Uruguay y la perspectiva sudamericana

Uruguay y la perspectiva sudamericana

A partir de la profundización del liderazgo brasileño en la región, y la consolidación de su papel internacional como país emergente, se abre un escenario propicio para la convergencia de procesos integracionistas como el Mercosur y la Unasur. La visión del Uruguay, su rol, y el del resto de los países de la región.

| Por Gerardo Caetano |

Para una versión más desarrollada y abarcativa de este texto, cfr. Uruguay y Sudamérica: Mercosur, Unasur y los desafíos de una nueva inserción internacional, en (Varios autores), A América do Sul e a Integraçao Regional. Brasilia, FUNAG, 2012, pp. 119 a 156.

El cambio de matriz de relacionamiento de Uruguay ante Argentina y Brasil

En términos geográficos pero también históricos, el territorio de la Cuenca del Plata ha presentado un contorno bipolar, en el que se distinguen dos polos hegemónicos, conformado por los grandes Estados de Argentina y Brasil, y una zona de frontera, conformada por los tres “pequeños” países restantes (Bolivia, Paraguay y Uruguay). La larga competencia argentino-brasileña por el liderazgo en la región configuró sin duda la base dominante del paradigma del conflicto, que prevaleció en la región por lo menos hasta la década de los ochenta del siglo XX. Por su parte, los restantes “Estados frontera” básicamente “pendularon” –aunque de manera diversa, como veremos– entre los dos gigantes, cerrada definitivamente la vía aislacionista luego de la ominosa destrucción del Paraguay “originario” en la “Guerra de la Triple Alianza”. Sin salida al mar luego de la también condenable “Guerra del Pacífico”, Bolivia, tanto como Paraguay, quedaron en cierto modo convertidos en “prisioneros geopolíticos”, con las consecuentes severas restricciones de esa situación. Uruguay, en cambio, desde su privilegiada ubicación en la desembocadura del estuario platense, pudo tener otras posibilidades de inserción regional e internacional, aunque su historia no puede ser entendida sino en relación estrecha, aunque con mayor flexibilidad, con el devenir de la región.

Esta dualidad o bipolaridad configuró sin duda una de las claves para entender los avatares políticos de la región platense a lo largo de su historia. La gran mayoría de los conflictos que se desplegaron en la historia de la región tuvo que ver con los significados de esta dualidad, en particular con la dialéctica generada por la puja de liderazgo entre los dos “Estados hegemónicos” y por las acciones restringidas implementadas por los otros tres “Estados fronteras”, buscando aprovechar la disputa de sus vecinos “gigantes” y afirmar sus intereses y derechos acotados por las visibles asimetrías de la región. Sin embargo, pese a las asimetrías persistentes y en algunos casos irreversibles entre el “polo hegemónico” y los países de la “zona de frontera” en el territorio de la Cuenca del Plata, a estos últimos les ha correspondido y les corresponde un rol trascendente en el rumbo de la región. Sin ellos o “contra ellos”, aun unidos, la perspectiva histórica parece indicar que los dos “grandes” no pueden dirimir sus conflictos y mucho menos darle gobernabilidad a la región, con las múltiples implicaciones que ello comporta.

De todos modos, como muchos autores y actores han venido señalando, ha habido un cambio fundamental en la geopolítica de la región platense. Cuando llegó el momento de cambiar de un paradigma de conflicto a uno de cooperación, cambio histórico que terminó de concretarse con el acercamiento histórico entre los presidentes José Sarney y Raúl Alfonsín a mediados de los ochenta (cambio que en más de un sentido puede ser considerado como parte de una “prehistoria” del Mercosur), Brasil pudo transitar esa coyuntura desde una posición de fuerza. Luego de las intensas disputas por el liderazgo regional que caracterizaron las cuatro décadas de la llamada “era geopolítica” (1930-1970), como bien ha señalado Eliana Zugaib en su libro A Hidrovia Paraguai-Paraná e seu significado para a diplomacia sul-americana do Brasil, “Brasil, de forma progresiva, se había transformado en ‘dominador’ de la Cuenca”.

