De la salud pública a la salud colectiva
El proceso de constitución de la salud pública y los cambios introducidos en ella desde los tiempos de la colonia hasta la actualidad. La noción de salud colectiva, hoy.
Hubo una época en que la gente no iba al hospital. Porque los que había eran muy pocos, porque allí era difícil o imposible curarse, porque los hospitales existían como referencia pero no para mejorar la salud individual sino como lugares adonde se llegaba agonizante y a morir.
Fueron largas décadas en que la idea misma de servicios de atención de la salud, por inexistentes, no contaba en los modos en que la gente trataba de organizar sus vidas, defenderse de las enfermedades y cuidar su salud. En tiempos de la colonia y también hasta bien entrado el siglo XIX, ya bajo gobiernos independientes, los problemas colectivos de la salud apenas se perfilaban en la agenda del Estado. De manera espasmódica, aparecían preocupaciones por la basura y las consecuencias de los cíclicos azotes epidémicos. Pero las respuestas que se ofrecían resultaban de una suerte de lógica del bombero: se trataba de apagar incendios antes que prevenirlos. Así las cosas, la gente cuidaba de su salud como podía, fundamentalmente con medicina casera y en algunos casos con una ocasional visita a curadores de cualquier tipo. Muy pocos accedían a los médicos diplomados, entre otras razones porque eran escasísimos. Como sea, para la mayoría de los malestares y enfermedades, ni los curadores ni los médicos ofrecían curas efectivas.
En gran medida todo esto empezó a cambiar con la progresiva aceptación de las novedades traídas por la bacteriología moderna. Durante un tiempo, hacia fines del siglo XIX, los miasmas y los recién descubiertos microorganismos convivieron en los esfuerzos de la medicina oficial al momento de explicar las causas y los modos de combatir las enfermedades. Pero al despuntar del siglo XX casi nadie hablaba de los miasmas y en términos etiológicos la bacteriología ya había ganado la batalla. En ese nuevo contexto se afirmó una agenda de intervención definitivamente instalada en la esfera pública. Una de sus prioridades fue la lucha contra las enfermedades infectocontagiosas, que eran las que dominaban en la morbilidad y mortalidad de las ciudades. El mundo rural apenas contaba en esa agenda. Por eso, no es abusivo señalar que en la Argentina las preocupaciones por la salud pública empezaron siendo urbanas, combinando en proporciones diversas y cambiantes sanitarismo, reforma social y reforma moral. Ese sesgo urbano –presente a todo lo largo del siglo XX– opacaría los intermitentes esfuerzos destinados a incorporar el mundo rural en la agenda de la salud pública.
Mientras las enfermedades infecciosas dominaron en los modos de morir y enfermar de la gente hubo un marcado énfasis en la lucha antiepidémica asentado en los temores generalizados al contagio, la higiene defensiva, la moralización de las masas, las preocupaciones por el equipamiento urbano y la pobreza. Cuando la construcción de las obras de salubridad facilitó el control de las enfermedades infectocontagiosas –no así de las gastrointestinales y la tuberculosis–, las preocupaciones por el desorden, la degeneración, la inestabilidad del cuerpo social y cierto alarmismo pasaron a un segundo plano y fue tomando forma una visión más optimista del futuro, especialmente enfática en las posibilidades de la vida sana y la higiene moderna y positiva, donde la necesidad de levantar una red de instituciones de asistencia, prevención, moralización y bonificación social debía contener y acomodar los desajustes que los cambios modernizadores habían traído consigo. Las preocupaciones por las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo eran apenas incipientes y en algunos lugares totalmente inexistentes.
Estos cambios fueron impulsados y liderados por los médicos higienistas que lograron consensuar su agenda con un amplio grupo de muy variadas tradiciones ideológicas y políticas. Es cierto que cada grupo encuadraría esa agenda a su modo; pero todos, de los católicos sociales y liberales a los anarquistas y socialistas, terminaron reconociendo en la higiene colectiva e individual una necesidad y un incipiente derecho.
