La rebelión popular del 19/20 de diciembre de 2001 como acontecimiento instituyente de una nueva generación política e intelectual

La rebelión popular del 19/20 de diciembre de 2001 como acontecimiento instituyente de una nueva generación política e intelectual

El 19 y el 20 de diciembre de 2001 fue punto de partida para la conformación de una nueva generación intelectual que discute y se enfrenta con una idea de democracia sin riesgo y de baja intensidad. Aportes para un debate profundo, a la luz de las jornadas que marcaron la historia reciente de nuestro país.

| Por Miguel Mazzeo |

La rebelión popular del 19 y el 20 de diciembre de 2001, sin dejar de ser un emergente de los procesos previos de recomposición de las clases subalternas y oprimidas, fue punto de partida o acontecimiento instituyente, en tanto productor de efectos, del trayecto que conduce a la conformación de una nueva generación intelectual. La misma, claro está, dista de haber coagulado y es una posibilidad que nunca lo haga, no tenemos la certeza de que la misma devenga “decisiva” o, por lo menos, “precursora”. En sentido estricto, la nueva generación intelectual argentina remite a un movimiento dialéctico, abierto.

Al mismo tiempo queremos destacar el fuerte contraste entre esta generación intelectual militante, hija del 19/20 de diciembre de 2001, hecha desde abajo, y la denominada “generación militante del Bicentenario” o la “generación de 2003”, la generación que supuestamente “recuperó la política”, una generación hecha desde arriba o encandilada por el arriba. Si bien una porción de esta generación supo reconocer en el 19/20 de diciembre un punto de inflexión, no asumió la tarea de conservar –y militar– su potencia y su promesa, lo consideró un momento inorgánico, de pura negatividad, ajeno a la “nueva política”.

Hacia el año 2007, Nicolás Casullo sostuvo en el libro Las Cuestiones que, a pesar de la “espontaneidad insurreccional autogestora y autónoma que regó las calles de Buenos Aires” en 2001, se tornaba “difícil reconocer sus consecuencias políticas en el campo intelectual”. Agregaba que esos fervores insurgentes y radicalmente transformadores se fueron disipando gradualmente, cediendo a los tradicionales posicionamientos intelectuales republicanos/liberales y populistas/estatistas, dos “versiones” que asumieron la centralidad en el debate intelectual y manifiestamente alejadas “de los credos despertados, en aquella coyuntura, de una nueva política desde moldes antitradicionales”.

Casullo también decía que estas dos versiones encontraban su correlato en dos “explanadas polémicas”: la centroizquierda peronista y la centroderecha liberal. Cada una de estas versiones, amplias y tolerantes, se convirtió en marco de referencia de opciones políticas divergentes. Vale decir que la izquierda tradicional no podía contener esos fervores insurgentes y radicalmente transformadores, en buena medida porque también iban en contra de ella.

Sin negar las dificultades para identificar las consecuencias políticas de 2001 en el campo intelectual, y reconociendo que los posicionamientos republicanos/liberales y populistas/estatistas asumieron en los últimos años la centralidad en el debate intelectual, nosotros creemos que sí se pueden identificar las consecuencias políticas de 2001 en el campo específicamente intelectual. Claro, para eso hay que inquirir en espacios relativamente invisibilizados y marginalizados que, con enormes dificultades, se abocaron a la tarea de prolongar un movimiento de autonomía y lucha; en prácticas que frecuentemente no son concebidas como intelectuales; en los sencillos reservorios de las praxis contrahegemónicas.