Los números, como vimos indicadores de una ya larga tendencia, revelaban la consolidación del avance brasileño y del retroceso argentino en la puja por la hegemonía de la región del Plata. Mientras Argentina defendía el principio justo del multilateralismo y del regionalismo en el manejo de la Cuenca, Brasil respondía desde su vieja tradición desarrollista desplegando ingentes esfuerzos en construir obras, sin por ello descuidar el frente diplomático. Hacia fines de los ochenta, mientras Brasil podía ostentar una participación total o bilateral en 35 obras hidroeléctricas en la zona de la Cuenca, Argentina sólo disponía de Salto Grande, compartida con el Uruguay. La evolución de los respectivos PBI perfilaba orientaciones muy ilustrativas en la misma dirección.

Esta transformación histórica que varió de modo radical la pauta de relaciones entre Argentina y Brasil, proyectó sus implicaciones de cambio no sólo en la cuenca platense sino que coadyuvó a alterar de manera significativa los ejes del equilibrio regional en el conjunto de Sudamérica. Ni siquiera Argentina y Brasil han terminado de asumir en su totalidad las variadas repercusiones de su nuevo relacionamiento asociativo, como tampoco lo han podido descifrar desde sus respectivas perspectivas los restantes “Estados frontera” de la región platense y los otros países sudamericanos. Mientras Brasil en las últimas décadas ha devenido cada vez más en un emergente “actor global”, lo que por lo menos reformula el nivel de sus compromisos e intereses en la región, Argentina no parece terminar de definir sus nuevos niveles de aportes y exigencias en esa nueva relación de bilateralidad con su otrora rival. Más allá de que sobre el punto abundan las generalizaciones de diversa índole, tampoco el Mercosur ni el resto de América del Sur han afirmado con precisión a nivel de su trayectoria como bloque el impacto de ese nuevo bilateralismo argentino-brasileño en el proyecto regional. A ello debe sumársele el que no resulta sencillo imaginar en la práctica modalidades no excluyentes para el despliegue concreto de esa bilateralidad preferencial argentino-brasileña. En cualquier caso, la vieja ecuación entre dos “Estados hegemónicos” en competencia y tres “Estados frontera” (muy diversos pero con lógicas pendulares más o menos parecidas) ya no resulta vigente para describir la geopolítica rioplatense.

Por su parte, luego de los dramáticos acontecimientos vividos durante la crisis del 2001 y 2002, Argentina ha experimentado y experimenta dificultades objetivas para afirmar una política exterior genuinamente consistente, que viabilice un rumbo sólido en materia de estrategias de inserción internacional. Las dramáticas consecuencias de la crisis económica y financiera que el país debió afrontar, los legados no menos traumáticos de una sociedad fuertemente pauperizada y violentada durante muchos años, así como las exigencias de reformular las lógicas de acumulación política en clave nacional (dentro de un cuadro de fuerte disgregación y enfrentamiento), marcaron durante mucho tiempo en la agenda argentina una neta primacía de la atención por lo local sobre los requerimientos de los escenarios regionales e internacionales. Más aún, las respuestas e iniciativas desplegadas en estos últimos ámbitos provinieron muy frecuentemente de cálculos, visiones y a veces imposiciones del marco de las problemáticas internas de lo nacional, anteponiéndose claramente a la puesta en práctica de estrategias diseñadas y pensadas de modo específico sobre el área externa y en particular regional. Todo esto parece haber pesado incluso en la respuesta ensayada frente a los requerimientos del nuevo paradigma cooperativo del bilateralismo concretado con Brasil.

Como se ha advertido anteriormente, todos estos procesos han cambiado también radicalmente la matriz tradicional de relacionamiento del Uruguay con sus dos gigantescos vecinos, pero tampoco los intentos desplegados en esa dirección por el Estado uruguayo han terminado de configurar una respuesta sólida ante los nuevos contextos. Si parece incontrovertible que las tradicionales dialécticas pendulares o el rol de factor principal de equilibrio regional ya no resultan respuestas suficientes y a menudo posibles, no han resultado tan claras las opciones alternativas que se ha buscado ensayar. Si ha quedado una vez más claro que un Mercosur sin Uruguay resulta casi impensable por poco creíble, si también se ha reafirmado que el Estado oriental no puede darse el lujo de disputar al mismo tiempo con sus dos gigantescos vecinos, las respuestas “soberanistas” de viejo cuño así como las “tentaciones de fuga” en dirección a soñadas asociaciones privilegiadas con las grandes potencias (del tipo de la hipótesis de un eventual TLC con los Estados Unidos como el propuesto en el 2006) han vuelto –como vimos– a aparecer en los últimos años, incluso con impulsos y apoyos desde algunas tiendas no previstas.

