La fuga de capitales en la crisis de la Convertibilidad

La fuga de capitales en la crisis de la Convertibilidad

Bajo la apariencia de un escenario “estable”, el programa emprendido por Domingo Cavallo en la década de los ’90 padecía inconsistencias que se evidenciaron una vez agotadas sus bases de sustentación. Todo ello en el marco de una economía que tiene a los procesos de dolarización y la formación de activos externos como componentes estructurales.

| Por Matías Kulfas |

El carácter estructural de la dolarización de portafolios y las fugas de capitales en la Argentina

La Argentina se integró tempranamente al proceso de globalización financiera. Desde mediados de la década de 1970, por una combinación entre los cambios en el escenario internacional, la inestabilidad macroeconómica doméstica, los procesos de apertura comercial y financiera (1976-1977) y fuerte concentración económica, el fenómeno de la fuga de capitales se presentó con mayor recurrencia en nuestra economía.

Este proceso posee varias aristas que deben ser analizadas con cierto detalle. Se trata, por un lado, de la salida de divisas, tanto de origen legal como ilegal, que procura poner capitales a resguardo de cambios en la política económica, operando, en muchas ocasiones, como profecía autocumplida (la corrida sobre el mercado de cambios genera pérdidas en las reservas del Banco Central, obligando a las autoridades económicas a implementar o convalidar devaluaciones, políticas de ajuste con caídas del nivel de actividad y pérdidas patrimoniales y de ingresos). Es también el reflejo de la existencia de mercados dolarizados, particularmente el mercado inmobiliario, donde, sumado a la volatilidad macroeconómica que ha caracterizado a la Argentina de las últimas décadas, la propensión al ahorro de sectores de ingresos medios que aspiran a acceder a la vivienda se traduce en una tendencia a la dolarización de sus ahorros. Más aún, la vivienda se ha presentado como una reserva de valor y muchos inversores, pequeños o medianos, incluyen estas inversiones en sus portafolios.

Para completar esta descripción, vale adicionar dos elementos: a) el considerable proceso de internacionalización que posee la estructura productiva argentina, caracterizada por la fuerte presencia de filiales de corporaciones transnacionales y de grandes firmas y grupos económicos nacionales que operan de manera internacionalizada; b) los considerables niveles de economía no registrada (estimada en 30-40% del total según diferentes cálculos), no atribuible específicamente a economías de subsistencia sino a sectores donde la evasión fiscal constituye una fuente importante de rentabilidad. Estos sectores manejan considerables volúmenes de recursos que deben ser administrados por afuera de los canales formales y, por ende, movilizan recursos en efectivo, buena parte de lo cual se administra en dólares como moneda de resguardo. En términos más amplios, el empresario argentino –el grande, pero también algunos de segmentos pequeños y medianos– dolariza su tasa de ganancia y, por ende, realiza su ganancia en dicha moneda.

Como se puede entonces apreciar, la economía argentina opera con importantes niveles de dolarización y este fenómeno se acentúa en momentos de mayor incertidumbre y crisis, pero tiene bases estructurales. La historia de las últimas tres décadas muestra que han sido muy pocos los períodos de repatriación neta de capitales, es decir, cuando las ventas de divisas por parte de residentes basados en motivos no atribuibles a comercio, cobros de servicios o movimientos de capitales no especulativos, superaron a las compras. Podemos encontrar solo dos momentos, en ambas ocasiones en fases de recuperación tras el fin de severas crisis económicas y financieras: 1991-1992 y 2004-2005.

Bajo este prisma es necesario analizar el fenómeno de la fuga de capitales en la Argentina, no con un enfoque centrado exclusivamente en las corridas previas a (o causantes de) crisis financieras, ni solo como reflejo de la existencia de movimientos ilegales.

Las fugas de capitales durante la Convertibilidad

El régimen de convertibilidad implementado a partir de 1991 fue un instrumento de política económica de fuerte rigidez y pérdida de grados de libertad, atribuible a un contexto inicial de suma inestabilidad, tras dos episodios hiperinflacionarios (en 1989 y 1990). Su éxito inicial en términos de estabilización terminó transformándose en un verdadero yunque que limitó las posibilidades de crecimiento.

Las reformas estructurales promercado promovieron fuertes ingresos de capitales externos que se dirigieron, en primera instancia, a la adquisición de participaciones en diferentes empresas públicas privatizadas entre 1989 y 1993. Finalizada dicha etapa, se produjeron nuevas oleadas de ingresos de capitales orientadas a ampliar las inversiones en dichas firmas y también sobre algunas ramas manufactureras (automotriz y químicos), en servicios y grandes cadenas comerciales y en actividades extractivas (petróleo y minería). Se trató de un período donde se produjo una fuerte oleada de compraventa de firmas, caracterizado por la adquisición de cerca de 1.000 posiciones accionarias donde, fundamentalmente, inversores transnacionales compraron participaciones de grandes empresas nacionales, e incluso adquirieron grupos económicos locales enteros.