Los sucesos que van del 19 y 20 de diciembre de 2001 al 26 de junio de 2002 y los procesos que expresaban, de algún modo ofician de partida de nacimiento de la nueva izquierda y de la nueva generación intelectual; son sus momentos constitutivos y sus puntos de referencia. Los acontecimientos delimitantes a los que nos referimos son: 1) la insurrección popular que derribó al gobierno de Fernando de la Rúa y a su ministro de Economía Domingo Felipe Cavallo, representante y ejecutor directo de las políticas neoliberales en la Argentina durante tres décadas, y 2) la “Masacre de Avellaneda”, en la que las fuerzas de seguridad (concretamente la Policía de la Provincia de Buenos Aires) asesinaron a Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, dos jóvenes militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) Aníbal Verón. La Masacre de Avellaneda puede verse también como el punto más alto de la ofensiva de las clases dominantes, los grandes medios de comunicación y el gobierno provisional de Eduardo Duhalde contra las organizaciones populares. Ese tiempo reflejó la crisis, no sólo de un patrón de acumulación y de una forma de Estado, sino también de una determinada manera de nombrar lo público y de una “cultura” política basada en la despolitización de la sociedad, es decir, en el analfabetismo político, en particular, de las clases subalternas. Un analfabetismo político que, desde finales de la dictadura militar y por la vía de la profesionalización, las visiones consensualistas y la reivindicación de la neutralidad como locus de la ciencia y la autoridad, también hacía estragos entre los intelectuales.

Al mismo tiempo, estos sucesos contrariaron de modos diversos tanto al espacio de la acción política característico de la democracia liberal-representativa como a la matriz populista que, clausurada en el plano económico-social, subsistía (y subsiste) como superestructura, y también a la matriz izquierdista tradicional, es decir, el “marxismo-leninismo” en todos sus formatos dogmáticos y acríticos y, por lo tanto, sin sentido de contemporaneidad.

No sólo venían a reinstalar la vocación de intervención social de los intelectuales, sino que insinuaban una radical transformación de los modos tradicionales de intervención. Porque la repolitización desatada permitió ir más allá de la mera repetición de los itinerarios conocidos, más allá del canon revolucionario en relación al cambio social, más allá de la reposición de las identidades plebeyas en sus viejos formatos. Esto resulta un factor primordial, dado que plantea una crisis del antiguo régimen emancipatorio al tiempo que instituye rasgos del o de los regímenes emancipatorios que están por venir. Por cierto, este factor fue pasado por alto tanto por la izquierda tradicional como por el nacionalismo dizque popular.

Indudablemente fueron los meses más intensos de los últimos años y, probablemente, de las últimas décadas. Fueron seis meses y 1.621 cortes de rutas, calles y puentes. Seis meses y cientos de asambleas en los barrios de la ciudad de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires. Seis meses en los cuales se desarrolló un proceso de estructuración de un movimiento de protesta a nivel nacional, con organizaciones y activistas que, en líneas generales, respondían a orientaciones políticas e ideológicas radicalizadas. Seis meses de exuberancia plebeya y de una vitalidad que nos retrotraía a los tiempos previos al golpe militar de 1976.

Un tiempo tan dramático como pletórico de posibilidades a partir de la irrupción de las clases subalternas y oprimidas y los espontáneos y masivos cuestionamientos a los pilares de la dominación y de rechazo al poder estatal, sostenidos esta vez en el despliegue de auspiciosos experimentos de autoorganización que instalaron algunas coordenadas para pensar nuevos trayectos anticapitalistas, nuevos caminos de democratización social y nuevos campos posibles para el ejercicio del poder y para la transformación de las relaciones de dominación. Sin dudas, ese tiempo prodigioso expresó un salto cualitativo en la lucha de clases. Por todo esto, más allá de la contundencia de las cifras, la intensidad de aquellos meses jamás podrá ser registrada cabalmente por las estadísticas.

El 19/20 de diciembre de 2001 vino a instituir el fin de la última dictadura militar (1976-1983), es decir: puso en evidencia la caducidad de algunos de sus efectos más depravados que aún persistían. No sólo porque se superó el miedo y se trabaron los mecanismos que frente a él reproducían las automáticas respuestas atomísticas y adaptativas, sino también porque se generó un clima que convocaba al rechazo de los comportamientos no solidarios y privatizadores y al cuestionamiento de las estructuras elitistas de los signos más diversos, al tiempo que auspiciaba todo tipo de tendencia asociativa y la recuperación de los cuerpos y las calles como fundamento de la política. Diciembre de 2001, como mayo de 1969 (Cordobazo), provocó una pérdida de sentido de las pautas políticas precedentes, marcó su agotamiento como referentes orientadores. Pero a diferencia del Cordobazo no hubo un segundo 19-20 de diciembre “clasista e insurreccional” y se desbloqueó rápidamente el proyecto alternativo de rearticulación del bloque dominante.

