Un barrio, una escuela

Un barrio, una escuela

Creada a partir de una articulación entre autoridades nacionales, municipales y universitarias, y en especial gracias a la lucha de los vecinos, la Escuela Secundaria de Educación Técnica de la Universidad Nacional de Quilmes (ESET-UNQ) funciona en Ezpeleta. Allí, entre otras cosas, los chicos rastrean, construyen y transmiten conocimientos acerca de su propia comunidad y de sus derechos.

| Por Claudia Cesaroni y Diego Antico |

“Hay un fusilado que vive”.
Rodolfo Walsh, Operación Masacre

Tamara Romero vive en el barrio Los Álamos de Ezpeleta, una localidad ubicada en el sudoeste del partido bonaerense de Quilmes, lindante con Florencio Varela y Berazategui. Una noche calurosa de noviembre de 2014 participa junto con tres amigos en el robo de una camioneta Kangoo, en una zona cercana a su casa. Al intentar escapar, son interceptados por un patrullero Ford Ranger del Comando de Prevención Comunitaria. Tras una persecución que finaliza a unos cien metros del cruce de las avenidas República de Francia y La Plata, la Kangoo detiene su marcha contra una parrilla ubicada en una vereda, y termina incrustándose en una casa. Horas después, el informe oficial dirá –y la versión será aceptada sin que se realicen los peritajes correspondientes– que los nueve balazos policiales que la frenaron respondieron a otros realizados desde la camioneta. Tamara, que iba en el asiento trasero, muere al recibir dos de esos nueve balazos. Los policías la sacan de la camioneta, y arrastran su cuerpo hasta dejarlo tirado frente a la casa y negocio familiar. Su hermano Gabriel reclama durante horas a los gritos que lo dejen acercarse. Tamara tiene 15 años.

Meses después, en 2015, un grupo de estudiantes de 2º año pasa a diario por la vereda donde Tamara fue asesinada. Van camino a la Escuela Secundaria de Educación Técnica de la Universidad Nacional de Quilmes (ESET-UNQ). La profesora de Construcción de la Ciudadanía les propone hacer un proyecto para presentar en el Programa Jóvenes y Memoria que organiza la Comisión Provincial por la Memoria y que culmina con un encuentro en Chapadmalal, en el que estudiantes de escuelas de toda la provincia de Buenos Aires comparten sus investigaciones. Conocer el mar los y las ilusiona, y de a poco se entusiasman con la propuesta, que se va armando clase a clase. Se hacen preguntas, en principio sobre el barrio y buscando sobre el barrio encuentran el caso de Tamara en algún diario. Continúan buscando, y realizan un importante hallazgo: en el predio en el que funciona la escuela, en el mismo lugar donde están estudiando, años atrás se quiso construir una alcaidía destinada a presos “en tránsito”. Es este dato significativo el que reorienta el proyecto y los decide a investigar cómo fue que en ese lugar donde se pensaba construir un lugar para el encierro, se construyó finalmente su escuela. Realizan entrevistas a vecinos y vecinas que cuentan y recuerdan lo sucedido pocos años atrás y rememoran sus luchas para evitar la construcción de la alcaidía. Una de las personas que entrevistan se llama Natalia Miranda y trabaja en la Unidad Sanitaria del Centro de Integración Comunitaria (CIC) “2 de Abril”, del barrio La Esperanza, donde comenzó a funcionar la escuela en su primer año de vida, 2014. Estudiantes y docentes arman un video, que recopila todo el material investigado, y tienen que decidir un nombre para presentarlo. Entre risas y sugerencias, es Tomás, uno de los estudiantes, el que propone una síntesis perfecta: “Menos balas, más tizas”.

