La ciencia, instrumento de poder

La ciencia, instrumento de poder

El conocimiento es poder. De allí que la principal disputa sea entre el Estado y las empresas privadas por la apropiación del mismo. El objetivo debe ser la construcción de un nuevo sistema de valores que permita poner el conocimiento al servicio de la sociedad en su conjunto, alejado de los intereses de lucro.

| Por Enrique Martínez |

Se ha dicho desde siempre, como esas consignas que de tanto repetirse terminan por perder contenido, que el conocimiento es poder. Para las definiciones de política en los países periféricos, de un mundo con hegemonía tecnológica, productiva y financiera crecientemente concentradas, aquella consigna debería ser modificada, para llegar a otra frase, menos esquemática, que mejoraría el sentido:

El conocimiento es poder, si y sólo si nos apropiamos de él y podemos ponerlo al servicio de un sistema económico y social con autonomía nacional.

En temas tan sensibles y a la vez tan trajinados, hasta llegar al reemplazo de la racionalidad por los prejuicios, se hace necesario bucear en la explicación de cada palabra importante.

¿Qué es el poder?

Es la capacidad de ejercer influencia sobre la conducta permanente o transitoria de otros individuos o de la comunidad en su conjunto. Tal vez John K. Galbraith en su Anatomía del Poder encauzó desde su publicación todo debate sobre las formas de acceder al poder y las formas de utilizarlo. Ese libro debe ser referencia permanente y hasta excluyente para quien incursione en esta temática.

Recordemos que Galbraith identifica tres fuentes de poder:
• Personalidad.
• Propiedad.
• Organización.

Y a su vez, tres instrumentos de aplicación del poder:
• Condigno, que expresa la subordinación física a la autoridad y el temor a las represalias.
• Compensatorio, en que se consigue subordinación mediante estímulos materiales o morales.
• Condicionado, donde la adhesión se alcanza construyendo valores que jerarquizan el concepto de pertenencia.

A escala de un país, el gran conflicto histórico es dirimir si tiene hegemonía la propiedad, cada vez más concentrada en menos grupos, o la organización del Estado, representando los intereses del conjunto de la comunidad. Todos los otros conflictos de poder, hasta llegar a los domésticos, se instalan en niveles de importancia menores al conflicto central.

Ambas fuentes, a su vez, utilizan los tres instrumentos mencionados. Los que ejercen la propiedad apelan al poder condigno y al compensatorio, en proporciones que varían según el grado de organización de la sociedad en la que se mueven. Intentan utilizar el poder condicionado, pero la creación de valores de pertenencia tiene una ocurrencia mucho menor que la coerción o la compensación.

El Estado moderno, a su turno, es normal que no alcance a ser exitoso en la aplicación del poder condicionado, el instrumento que debería ser su generador central de adhesión en una sociedad democrática. Las imperfecciones y debilidades de un Estado son tanto más grandes cuanto más uso lleva a cabo del poder condigno y/o compensatorio a expensas de la creación y fortalecimiento de valores comunes.

Una digresión sobre el conocimiento y luego reunimos ambos conceptos.

¿Qué es el conocimiento (productivo)?

Hubo un tiempo histórico en que todo conocimiento, tanto las ideas filosóficas o sociológicas como aquel vinculado a la producción de bienes y servicios eran de naturaleza casi totalmente abierta. Es decir: no había secretos y por ende no había posibilidad de apropiación de saberes. En los casos más singulares, los aprendices accedían al conocimiento de un ámbito específico por transferencia desde los mayores, los artesanos expertos, pero no había allí más límites para la diseminación del saber que la capacidad de vincular maestros con alumnos.

Desde el advenimiento de la Revolución Industrial ese horizonte mutó a otro donde la posibilidad de conservar técnicas, fórmulas y procedimientos fuera del ámbito común, pasó a ser factor de éxito económico. Hace ya unos 300 años que en el imaginario colectivo –y en la normativa concreta– hay una tendencia creciente a considerar antagónica la diseminación popular de los conocimientos productivos, respecto de la posibilidad de tener una empresa rentable en términos capitalistas. Nada simple resolver la contradicción, porque las empresas, para mantener su iniciativa técnica, necesitan innovar de modo permanente y para ello deben contar con trabajadores formados, con saberes singulares, de los que sólo una pequeña fracción emerge de su trabajo en la empresa, mientras la gran mayoría de su preparación académica proviene de sistemas públicos.

En consecuencia, las empresas –especialmente las más grandes– parten del conocimiento común suministrado en el sistema educativo, a lo cual agregan las investigaciones implementadas al interior de sus unidades, y progresivamente, alianzas con universidades y otros organismos públicos para hacer desarrollos bajo acuerdos de confidencialidad. Las que no tienen dimensión para poder cumplir esa secuencia deben asumir resignadamente que aplicarán conocimientos de menor nivel de apropiación privada, con umbral de acceso bajo para sus competidores.