Este cambio geopolítico que ha respaldado la profundización del liderazgo brasileño en la región, sumado a la fuerte consolidación de su papel internacional como país emergente en el marco de los BRICS, constituyen procesos que desde más de una perspectiva abonan un escenario propicio para la complementariedad práctica de procesos integracionistas de diversa índole como el Mercosur y Unasur. Desde los contornos sureños de la frontera con el gigante sudamericano, la perspectiva de un país con las características de Uruguay parece alinearse en esa dirección.

Uruguay y Brasil, Mercosur y Unasur

Parece plausible la noción de que para Uruguay, así como para la mayoría de los países sudamericanos, Brasil es un país y un socio decisivo en términos de política exterior y de estrategias de inserción internacional. Asimismo, tampoco resulta una novedad el interés estratégico de Brasil en afirmar una estrategia sudamericana, fundamentalmente –aunque no exclusivamente– a través de la Unasur. En un reportaje del 10 de mayo de 2011 que le hiciera Martín Granovsky para el periódico Página 12 de Buenos Aires, el ex Alto Representante del Mercosur y figura relevante de la historia reciente de Itamaraty, el embajador Samuel Pinheiro Guimaraes sintetizaba de manera muy precisa varias de las razones de esa apuesta: “Brasil tiene interés muy fuerte en el desarrollo de toda la región pese a las asimetrías entre los distintos países. No es un imperio, no quiere serlo ni quiere repetir los errores de los imperios. Al contrario. Cree en asociarse, en cooperar, en reformar un sistema internacional que se caracteriza, a mi juicio, por la convivencia de potencias centrales y de ex colonias, como nosotros. (…) Tenemos muchos vecinos. Si no contamos a los Estados Unidos, que creen tener 191 vecinos, estamos después de China y Rusia. Ellos tienen 14. Nosotros, 10. Con ese número tan grande, está claro que es mejor tener vecinos estables, en buenas condiciones y en paz. Uno en la vida no quiere vecinos turbulentos y pobres. (…) Nosotros no quisimos el ALCA, en 2005, no sólo por razones comerciales. El ALCA era una política económica completa, que abarcaba comercio, inversiones, negocios y propiedad intelectual. (…) Unasur es (también) un modo de mantener cerca nuestro a países que comercialmente optaron por otras políticas. Es bueno que todos integremos el Consejo Sudamericano de Defensa. A mí me despierta sospechas escuchar cuando me recomiendan que no nos preocupemos por nuestra defensa, que otro se va a ocupar. Somos pacíficos, pero no tenemos por qué estar desarmados cuando otros tienen armas y las desarrollan y cuando sabemos que la industria militar es clave para el desarrollo tecnológico”.

Como bien señalaba Pinheiro Guimaraes, la geografía o, mejor dicho, la geopolítica, constituye el primer factor que vincula a Brasil con una perspectiva de integración sudamericana. Brasil limita con diez de los doce países sudamericanos, todos menos Ecuador y Chile. Esta ya era una línea rectora de la política exterior de Brasil desde los tiempos del Barón de Río Branco y aun antes. Por otra parte, convergen intereses políticos, económicos y de seguridad para afirmar el tropismo brasileño hacia un bloque sudamericano. Piénsese por ejemplo en cualquier perspectiva de afincamiento regional de Brasil y se converge con rapidez en la idea sudamericana. Temas decisivos para el gigante sudamericano como por ejemplo la seguridad de sus fronteras, la consolidación de su influencia a nivel de zonas estratégicas como la Amazonia o la Cuenca del Plata, la proyección de obras de infraestructura que le resultan ya imprescindibles como los corredores bioceánicos que comuniquen el Atlántico y el Pacífico, su ecuación energética, entre otros muchos, son factores que empujan con fuerza en la misma dirección.