Se trató, por cierto, de un tiempo excepcional y en muchos aspectos desmesurado, con una sucesión de acontecimientos cuya fuerza simbólica tendía a rebasar los contenidos que representaban, más allá de que las contradicciones sociales y políticas no hayan arribado a la orilla del paroxismo de los extremos, más allá de que el principio de oposición sólo haya operado en algunos de los fragmentos (frentes de combates) de un escenario serializado. Precisamente en esos costados desmesurados tal vez esté la clave del surgimiento de una nueva izquierda y de la nueva generación intelectual; es decir, ambas pueden ser concebidas como el resultado de algo que se salió de cauce y, aunque luego el proceso histórico retornó a la matriz anterior, los signos lúcidos de una formidable productividad político-cultural ya habían quedado expuestos. Un acto intersubjetivo originario, uno flamante y distinto, había tenido lugar. Nuevamente fue posible identificar y enamorarse de una realidad inmadura. El clima político-cultural de los años ’90 comenzaba a cambiar irrefrenablemente.

Ese tiempo, al decir de Raúl Cerdeiras en su artículo “La política que viene”, aparecido en la revista Acontecimiento, de mayo de 2002, instituyó “una experiencia a partir de la cual se volvió imperativa la pregunta olvidada: ¿qué es la política?”, pregunta que en términos más específicos podría ser reformulada del modo siguiente: ¿qué es una política emancipatoria, radical, legítimamente popular, de izquierda? Estos interrogantes no podían dejar de conmocionar las prácticas intelectuales. La esterilidad de lo viejo se tornó demasiado evidente y hasta llegó a ser insoportable cuando se hizo ineludible el contraste con los esbozos de lo que expresaba una inédita potencia emancipatoria. Este tiempo fugaz llegó a instituir retazos de una praxis intelectual nueva que, por lo menos, comenzaba a producir algunos insumos básicos para responder la pregunta de Cerdeiras.

Los posicionamientos respecto de estos sucesos fueron significativos y reveladores. Como suele ocurrir, una experiencia idéntica se vivió con conciencias diversas. Mientras algunos sectores se horrorizaron por el “desorden social” y se lamentaron por la inviabilidad de los fetiches de la democracia representativa y electoralista; en fin, por la imposibilidad de un capitalismo “blanco”: racional, previsible, moderadamente redistributivo y soportable, otros, envilecidos por haber asumido la condición de repetidores y por su manía clasificatoria, creyeron que se abría la posibilidad de representar los viejos textos (o, en el mejor de los casos, de reescribir los viejos manuales) y que –¡al fin!– había llegado la exacta circunstancia de la eficacia histórica de “su subjetividad”, la anhelada hora de desempolvar las antiguas y escasas herramientas para acaudillar una insurrección de masas en un sentido revolucionario que no lograban caracterizar más allá del eslogan y el recetario clásico, mientras insistían –con la agobiante ligereza de su entendimiento inerte– en que el problema se reducía a un déficit de partido o de vanguardia.

Se puso de manifiesto, una vez más, que uno de los problemas más graves de la izquierda tradicional es que no logra ser crítica de sí misma y que no asume la tarea de revisar permanentemente sus propios fundamentos, su subjetividad y su sensibilidad. Sus producciones aparecen siempre como el resultado de pensamientos previos y no como el proceso de pensar; tienden a la problematización de textos viejos y no a la textualización de problemas nuevos.

Pero también estuvieron aquellos y aquellas que vivenciaron y vieron las instancias de autoorganización de base, los embriones de prácticas contrahegemónicas, radicalmente democráticas y con proyecciones anticapitalistas. Las vieron, no sólo porque venían entrenados para verlas, sino porque muchos de ellos y ellas, además, venían desarrollando prácticas en subsuelos y periferias. Prácticas que, de algún modo, eran “intelectuales” dado que estaban filiadas a un conjunto de saberes y conceptualizaciones absolutamente críticas y profanas como corresponde a una situación excéntrica.

