Agricultura, imaginarios y territorios: Revisando la dimensión familiar en el escenario agro-rural contemporáneo
Los cambios tecnológicos y productivos en el ámbito rural en los últimos veinte años tuvieron efectos determinantes sobre la estructura social y las representaciones simbólicas sobre lo que es el campo. Los nuevos actores, sus similitudes y sus diferencias. El rol del territorio.
Las investigaciones realizadas en Junín, San Justo y San Cayetano mencionadas en el presente artículo, fueron hechas en colaboración con Eugenia Muzi, Diego Taraborrelli, Florencia Fossa Riglos y Daniel Intaschi.
Según las propias instituciones agropecuarias, hacia mediados-fines de los ’90 comienza un cambio tan profundo y radical en el universo rural que reconfiguró totalmente la propia visión de mundo, instalando un “nuevo paradigma”. La así llamada “segunda revolución de las pampas” tuvo efectos determinantes sobre la estructura social y las representaciones simbólicas que organizaban el imaginario rural y urbano sobre lo que es “el campo”.
Desde el punto de vista cuantitativo, según surge de la comparación entre el Censo Nacional Agropecuario de 1998 y el de 2002, las explotaciones totales disminuyeron y aumentó el tamaño medio de las mismas (21% y 25%, respectivamente). Un dato significativo para el análisis posterior que desarrollaremos sobre el “nuevo paradigma” se refiere a la evolución de las formas de tenencia de la tierra: la cantidad total de tierras en arriendo aumentó entre ambos censos en un 52% (fundamentalmente a expensas de la forma “propiedad”) y progresó el porcentaje de explotaciones basadas exclusivamente en tierras arrendadas (18%). Sobre la base de un relevamiento realizado en tres sitios de estudio, Junín y San Cayetano (provincia de Buenos Aires) y San Justo (provincia de Santa Fe), cuyas características agroecológicas e historia socioproductiva son bien contrastantes, pudimos confirmar estas tendencias: entre 2002 y 2009 la concentración productiva siguió profundizándose y se explica por los mismos movimientos, esto es, cesión de las explotaciones más pequeñas para arriendo o venta, aumento del tamaño promedio de las que continúan en actividad, expansión de la superficie dedicada a la agricultura y disminución de las hectáreas dedicadas a la ganadería.
En otro lado hemos desarrollado un análisis detallado de este proceso de transformación del modelo socioproductivo sobre el que, por otra parte, la mayoría de los investigadores están de acuerdo en señalar como determinante en cuanto a los efectos sobre la estructura social agraria, la matriz económica, el rol de los tradicionales factores de producción (tierra, capital y trabajo) y la organización social del trabajo, entre otros. Las diferencias entre los analistas se hacen visibles al momento de cualificar/ponderar los cambios acontecidos en dicho modelo: oportunidad para entrar a una economía más dinámica y moderna (tecnología de punta), o en un modelo extractivo y concentracionista (tecnologías de riesgo); promotor de empleos y de una profesionalización necesaria del sector o causante del empobrecimiento de las capas medias rurales y del campesinado, de la contaminación ambiental y de la pérdida de la soberanía alimentaria del país; he aquí algunos de los ejes en torno de los cuales gira el debate aún no (y quizá nunca) clausurado. No es nuestro objetivo en esta contribución ahondar en estos temas, pero sí nos parece fundamental situar el análisis que sigue sobre la cuestión de la agricultura familiar en este contexto de visiones en disputa. Es debido a este contexto que cualquier política pública que tenga como destinatario a este segmento de productores debe ponderar la repercusión que ella tendrá en la trama de relaciones sociales, a su vez marcada por solidaridades, conflictos y convergencias entre las diferentes categorías de actores y modos de hacer/estar en el mundo agro-rural.
