Comentario al trabajo de Aldo Ferrer: “Globalización, desarrollo y densidad nacional”

Comentario al trabajo de Aldo Ferrer: “Globalización, desarrollo y densidad nacional”

Si bien el desarrollo local no puede pensarse por fuera del contexto internacional, el espacio interno mantiene todavía un peso decisivo en la producción, la inversión y el empleo de los recursos. En este marco, para poder establecer un proyecto de desarrollo que genere integración social, cada país debe primero fortalecer las instituciones, el nivel educativo, la capacidad empresarial, el mercado interno y la tecnología e innovación.

| Por Marta Bekerman y Anabel Chiara |

Publicado en “Repensar la teoría del desarrollo en un contexto de globalización”; CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales; enero 2007.

En este artículo, Ferrer nos brinda sus propias definiciones acerca de la globalización y el desarrollo, conceptos a los que considera estrechamente vinculados entre sí. Se pregunta por qué, en ese contexto dado por la globalización, ciertos países lograron un desarrollo sustentable mientras que otros no pudieron alcanzarlo.

Se plantea que las asimetrías en el desarrollo económico de los países dependen, en última instancia, tanto de la calidad de sus respuestas a los desafíos que plantea la globalización, como de la existencia de factores endógenos de las naciones, que actúan como instrumentos clave para el desarrollo y que permiten utilizar la globalización como una vía y no como un obstáculo. Y por último, de la aptitud de cada sociedad para participar en las transformaciones desencadenadas por el avance de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, lo que plantea como requisito indispensable el ejercicio efectivo de la soberanía del Estado.

Para Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía 2001, la globalización per se (supresión de barreras comerciales y mayor integración entre diversos Estados nacionales) puede presentar ciertos aspectos positivos para los países de la periferia: un mayor acceso al financiamiento, el abaratamiento de ciertos productos básicos, el acceso a nuevos conocimientos y tecnologías (como los vinculados a avances en medicamentos), una posible ampliación de los mercados y, hasta en ciertos casos, una mayor transferencia de la ayuda humanitaria. Esto se hizo posible gracias a la notable reducción en los costos de transporte y de comunicación, impulsada por el acceso a nuevas tecnologías.

Pero estas ventajas tienen su contrapartida en la forma de gerenciamiento de la globalización, que tiende a responder a las necesidades de los países centrales. Esto se vincula con la no existencia de un Estado mundial que pueda rendir cuentas de los impactos negativos de la globalización sobre los sectores más desprotegidos de la sociedad, lo que puede confirmarse con el aumento de la desigualdad global y de la cantidad de individuos que permanecen por debajo de la línea de la pobreza. Por eso Ferrer señala que la globalización es el espacio de ejercicio del poder de las potencias dominantes que establecen, en cada período histórico, las reglas de juego a través de teorías y visiones presentadas como de carácter universal. Esto tiene lugar a través de determinadas instituciones –como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Organización Mundial del Comercio (OMC)– que son funcionales a los requerimientos de los países centrales y, en particular, a los intereses comerciales y financieros de ciertos sectores específicos de esos países, como es el caso de las grandes empresas trasnacionales. Es decir que, a través de la globalización, se establecen las reglas de juego de los intereses dominantes, que son los que marcan el rumbo del sistema global.

En este punto cabe resaltar la diferencia entre globalización y multilateralismo. Mientras que no puede negarse el avance de la globalización (a partir del rol de la tecnología y de la expansión de las empresas multinacionales), estamos en presencia de fuertes limitaciones en el avance del multilateralismo. Esto puede observarse en la proliferación de megaacuerdos que se están desarrollando por fuera de la OMC, como son los casos del Tratado TransPacífico (TTP) y el Tratado TransAtlántico de Comercio e Inversiones (TTIP), que se plantean como regiones cerradas frente a terceros países. Es decir que estamos en presencia de trabas (fundamentalmente institucionales) que tienden a producir un comercio administrado y hegemonizado por los países centrales, en lugar del “libre comercio” que se vino planteando en forma teórica durante las últimas décadas.

Es que las debilidades del multilateralismo se remontan, precisamente, al proceso de liberalización comercial que se inició en la posguerra cuando se adoptaron normas comerciales que actuaron en contra de los países periféricos. Es el caso, por ejemplo, del sector textil, que quedó fuera de los acuerdos del GATT hasta el año 1994, o la resistencia a levantar un conjunto de barreras proteccionistas y de subsidios al sector agropecuario por parte de los países centrales.