Con más o menos desilusiones a cuestas, venían congeniando con el suburbio. No llegaban a ser el grueso de lo que usualmente se denomina como el “activismo”, es cierto, pero desde mediados de la década de los ’90, en forma rudimentaria, con formaciones político-intelectuales y reservorios de metáforas de los más diversos y hasta estrafalarios, con acervos que no se pusieron al servicio de la “línea correcta”, sino que se dispusieron para una negociación de las diferencias y malos entendidos al interior de las clases subalternas y oprimidas, comenzaron a usar y recrear un lenguaje común donde resonaban palabras como: horizontalidad, autonomía, contrahegemonía, poder popular, entre otras (un lenguaje que refería a una nueva cultura política).

Comenzaron a pensar y actuar en ruptura con los modos del reformismo, el nacional-populismo y la izquierda tradicional, hastiados de la política de superestructuras, de la representación (más que de la crisis de representación) y la delegación, de las lógicas estrictas, de las respuestas definitivas, del dirigismo, el sectarismo y el estatismo. Se pusieron a trabajar para revertir el proceso de desintegración social, para unir lo fragmentado, para contradecir la serialización y la electoralización de las clases subalternas, las prácticas estatales del subsistencialismo, la recolonización cultural y la promoción del analfabetismo político, los ejes mismos del proceso histórico que se inauguró en diciembre de 1983 y los mismos fundamentos de la democracia como función de la hegemonía de las clases dominantes y de la sofocación de las clases subalternas. En síntesis, escrutaron el signo de los tiempos y fundaron una discontinuidad.

Los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001 expresaron la crisis de las estructuras y los modos de hacer-pensar la política en la Argentina y la improductividad de todos los trayectos subordinados al pensamiento político dominante. Pero la antesala de lo que aparecía como un corte radical que podía iniciar un proceso de conformación de un nuevo bloque histórico o un ciclo contrahegemónico, dio lugar a una restauración de las viejas estructuras, modos y trayectos. La dirigencia política (e incluso la corporativa) que en el marco del tiempo inmediatamente posterior al 19 y 20 de diciembre optó por el ostracismo para salvaguardar la integridad física y el futuro político, fue recuperando rápidamente el centro de la escena. Lugar que política y discursivamente estaba vacío y que, a falta de nuevos contenidos, se llenó del viejo. Se consolidaron las formas políticas que ya habían demostrado su falta de afinidad con cualquier trayectoria emancipadora. Eso sí, debieron recurrir a una nueva gobernabilidad y crear una nueva institucionalidad con el objetivo de que el Estado succionara la potencia plebeya, es decir: debieron intentar un proyecto hegemónico, erigirse en dirigentes y no ser sólo dominantes.

La recomposición vertiginosa del régimen político en la Argentina puede verse como un ejemplo de la flexibilidad de la democracia capitalista, de sus capacidades para apaciguar, desviar, tergiversar, cooptar, fragmentar y anular las presiones ejercidas desde abajo. La situación anterior volvió a reposicionarse como estructurante simbólico. La izquierda –la de los partidos pero también la “social”, la “independiente” y la “autónoma”– contribuyó. Sin capacidad de ruptura, volvió a aferrarse a las reglas de juego que, de hecho, nunca había cuestionado seriamente. Ya nadie o muy pocos, como en diciembre de 2001, se preguntan qué es la política. Todos lo dan por sentado: la política es esto que conocemos: puesta en escena, virtualidad, mera existencia electoral, participación obediente. Es difícil mantener la fidelidad hacia el acontecimiento y además no sabemos cómo.