Se produjo un fenómeno ciertamente paradójico: mientras tenía lugar una de las mayores oleadas de ingresos de capitales extranjeros hacia la Argentina de todo el siglo XX, la balanza de pagos comenzaba a mostrar cada vez mayores necesidades de financiamiento externo. Por cada dólar de ingreso de inversión extranjera directa (IED) había aproximadamente otro dólar que era atesorado por residentes argentinos, sea en cuentas bancarias en el exterior, en otras inversiones fuera del país o, sencillamente, en dólares billete fuera del circuito bancario y el mercado de capitales.

El régimen macroeconómico combinaba rigideces e inconsistencias, pero su éxito en el control de la inflación, traducido en el éxito político que había hecho viable la reforma constitucional de 1994 y la reelección de Carlos Menem en 1995, hizo que la dirigencia política clausurara la posibilidad de implementar alternativas superadoras. Incluso en 1999, en vísperas del recambio presidencial, los tres candidatos con mayores posibilidades hicieron declaraciones públicas a favor del sostenimiento de dicho régimen económico.

La cuenta corriente presentó saldos negativos y crecientes, los cuales debían ser compensados con ingresos de capitales privados. Pero, como señalamos en párrafos anteriores, al tiempo que crecían los ingresos de IED, también se acumulaban mayores salidas de capitales por parte de residentes. Como mostramos en un trabajo anterior (“El impacto del proceso de fusiones y adquisiciones en la Argentina sobre el mapa de grandes empresas”, CEPAL, Santiago de Chile, 2001. https://www.academia.edu/30030843/_2001), las grandes firmas y grupos económicos nacionales vendían sus empresas y se refugiaban en actividades primarias o en su negocio principal, sin observarse nuevas inversiones de envergadura en la economía real con el producido de dichas ventas. Antes bien, mantenían dicha riqueza líquida en activos externos fuera del sistema financiero doméstico. A modo de ejemplo, 11 grupos económicos nacionales obtuvieron US$ 6.750 millones por la venta de empresas y participaciones accionarias entre 1992 y 1999, pero solo destinaron US$ 1.020 millones a la adquisición de otras firmas o participaciones.

Al mismo tiempo, el régimen de convertibilidad obligaba al Banco Central a mantener un elevado nivel de reservas para garantizar la paridad con la base monetaria. Con una cuenta corriente negativa y un saldo de capitales privados equilibrado, pero con tendencia negativa, fue el sector público el que debió salir a endeudarse en moneda extranjera, no solo para cubrir su propio déficit (para el cual habría podido recurrir a emisiones de deuda en moneda doméstica), sino para contribuir a sostener el nivel de reservas y garantizar la regla de convertibilidad. El régimen llevaba entonces a incrementar los niveles de endeudamiento externo por encima de límites prudenciales.

La situación se complicó aún más cuando la Argentina ingresó en un largo proceso recesivo que a la postre se transformaría en la crisis terminal de la Convertibilidad. Comenzó a mediados de 1998 y fue inicialmente atribuida a los coletazos de la crisis financiera en el este asiático. Cuando Brasil devaluó su moneda, a comienzos de 1999, la situación parecía ya no tener retorno: a las tensiones externas se les sumaría, ahora, la agudización del desequilibrio con nuestro principal socio comercial. Pero el problema era más amplio y reflejaba una crisis en la economía real que excedía ampliamente las coyunturas particulares y las dificultades para refinanciar los vencimientos de deuda. El proceso de apertura comercial y financiera, sumado al atraso cambiario, había mermado notablemente la capacidad de producción industrial, reduciendo los niveles de integración productiva y avanzando en procesos de desarme de redes de proveedores y sustitución de eslabonamientos locales por importaciones. Se trató de un pasaje desde esquemas productivos a meros ensamblajes. En tal sentido, la reestructuración sectorial tuvo características diferentes a la desindustrialización del período Martínez de Hoz (1976-1981). Si en aquella ocasión la nota dominante había sido el cierre de cerca del 20% de los establecimientos fabriles, en esta etapa las firmas industriales reaccionaron con estrategias defensivas que les permitieron sobrevivir, solo que con grados muy inferiores de producción e integración de partes y piezas nacionales y, naturalmente, con mucho menos empleo que en el pasado (sobre el tema, recomiendo la excelente descripción de este proceso que hicieron Bernardo Kosacoff y Adrián Ramos en Cambios contemporáneos en la estructura industrial argentina (1975-2000), UNQ, 2001).

