Entrevista con el mundo en una encrucijada

Entrevista con el mundo en una encrucijada

El artículo enmarca la crisis mundial desatada por el Covid-19 en lo que se denomina como la década del “derrumbe paulatino del modelo neoliberal”. Así, el autor describe la profundización de las asimetrías entre los países más pobres frente a los desarrollados, producto del endeudamiento previo a la pandemia, y por la caída del precio de las materias primas y de la reducción del turismo.

| Por Andrés Musacchio | 

Gestación y crisis del modelo neoliberal

Hace casi medio siglo, el multifacético Isidro Odena publicaba un ensayo bajo el título “Entrevista con el mundo en transición”, en el que trataba de dar cuenta de un conjunto de cambios en el escenario internacional que, a su criterio, modificarían radicalmente el futuro. Por entonces era difícil saberlo, pero nuestro planeta se encaminaba a una transición que daría paso al modelo neoliberal, en el marco de un reordenamiento mayúsculo de las relaciones económicas y políticas internacionales. Odena resaltaba los efectos de la coexistencia pacífica entre las dos grandes potencias, en el preciso momento en que comenzaba la crisis que terminaría derrumbando a una de ellas, la Unión Soviética. Con esto último se abría la puerta no solo a la consolidación del rol de potencia dominante de los Estados Unidos, sino también a una transformación de la sociedad capitalista en su conjunto. Desaparecido el socialismo real, se esfumaba también uno de los factores principales de la mejora en las condiciones de vida de amplios sectores de la población en los países desarrollados: se acababan la competencia entre sistemas, las alternativas y las utopías frente al capitalismo. Por lo tanto, quedaba vía libre para un modelo profundamente regresivo, que polarizó el ingreso, acorraló al Estado de Bienestar, fomentó la apropiación privada de segmentos importantes del dominio público y depredó casi sin control el ambiente.

Cincuenta años después, los dañinos resultados de largo plazo son incontrastables en cada uno de los aspectos mencionados. Pero también asistimos en la última década al derrumbe paulatino del modelo neoliberal mismo. Un mojón importante fue, sin dudas, la crisis económica y financiera que estalló en 2007 y que mostró sus límites económicos. Pero no fue ese el único frente problemático. El cambio climático expuso descarnadamente los límites del uso irracional de los recursos al que se expone el sistema cuando se deja “al mercado” (léase a las empresas, en especial los grandes conglomerados) la exclusividad en su asignación y en el manejo de los residuos. En el plano social, el panorama mundial no es menos desalentador: la radicalización de la apropiación privada de los recursos y el debilitamiento de los movimientos sociales gestaron una polarización en la distribución del ingreso como nunca antes, abriendo una nueva ola de confrontación social y política aún en pleno despegue. También la asimetría en las relaciones internacionales se tensó hasta generar un contexto generalizado de violencia y guerras como pocas veces recuerda la historia.

En ese marco, el surgimiento de una nueva/antigua potencia sacudió la anodina competencia de la vieja “alianza transatlántica”. Cuando muchos creían consolidado un mundo unipolar hegemonizado por los Estados Unidos, un “modelo” del modelo neoliberal, el acelerado desarrollo económico de China dio la nota discordante. Con un proceso muy alejado de los cánones neoliberales, a partir de la planificación y la centralidad en el rol del Estado, China se convirtió de gran productor de chatarra plástica en un temible competidor en sectores intensivos en tecnología y conocimiento. No solo eso. También comenzó a jugar fuerte en la arena de la política internacional con una participación cada vez más activa en los organismos financieros internacionales o en los “clubes de gobernanza” como el G20 y, sobre todo, con el trazado de una geopolítica propia en forma de ruta de la seda. Aun cuando el modelo productivo chino tiene todavía baches importantes, se ha plasmado como un desafío complejo a la geopolítica de la Alianza Transatlántica, que en los últimos años dio paso a un creciente enfrentamiento económico. A ese panorama se le debe sumar la reaparición del “imperio ruso”, de precarias bases productivas pero muy activo en los terrenos militar y estratégico. El control de algunos recursos clave como el gas y el petróleo que alimentan parte del aparato productivo de Europa occidental ha permitido el retorno de un país al que, erróneamente, se lo creía colapsado para siempre.