Los estudios que aluden a este proceso de “revolución paradigmática” muestran claramente que se trató de cambios tecnológicos, productivos y de recomposiciones simbólicas e identitarias muy profundas, que involucraron otras lógicas de acción e interacción al interior del sector y desde este hacia el resto de la sociedad. A nivel del perfil productivo del país, de “granero del mundo” (trigo y maíz) se pasó al popularmente conocido como “modelo sojero”, colocando en aquel momento (2001) a la Argentina en el segundo puesto como exportador mundial de cultivos transgénicos. Se expandieron nuevas formas de organización del trabajo y de apropiación de los recursos naturales. Esto constituyó una inflexión tanto a nivel de los procesos productivos (introducción de la siembra directa, tecnologías de precisión, uso de semillas transgénicas, etc.) como en los procesos de gestión (nuevas tecnologías de la comunicación e información, profesionalización de la administración, organización de la empresa en red, integración con la industria, etc.). En el plano sociológico, se movilizaron nuevas identidades profesionales y se fundaron formas institucionales acordes. Cristalizaba de este modo lo que los economistas llaman “proceso de reprimarización de la economía” (cuyos pilares fueron la producción agrícola, la producción minera y la explotación petrolera), por el cual, tal como muestran Basualdo y Arceo, se estructuró un sistema altamente dependiente de los mercados externos, posicionando a los actores transnacionales en un rol destacado dentro de las tramas y cadenas productivas locales.
En este nuevo modo de hacer agricultura, el paquete tecnológico (esto es, los agroinsumos provistos por las firmas transnacionales), el capital financiero y una altísima capacidad de gerenciamiento propia de los megajugadores, fueron los cimientos del nuevo paradigma que revolucionó la pampa y conquistó zonas extrapampeanas (y de los países limítrofes, fundamentalmente Bolivia, Paraguay y Uruguay), llevando como cultivo faro a la soja (de allí que se apode al nuevo modelo de “sojero”, aunque realmente este no sea ni su principal ni su único rasgo estructurante).
Los distintos protagonistas de este proceso –tanto los desplazados y debilitados, como los que se han apropiado con éxito del modelo de explotación hegemónico– subrayan con acierto la radicalidad del cambio. Algunas organizaciones políticas representativas de las categorías más amenazadas (productores familiares, campesinado, población rural no agroproductiva) alertan sobre el arrinconamiento de los productores menos capitalizados, la concentración de la riqueza, las dificultades en el acceso a la tierra, la dinámica de precarización que adquiere el empleo (cada vez más trabajadores temporarios) y la regresión (o degradación) en las condiciones de vida de la población rural (por el uso intensivo del glifosato, las canalizaciones no autorizadas, el abandono de las escuelas rurales y los dispensarios, entre otros).
El debate sobre cómo se traduce concretamente el paradigma agribusiness en los territorios nos obliga a focalizar en las tramas cotidianas, tanto productivas como sociales, culturales, religiosas, etc., con el propósito de aportar elementos que permitan avanzar en algunos puntos de dicho debate en base a estudios cuanti y cualitativos.
Trama social y productiva local: traducción del modelo agribusiness en los territorios
El escenario socioproductivo que relevamos en los tres sitios muestra la presencia de actores cuyos rasgos nos llevan a identificar cuatro grandes grupos articulados en el modelo vigente: por un lado, los que adoptaron material y simbólicamente el nuevo modelo, con mayor o menor éxito en la práctica, logrando integrar las nuevas tecnologías que hoy sostienen el negocio agrícola (siembra directa, semillas transgénicas, sistemas de control informatizados y satelitales, software para la gestión, capital financiero, marco jurídico, etc.).