Estas novedades que marcan las últimas décadas del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX fueron mucho más evidentes en las ciudades del Litoral. Allí, el acelerado crecimiento demográfico –alentado por la masiva llegada de inmigrantes– planteó los más grandes desafíos y allí también obtuvo sus más significativos logros. En las ciudades del interior este proceso fue mucho más lento: la urbanización no fue tan espectacular, los desafíos más modestos y ciertamente marginales las respuestas e intervenciones en materia de salud pública. En cualquier caso, y miradas retrospectivamente, estas novedades revelan el paso firme con que avanzaba la medicalización de la sociedad argentina. Así, y al calor de iniciativas legales y de políticas que no siempre llegaron a concretarse pero que indicaban claramente una tendencia que mostraría sus mejores frutos hacia finales de la década del cuarenta, fueron consolidándose nuevas agencias estatales –a nivel nacional, provincial o municipal– abocadas específicamente a los problemas de la salud. La caridad y filantropía particulares –con frecuencia y en gran medida llevadas a cabo con fondos estatales– empezaban a replegarse. La materialización más evidente de esas novedades de muy desigual implantación en el territorio nacional fue la red institucional de atención, de hospitales y sanatorios a dispensarios y centros de primeros auxilios. Y junto a ella, dos cuestiones hasta entonces desatendidas o directamente ignoradas: por un lado, y en el mundo rural, el paludismo y algo más tarde el mal de Chagas; por otro, y en el mundo urbano, no sólo las así llamadas enfermedades de la civilización –el cáncer y las cardiovasculares– que ya se perfilaban como decisivas causas de la mortalidad en las ciudades, sino también las enfermedades profesionales, asociadas a los procesos laborales.
Mientras esto ocurría, diversos sectores sociales, con intensidad diversa según las regiones y ciertamente con mucha más intensidad en las ciudades, fueron generando instancias para atender algunos aspectos de su salud. Fue en ese contexto que empezaron a proliferar las sociedades de socorros mutuos –de colectividad, gremiales, religiosas, generales– que ofrecían servicios muy básicos y que en algunos casos llegaron a tener sus propios hospitales. El mutualismo, que tuvo una agenda amplia y variada donde se combinaban iniciativas asistenciales, educativas y sociales, fue un vigoroso movimiento que en las primeras cuatro décadas del siglo XX tuvo más afiliados que el movimiento obrero organizado. Facilitó el acceso a cierta atención médica y farmacéutica a individuos que sin ser pobres no podían afrontar solos los gastos ocasionados por un accidente, la pérdida de salario cuando el asociado estaba enfermo o los gastos de sepelio.
Junto a los servicios ofrecidos por sistema público –que en algunos casos empezó a arancelarse– y el de las mutualidades, algunos cuidaban su salud en tanto miembros de asociaciones de medicina prepaga y otros visitando consultorios médicos particulares. Y para todos –tanto las elites como los sectores populares y medios– seguían presentes las alternativas de la medicina hogareña, la cada vez más difundida compra de medicamentos de venta libre en las farmacias y la consulta a una ristra de curadores no oficiales. Con frecuencia perseguidos por el Estado que ya había legitimado el monopolio del arte de curar en la práctica de los médicos diplomados, estos curadores –de charlatanes y manosantas a empíricos, farmacéuticos y herboristas– y también la medicina hogareña y a partir de los años veinte la automedicación fueron como una sombra del exitoso proceso de medicalización de la sociedad: estuvieron siempre, y muy en particular cuando la gente buscaba respuestas a los males para los que la biomedicina no ofrecía alternativas de cura eficaces o cuando no podían acceder a los servicios de atención de la medicina diplomada. A su modo, la perdurable presencia de estas alternativas de atención revela que los así llamados sistemas de salud –tanto en su etapa formativa como en la de su posterior consolidación– son sólo una parte del complejo mundo que marca los modos en que la gente cuida de su salud y lidia con la enfermedad.
Al despuntar la década del cuarenta y la primera experiencia peronista, el Estado argentino no sólo profundizaba su carácter capitalista, en esos años con vocaciones industrializadoras, sino también y con una intensidad desconocida, sus funciones asistencialistas. Así, el Estado asumiría un rol no sólo de mediador en los conflictos sociales sino también de normalizador de más y más cuestiones del mundo privado. En alguna medida esa ampliación de funciones fue el resultado de demandas originadas en la sociedad civil, en primer lugar de las asociaciones mutuales, que comenzaron a experimentar, ya desde mediados de la década del treinta y al calor de un proceso de medicalización que no dejaba de expandirse, graves desequilibrios financieros pasibles de resolverse con la activa intervención reguladora del Estado. Fue en ese nuevo contexto, caracterizado por una mayor intervención estatal y por la presencia de sectores de la sociedad civil muy interesados en renegociar con él su lugar como oferentes de servicios, donde las cuestiones de la salud y la enfermedad comenzaron, como nunca antes, a politizarse.