A partir de 2003 y de la recomposición del sistema a nivel material y de su comando político, a partir del despliegue de un proyecto con vocación y recursos hegemónicos, el reformismo, el nacional-populismo y la izquierda tradicional retornaron, sosegados, al útero estéril y sórdido de las viejas certezas. Los cobijados en el primero y el segundo se sintieron aliviados por la rápida e impensada recomposición de unos fetiches que parecían más exhaustos. Del alivio pasaron a la euforia al delinearse una impensada vía progresista al país normal. Además se conformó un campo ecuménico del progresismo realmente existente donde convergieron reformistas y nacional-populistas, una circunstancia muy poco reiterada en nuestra historia. Incluso, se dieron el lujo de integrar a algunos liberales. El campo ecuménico se conformó alrededor del horizonte del “país normal”, de la “pax burguesa”, del “desarrollo” (que por lo general ha servido y sirve para falsear realidades periféricas y para limar las aristas conflictivas) o del “realismo” en su sentido más mezquino: adaptación lisa y llana a las relaciones de poder imperantes, gestión eficaz del ciclo económico. Lo modesto del horizonte, el grado de sumisión que le es inherente y el orden social inconsistente y el vaciamiento de la sociedad civil que promueve, pusieron en evidencia los límites intelectuales y políticos del progresismo realmente existente, en particular las simplificaciones y la oquedad del nacional-populismo, su incapacidad, compartida con el reformismo y la izquierda tradicional, de decir algo nuevo y su manía repetitiva, su negligencia a la hora de hacer ajustes en su política y en la posición doctrinaria que arrastran desde los ’70. Hoy queda claro que buena parte de sus manifestaciones pueden ser reabsorbidas y neutralizadas por el régimen de dominación imperante.

Si la política es concebida como gestión del ciclo económico toda idea termina siendo aleatoria y, sobre todo, se abandona la construcción de momentos de autodeterminación. Sólo queda la contraposición de retóricas, cada vez más vacías. La lucha de imaginarios caducos pretende reemplazar a la lucha de clases concreta. Como los cultores del progresismo realmente existente aún insisten en identificar al enemigo principal dejando de lado la conciencia clasista, o poniéndola “entre paréntesis”, como subestiman la dominación al poner el eje en la competencia de las elites económicas, políticas e intelectuales o los “bloques de interés”, caen en un maniqueísmo de sumisión y en un dualismo epistemológico que escinde al objeto real del formal. La contradicción entre el país agrario y semicolonial y la nación moderna, predominantemente industrial (y burguesa), dista de ser “principal”, es más, dista de ser.

Por otro lado, su recompuesto electoralismo los convirtió en seguros auspiciantes del mal menor pero en marcos cada vez más degradados. En fin, en el fondo todas las versiones del progresismo, incluyendo el nacional-populismo, parten de la conformidad de la época, buscan una síntesis burguesa feliz, cada vez más lejana, a medida que el abismo social se ensancha, a medida que en la sociedad argentina la infraestructura es cada vez más una superestructura.

El reformismo y el nacional-populismo confían en los atajos de una razón dominante y vertical (exclusivamente estatal) a la hora de crear lazos asociativos y de producir identificación comunitaria. No asumen que la clave de lo nacional reside en una praxis articulatoria de las clases subalternas, que la única “nacionalización” posible se hará por la vía de una refundación y una reinvención “desde abajo” y que la autodeterminación nacional más consistente es la que se basa en fundamentos anticapitalistas y en lazos democráticos y horizontales. Pero el nacional-populismo tiene como fundamento la negación de la asimetría en poder y derechos de las clases interiores del nacionalismo popular, entonces como no puede ni podrá reinventar la idea de Nación (y del Estado), insiste con una idea antigua que carece de entidad como referente utópico y ético.

En fin, a partir del año 2003 el grueso de los intelectuales argentinos recompuso su idea de democracia sin riesgo, de baja intensidad, porque, expresado con toda crudeza, su horizonte democrático no es algo cualitativamente diferente a la posibilidad de negociar las condiciones de explotación y conciliar las contradicciones a través de reconciliaciones (y no, como propone la nueva generación intelectual, a través de los cambios profundos en las condiciones que las engendran). Con la crisis de 2008 (la denominada “crisis del campo”) estas limitaciones se hicieron ostensibles cuando desecharon cualquier apertura por izquierda e intervinieron con el fin de establecer una ligazón entre lo destituyente y lo golpista.

Autorxs


Miguel Mazzeo:

Escritor. Profesor de Historia. Doctor en Ciencias Sociales UBA. Docente de la UBA y de la UNLa.