Hemos bautizado a estos actores empresarios globalizados pues su dinámica económica y el imaginario que movilizan para dar sentido a sus prácticas anclan en aquel horizonte global. El segundo perfil, que aparece en contrapunto con el primero, es el de los productores territorializados. Estos son los herederos de la tradición así llamada chacarera, pero la aggiornaron conjugándola con las nuevas coordenadas de la realidad rural contemporánea. El tercer grupo de actores son los contratistas o prestadores de servicios agrícolas, quienes en la actualidad constituyen un importante sector tomador de mano de obra (fija y temporaria) y también es uno de los espacios-empresas en el que se logra reconstruir la dimensión “familiar” como eje de integración de las nuevas generaciones al mundo del trabajo. En efecto, estas empresas prestadoras de servicio son generalmente fundadas por un ex productor familiar, que no teniendo la escala suficiente tuvo que dejar su explotación (venta, remate o arriendo), pero conservó la maquinaria. En los casos relevados en los sitios de estudio, cuando estos contratistas tienen hijos en edad de incorporarse al mercado laboral, se suman a la empresa de servicio, comúnmente como tractoristas. De un modo general, el contratista tiene una relación particular con el territorio: por un lado, en tanto ex productor y residente en zona rural, conserva un lazo de pertenencia fuerte en relación a un determinado territorio (actividad política, relaciones sociales cotidianas, etc.), pero, por el tipo de trabajo, que lo puede hacer recorrer miles de hectáreas con sus equipos (hacia el norte, sur, este u oeste) sin que se altere de manera esencial su identidad profesional en función de los paisajes que va recorriendo, es, como veremos, un actor semi-territorializado. El último actor que participa, aunque en una posición de retracción, en el actual modo de organizar la producción agrícola es el rentista. Propietario de las tierras, no las trabaja directamente (ya sea por edad, por escala, por oportunismo) pero, en buena parte de los casos, recibe un monto suficientemente importante como para generar algún tipo de dinámica propia en el tejido local: ya sea en el ámbito comercial (en muchos casos, encontramos que con la renta generan nuevos negocios siendo los más recurrentes la carnicería, el almacén y el inmobiliario) o como inversionista en los fideicomisos agrícolas.
Avancemos ahora, de manera muy sintética, en los rasgos centrales de las identidades colectivas evocadas. El empresario globalizado, actor emblemático del nuevo paradigma agribusiness, considera como principal factor de producción al conocimiento, haciendo pasar la propiedad de la tierra a un segundo lugar. Desarrolla la organización de la producción agrícola en base al arriendo de tierras y otras formas de tenencia de la misma que no implicaron su compra (aparcería, sociedades de hecho, etc.). Se asume como líder de un nuevo modelo de sociedad, al cual hemos hecho referencia como “el nuevo paradigma”, basado en los bienes inmateriales (“la sociedad del conocimiento”), la organización en red de los componentes del sistema, la diversificación y especialización de los productos, entre otros factores. Adhiere al modelo que promueve “una agricultura sin agricultores” ya que la figura de referencia de su dinámica económica es el empresario innovador, que despliega sus actividades en una gran cantidad de ramas y sectores comerciales, industriales, financieros y de servicios. Al proyectarse, se ve a sí mismo expandiendo su empresa gracias al arriendo de nuevas parcelas, preferentemente ubicadas en diversas zonas agroecológicas del país (dispersión del riesgo climático), conformadas en el marco jurídico del fideicomiso y trabajadas mediante la contratación de servicios agrícolas.
Como vemos, estos actores se apoyan en las grandes escalas, lo cual les permite la incorporación permanente de nueva tecnología, acrecentando la rentabilidad de manera significativa y también convirtiéndose en el prototipo a emular. Su relación con el universo de la agricultura familiar fue/es contradictorio: en algunas coyunturas, ambos perfiles se articulan fructuosamente, permitiendo el crecimiento mutuo, y en otras coyunturas, dada la tendencia concentracionista del modelo, los antagonismos de clase se exacerban, haciendo lugar a la expresión de intereses contradictorios ya que el crecimiento de los megaemprendimientos no puede (ni podrá) realizarse sin la incorporación de nuevas tierras, expulsando en consecuencia a los medianos y pequeños productores.
La tendencia a la concentración de la producción comenzó a generalizarse después de la crisis y devaluación de principios de 2002. Ello trajo como consecuencia una fuerte competencia por el uso de la tierra, con el consecuente encarecimiento de los valores de arrendamiento: prácticamente, en las tres regiones estudiadas, se duplicó el precio de la hectárea y se modificó la forma de realizar la transacción, generalizándose la modalidad del pago adelantado y en dinero efectivo. Los efectos de esta evolución sobre la capa de los productores que hemos llamado territorializados fue directa: se dio un importante desplazamiento de los productores más pequeños (menos de 200 hectáreas) que, en su mayoría, dieron sus explotaciones en arriendo; los que sobrevivieron a dicho reacomodamiento tienen en la actualidad distintos grados de capitalización y aplican, en los dos sitios con suelos menos aptos para agricultura (San Cayetano y San Justo), un sistema mixto de explotación (ganadería bovina/producción de soja, con muy poca o nula rotación), y en Junín, donde los suelos son predominantemente agrícolas, encontramos tanto explotaciones mixtas como sólo agrícolas (básicamente con soja).
Gracias a la coyuntura global positiva para el cultivo de soja y con los buenos rendimientos generados con las nuevas tecnologías incorporadas a la producción, estos productores territorializados lograron equilibrar sus cuentas, aunque forzaron los suelos con el doble cultivo (o incluso triple) y una rotación acotada o inexistente. Muy cautelosos en cuanto al uso de créditos y otros tipos de endeudamientos, la reproducción económica de la explotación se sostuvo básicamente con el trabajo familiar, la contratación de servicios puntuales (como la fumigación o la cosecha) y la presencia de ingresos extraprediales, siendo las estrategias más expandidas: en las zonas con suelos de baja aptitud agrícola, dar en alquiler una parte de su explotación (generalmente, es la parte agrícola la que se cede en alquiler ya que el aumento en el valor de los arrendamientos garantiza un ingreso importante y necesario para sostener la actividad ganadera que se conserva) o bien, en caso de tener maquinaria propia, prestar servicios a los vecinos o productores de la zona (pluriactividad); en suelos con alta aptitud agrícola, desarrollar el cultivo de soja de modo casi exclusivo, contratar los servicios que requieren altas inversiones de capital en maquinaria y regular la venta del grano mediante la utilización del acopio en silobolsa.
La tendencia de los productores territorializados más exitosos es ir asumiendo cada vez más rasgos de los empresarios globalizados: se expanden tomando tierras en arriendo, intentan organizar la compra de agroinsumos sin la mediación de los comerciantes locales, acopian en silobolsa y venden directamente a puerto (esquivando a los acopiadores locales), y contratan cada vez más servicios de terceros para las tareas de producción. Sólo algunos pocos siguen invirtiendo su capital en la compra de hectáreas, o diversifican su actividad.
La tercera figura directamente ligada a la producción y que aún conserva fuertes lazos, aunque ambiguos, con el territorio es el contratista rural. La expansión de este actor y su conformación como una categoría con peso propio constituye para muchas regiones una novedad. El desarrollo de este grupo tuvo efectos en el entramado institucional del sector (fundaron su propia federación nacional de contratistas –FACA–, además de crearse organizaciones locales que agrupan a los contratistas de una región) y en la organización de toda una serie de actividades a ellos dedicadas: jornadas de formación para cada tipo de servicio (cosecha, siembra, fumigación, etc.), ferias y exposiciones de maquinaria especialmente concebidas para estas pymes, entre otras. En un inicio, la mayoría tuvo un origen común con los productores familiares: eran productores arrendatarios que, con los altibajos de la macroeconomía, la desregulación del sector en los ’90 y la profundización de la tendencia a la concentración, tras la devaluación de 2001, se les hizo difícil competir con los grandes empresarios por las parcelas en arriendo. Luego, algunos evolucionaron hacia el perfil chacarero, accediendo a la propiedad de la tierra, mientras que quienes no lograron en su momento comprar parcelas, quedaron sin escala suficiente y se volcaron, entonces, al contratismo. En suma, esta actividad se vio estimulada por dos fenómenos convergentes y complementarios: la implementación del combo compuesto por la siembra directa+soja transgénica+glifosato el cual organizó un mercado crecientemente demandante a quien ofrecer el servicio de siembra, cosecha y fumigación, y, paralelamente, la concentración de la producción que expulsó a los productores, quienes quedaron entonces disponibles para reubicarse como contratistas, servicio crucial que, precisamente, necesitaban las megaempresas para seguir expandiéndose (y concentrando hectáreas, reproduciendo el círculo: expulsión, contratismo, concentración).