En el campo, el panorama tampoco era bueno. Si bien en esta etapa se gestó el cambio tecnológico que permitió el gran salto productivo de la soja de los 2000, los precios internacionales no acompañaron las expectativas de los productores, los cuales habían tomado deudas con el Banco Nación y otras entidades, y terminaron dicha década fuertemente endeudados, con la mitad de los campos hipotecados y padeciendo el atraso cambiario y bajos precios internacionales (véase al respecto el análisis de Roberto Bisang, “El desarrollo agropecuario en las últimas décadas: ¿volver a creer?”, en Crisis, recuperación y nuevos dilemas. La economía argentina 2002-2007, editado por Bernardo Kosacoff, CEPAL, Oficina Buenos Aires, en 2008).

La Convertibilidad mostraba claras señales de agotamiento, pero los riesgos políticos hacían que la dirigencia política se aferrara a su continuidad. Si la formación de activos externos ya estaba presente antes del inicio del proceso recesivo, la situación se agudizó tras el inicio de la crisis. Entre 1992 y 1999, el déficit de la cuenta corriente fue financiado con ingresos de capitales externos. Pero mientras entre 1992 y 1994 el sector privado aportaba cerca de US$ 8.600 millones netos al año, entre 1995 y 1999 dicho saldo se redujo a la mitad y la fuga de capitales se triplicó. Entre 2000 y 2001 la situación cambió por completo: los ingresos de IED (US$ 7.500 millones) no pudieron compensar el alza en la fuga de capitales (US$ 6.200 millones al año) y la reversión del ingreso de capitales especulativos (ver el análisis realizado por quien escribe junto a Martín Schorr: “La deuda externa argentina. Diagnóstico y lineamientos propositivos para su reestructuración”, Fundación OSDE, Buenos Aires, 2003. https://www.academia.edu/30542906/_2003). Los grandes inversores nacionales tenían poco para apostar al sostenimiento de la convertibilidad, y su riqueza estaba bien resguardada en activos líquidos o en inversiones en sectores primarios. La contrapartida de este proceso fue el incremento del endeudamiento externo público, para compensar esta salida de recursos privados.

La crisis de 2001

El recambio presidencial de fines de 1999 no trajo mayores novedades a la ya crítica situación de inicio. El nuevo gobierno se aferró a la continuidad del régimen macroeconómico y procuró mejorar las condiciones para refinanciar los vencimientos de deuda en moneda extranjera. Incluso entre los miembros del nuevo equipo económico que estaban convencidos de la necesidad de salir de la convertibilidad, reinaba el escepticismo debido a las restricciones políticas imperantes, y apostaban a una mejora en los términos de intercambio que permitiera ganar mayores grados de libertad para instrumentar una salida menos traumática, mejora que llegaría muchos años después.

La recesión iniciada a mediados de 1998 continuó en 1999 y 2000, años en los cuales el PIB cayó cerca de 5% acumulado. En marzo de 2001 asumió Domingo Cavallo como ministro de Economía e intentó nuevas refinanciaciones de deuda y medidas para estimular una recuperación económica que no tuvieron efecto. Por el contrario, se acentuaron los niveles de desconfianza y creció la tensión social con una clara desmejora en el desempleo y la pobreza. La concreción del “Megacanje” de deuda, a mediados de 2001, convalidando tasas de interés mucho más elevadas, fue otra señal de que el régimen macroeconómico tendría pocas chances de perdurar.

La fuga de capitales se intensificó, profundizando los procesos de años anteriores. Para su análisis, vale recordar que en febrero del 2002 se formó, en el ámbito de la Cámara de Diputados, una comisión especial investigadora sobre el proceso de fugas de capitales del año 2001, la cual fue presidida por Eduardo Di Cola, e integrada por diputados de diferentes fuerzas políticas, tales como Graciela Ocaña, Carlos Raimundi y Manuel Baladrón, entre otros. Sus conclusiones fueron incluidas en un informe que incorporó la vasta información compilada durante el año de funcionamiento, donde tuve la oportunidad de actuar como asesor (a su vez, el informe fue publicado en un libro titulado Fuga de divisas en la Argentina, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2005).

Algunos de los datos relevados muestran que el año 2001 registró tres grandes oleadas de fugas de capitales. La primera tuvo lugar entre febrero y marzo, y la segunda en agosto. El gobierno las afrontó cediendo reservas y con los ingresos de divisas obtenidos del exterior. La tercera oleada fue en el mes de noviembre y terminó en el denominado “corralito”, implementado el 30 de noviembre, como reflejo del agotamiento de la capacidad de fuego para resistir la corrida. La convertibilidad había fijado una paridad cambiaria según la cual las reservas internacionales equipararían a la base monetaria, pero al mismo tiempo, el Banco Central había facilitado y estimulado la dolarización del sistema bancario. Empresas y familias se habían acostumbrado a tomar deudas en moneda extranjera y depositar dólares (o “argendólares”) en los bancos. Una vez que se masificó la desconfianza, a la salida de grandes capitales se sumó la de pequeños y medianos ahorristas, hasta que el gobierno dispuso la imposibilidad de retirar dinero de los bancos y la convertibilidad terminó, de la peor manera posible.