Diez años antes de la muerte de Tamara, en 2004, Héctor Nardini –titular de la sociedad de fomento “Parque del Plata”, de Ezpeleta– y Julio Sosa –líder del Movimiento de Trabajadores Desocupados–, que se oponen a la construcción de la alcaidía, se encuentran en el despacho del juez Ariel González Elicabe, que la impulsa, justificando su creación en la necesidad de “sacar a los presos de las comisarías”, ante las denuncias de las organizaciones de derechos humanos por la situación inhumana en que vivían cientos de personas detenidas en lugares no preparados para esa función. El juez dice: “Lo mejor que le cabe a esa zona es una cárcel”. Los líderes comunitarios replican: “Ese predio tiene otro destino: un polo educativo”. En Ezpeleta no hay escuela secundaria, ni escuela de artes y oficios, ni jardín de infantes, y el lugar es ideal. Detrás de ellos, en pleno despacho del juez, está apoyada en una mesa la maqueta de la alcaidía que será emplazada en un descampado de Ezpeleta. Está todo dispuesto para llevar a cabo el proyecto. El intendente de Quilmes, Sergio Villordo, y el ministro de Justicia de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Di Rocco, ya firmaron el acuerdo respectivo. Afuera, mientras tanto, un grupo de vecinos de los barrios La Esperanza y La Resistencia, entre otros barrios circundantes al predio, cortan las calles en rechazo a la decisión. Primero lo hicieron en Ezpeleta, sin mayores resultados, así que ahora el olor a goma quemada inunda el centro de Quilmes. La protesta llega a oídos de las autoridades provinciales, y finalmente el proyecto de alcaidía se suspende. Es la lucha de los habitantes de los barrios la que logra frenar la construcción del edificio carcelario y permite que el amplio terreno sea destinado, finalmente, al destino para el que había sido donado por sus dueños originarios: un polo educativo en el que, diez años después, será inaugurada la ESET-UNQ.

Quince años antes de este episodio, es junio de 1989 y hace mucho frío. Grupos de personas ocupan un terreno descampado en el que, hasta veinte años antes, había cavas de las que se sacaba tierra para fabricar ladrillos. Levantan, como pueden, unas precarias paredes de chapa y cartón, improvisan unas fogatas para resistir el frío y montan guardia, para que no los arrasen las topadoras ni la policía que, de noche, les alambra el predio para agravar el “delito” de tomar las tierras. Tiempo después, esas precarias paredes van a dar lugar al barrio La Esperanza, de Ezpeleta. Pero antes de que eso suceda, Natalia, que vino con su familia de Paraguay pocos años atrás, necesita escuela primaria para continuar sus estudios. Con su madre salen a recorrer diferentes instituciones, pero en todas les dicen que no hay vacantes, aunque ellas sepan y vean que en cada curso hay pocos estudiantes. Insisten, pero la respuesta es siempre la misma. Una directora les dice que no quieren “recibir a personas que ocupan tierras, porque son usurpadores y ladrones”. Tiempo después, la Escuela Nº 41 del vecino partido de Berazategui la aceptará, aunque no en el turno tarde como pedía su mamá. Finalmente, y por sus buenas notas y conducta, la dejarán cambiar de turno. Natalia recuerda cada una de esas batallas: la de la tierra, la de la vivienda, la de la escuela, la del turno, y las cuenta con infinita paciencia y detalle al grupo de estudiantes que la entrevista una y dos veces.

Veintiséis años después de las tomas de La Esperanza, en 2016, un grupo de estudiantes de tercer año de la ESET-UNQ retoma la historia de Tamara Romero. Leen notas, visitan la escuela donde hizo la primaria y hablan con una de sus maestras, van a su casa y a la modesta plaza donde pasaba largas horas sola. Visitan también la Fiscalía Penal Juvenil de Quilmes, que investiga el robo de la camioneta Kangoo y la muerte de la adolescente. Presentarán el caso en la edición 2016 del Programa Jóvenes y Memoria. Descubren que la versión oficial fue aceptada y que, según esta versión, fueron los disparos efectuados por los compañeros de Tamara los que le provocaron la muerte. Los únicos investigados, por lo tanto, son los adolescentes que iban en la Kangoo y no los policías que realizaron el procedimiento. La docente que coordina el proyecto dialoga con una funcionaria de la fiscalía. Para conseguir información intenta conmoverla diciéndole que Tamara podría haber sido compañera o amiga de cualquiera de los estudiantes que participan de la entrevista. La funcionaria responde inmutable: “Hubieran elegido mejor a sus amistades”.

