Lucy, una joven inesperada

Lucy, una joven inesperada

Los y las jóvenes participan de múltiples vidas ciudadanas, entre las cuales hay que incluir también la de convivientes de una familia. Es en este ámbito, en el familiar, donde suelen tener lugar dos de los principales rasgos problemáticos de esta etapa de la vida, la sexualidad y la violencia, fenómenos en los cuales las mujeres llevan la peor parte. A continuación, algunos datos para tener presentes.

| Por Eva Giberti |

Si se trata de edades, los jóvenes conviven en el mundo junto con los viejos y las viejas, con las niñas y los niños, con quienes están por nacer y con las personas no humanas como nuestra orangutana Sandra y sus semejantes. El decir popular y las disciplinas técnicas nuclean por edades a las poblaciones con la pretensión de ordenar las diferencias etarias, como un indicador que ayude a pensar. Si clasificamos por edades resultará más fácil entender a las personas porque se supone que, concentradas, el transcurrir de los años acumulará experiencias semejantes. Los jóvenes de veinte años se parecerán entre sí y diferirán entonces de quienes tengan treinta. Pero sabemos que hablar de juventud con criterio etario es insuficiente porque elude el contexto.

Si se trata de “los jóvenes” imaginándolos en vertiginosa juventud con destellos de futuro se espera que iluminen nuestros horizontes como garantía de promesas bellas y triunfantes. Como un termómetro en espera de la temperatura se privilegió para los jóvenes el estatuto de la “moratoria social”, había que esperarlos hasta que llegasen a la adultez.

Los jóvenes, por su parte, son varones, mujeres, personas LGTTBI, sujetos que pueden participar de las múltiples vidas ciudadanas. Forman parte de esa estratificación etaria donde se los cobija; hablamos de ellos porque amamos ser “los mayores”, nos entusiasma lo distinto que ellos introducen, así como se nostalgia lo perdido y se anhela lo inalcanzable.

Los jóvenes arrastran consigo las múltiples ilusiones de aquellxs que consideran “los otros”, es decir, nosotrxs. Las ilusiones, cuando de jóvenes se trata, reclaman una revisión y quizás una transformación, ya que fácilmente quedamos entrampados en la marca de la ilusión y las creencias que regulan las opiniones acerca de ellos; ilusiones y creencias que desfiguran el futuro al pretender anticiparlo mediante la soleada y luminosa figura de “los jóvenes” que mejorarían todo aquello que, en el mundo, incumplimos o amputamos.

El psicoanálisis nos apunta la idea de reducir la ilusión, soltarnos de la atadura y las creencias, particularmente de aquellas que nos conducen a confiar en quienes creemos ser; reducción que nos advierte los riesgos que acechan nuestras conciencias y nos conducen a proyectar en “los jóvenes” las esperanzas de aquello que se denomina un mundo mejor. Sin encaramarse ni sumergirse en ilusiones que otros deberían protagonizar.

Vemos a los jóvenes como personas distintas si las comparamos con nosotrxs, pero recordamos que caminábamos igual que ellos, nos engañábamos como ellos, tal vez soñábamos como algunos de ellos; la existencia de la juventud es un fenómeno existencial previsto que necesitamos recortar y anudar como espacio propio de nuestra historia personal.

En la Argentina tenemos jóvenes con historia social propia, algunos porque inauguraron su derecho al voto a los 16 años y otros porque construyeron su identidad como H.I.J.O.S.: varones y mujeres.

Pero las mujeres en particular pueden ser iniciadas en una maternidad –deseada a veces, pero también reiteradamente violadas por familiares y conocidos– que ilustra el rubro “embarazo adolescente”, que se extiende entre los 10 y los 24 años. Cifras que comparten con otras jóvenes de América latina. Dato señero que alerta frente al rubro “los jóvenes”: imposible hablar de ellos con lenguaje masculino “normalizado” por la norma genérica del patriarcado: son los jóvenes y las jóvenes.

Este es el primer alerta que estimo imprescindible: el atravesamiento que los géneros imponen. El arrastre semántico desemboca en el masculino cuando se menciona a “los” jóvenes que comparten el fundamentalismo que la idea de “niño” anticipara. El niño involucra a niños y niñas, pero la niña se mantiene oculta y silenciada en el masculino que, en diccionarios sólo recientemente corregidos definía a la niña como el femenino de niño. Como si no se tratase de otra persona con perfiles identitarios propios.

La ausencia de las jóvenes en los discursos que normativizan el lenguaje compromete el área del cuerpo de las mujeres jóvenes: no sólo los embarazos indeseados, también el universo de aquellas que el crimen organizado selecciona para la trata de personas, prioritariamente mujeres jóvenes, las jóvenes que son embutidas y opacadas en “los jóvenes”. El disciplinamiento de los cuerpos de las mujeres en general, mediante las diversas prácticas que los patriarcados históricos instituyeron, alcanza su acmé en esta etapa de la vida.

Más allá de la victimización que embarazos y trata de personas significan, se torna ostensible la colonización de las jóvenes mediante la imposición de cuerpos anoréxicos o arremetidos por flacuras esmirriadas, ajenos a las formas placenteras de los múltiples disfrutes libidinales.

En cambio, y como complemento venturoso que desata las alternativas corporales, del reconocimiento de las diversas sexualidades surgió la autorización para los amores lésbicos silenciados, ocultados durante décadas y que las jóvenes no titubean –aunque no todas– en instituir como derechos. A la par con los jóvenes homosexuales que irrumpieron desbaratando los cánones de las organizaciones familiares ordenadas tradicionalmente. Entre los desórdenes que jóvenes mujeres y jóvenes varones impulsaron durante estas últimas décadas, la mostración de sexualidades diversas ganó espacios que mantienen inquietas a las familias doloridas por cambios que sienten como arrasadores.