A partir de argumentaciones como las de Pinheiro Guimaraes, con otros países del subcontinente, Uruguay puede encontrar muchas razones para apoyar ese proyecto de integración sudamericana, con sus límites y sus alcances precisos. Sin embargo, hay una serie de condiciones, prioritariamente dirigidas para Brasil, cuyo cumplimiento resulta muy relevante a los efectos de consolidar esa apuesta como vector de la política exterior uruguaya. En primer lugar, la integración sudamericana en general y Unasur en particular deben ser complementarias y no alternativas al Mercosur. Unasur puede hacer menos cosas que Mercosur. Puede ser un espacio de concertación política que garantice paz y estabilidad democrática en el continente. Puede ser un escenario ideal para la convergencia de políticas públicas regionales en temas especialmente estratégicos como energía y medio ambiente, infraestructuras e integración física, migraciones, entre otros. También puede ser un foro político de mucha relevancia, tanto para facilitar la convergencia de posturas comunes entre los países sudamericanos para promover en organismos multilaterales, así como para establecer acuerdos de contingencia ante coyunturas internacionales amenazantes. No puede ser en cambio una “unión aduanera” como sí lo puede ser –pese a sus demoras y perforaciones– el Mercosur, en tanto espacio integrado de desarrollo y bloque con agenda externa común, capaz de participar en negociaciones comerciales con países y actores regionales extra zona.

Un temor extendido entre algunos analistas sudamericanos es que la apuesta brasileña a la Unasur termine, como señaláramos, flexibilizando hasta la vacuidad al Mercosur desde sus objetivos más ambiciosos, en particular como “unión aduanera”. Este proyecto necesita de una agenda externa del Mercosur con más logros y resultados positivos que los obtenidos hasta el presente. Si ello se concretara en los hechos, la vieja lógica de la política de los “círculos concéntricos”, que tanto le sirvió al Uruguay, bien podría ser la teoría de una integración sudamericana que complemente y potencie al Mercosur.

Una segunda condición tiene que ver con las capacidades de liderazgo de Brasil y los modos específicos de su ejercicio. A este respecto sin duda que habrá que superar interpelaciones y requerimientos muy específicos, que se fundan no sólo en una historia conflictiva y difícil en la región, sino también en interrogantes que surgen de tiempos e iniciativas más recientes. Las siguientes opiniones de Sixto Portela, en torno a la interpretación de ciertas prácticas bilaterales ensayadas por Brasil en los últimos años con sus países vecinos, en el marco de la aplicación del llamado “Programa de Sustitución Competitiva de Importaciones” (PSCI), sirven como un ejemplo entre muchos similares que podrían citarse.

“El PSCI –señala Portela– constituye una oferta unilateral de Brasil que si bien alcanza a todos los países suramericanos, lo hace considerándolos individualmente, comprendiendo también a sus empresarios en forma particular, en tanto participen de las actividades que se realicen, tanto sea por sí como a través de sus organizaciones. Está implícita la posibilidad para ellos de llegar al mundo asociados a empresas brasileñas, usando su logística abierta a las rutas del Atlántico, y contando, en tanto se considere necesario y se pueda obtener, con el apoyo financiero que aquellas empresas tienen en el Brasil y el que organismos multilaterales otorguen. Brasil genera con cada uno de los países suramericanos una relación radial, con él como centro, lo que socava el concepto de integración regional, en un diseño que, a priori, podría dejar bajo su conducción aspectos fundamentales del movimiento económico de América del Sur, salvo que aquellos utilizaran esquemas semejantes con los demás, lo que no ha ocurrido ni Brasil ha sugerido”.

Señala además Portela: “Para la aplicación del PSCI Brasil firmó Memorandos de Entendimiento individuales con ocho países suramericanos: Bolivia, el 18/11/2003, en Brasilia; Chile, el 23/8/2004, en Santiago; Colombia, el 27/6/2005, en Bogotá; Perú, el 17/2/2006, en Lima; Ecuador, el 10/9/2006, en Río de Janeiro; Uruguay, el 26/2/2007, en Colonia; Paraguay, el 21/5/2007, en Asunción; y el ya mencionado con Argentina. Esos Memorandos no son idénticos, pudiendo distinguirse tres modelos; uno, el firmado con Bolivia, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Uruguay; otro, el suscripto con Chile; y finalmente, el acordado con Argentina cuyo contenido, por lo dicho al final del segundo párrafo de este informe, ahora es dudoso. En todos se crea un Grupo de Trabajo para su seguimiento. En general se establece en ellos la promoción en Brasil de los productos y servicios originarios del país co-contratante, lo que se hará a través de acciones bilaterales acordadas con cada uno”.