El poder y el conocimiento

En la yuxtaposición de los dos escenarios brevemente dibujados es que un país genera conocimiento y lo aplica. O no. Porque los efectos de la distribución de poder sobre la cantidad, calidad y asignación del conocimiento producido no sólo pueden potenciarlo o dejarlo librado a su suerte. También pueden llevar al bloqueo de determinados saberes o a una orientación equivocada o inútil de su acumulación.

Todas esas variantes son posibles porque, se reitera, el acopio de conocimiento es considerado un factor de aumento de poder a escala empresaria. La lógica de acumulación privada ni siquiera imagina que es deseable que el conjunto de los integrantes de una cadena de valor –ni que decir el conjunto de las empresas de un país– dispongan del mejor conocimiento sobre un tema.

Tales son las condiciones de contorno para que los poderes públicos definan dos cosas con cierta independencia pero en definitiva enteramente interdependientes:
a) Planes de formación académica y de generación de conocimiento productivo en el sistema de ciencia y técnica nacional.
b) Programas de asistencia y/o transferencia de conocimiento al sistema productivo.

Por todo lo dicho, eso se hace y hará partiendo de cierto contexto de poder, cuya caracterización es imprescindible y aspirando a otro cierto contexto de poder, si es que se concluye que el primero es insatisfactorio y se imagina que la forma en que se genera y disemina el conocimiento puede contribuir a modificar esa estructura. O por lo contrario, se ignora totalmente la cuestión del poder y se postula que la acumulación individual de conocimiento en algunos miles de investigadores le será inexorablemente útil a la Nación. Una u otra mirada surgirán del prisma político que se aplique.

Alternativas

En base a lo expresado, el concepto de ciencia independiente es una idea que también debe ser aclarada. Si la independencia se refiere a la ausencia de influencias que determinen los horizontes de trabajo, podríamos concluir, del mismo modo que con respecto a algunos parámetros que hacen a la salud humana, que hay “independencia buena” e “independencia mala”. La primera es la que logra encuadrarse en planes de utilidad nacional, escapando a los bloqueos o seducciones de alguna faceta del poder que no esté en fase con la calidad de vida comunitaria. La segunda, la independencia que no es mala sino aparente, nos puede conducir a formular planes de trabajo en que el intento de no tener lazo alguno de dependencia termine cortando incluso los lazos que vinculen con nuestra realidad productiva y por lo tanto persiguiendo metas abstractas o elitistas, sin valor apreciable.

En rigor, más que ciencia independiente debemos aspirar a una ciencia cuyo vínculo con el poder sea para reforzar la administración de la sociedad en su conjunto, a través de acumular conocimiento no apropiable por intereses de lucro o de banda estrecha.

Esto lleva a dos obligaciones casi recíprocas entre quienes hacen ciencia y quienes administran el Estado.

Unos y otros deben entender que es fundamental ejercer el poder utilizando su faceta condicionada, esto es: construyendo valores comunes que se reflejen en la práctica cotidiana y permanente y que todos interpreten como de beneficio colectivo.

Cualquier intento por utilizar el poder condigno, sobre todo con la historia de baja jerarquía de la gestión estatal en la Argentina, lisa y llanamente eliminará la posibilidad de generar conocimiento en cantidad y calidad adecuadas.

Las compensaciones a los trabajadores de la ciencia, finalmente, deben ser económicas y morales, pero encuadradas en un marco conceptual muy distinto del que utiliza la actividad privada para remunerar a sus trabajadores. De manera coherente con el sistema de valores aún pendiente de concretar, se debe premiar el trabajo colectivo, la capacidad de expresar metas tangibles y que puedan ser reconocidas por los compatriotas, la eficiencia y agilidad de respuesta a los grandes desafíos nacionales.

Probablemente varias de las afirmaciones precedentes no coincidan con la connotación dada durante años al reclamo de ciencia independiente. La diferencia no surge de una presión o condicionante ideológico arbitrario. Es sólo fruto de advertir de qué es necesario independizarse. Y no es del Estado, como prioridad. Es básicamente de un destino de creación subordinado a los grandes poderes económicos del mundo, que en los tiempos presentes actúan con autonomía y condicionando a los gobiernos de sus propios países, por lo que no debe extrañar que reproduzcan aquí esa mirada sobre la estructura social.

Autorxs


Enrique Martínez:

Ingeniero químico de la UBA. Ex Presidente del Instituto Nacional de Tecnología Industrial.