La base de datos generada en la mencionada comisión permitió registrar el movimiento de 2 de cada 3 dólares que salieron de la economía argentina durante 2001. Dos bancos privados explicaron la mitad de las salidas de divisas correspondientes a personas físicas. Uno de ellos, de larga trayectoria en el país, operó como una verdadera ventanilla para la fuga de capitales. En cuanto a las empresas, las primeras 100 firmas –ordenadas de acuerdo con los montos transferidos al exterior– explicaron nada menos que el 70% del total de divisas que salieron durante 2001. Las principales firmas de la cúpula empresarial estuvieron naturalmente a la cabeza, muchas de las cuales mostraban esa supuesta dualidad entre negocios ruinosos y sobreendeudamiento con el exterior, pero en forma concomitante a la acumulación de activos externos: fenómeno similar al de la última dictadura militar. En esta ocasión, vale recordarlo y reconocer a las autoridades que condujeron al país tras el colapso de la Convertibilidad, no hubo seguros de cambio que terminaran magnificando la acumulación de riquezas a expensas del Estado argentino.

Cabe destacar que semejante movimiento de recursos tuvo lugar literalmente delante de las narices de las autoridades económicas y organismos de control. Todas estas operaciones fueron legales, más allá de si el origen de los fondos lo era o no. El Banco Central no puso límite alguno a este proceso que generó un reparto fuertemente inequitativo de la crisis: mientras aquellos que retiraron sus depósitos y activos del país y los pusieron a resguardo en cuentas en el exterior obtuvieron una fuerte recompensa, resguardando el valor en dólares de sus activos y pudiendo luego valorizarlo tras la devaluación de comienzos de 2002, quienes permanecieron en el sistema padecieron las consecuencias de la grave crisis económica y social y del denominado “corralito” (si bien, en este último aspecto, el Estado terminó a la postre rescatándolos parcialmente, asegurando, mediante diferentes normas sancionadas durante el gobierno de Duhalde, el pago en moneda local de los depósitos más una ganancia del 40% y la actualización según el índice de inflación).

Lo que sobrevino a ese momento fue una de las páginas más difíciles de la historia económica argentina: tasas de desempleo y pobreza en máximos históricos (22% de desempleo en mayo de 2002 y 54% de personas bajo la línea de pobreza en octubre de ese mismo año), bancos cerrados, interrupciones en la cadena de pagos, cierres de empresas y una caída cercana al 25% en el PIB, donde recién en 2005, tras 3 años consecutivos de crecimiento, se logró recuperar el nivel de 1998.

Conclusión

El proceso de fuga de capitales del año 2001 fue el punto de cierre de un largo proceso de crisis caracterizado por el bajo dinamismo económico y el debilitamiento de las capacidades productivas, tecnológicas y del empleo. Reflejó las dificultades para generar un programa de crecimiento económico consistente a mediano y largo plazo y la laxitud de las autoridades regulatorias para reaccionar ante un contexto de cada vez más estrecha vinculación con el mundo financiero global.

Las enseñanzas que deja este período son varias. En primer lugar, muestra la necesidad de un seguimiento más estrecho por parte de los reguladores, pero está claro que este aspecto es insuficiente si no existe un programa macroeconómico consistente. Como se pudo observar, esta última aseveración es diferente a recomendar una macroeconomía “estable”, aspecto que parecía haberse logrado bajo la Convertibilidad: las inconsistencias acumuladas mostraron el carácter explosivo que tuvo una vez que se agotaron sus bases de sustentación.

Finalmente, la creciente acumulación de activos externos puede ser considerada una muestra del carácter “rentístico” de los sectores de alto ingresos en la Argentina. Personalmente, prefiero ensayar otra interpretación. Los procesos de cambio estructural y de reformas promercado implementados en la década de 1990 (tras el ensayo de resultado parcial de Martínez de Hoz) redujeron notablemente el espacio de negocios en la Argentina. Este proceso, sumado al carácter cíclico de la economía nacional basado en la restricción externa, traduce la inestabilidad macroeconómica en una tendencia a la dolarización y a la profecía autocumplida. La conjunción entre un programa macroeconómico consistente y un plan de desarrollo productivo innovador podrá alterar las bases de este comportamiento donde los procesos de dolarización y fuga de capitales asumen un carácter estructural.

Autorxs


Matías Kulfas:

Economista. Profesor de Desarrollo Económico en la Escuela de Economía y Negocios de la UNSAM y de Estructura Económica Argentina en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Director de Idear Desarrollo.