Situaciones que las juventudes –no todas– viven como triunfos y que se acompañan con cifras que estremecen y que no necesariamente se aportan como manera de conocer el mundo de los jóvenes. Desde el año 2006 el Programa “Las Víctimas contra las Violencias”, dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, que coordino, se ocupó de realizar estadísticas referidas a violencia familiar en ciudad de Buenos Aires. ¿Qué encontramos cuando rastreamos a “los jóvenes”? Selecciono datos obtenidos desde septiembre 2008 a septiembre 2015.

En el rango de víctimas de 16 a 29 años, un total de 4.532, de las cuales 3.894 son mujeres y 638 varones, datos resultantes de las intervenciones en domicilio que realizan nuestros equipos después de un llamado al número telefónico 137 solicitando un móvil que transporte profesionales y un policía para intervenir en terreno, en la escena misma de la violencia. Sin desagregar los detalles ni los tipos de violencia, estos números quieren decir que cualquiera de ellos y de ellas ha padecido golpizas de diferente envergadura, han necesitado intervenciones hospitalarias, han atravesado períodos de negligencia alimentaria y descuidos graves en la atención de su salud, conjuntamente con carencias económicas de distinta índole. Es notorio el porcentaje mayor de víctimas mujeres entre los y las jóvenes.

Y si buscamos las proporciones de jóvenes agresores localizados por nuestros equipos, encontramos 5.331 agresores/as en la siguiente proporción: 4.995 agresiones provenientes de varones y 336 actuadas por jóvenes mujeres. Estos agresores y agresoras incluyen violencia contra sus madres y padres, si bien los jóvenes agresores varones distribuyen sus violencias preferentemente contra mujeres, según el modelo clásico (resultaría extenso desagregar detalles referidos a vínculos entre víctimas y victimarios y otros datos aclaratorios).

Entonces, para hablar de los y las jóvenes corresponde incluir también sus avatares como convivientes de una familia. En el universo de las violencias domésticas son protagonistas sin necesidad de alcanzar la madurez.

No es menor la estadística que obtenemos cuando nos ocupamos de violencias sexuales que incluyen violaciones, abusos, exhibicionismo, y distintas prácticas. Si selecciono víctimas de 16 a 24 años en el período que se extiende desde el año 2010 hasta el año 2014 encontramos 3.884 víctimas mujeres jóvenes, 152 varones y una persona transgénero en Ciudad de Buenos Aires. Los agresores, también entre los 16 hasta 24 años, ascienden a 872, de los cuales 846 son varones y 26 mujeres jóvenes.

La tendencia se reitera: las víctimas prioritarias son las mujeres jóvenes. Es decir, en el panorama de las violencias y las violaciones de los derechos humanos generalizados encontramos que las violencias contra las mujeres constituyen un capítulo internacionalmente estudiado y evaluado en su peligrosidad destructiva y homicida; pero esos cuadros abarcativos, al incorporar a las víctimas etariamente y/o por nacionalidades y posiciones sociales neutralizan el segmento correspondiente a “los jóvenes” que se recorta arrastrando una filosofía específica. Porque quedan asociados con el futuro y a los horizontes prometedores dada su real competencia en los cambios culturales, sociales y políticos que introducen en sus comunidades y, mediante el implante de las nuevas tecnologías, en los barrios planetarios.

Un éxito de quienes entrecomillamos como “los jóvenes” es aquel que nos permite darnos cuenta de que estamos sumergidos en la gran ilusión de creer que nos conocemos a nosotros mismos al referirnos a ellos. Sería un autoconocimiento de sujetos sujetados por el exitismo que imaginamos por ser los adultos emergentes de “los jóvenes” que fuimos.

La lectura de los textos históricos nos enseña que la cuestión de “los jóvenes” se menciona como capítulo ineludible: siempre han reclamado su lugar en el mundo, pulsionalmente eficaces marcando sus propios territorios. Parecería que también logran incorporarse en la historia si surgen cuando no se los espera. Así le sucedió al antropólogo D. Johanson que, acompañado por su colega M. Edey, exploraba el lecho de un lago en Hadar, Etiopía, repleto de sedimentos prehistóricos, fósiles aún ignotos. Arduas búsquedas no aportaban descubrimientos interesantes, pero después de tres semanas de exploración encontraron no menos de un centenar de huesos del esqueleto de una joven hembra. Y al juntar las piezas del rompecabezas prehistórico los investigadores repararon en algo: Lucy, que así la bautizaron en homenaje a la canción de los Beatles, entonces popular, caminaba erecta. Y probablemente nada la diferenciaba de nuestro andar, según un descubrimiento en 1974 que se confirmó cuando, en 1976, Mary Leakey identificó en Tanzania tres series de homínidos bípedos marcados en la roca volcánica.

Lucy vivió hace 3.800.000 años. Tenía un metro de estatura y pesaba 25 kilogramos. Se la consideró joven hembra. Apareció para sorprender y modificar los cánones de la antropología de la época. “Los jóvenes” no pueden transcurrir sus periplos sin obligarnos a mirar con más cuidado aquello que aparece disperso, desordenado e incoherente. También esperanzador si logramos observarlo con el alerta encendido. Así reconocemos a Lucy: arquetipo de una joven hembra, en el origen de los tiempos.

Autorxs


Eva Giberti:

Asistente social (UBA). Licenciada en Psicología (UBA). Doctora Honoris Causa en Psicología por la Universidad Nacional de Rosario y por la Universidad Autónoma de Entre Ríos. Coordina el Programa las Víctimas contra las Violencias (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación).