Terminar con la desigualdad enfrentando el saqueo institucionalizado

Terminar con la desigualdad enfrentando el saqueo institucionalizado

El autor aborda las condiciones para la falta de equidad en la distribución de los ingresos y de la riqueza en la Argentina durante los últimos cuarenta años.

| Por Mariano Féliz |

En las economías contemporáneas la riqueza social se presenta fundamentalmente como una acumulación de mercancías y productos dispuestos para ser vendidos. Carlos Marx fue unos de los pioneros en partir de esta constatación para intentar comprender la dinámica de la producción y distribución de la riqueza y los ingresos en la economía mundial capitalista.

Hoy, en esta economía global dominada por el poder de las grandes corporaciones transnacionales, este proceso se apoya en la explotación simultánea del trabajo remunerado, el trabajo no remunerado y las riquezas naturales. A través de la explotación sistemática de las fuerzas del trabajo y los bienes comunes provistos por la naturaleza, esos grandes capitales garantizan para sí mismos la apropiación de una creciente masa de riqueza social expresada en mercancías y dinero.

En los últimos cuarenta años, el proceso de concentración de esa riqueza en pocas manos se ha acentuado violentamente. Desde la irrupción de las dictaduras genocidas en el sur global en los años sesenta y setenta, y el ascenso de los gobierno de Thatcher y Reagan –en el Reino Unido y Estados Unidos, respectivamente–, las grandes transnacionales y sus propietarios (el 1% más adinerado) han conseguido concentrar en su manos, sus bolsillos y cuentas bancarias el equivalente a la riqueza social disponible para el 99% restante. En ese proceso de creciente apropiación del trabajo ajeno, esos millonarios y millonarias controlan la vida y el trabajo de miles de millones de personas, muchas de las cuales se encuentran trabajando de manera creciente en condiciones de extrema precariedad en rincones del mundo tan disímiles como las minas de coltán en África, las empresas de delivery de comida en ciudades como Nueva York o Buenos Aires, o las fábricas de microchips en China.

Como parte de la economía mundial, la economía argentina no ha sido ajena a ese proceso de creciente desigualdad entre quienes más y quienes menos tienen. En efecto, los territorios periféricos y dependientes han sufrido un enorme deterioro en las condiciones de vida y trabajo de su población. La resultante general de esos derroteros ha sido el aumento en la desigualdad distributiva, la mayor precariedad de la vida y el empobrecimiento generalizado.

Los sectores propietarios de los medios de producción en la Argentina reciben una porción creciente de la riqueza social generada: la última estadística oficial muestra que para 2021 las y los trabajadores asalariados en el sector privado de la economía recibieron solo un 33,8% del ingreso que ellxs produjeron ese año. La contracara es que el conjunto del capital (esencialmente, las corporaciones transnacionales y nacionales que dominan la producción en el país) logró apropiarse de más de la mitad del total de esos ingresos. Algunas miles de empresas se quedan con más riqueza que millones de trabajadorxs. Esa estadística marca el piso de esa apropiación pues esos grandes capitales y sus propietarixs y accionistas controlan una porción mucho mayor de la riqueza y los bienes comunes disponibles. ¿Quiénes son los dueños de las fábricas y oficinas? Los Rocca, los Macri y los Bulgheroni. ¿Quiénes controlan de manera creciente la propiedad y uso de las tierras, los puertos, la vera de los ríos y los lagos? Los Benetton, los Lewis y también las Cargill y Nidera. ¿Quiénes son dueñas de las canteras de oro y plata, los salares con su litio, y los yacimientos de petróleo y gas? Pues las Barrick Gold de Canadá o los grandes bancos chinos, junto con la Chevron de los Estados Unidos, o la BMW alemana.

En las décadas pasadas, las y los trabajadores en la Argentina han dado una dura batalla para sostener sus ingresos. Desde los años setenta han multiplicado su participación en el mercado de trabajo intentando evitar sufrir el deterioro en sus condiciones de vida.