Cuarenta años atrás, es noviembre y Héctor Alberto Pérez llega a su casa de Quilmes Oeste. Sus padres salieron a cenar, así que piensa prepararse algo rápido y meterse en la cama. El día está tibio, en poco menos de un mes llegará el verano, y quizá la dureza de ese año nefasto se suavice un poco. Está cansado: la jornada laboral empieza muy temprano, y sus deberes de delegado le ocupan muchas horas. Además, estudia en la Técnica Nº 3, y milita en la Fede. Y, como cualquier pibe de 20 años, le gustan el fútbol y las chicas. En algo de todo eso piensa Héctor cuando llega a su casa. Pero no llega a entrar: una patota parapolicial lo secuestra, le pega, lo mete en un auto, lo traslada a un centro clandestino, lo mata. Cuarenta años después, en la misma escuela que pudo haber sido una alcaidía pero es escuela, un tercer año realiza una investigación sobre Héctor. Su historia es elegida por tratarse de un estudiante de una escuela técnica, militante político en la Federación Juvenil Comunista, y obrero de la empresa Saiar. Los estudiantes visitan el ex Centro Clandestino “El Infierno”, ubicado en Avellaneda, donde Héctor estuvo privado ilegalmente de su libertad antes de ser asesinado. Durante su estadía en ese lugar de horror y exterminio, muerto de sed como sus compañeros y compañeras, se escabulló hasta el patio, donde había una canilla que goteaba. Allí, no solo sació un poco su sed, sino que cargó una bota con agua para sus compañeros. Luis, su hermano, cuenta este episodio a los estudiantes, en ocasión de ser invitado a visitar la escuela. Luego de escucharlo y de conmoverse con el relato, los chicos y chicas leen textos de Primo Levi y de Tzvetan Todorov en los que se relatan situaciones semejantes de cuidado y solidaridad en campos de exterminio nazi, y como parte de su investigación, buscan en sus propias historias ejemplos de cuidado dado o recibido.

Armando el rompecabezas, tejiendo el entramado

La ESET-UNQ funcionó durante 2014 en el Centro de Integración Comunitaria “2 de Abril” ubicado en el barrio Esperanza Grande de Ezpeleta, una de las zonas más postergadas del partido de Quilmes. Durante 2015 el CIC tuvo que mudarse a la sede de la Universidad Nacional de Quilmes, en la localidad de Bernal, y a partir de 2016 la escuela funciona en su propio edificio inaugurado oficialmente en octubre de 2015, en el predio ubicado en las calles Kenny y Avda. República de Francia, Ezpeleta. El aumento de matrícula y el atraso en la construcción del edificio obligaron a que, durante 2017, los cursos superiores (4º y 5º, volvieran a la sede de la UNQ en Bernal. A la fecha (junio de 2017), en la sede Ezpeleta estudian 219 chicos y chicas, y en la sede Bernal, 95. En los cursos superiores eligen entre tres orientaciones: Tecnología en Alimentos, Programación, y Comunicación. Un total de 134 docentes se reparten entre ambas sedes, incluyendo 116 profesores/as, 11 coordinadores/as socioeducativos/as, 3 integrantes del Equipo Directivo, 3 del Equipo de Orientación y una secretaria.

Los chicos y chicas del barrio constituyen la mayor parte de la matrícula, y todos/as ingresan por el solo hecho de inscribirse, sin examen previo. Entre los derechos que la escuela les garantiza está la posibilidad de que construyan un conocimiento de la historia reciente de su propia comunidad y de sus pares, así como también los recursos que les permitan transmitir esa historia, para que otros la conozcan y accedan a ella. Asimismo, es ese proceso de conocimiento y transmisión el que permite la construcción, a partir del mosaico de recuerdos, de una memoria colectiva, de un lazo social. A través de las entrevistas realizadas a militantes barriales y comunitarios; a vecinos y vecinas, y a actores clave en la historia de la Escuela, indagando sobre sus recuerdos, tanto los vividos directamente como los recibidos de otras personas, estudiantes, y también docentes y directivos, acceden a datos que habían olvidado o que desconocían.

Así, el grupo de estudiantes que investigó sobre la vida de Héctor Pérez, y escuchó a su hermano y compañeros de militancia, se apropió de la historia de aquel joven no mucho más grande que ellos, en la múltiple dimensión de su corta vida: como estudiante de una escuela técnica, como militante político, y como obrero. Para entender el contexto de su secuestro y desaparición, leyeron la Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar, de Rodolfo Walsh, y la vinculación entre el plan de exterminio y la reconfiguración del Estado para ponerlo al servicio del capital financiero.

En el proceso de esta construcción y transmisión del conocimiento, el grupo de estudiantes que trabajó en el caso de Tamara Romero hizo un proceso de reflexión y discusión en el que se pusieron en cuestión preconceptos y “verdades” acerca del castigo y de las consecuencias de las “malas acciones”. Guiados por su docente, discutieron la idea del “merecimiento de la muerte”, por tratarse de una chica que robaba. El acceso a su historia y el conocimiento del modo en que había muerto a partir de una reacción desmedida e innecesaria de las fuerzas policiales, así como también la constatación de las múltiples ausencias de las áreas sociales del Estado a la hora de cuidarla, de acompañarla y de promover su vuelta a la escuela, permitieron deconstruir esas ideas punitivas que forman parte del discurso hegemónico social. Un discurso que elige olvidar todas las causas que participan en el hecho de que una adolescente salga a robar, o consuma sustancias de modo problemático. Ese mismo discurso punitivo que, en 2004-2005, ante las denuncias de las condiciones inhumanas en las que vivían presos, presas, ancianos y adolescentes en comisarías, resolvía construir alcaidías “de tránsito”, en vez de analizar las causas de esas detenciones de miles de personas sin condena, es decir, jurídicamente inocentes. Luego de ese año de discusión y análisis, al momento de presentar el caso de Tamara en Chapadmalal, Candela dijo lo que el grupo había elaborado como conclusión: “Lo más importante que aprendimos es que, aunque Tamara hubiera robado, o hecho cualquier otra cosa, eso no justifica que la hayan matado. Porque si a Tamara no la hubieran matado, hoy estaría creciendo con nosotros y nosotras”.