El derrumbe paulatino del modelo neoliberal no implica todavía, por supuesto, el surgimiento de algo nuevo. Lo que se recorta, aún, es un conjunto de procesos contradictorios que agudizan los problemas y los exponen descarnadamente. Sobre esa base compleja, la irrupción del Covid-19 potenció todavía más las tensiones, mientras amplía las divergencias en la sociedad y obliga a buscar nuevas respuestas e ideas. Así ocurre, por ejemplo, en el terreno económico.

Una crisis económica con impacto diferenciado

Una década después del cataclismo de 2007, la economía mundial parecía haberse estabilizado. No había lugar para un milagro colectivo, pues la estabilidad no gestó boom alguno. A excepción de un pequeño puñado de países (especialmente China), la batería de medidas coyunturales y estructurales habían permitido un bajo crecimiento y un nivel mínimo de inversiones productivas. Entre 2011 y 2020, Estados Unidos creció en promedio al 0,5% anual, la Eurozona al 1,6% y Alemania al 2,5%. La inversión bruta interna fija fue, para el mismo período, ligeramente superior al 20%, la más baja desde el final de la Segunda Guerra. Burlándose de la crisis, el capital financiero continúa acumulando enormes sumas de recursos líquidos e imponiendo condiciones para el funcionamiento integral de la economía.

Para el resto del planeta, las condiciones son aún menos favorables. Diversos estudios, incluyendo los de los organismos internacionales, muestran que la brecha entre los países desarrollados y la llamada periferia ha crecido sustancialmente. Solo algunos enclaves han logrado altas tasas de crecimiento continuas, sin que eso logre resolver sus problemas estructurales. Los informes periódicos de Erlassjahr.de (Jubileo Alemania), por ejemplo, muestran desde hace una década un crecimiento imparable de la deuda externa en los países que no pertenecen a la OECD. En el último informe se habla abiertamente de una crisis internacional de la deuda y se la compara con la de 1982. Quienes estudian los procesos de desigualdad internacional han centrado su atención en la multiplicidad de mecanismos por los que los países desarrollados han logrado trasladar sus crisis a la periferia, un proceso clave para su recuperación. Ese traslado también se observó en la periferia de la misma OECD, en países como España, Grecia o Portugal. Especial interés reviste este último caso, que logró una muy elogiada (aunque también muy suave) recuperación exactamente a partir del momento en que se apartó ligeramente de las recetas neoliberales tradicionales.

Sobre ese panorama, el Covid-19 desató una nueva recesión mundial generalizada, agudizando aún más los conflictos y dejando serios interrogantes sobre una posible vía de salida en el corto plazo. Pero además amplió la brecha, pues mientras los países más desarrollados lograron en general amortiguar el impacto de la caída del producto con un enorme dispositivo de recursos puestos a disposición por el Estado, los países más pobres carecen de margen de maniobra para imitarlos. Endeudados hasta niveles insoportables y sin capacidad de recaudación, sufrieron dramáticamente en muchos casos la reducción del precio de las materias primas y/o de los flujos de turismo, así como la contracción de las remesas de utilidades de los familiares emigrados. El Covid-19 profundizó así las asimetrías estructurales previas.

Algunos cambios estructurales y sus nuevos frentes de conflicto

Así como el panorama negativo no afecta a todos los países por igual, tampoco golpea simétricamente a toda la economía. Una y otra vez, los historiadores constatan que incluso en las peores crisis hay ganadores. Las cifras agregadas esconden importantes cambios estructurales en proceso. Se trata, generalmente, de movimientos inacabados, en algunos casos insinuados, con un final abierto. Es el caso de nuestro tiempo.

La crisis de 2008 potenció algunos de esos cambios y la pandemia del Covid-19 los impulsó aún más. Entre ellos se destaca el proceso de digitalización, la punta del iceberg de un cambio significativo en la organización de los procesos productivos. El núcleo central es la nueva y creciente capacidad para la captura, el almacenamiento, el procesamiento y la transmisión de datos por vía electrónica, enmarcada en la fusión entre las tecnologías de procesamiento y de comunicación. Esto, a su vez, transforma radicalmente la comunicación, las maquinarias, los instrumentos y los medios de transporte.