Aun desde un formato más “soft”, este tipo de modalidades de “relación radial” –y hay otros ejemplos que podrían sumarse a esta interpretación del PSCI– generan sin duda desconfianza entre los países vecinos y ello puede empantanar los caminos de una integración sudamericana. Para evitar ello Brasil debe actuar con una clara voluntad política que afirme en los hechos la noción rectora de que el interés estratégico brasileño se identifica en forma estrecha con el desarrollo paralelo de sus socios-vecinos del subcontinente sudamericano. Para concretarlo, el gigante sudamericano debe estar dispuesto a un reconocimiento explícito y operativo de las asimetrías que tiene con los otros países sudamericanos y ejercer en forma asociativa un genuino liderazgo integrador. Por cierto que el ejercicio de ese liderazgo –y hoy por hoy Brasil es el único país sudamericano capaz de cumplir con ese rol en la integración sudamericana– hay que estar dispuesto a “pagar costos”, los mismos que han pagado otros países que en la historia reciente han jugado roles similares en otros procesos parangonables (por ejemplo, Alemania y Francia en la fundación y consolidación de la Unión Europea).

Por último, otra condición necesaria para que países como Uruguay converjan en forma más decidida y convencida en una sólida perspectiva de integración sudamericana tiene que ver con la necesidad de no afirmar la visión sudamericanista como alternativa casi excluyente frente a un latinoamericanismo genuino, no retórico. Con frecuencia, en el discurso diplomático y gubernamental de las elites brasileñas, la invocación a Sudamérica ha reemplazado en forma clara a la referencia latinoamericanista. No cabe duda de que en esa circunstancia convergen varias razones: la puja de liderazgos con México, el alineamiento indudable de este y de la región centroamericana y caribeña con los Estados Unidos, la divergencia creciente de políticas y de intereses comerciales, entre otras muchas. Si todo esto es cierto y tiene consecuencias reales, no resulta menos importante desde un punto de vista estratégico la necesidad de mantener proyectos y estrategias comunes con países con los que se mantienen innegables vínculos históricos, culturales y políticos. Para un país como Uruguay, la afirmación de una integración sudamericanista no puede suponer el abandono de los vínculos latinoamericanistas, de manera particular con México y algunos países centroamericanos con los que existen lazos de muy diversa índole. Creemos que desde una definición precisa de límites y alcances y desde una estrategia nuevamente de “círculos concéntricos”, tampoco para Brasil resulta ventajosa esa polaridad excluyente. Del mismo modo que lo que ocurre entre las perspectivas del Mercosur y de la Unasur, también es necesario que la integración sudamericana encuentre los caminos para afirmar lógicas de complementariedad con el horizonte latinoamericano, de acuerdo con modalidades específicas, concretas y viables.

Estos tres son entonces los requerimientos más relevantes desde la perspectiva uruguaya –y creemos que de la gran mayoría de los otros países sudamericanos– para converger con convicción y vigor hacia el horizonte estratégico de una integración sudamericana: i) el ejercicio por parte de Brasil de un liderazgo integrador que asuma en serio la atención de las asimetrías, bien distante de la tentación de una hegemonía “radial” asentada en claves bilaterales; ii) el establecimiento de vínculos de complementariedad entre proyectos distintos como son el Mercosur y Unasur, cuidando de articular con sabiduría los límites y alcances diferentes de cada bloque integrador; iii) el evitar con realismo que la integración sudamericana suponga la abdicación del proyecto de convergencia latinoamericanista, desde el reconocimiento de las dificultades pero también de las potencialidades de la implementación de estrategias convergentes en este sentido. No dejamos de advertir las dificultades y retos específicos que implica el cumplimiento de estos requerimientos. Pero también creemos que en términos estratégicos no sólo la perspectiva de la integración sudamericana se ve favorecida de esta forma. El propio Brasil –creemos– tiene también muchos motivos para visualizar como una inversión prospectiva de claro signo positivo para su interés nacional los contornos de esta apuesta. Todo depende en buena medida de la existencia de una fuerte voluntad política integracionista y de la acumulación de suficiente masa crítica para afirmar la fecundidad estratégica de una iniciativa con todas estas grandes implicaciones históricas.

Autorxs


Gerardo Caetano:

Historiador y politólogo. Docente e investigador de la Universidad de la República, Uruguay. Director Académico del Centro de Formación para la Integración Regional (CEFIR). Presidente del Consejo Superior de FLACSO.