Desde aquel momento, en promedio, 1 de cada 2 varones adultos participa del mercado de trabajo remunerado. Con el fin de evitar el deterioro de las condiciones de vida de sus hogares, en las últimas décadas cada vez más mujeres han sumado horas de trabajo remuneradas a las horas de trabajo no remuneradas que ya realizan en sus hogares y comunidades: si en 1973, 1 de cada 4 mujeres (25%) trabajaba de manera remunerada, para la segunda década del siglo XXI 4 de cada 10 (40%) lo hacían. Además, se amplió el número de jóvenes que se suman al mercado de trabajo con el fin de contribuir con la economía familiar. La cantidad de horas de trabajo aportadas por los hogares –y fundamentalmente por las mujeres– al mercado de trabajo se multiplicó varias veces. A pesar de ese esfuerzo, la apropiación de los ingresos por parte de las familias trabajadoras ha retrocedido de manera marcada desde la dictadura a esta parte. Con subas y bajas, la tendencia al deterioro es clara.

Esta reducción en la capacidad de las y los trabajadores de apropiarse de los ingresos que ellxs mismos generan es el resultado de la creciente precarización de las condiciones de trabajo que han conquistado las grandes empresas en nuestro país (al igual que en el conjunto del mundo) a través de las décadas neoliberales y sus consecuencias en las últimas décadas neodesarrollistas. La multiplicación de las horas de trabajo remunerado se dio sobre la base de empleos cada vez más informales y no registrados. La ampliación del empleo precario es la contracara de los bajos salarios y las jornadas más extendidas. A pesar de trabajar más horas de manera remunerada, los ingresos que reciben por ese trabajo han caído de manera sostenida. Los ingresos que pueden conseguir un trabajador o trabajadora hoy en día son un 20% más bajos que los que conseguía hace una década, y 30% o 40% peores que los que podía obtener en los setenta y ochenta.

Cuadro 1. Indicadores clave de la distribución del ingreso y la desigualdad
Fuente: Estimaciones promedio propias sobre datos de CEPAL, INDEC, CEDLAS y otras fuentes.

El cuadro muestra las tendencias al empeoramiento sostenido de los indicadores de desigualdad social. En particular, es muy marcada la caída en el salario real y su contracara el incremento de la incidencia de la pobreza por ingresos. Hoy en la Argentina tener empleo remunerado no garantiza salir de la pobreza; nunca hubo tanta gente trabajando ni tanta gente recibiendo formas de asistencia monetaria estatal directa y, sin embargo, nunca hubo tantas familias en situación de precariedad vital. En la última década, cuando las tendencias a la concentración de la riqueza y el estancamiento económico se acentuaron, es notable la aceleración del deterioro. La apropiación de ingresos por parte de la clase trabajadora está en los niveles más bajos en décadas.

El deterioro persistente en los ingresos del trabajo se traduce en un creciente esfuerzo laboral no remunerado en tareas de reproducción y cuidado que realizan mayormente las mujeres en sus hogares y comunidades. Para compensar la pérdida de ingresos monetarios, las mujeres multiplican la inversión de tiempo en la realización de tareas de reproducción y cuidados: caminar para buscar mejores precios, tiempo para organizarse colectivamente en comedores y merenderos para atender la alimentación de niñes y ancianes en barrios populares, multiplicación del trabajo de cuidado remunerado en otros hogares (trabajo de servicio doméstico) para ampliar la base de ingresos, etc. Este mayor esfuerzo en tiempo y estrés no se registra en las estadísticas distributivas pero claramente multiplica las desigualdades en nuestra sociedad, y es otra expresión de la creciente desigualdad distributiva. A la pobreza monetaria se suma la pobreza de tiempo, especialmente para las mujeres.

Este proceso de precarización extendida de la vida y el trabajo ha sido acompañado más que combatido por las políticas estatales. A través de las últimas décadas el Estado se ha transformado en uno de los mayores agentes de precarización del empleo. Un creciente número de quienes trabajan en distintos ámbitos de la administración pública, tanto nacional como subnacional, lo hacen bajo formas de contratación precaria. Como monotributistas o a través de cooperativas de trabajo, miles de trabajadorxs en el sector público desarrollan tareas sin medios adecuados, en pésimas condiciones de trabajo, y con magros salarios. Cada vez más asiduamente, tareas que antes eran desarrolladas por empleadxs de la planta permanente del Estado son cubiertas por cooperativas de trabajo creadas explícitamente para precarizar el empleo. En muchos casos, sus trabajadorxs son parte de lo que hoy se denomina la economía popular, trabajadoras y trabajadores desarrollando tareas fundamentales de cuidado de personas (en comedores comunitarios, por ejemplo) o del ambiente (como los recicladores urbanos, o cuidadorxs de plazas) con remuneraciones que ni siquiera alcanzan el salario mínimo.