Muy pronto a la discusión sobre las dimensiones y características del asistencialismo estatal –un tema que no era completamente novedoso– se sumó a comienzos de los años cuarenta la cuestión del seguro de salud. En torno a ese problema, que sí era novedoso, las ideas de la solidaridad y de la justicia social ganaron en presencia y alcance. Alentadas por tradiciones socialista, católica y afines al espiritualismo krausista, esas ideas galvanizarían en torno a la definición de tres conjuntos solidarios a los que se atribuían intereses recíprocos compartidos. Comenzaría a aceptarse entonces una fórmula donde el Estado y los empleadores debían contribuir a amortizar lo que se dio en llamar el “capital-hombre” y los trabajadores se harían cargo de aportar su parte, quedando de ese modo habilitados a exigir como derecho aquello que habían cofinanciado. En este nuevo marco, los vínculos solidarios, antes primordialmente instalados en la esfera privada de las organizaciones mutuales, incorporaron una dimensión política que logró incluir al Estado como parte interesada y responsable. Así, la maduración de esta nueva relación entre el Estado y la sociedad –un proceso en gestación desde comienzos del siglo XX– tomó forma en un Estado de compromiso donde el reconocimiento de derechos sociales, entre ellos el de la salud y del acceso a los servicios de atención, terminó ampliando sustancialmente los contenidos de la ciudadanía social.
Pero esta transición del Estado liberal del entresiglo al Estado social del primer peronismo tomó características e intensidades diversas en el variado escenario municipal y provincial de la Argentina. Como sea, la tendencia era clara. En algunos temas esa tendencia estaba marcada por enfoques alentados desde organizaciones internacionales y fundaciones norteamericanas: sostenida expansión de la red hospitalaria; consolidación de las agencias estatales de salud –el recién creado Ministerio de Salud Pública entre ellas– que, entre otras cosas, se lanzaban a aplicar con resultados inciertos programas verticales de erradicación de ciertas enfermedades; nacionalización de las campañas sanitarias de prevención, llegando como nunca antes al interior del país y enfatizando en la prevención de la salud de los trabajadores y los niños. En otros temas el color local fue su rasgo dominante: el sistema alentó la consolidación de instituciones de seguridad social –las así llamadas obras sociales– capaces de sufragar los gastos de atención de sus miembros por contar con las contribuciones obligatorias de trabajadores y empresarios a las que en el caso de los gremios más fuertes solían sumarse subsidios del gobierno.
En teoría, todo el sistema de atención del Estado social del primer peronismo apuntaba a la universalidad –dando servicios de atención a todos los habitantes–, la integralidad –impulsando la prevención, la cura en todos sus niveles de complejidad y la rehabilitación–, la gratuidad –enfatizando que el acceso no podía estar limitado por ningún prerrequisito–, y la eficacia –tomando en cuenta lo que en esos años ofrecían las certezas de la biomedicina–. En la práctica, sin embargo, las cosas fueron diferentes y lo que terminó produciendo el primer peronismo será de algún modo fundacional de los rasgos dominantes del sistema de atención que estará vigente hasta la década de los noventa. Desde mediados de la década de los cuarenta ese sistema de atención estuvo marcado por la fragmentación –múltiples oferentes de servicios de atención desconectados entre sí–, la heterogeneidad –puesto que cada organización funcionaba siguiendo protocolos propios tanto en lo financiero como en la población a cargo–, la ineficacia –ya que predominaba una atención curativa más atenta a la medicina de alta complejidad que a la atención primaria–, y la ineficiencia –resultante de la dispersión administrativa y de gestión–.