En 2017, y en el marco del proyecto “Memorias del Barrio”, estudiantes de los tres terceros años de la ESET-UNQ trabajan integralmente las tres historias que hemos reseñado: así, participando en entrevistas a fuentes significativas –el ex rector de la UNQ, al momento de decidirse la construcción de la escuela, y de su inauguración; las personas que participaron en las tomas y en las luchas para evitar que se construyera una cárcel–, y sus propias madres, padres, abuelas y abuelos; y así van hilando los casos, los nombres y los años. Hablan con cercanía de Héctor y de Tamara. Saben que su escuela es la victoria de un proyecto de inclusión por sobre uno de encierro. Discuten sobre derechos, legalidad, castigo, justicia, memoria, a partir de esos nombres –ya no “casos”, ahora cercanas vidas que ellos conocen y de las que pueden contar edades, oficios, trayectorias, destinos trágicos–, y de conocer cómo se han construido los barrios que habitan o que son vecinos a los que habitan.

La ESET-UNQ es el resultado de una decisión política, posible en un momento histórico determinado, y durante un gobierno que desplegó múltiples medidas que objetivamente significaron incluir y garantizar derechos. Significó, al igual que las otras experiencias en otros barrios y con otras universidades públicas, un proyecto que reunió el trabajo conjunto de tres ámbitos político-institucionales: el Ministerio de Educación de la Nación, la UNQ, y el Municipio de Quilmes –bajo la conducción, respectivamente, del ministro Alberto Sileoni, el rector Mario Lozano y el intendente Francisco Gutiérrez–, que se resume en la convicción de plantear que la mejor educación posible debe estar en los lugares donde más se necesita. Uno de los entrevistados, Héctor Gastiassoro, coordinador del CIC y activo protagonista de esa decisión, lo explicaba así: “Los padres tenían miedo, pensaban que los profesores de la UNQui iban a ser muy exigentes, que sus hijos no iban a poder. Tenían desconfianza de que los chicos no iban a poder. Hay gente que le hace creer a otra gente que no puede”.

En este artículo intentamos mostrar uno de los múltiples aspectos en que los y las docentes de la ESET-UNQ trabajamos con nuestros estudiantes: acompañando sus pasos en la investigación de su propia historia, garantizando su derecho a preguntar, a indagar, a investigar y a conocer. Haciéndoles saber cada día que pueden, claro que pueden. Con determinación y entusiasmo. A veces, nos sale bien. Lo dijo un día Wendy (14), entrevistada en un programa de radio para contar un proyecto del que se siente protagonista, su bello rostro iluminado: “En la escuela nosotros sentimos que los adultos nos cuidan. Nos dan abrazos cuando estamos tristes. Podemos confiar. Y además, nos divertimos y nos hacen reír”.

Autorxs


Claudia Cesaroni:

Abogada por la UBA y Magíster en Criminología por la UNLZ. Cofundadora del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC). Integra la Red Argentina No Baja. Autora de varios libros, entre ellos La vida como castigo. El caso de los jóvenes condenados a prisión perpetua en la Argentina, Masacre en el Pabellón Séptimo y Un partido sin papá. Docente de la asignatura Construcción de la Ciudadanía en la ESET-UNQ. Codirectora del proyecto “Memorias del barrio”, desarrollado en la ESET-UNQ en el marco del Programa Universitario de Historia Argentina y Latinoamericana (PUHAL).

Diego Antico:
Profesor de Letras (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Trabajó como docente del área en diferentes establecimientos educativos de la provincia y de la Ciudad de Buenos Aires. Actualmente trabaja como coordinador socioeducativo en la ESET-UNQ, docente en el Colegio Nacional de Buenos Aires y autor de manuales de literatura y de artículos de crítica literaria en publicaciones especializadas. Es codirector del proyecto “Memorias del barrio”, en el marco del Programa Universitario de Historia Argentina y Latinoamericana (PUHAL).