Como señalamos, la dinámica de creciente concentración de la riqueza en pocas manos es un fenómeno mundial, que se exacerba en contextos dependientes. El capitalismo argentino multiplica las formas de superexplotación del trabajo y de la naturaleza, al tiempo que concentra la riqueza social generada en pocas manos.

Esta es la dinámica general de acumulación de capital en territorios dependientes donde la existencia misma del capitalismo supone la destrucción de sus bases humanas y naturales. La desvalorización del trabajo remunerado, del trabajo no remunerado (de reproducción y cuidados) y de la naturaleza es parte de las condiciones de reproducción ampliada del capital en los confines del mundo.

La superexplotación o saqueo de la riqueza natural en la Argentina es la base material para la apropiación de la renta extraordinaria (renta del suelo) que acelera la concentración de los ingresos en quienes controlan los recursos, los procesan o los exportan. La Argentina se ha convertido en plataforma para la provisión global de insumos para la transición energética en los países centrales. Por otro lado, en esa dirección estratégica se apoya la buscada sustentabilidad de la deuda externa con el FMI y los acreedores privados. Lamentablemente, ese proceso es alimentado por la exportación creciente de biocombustibles, litio o gas, al costo del avance de la contaminación, la desarticulación de las comunidades y la represión de la resistencia social.

Al mismo tiempo, la superexplotación del trabajo es el fundamento y condición básica para que en la Argentina las principales empresas sobrevivan frente a la competencia global capitalista. En las últimas décadas, la irrupción de China como participante activo de la Organización Mundial de Comercio y la crisis financiera global de 2007-2008, más la crisis pandémica, han exacerbado las presiones para que esa superexplotación general se acentúe. La competencia global en un contexto de avance de las nuevas tecnologías de redes sociales, inteligencia artificial y algoritmos amplifica la presión de las empresas en el territorio argentino para acrecentar la superexplotación laboral. Esa superexplotación garantiza al capital local que compite con capitales de todo el mundo las condiciones mínimas de rentabilidad. Sin capacidad para ampliar la productividad del trabajo innovando y mejorando las condiciones para formas de cooperación entre capital y trabajo (por otra parte, improbables en el capitalismo), las empresas en la Argentina agudizan el uso de formas de precarización e intensificación laboral.

Desandar el derrotero de la fragmentación social, la desigualdad y la precarización de la vida requiere mucho más que mejores legislaciones o más controles. Es necesario que el Estado avance en la formalización del empleo de quienes trabajan en el ámbito público. Para ello se requiere no solo la decisión e iniciativa sino la reconstrucción de la capacidad fiscal del Estado con el fin de ampliar la masa salarial y construir la infraestructura necesaria. Al mismo tiempo, hay que reorientar la estrategia de desarrollo, superando la política de saqueo para la exportación de las riquezas naturales y el pago de la deuda externa. La deuda externa opera como una restricción permanente sobre las posibilidades de destinar recursos públicos a la construcción de un Estado que responda a las demandas populares, empezando por pagar como debe a sus trabajadoras y trabajadores.

Por ello, esa estrategia necesita enfrentar el sobreendeudamiento externo de la Argentina que es la contracara de la fuga de capitales. Esa fuga no es si no la expresión más cabal de la concentración de la riqueza y el ingreso en pocas manos. Esa fuga expresa la capacidad de sectores sociales acomodados, propietarios de los principales resortes de la economía, para desviar para usos suntuarios y consumos superfluos los recursos sociales indispensables para atacar las desigualdades sociales y las carencias en la vida de millones. Frenar el saqueo requiere recuperar el control popular de los puntos estratégicos de la producción y reproducción social: la tierra, el agua, y los ríos y los puertos, las empresas de bienes y servicios estratégicos. Desarmar el círculo de la desigualdad supone decisión y participación popular para poner un freno al saqueo institucionalizado en la deuda.

Autorxs


Mariano Féliz:
Licenciado en Economía (UNLP). Magíster en Sociología Económica (UNSAM). Dr. en Economía y Dr. en Ciencias Sociales. Investigador Independiente del CIG-IdIHCS/CONICET-UNLP. Profesor de la UNLP.