Pero, a pesar de esta realidad tan asimétrica frente a la gestión de la globalización que enfrentan los países periféricos, Ferrer enfatiza que son las actividades que se desarrollan dentro de cada espacio nacional las que definen en forma mayoritaria las condiciones en que se desenvuelve la actividad económica y social. En efecto, el 90% del producto es generado por empresas locales, es decir que las filiales de empresas multinacionales generan solo el 10% del producto mundial, al tiempo que el 97% de los individuos habitan en los países en donde nacieron. En otras palabras, el espacio interno tiene un peso decisivo en la producción, la inversión y el empleo de los recursos. Con esto muestra su oposición a la idea de que los acontecimientos estarían dominados por fuerzas ingobernables donde las acciones internas de los Estados ya no tienen efectos reales frente al hecho de que los individuos, a través de expectativas racionales, anticipan e inhiben las acciones públicas que podrían interferir con el correcto accionar de los mercados.

Es decir que la naturaleza del proceso de desarrollo descansa en la capacidad de cada país de poder avanzar en la acumulación del capital, y en la creación de conocimientos tecnológicos que puedan ser difundidos al conjunto de los agentes económicos. Estos procesos tienen un profundo carácter endógeno, por lo que no pueden ser delegados a fuerzas del exterior que tengan la capacidad de llegar a desarticular el espacio nacional. Están determinados, en última instancia, por la aptitud de cada sociedad de poder transformarse para hacer frente a las transformaciones tecnológicas y a las realidades que le plantea la globalización. Y a ese conjunto de elementos endógenos necesarios para el desarrollo, Ferrer lo define dentro del concepto de densidad nacional.

Pero es preciso aclarar que si bien las filiales de las transnacionales pueden participar en un porcentaje más o menos limitado de la producción nacional, en muchos países periféricos que tienen una estructura productiva con altos niveles de extranjerización, tienen una incidencia significativa en la cuenta corriente, tanto por su impacto en las exportaciones e importaciones como en la remisión de utilidades a sus casas matrices. Asimismo pueden actuar como un factor limitante a la inversión productiva nacional, al responder a los intereses de sus casas matrices, los que pueden discrepar, en muchos casos, con las necesidades propias de los países receptores de sus inversiones. Del mismo modo, no tienden a generar eslabones productivos ni derrames de conocimientos, ya que suelen importar los insumos y tecnologías de sus casas matrices; pueden establecer fuertes barreras a la entrada de nuevas empresas o bien imponer precios monopólicos en la provisión de insumos locales. En este sentido, Ferrer propone establecer regulaciones para las filiales de empresas transnacionales, para que con sus políticas y acciones no debiliten las capacidades endógenas del desarrollo nacional. Por otro lado, si bien el financiamiento externo es necesario en las instancias actuales, puede ser sumamente perjudicial si el mismo no es consistente tanto con la capacidad de pagos del país como con el destino por el cual fue solicitado.

Aquí es fundamental diferenciar los conceptos de desarrollo y de crecimiento (mero incremento del PIB), ya que se puede crecer sin desarrollarse, tal como sucedió en muchos países de América latina, en especial en la Argentina de los años ’90. El desarrollo es un concepto más amplio, que si bien implica acumulación de capital, abarca también la incorporación de conocimientos, de tecnología, de inclusión social y de instituciones estables y funcionales. Comienza dentro del espacio propio de cada país, para luego poder insertarse dentro de las redes globales, de forma que las mismas actúen como impulsoras y no como limitantes de dicho proceso.

Ciertos factores exógenos pueden impulsar un período de crecimiento, tal como sucedió en diversas épocas de la Argentina, por lo general ligadas a la expansión agroexportadora. Pero para asegurar la sustentabilidad de ese proceso se requiere de un conjunto de factores endógenos que permitan generar una matriz productiva homogénea que internalice los beneficios de las exportaciones agrícolas con el fin de impulsar una industria con mayor valor agregado. En otras palabras, que los contenidos tecnológicos y de valor agregado de las exportaciones e importaciones de un determinado país sean homogéneos, para permitir que la estructura productiva interna asimile y difunda los avances del conocimiento y la tecnología. A partir del año 2003 se generó en la Argentina un período de altos niveles de crecimiento, pero este proceso no llegó a generar un cambio en la estructura productiva, limitando así la posibilidad de un desarrollo sustentable de largo plazo.

