento necesarios para facilitar sus tareas antárticas. Vinculado con ello, la adecuación y el fortalecimiento de las capacidades portuarias y logísticas de Ushuaia y demás puertos patagónicos, como escalas de acceso a la Antártida, requerían se les prestase una atención especial.

Hoy, el denominado Programa Nacional Antártico se asienta sobre los enunciados de la política nacional antártica de 1990 y, desde el Instituto Antártico Argentino, se promueve la coordinación de diferentes líneas de investigación provenientes del CONICET y las universidades. Sabemos que el desarrollo científico y la innovación tecnológica tienen en el espacio antártico una demanda creciente y son la clave de las aspiraciones que los países pueden sostener.

Frente a los nuevos y viejos desafíos que presenta el desarrollo de actividades y la presencia argentina en la Antártida, surge una serie de reflexiones.

En primer lugar, nuestro país debe continuar con la defensa irrestricta del TA y su regla del “consenso”, instrumento político y jurídico de gran valor para la gobernanza de la región y freno a la aparición de “nuevos liderazgos” que pudieran desnaturalizar los principios sustantivos del TA.

La política exterior y de defensa de la Argentina debe, necesariamente, asignar prioridad a la cuestión antártica en toda su complejidad política, jurídica, medioambiental, de recursos y estratégica. Miremos con atención un mapa del continente antártico y sus áreas circundantes y rápidamente emergerá una conclusión irrefutable: prácticamente la totalidad del mundo se encuentra en esos espacios, motivados por aspiraciones estratégicas o aprovechamiento de recursos.

Debe dar prioridad a sus actividades antárticas y, minimizando las dificultades que suele imponer la coyuntura, apostar fuertemente a nuevas formas de cooperación internacional en el campo de las ciencias y a la dotación de recursos propios, a fin de dar continuidad y profundizar los trabajos científicos en la Antártida y su publicación. De este modo, resultará claro su continuo compromiso con la realización de la “investigación sustantiva” que requiere el Tratado.

La cuestión antártica también necesita de un esfuerzo de coordinación en los planos de política interna y regional. En ese sentido, es dable esperar que se continúen realizando los mayores esfuerzos para integrar en la Política Antártica los aportes y propuestas de la provincia de Tierra del Fuego en su proyección antártica y como una de las “puertas a la Antártida”. La creación de un ente coordinador, un polo logístico y científico en territorio fueguino, aglutinando el esfuerzo del CADIC (como centro regional del Conicet), la Universidad de Tierra del Fuego, la actividad logística y aeroportuaria existente en Ushuaia –pero que requiere dimensionarse en función de grandes objetivos– y la coordinación responsable entre Nación y provincia, son objetivos que no pueden esperar. Recuérdese que ello ya se mencionaba en la Política de 1985, cuando el escenario antártico estaba “menos poblado” y las actividades, tanto científicas como turísticas, eran cuantitativamente menores.

La dimensión regional y el espacio asignado a la cooperación latinoamericana de nuestra Política Antártica deben profundizarse en aras de una mayor concertación y, por qué no, en la puesta en marcha de planes realmente innovadores de investigación que puedan ser llevados a la práctica de manera conjunta. Las exitosas experiencias de la PAC (Patrulla Antártica Combinada) que se han concretado con Chile, la realización de diversas inspecciones conjuntas, la posibilidad de establecer algunas áreas de protección ambiental conjunta, de realizar investigaciones conjuntas, son sólo una muestra de otros proyectos que permitirán beneficios mutuos. Con ello, también se estará contribuyendo a darle fortaleza y legitimidad al Régimen Antártico.

Autorxs


Miryam Colacrai:

Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET, Argentina). Profesora Titular de Teoría de las Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones de la UNR. Directora de la Maestría en Integración y Cooperación Internacional de la UNR. Co-Directora del Centro de Estudios en Relaciones Internacionales de Rosario (CERIR). miryam.colacrai@fcpolit.unr.edu.ar.