Sin duda aumentó la oferta de atención a más y más sectores sociales. Pero incluso dentro del subsector público, la atención de la salud avanzó de la mano de la segmentación de la oferta, en gran medida por la competencia del Ministerio de Salud Pública –una agencia del Estado– y la Fundación Eva Perón, una agencia paraestatal. Así, a los primeros años de políticas sanitarias peronistas signados por presupuestos holgados y un sostenido esfuerzo de equipamiento hospitalario bajo el liderazgo del equipo de técnicos del ministerio, le siguen, ya a comienzos de la década de los cincuenta, una clara reducción de recursos y la cruda realidad de que el Ministerio de Salud ya no podía asumirse como el único o incluso el más privilegiado actor oficial o semioficial del proyecto peronista en materia de salud. A esta fragmentación en el subsector público debe sumarse la presencia de las obras sociales sindicales –cuyo número y poder financiero no dejaría de crecer–, las sociedades de beneficencia nacionales y locales –que empezaban a desaparecer– y el sector privado de atención –que comenzaba a hacerse cada vez más complejo–.
En cualquier caso, el sistema de atención del Estado social del primer peronismo –y sin duda de los gobiernos que lo siguen hasta los años noventa– parece haber lidiado con algunas dimensiones de la medicalización de un modo no demasiado distinto que el que había marcado al Estado liberal a fines del siglo XIX y comienzos del XX. En ambos períodos, y en muchos lugares y para muchos malestares, los servicios de atención jugaron un papel marginal o directamente inexistente. Dicho de otro modo: las instituciones de la salud pública y las prácticas privadas de los médicos eran apenas relevantes en la vida de la gente, porque la gente no los usaba, porque eran realmente insuficientes, porque las terapias y políticas para enfrentar enfermedades evitables eran inexistentes o efímeras, porque la incertidumbre biomédica frente otras enfermedades –conocidas o nuevas– impedía articular respuestas eficaces. Por eso, también en tiempos del Estado social del primer peronismo se recortaba, y con fuerza, ese plural mundo saturado de prácticas de atención distintas de las ofrecidas por la biomedicina institucionalizada y creciente acceso a los medicamentos de venta libre.
Al promediar el siglo XX nuevas propuestas en la escena internacional vinculaban con fervor la salud y el desarrollo, esto es, una aspiración de algún modo conocida y un concepto y agenda relativamente nuevos, cargado de expectativas y esperanza. Estas propuestas cuestionaron dos asuntos clave que marcaron la problemática de la salud en muchos países de lo que en esa época se llamaba Tercer Mundo: en primer lugar, el traslado de los modelos de asistencia médica basados en grandes y complejos hospitales de los países industrializados a los países que no lo eran; luego, la formulación de programas de salud con muy poco énfasis en la prevención y la atención primaria. Fue en el marco de esas propuestas, y para ejemplificarlo de modo bien crudo, que se proclamaba que el DDT necesario para terminar con el paludismo y las jeringas no eran suficientes al momento de tratar de satisfacer las necesidades básicas de salud.
Se trataba de una crítica reveladora de un cierto escepticismo, nuevo, que iba tomando forma frente a los recurrentes fracasos de las campañas verticales de erradicación de enfermedades y las supuestamente eficaces panaceas animadas por la tecnología y los expertos que a partir de los años cuarenta y cincuenta habían marcado la agenda de la biomedicina (y que también, algo más tarde, marcarían las de la economía y las ciencias sociales). Entre los practicantes de la salud pública que compartían esas críticas se hablaba, casi en clave holística, de una serie de dimensiones decisivas al momento de lidiar con la salud de una población: la biología, los servicios de salud, el medio ambiente y social, y los estilos de vida. Pivoteando sobre esos presupuestos empezó a esbozarse la agenda de la atención primaria como modo de influenciar las políticas de salud. Más tarde, el movimiento de la salud colectiva ampliaría esa agenda incorporando los problemas de la subjetividad –dándoles un lugar nuevo a las percepciones y prácticas del enfermo y del paciente– e, incluso, a los empeños por desmedicalizar al menos parcialmente los servicios de atención. En algunos lugares como Brasil, entre los sesenta y los ochenta, este movimiento se consolidó a la manera de un esfuerzo de actualización –y superación– de las políticas de salud pública tal como se las había conocido en los primeros tres cuartos del siglo XX. En la Argentina ese proceso fue, y sigue siéndolo, muchísimo más modesto.
Autorxs
Diego Armus:
Swarthmore College.