Por lo tanto, si bien ya no puede pensarse al desarrollo local sin considerar el contexto internacional, se deben sentar primero las bases del desarrollo puertas adentro, fortaleciendo las instituciones, el nivel educativo, la capacidad empresarial, el mercado interno y la tecnología e innovación, a partir de establecer un proyecto de desarrollo que genere una integración social a partir de una distribución equitativa de las riquezas y una participación activa de todos los sectores en su creación y distribución.

En este contexto, la estabilidad institucional y política de largo plazo adquiere un rol protagónico para lograr una consistente densidad nacional. Los países exitosos solo vieron flaquear su sistema institucional temporalmente, por conflictos internos o externos, pero retomaron luego a la estabilidad del sistema político e institucional.

Es decir que es esencial que el país cuente con instituciones fuertes e independientes, que promuevan nuevos sectores y actores empresariales, no sólo a nivel local sino también a nivel regional, con el fin de lograr un mayor poder de negociación con el resto del mundo. Esto requiere cuidar, fortalecer y (cuando sea preciso) crear nuevas instituciones, ya que cualquier destrucción de las mismas puede requerir años para su recomposición. Un ejemplo de esa destrucción institucional y de sus consecuencias nos remonta a la situación enfrentada por las escuelas técnicas, las carreras de ingeniería y el sistema científico tecnológico (junto a una lamentable “fuga de cerebros”) durante la década de los ’90 en la Argentina. El deterioro del capital humano ligado a estas instituciones –que son esenciales para el desarrollo del conocimiento– se consumó rápidamente, pero llevó más de una década lograr su reconstrucción. A partir del 2003, con el objetivo de reinsertar a los científicos e investigadores radicados en el exterior, se creó el Plan Raíces (Red de Argentinos Investigadores y Científicos en el Exterior) a través del cual se repatrió a más de 1.200 científicos e investigadores egresados de instituciones argentinas. En este punto no es necesario aclarar la importancia de mantener y expandir esta estructura científico-tecnológica.

Por otro lado, a través de las instituciones se establecen las reglas de juego vigentes en la sociedad, que son las que van a determinar el comportamiento de los diferentes actores sociales. Por eso, cuando las mismas son débiles, dependientes de intereses externos o presentan incentivos distorsionados, pueden llegar a obstaculizar el proceso de desarrollo. De allí la importancia de mantener lo que puede definirse como memoria institucional para ir perfeccionando los instrumentos de política a través de procesos de aprendizaje ligados a su continuidad en el tiempo.

Pero es importante aclarar que las instituciones, al igual que su modo de adaptación, varían sustancialmente de país en país. Dicha diferencia de adaptación surge por el simple hecho de que, además de las instituciones formales (reglas, contratos, leyes, normas, constituciones), existen las instituciones informales (pautas de comportamiento, valores, convenciones, costumbres, tradiciones, códigos de conducta) intrínsecas a cada país. Y para que las instituciones funcionen adecuadamente, ambos aspectos deben estar en concordancia, ya que son las instituciones informales las que otorgan fuerza y legitimidad a las formales. Esto evidencia la imposibilidad de dar una receta única para lograr el desarrollo, como fue planteado a través del Consenso de Washington, cuyos resultados fueron puestos de manifiesto.

Por eso, además de la innovación tecnológica, un país necesita de innovación institucional, como ha sido correctamente enfatizado por Dany Rodrik, para quien “las buenas instituciones se pueden desarrollar, pero para ello es necesario experimentación, deseos de alejarse de la ortodoxia y atención a las condiciones locales”. Esto último plantea la necesidad de un período de experimentación, para ver si las instituciones adoptadas se adecuan a las condiciones y coyuntura del país en cuestión. Es clave que tales períodos de experimentación e innovación sucedan en etapas de crecimiento del país, para poder construir bases sólidas. Estos requisitos de estabilidad, fortaleza e independencia institucional deben darse en el marco de una situación macroeconómica estable, para asegurar que las reglas de juego impuestas puedan alcanzar los efectos esperados.

Autorxs


Marta Bekerman:

Directora del Centro de Estudios de la Estructura Económica (CENES) de la UBA.

Anabel Chiara:
Investigadora del CENES.