Esta suerte de especialización “forzada” que transitaron quienes pasaron de ser productores a contratistas fue presentada por algunos interlocutores de nuestro trabajo de campo como “una estrategia para mantenerse en el sistema”, ante el avance de los pooles y las grandes empresas: de este modo –razonaban–, si en algún momento la tendencia concentracionista se revirtiese, ellos dispondrían de maquinarias y estarían al tanto de las novedades tecnológicas del sector, dos factores fundamentales para volver a insertarse como productores directos (con tierras propias o arrendadas).
Sin lugar a dudas, en el actual contexto, los contratistas constituyen el grupo de actores cuyos rasgos identitarios y modos de relacionamiento con los territorios más dependen de las condiciones sociales y agroecológicas de cada zona. Por ejemplo, en un partido como el de San Cayetano, donde la presencia de megaempresas y pooles de siembra extralocales se ha expandido de forma importante en los últimos años, los contratistas lograron un mayor protagonismo en el desarrollo y vida local (fundaron su propia asociación, interactúan con la estación experimental del INTA, etc.); al contrario, en Junín, en donde casi no hay concentración productiva en manos de aquellos grandes jugadores extralocales, o en San Justo, donde tampoco fueron los pooles los que motorizaron la concentración sino que fueron los propios actores locales que concentraron la tierras agrícolas, son contextos en los que los contratistas no han adquirido ni tanta relevancia productiva ni tanta presencia en el entramado social e institucional (no fundaron una asociación local de contratistas, no se constituyen en tanto interlocutores de otras instituciones, etc.).
En el año 2008/09 se organizó una coyuntura que permitió vislumbrar las fragilidades de este grupo de actores: con el derrumbe de los precios de los granos y las trágicas condiciones climáticas (peor sequía de los últimos 70 años), quienes demandan este tipo de servicio adoptaron una actitud mucho más conservadora (alquilando en zonas agrícolas buenas o muy buenas) y revisaron a la baja el precio del trabajo del contratista, el cual pasó a ser “la variable de ajuste”. Menor demanda, prestaciones peor pagas, créditos bancarios cuya cuota mensual debía ser cancelada cueste lo que cueste…, el escenario que finalmente se estructuró hacia mediados de esa campaña agrícola los llevó, casi sin solución de continuidad, de la euforia (de 2005 a 2008) a la depresión.
En virtud de lo expuesto hasta aquí, el modo de relacionamiento con el territorio que cada actor pone en juego parece ser un criterio relevante para pensar la anatomía rural. Es importante notar que, en el ejercicio clasificatorio que proponemos, los tipos de actores son figuras ideales (construcción weberiana), cuyas expresiones empíricas se muestran en formas porcentuales más que puras. Así, la determinación de si un actor dado se inscribe en una u otra categoría dependerá del balance entre los puntos indicados para la definición de los dos tipos, a saber: el perfil de actor globalizado, que identifica a todo productor, individual o societario, que (1) desarrolle el proceso de producción agrícola recurriendo al capital financiero, (2) mediante una organización social del trabajo “fragmentada” (distribución de tareas a distintos componentes, con autonomía relativa entre sí), (3) cuya coordinación asegura (concentración de la gestión), (4) que privilegie la demanda del mercado internacional, y (5) que tenga una relación con el territorio de tipo coyuntural. Este actor puede utilizar (o no) la organización productiva de tipo pool, fideicomiso o fondo de inversión.
El perfil que acabamos de identificar tiene como contracara al actor territorializado, que identifica a todo productor, individual o societario que (1) desarrolle el proceso de producción agrícola recurriendo al capital producido por su propia explotación, (2) mediante una organización social del trabajo familiar y/o asalariado (distribución de tareas en personas –y no en eslabones de una cadena–, con poca o nula autonomía entre sí), (3) cuya coordinación asegura (concentración de la gestión), (4) que privilegie la demanda del mercado local tanto como el internacional, y cuya diferencia central con el empresario globalizado es que tiene una relación con el territorio en tanto habitante, es decir, (5) que implica una profundidad temporal, (6) con interacciones cara a cara con el resto de los actores del territorio y (7) con un horizonte de expectativas que sobrepasa la estricta dimensión productiva. Este actor puede recurrir (o no) a la modalidad pool, fideicomiso, etc., pero, en caso de hacerlo, no abandona la escala local. En otras palabras, a nivel del sistema organizativo, el actor territorializado puede desarrollar estrategias y prácticas similares o incluso, a primera vista, idénticas a las del empresario globalizado pero que, miradas como parte de un sistema integrado, adquieren rasgos/matices o tienen efectos diferentes sobre el territorio en el cual dicho actor se desarrolla.
En este nuevo sistema de clasificación de actores, el contratista, según organice su empresa de servicios, puede ser tanto un actor globalizado (pudiendo, incluso, prestar servicios en países extranjeros) o uno territorializado. En base a todo lo expresado, planteamos una continuidad con lo observado por Christophe Albaladejo cuando subraya que estamos en presencia de una etapa de “territorialización incompleta”, donde los diferentes perfiles continúan coexistiendo por un tiempo. El sector de los productores territorializados continúa, por el momento, su tendencia decreciente y se profundiza la concentración en el uso de la tierra en pocas megaempresas globalizadas.
Sin embargo, ello no se debe exclusivamente a la expansión del nuevo paradigma agroproductivo (modelo agribusiness, organización de la producción bajo sistemas de pool, etc.) sino que también intervienen otros factores, no siempre relacionados con el mundo agropecuario. Cada vez más arrinconados en sus propias parcelas, no se sienten con capacidad para “salir a competir contra los pooles” (esto es, los empresarios globalizados). Han logrado capear los embates gracias a distintas estrategias, entre las que se cuentan la pluriactividad, la sobreexplotación de sus recursos naturales y humanos y, es preciso consignar, no sin un proceso de descapitalización de la unidad productiva y familiar, y de degradación de los recursos no renovables. En este sentido, el mundo de la agricultura familiar se pauperizó; tal como sus homólogos urbanos, se volvió un conjunto compuesto por trayectorias muy heterogéneas y fragmentadas, cuyos miembros conocieron y conocen en muchos casos el descenso social, pasando a integrar la categoría de agricultura de subsistencia o campesinado.
El escenario se complejiza aún más si se incluye el surgimiento de los contratistas como categoría cada vez más importante en el entramado socioproductivo actual: constituyen uno de los eslabones más frágiles de la cadena-red de producción, por momentos “socio” incondicional de los pooles o grupos concentrados, en otras coyunturas, es el primero en quedar “fuera de la cancha” cuando las condiciones no son tan favorables.
En síntesis, el caleidoscopio socioproductivo muestra solidaridades y contradicciones entre los distintos actores (productor territorializado, empresario globalizado, contratista o rentista). Sin embargo, si ponemos el foco en el territorio, ciertos aspectos que se presentan opacos o contradictorios comienzan a comprenderse en su articulación dialéctica. Así, si sustituimos el criterio “familiar/no familiar” por el de densidad y calidad de relaciones establecidas con el territorio y sus habitantes, quizá logremos interpretaciones más útiles en vistas de elaborar políticas públicas acordes con los horizontes de acción de los destinatarios.
Comentarios finales
Más allá de la diversidad de posiciones respecto de estos cambios y de los efectos específicos sobre cada grupo socioproductivo, lo cierto es que las fronteras que delimitaban la identidad/pertenencia a una u otra categoría de actor se fueron haciendo menos nítidas: entre el megaempresario (que organiza la producción en base a miles de hectáreas alquiladas en diferentes zonas geográficas, nacionales y/o extranjeras, contrata los diferentes servicios productivos, recibe capital de diversos inversionistas, construye terminales portuarias, etc.), el chacarero (que produce en tierra propia, con trabajo familiar y quizá preste algún servicio a terceros) y el pool de siembra organizado por un productor local (que alquila las parcelas de vecinos y parientes, contrata/presta servicios agrícolas y tiene algún empleado fijo), existe hoy una mayor continuidad que hace veinte años, en cuanto a las prácticas productivas (salvo sutiles adaptaciones, todos aplican el mismo paquete tecnológico) y también respecto de los imaginarios movilizados por estos actores (expectativas de consumo, de acceso a servicios, de educación para sus hijos, etc.). Por otro lado, dado el desarrollo del modelo “fragmentado” de producción agrícola globalizado (llamado por algunos empresarios “agricultura por contrato” o “en red”), en ocasiones, determinados actores del proceso de producción, cuyos intereses son estructuralmente antagónicos entre sí, se encuentran coyunturalmente “asociados” en el marco de las tareas de la campaña agrícola (por ejemplo, el contratista que vive de los servicios prestados a la megaempresa o al gran pool de siembra; el rentista ex chacarero, cuya economía familiar se sustenta en el ingreso que le deja el campo arrendado al pool local o al megaempresario organizado en red). Es necesario volver sobre algunos conceptos y definiciones que caracterizaban adecuadamente el universo de la agricultura familiar y que, en la actualidad, ya no reflejan dicho segmento social, ni desde el punto de vista de sus prácticas productivas ni tampoco desde su horizonte de sentido.
El rasgo de familiar como pivote para categorizar un conjunto de actores socioproductivos muestra inconsistencias que han sido señaladas en diversas oportunidades por los observadores del mundo rural (antropólogos, sociólogos, ingenieros agrónomos, economistas, etc.). Pensamos que ello puede ser contraproducente tanto en la calidad de las discusiones académicas (que muchas veces terminan en un círculo vicioso por no poder establecer claramente los límites de la “agricultura familiar”) como en la eficacia operativa de las políticas públicas destinadas al desarrollo de ese segmento del universo agropecuario. En verdad, la categoría termina convirtiéndose más en una suerte de obstáculo epistemológico que en una herramienta interpretativa fértil para dar cuenta de los diversos sistemas productivos e identidades sociales que operan en los territorios.
En este sentido, la imposibilidad de avanzar en muchos de los nudos controversiales que despierta el modelo agrícola contemporáneo se relaciona con esta dificultad para determinar las fronteras de “lo familiar”. Por ejemplo, uno de los temas que más debate suscita es cuán excluyente o no es la dinámica socioproductiva introducida por dicho modelo: algunos sostienen que la concentración productiva dejó fuera del sistema precisamente a los productores que organizaban su explotación en base a la lógica familiar y, desde otra interpretación del fenómeno de concentración, se sostiene que en realidad hubo una reasignación de tareas, en donde en vez de hablar de exclusión habría que hablar de reconversión productiva de los productores familiares, que pasaron a ser empresarios de pequeñas pymes prestadoras de servicio, rentistas, inversionistas, etc. También cabe interrogarse sobre la cualidad de “familiar”: ¿por qué se debería asumir que es preferible trabajar en un ámbito familiar que en uno cooperativo o en otro puramente empresario? ¿Por qué el Estado debería preferir (a través de destinar financiamiento para sostener determinadas políticas públicas) las relaciones de producción encastradas en la lógica de parentesco (articulándose entonces la autoridad paterna a la patronal, entre otras cosas), por sobre la lógica de la ayuda mutua, o la lógica campesina?
En suma, para un buen planteo de la cuestión agrícola contemporánea es necesario constatar la complejidad del universo rural, tanto desde el punto de vista material como simbólico. En virtud de dicha complejidad, resulta fundamental remitir todo análisis conceptual a una base empírica precisamente delimitada puesto que, de lo contrario, se corre el riesgo de realizar generalizaciones y extrapolaciones no sustentadas y, por lo tanto, no consistentes con la realidad que se pretende comprender. En este sentido, hemos sustentado nuestro aporte en los diferentes trabajos de campo realizados en la zona pampeana, tradicionalmente habitada por productores agropecuarios familiares, mostrando las aristas contradictorias, de convergencia y/o de antagonismo que plantean los proyectos socioproductivos llevados adelante por los diversos actores. Sin la consideración de esta complejidad parece incierto que las políticas públicas destinadas a este grupo den, por un lado, efectiva respuesta a sus necesidades y expectativas, y por el otro, logren orientar el sector hacia algún tipo de modelo de desarrollo sustentable social, económica y ecológicamente.
Autorxs
Valeria Hernández:
Doctora en Antropología Social. Investigadora en el Institut de Recherche pour le Développement (Francia). Profesora en la UNSAM y en PLIDER (Argentina).