Vista desde la producción, la transformación tecnológica impulsa una creciente automatización. El fenómeno es menos novedoso en la producción de bienes, pues continúa una tendencia larga iniciada con la cadena de montaje. Los nuevos procesos afectan a sectores tradicionales como la metalmecánica, la química, la electrónica, la tecnología médica o la energía. Más novedosa es la automatización de los servicios, un rasgo actual sobresaliente por su profundidad y velocidad. Simultáneamente, se vislumbran los primeros pasos en la automatización del conocimiento, con el despliegue incipiente de sistemas de inteligencia artificial.

Los resultados que deparan estos cambios son aún materia de discusión. Si algunos insisten en el impacto negativo que la mayor automatización traerá sobre el empleo industrial, otros (entre ellos quien escribe estas notas) creen ver más bien un impacto mayor sobre la precarización del empleo, tanto en la industria como en los servicios. El “cuentapropismo” derivado de las plataformas como Uber descarga sobre los trabajadores costos y riesgos que antes recaían sobre el empleador. Los algoritmos controlan las cadencias del trabajo en emprendimientos como Amazon, desplegando una sutil vigilancia que intensifica el trabajo. La “inteligencia artificial” combina la economía de plataformas con algoritmos de diseño que descalifican a los viejos “trabajadores de cuello blanco”. Mientras tanto, la captura y el comercio de datos en la red y el despliegue de empresas que, como IKEA, descargan parte del trabajo en sus clientes y consumidores, permite apropiarse de trabajo gratuito y desligarse parcialmente de impuestos y cargas sociales. Todos estos mecanismos fueron profundizados por la crisis del Covid-19, que para algunos fue un boom, o un zoom.

Para las relaciones internacionales, esta evolución abre algunos conflictos importantes. Por un lado, como es habitual en las transformaciones, se intensifica la puja internacional por el liderazgo y la apropiación del beneficio. Las controversias entre Estados Unidos y China no responden a quién exporta o importa más commodities. Por detrás de los fuegos artificiales se encuentra la puja por controlar la difusión de algunos procesos tecnológicos clave. Es en las restricciones a la empresa tecnológica china Huawei y no en el ingreso de soldaditos de plástico donde debe buscarse el conflicto.

Por otra parte, las nuevas empresas líderes, conocidas como las GAFA (por Google, Amazon, Facebook y Apple), tienden a desligarse de buena parte de sus ataduras espaciales. Uber, por ejemplo, puede administrar su plataforma en Francia sin localizarse en terreno francés. Por lo tanto, puede quebrar la legislación laboral francesa, evitar impuestos y cargas sociales y relocalizar “just in time” sus ingresos hacia paraísos fiscales.

Por eso, la nueva economía digital ataca más que nunca a la vieja estructura de Estados nacionales. Pero justamente esos Estados nacionales fueron los que permitieron encontrar mecanismos y políticas para responder a los desafíos de la crisis del Covid-19. Por eso, el Covid agudizó una de las grandes contradicciones de nuestro tiempo, advirtiendo sobre la necesidad de encauzar a la economía digital en un proceso de regulación, en el que las instituciones jueguen un papel central. Se trata de reconstruir el espacio del poder político institucional, lo que supone hoy un grado de coordinación interestatal mucho más estrecho. Pero también refuerza la vigencia de los Estados nacionales como actores centrales del proceso. La puja, sin embargo, solo puede devenir en una regulación eficaz si se reconstituyen los espacios de participación política y democrática de la totalidad de los actores sociales, incluyendo a los trabajadores “tradicionales”, los nuevos trabajadores de la economía solidaria o las organizaciones de la sociedad civil. Exactamente los sectores que el neoliberalismo procuró expulsar de la matriz de construcción del poder, un proceso que los nuevos procesos de organización del trabajo y de la sociedad pretenden profundizar aún más. Nos esperan, pues, tiempos intensos en este mundo en la encrucijada.

Autorxs


Andrés Musacchio:

Licenciado en Economía, especialista en Historia Económica y doctor en Ciencias Sociales. Profesor en la Facultad de Ciencias Económicas. investigador independiente del CONICET (Idehesi UBA/Conicet).