Tres décadas de democracia (1983-2013)

Tres décadas de democracia (1983-2013)

Un recorrido sobre los distintos sentidos que asumió a lo largo de los últimos treinta años la palabra “democracia”. De la utopía y la recuperación de la libertad a la idea de proceso y a la ampliación de los derechos. El rol del Estado como garante de mayores libertades, más derechos y mejor futuro.

| Por Eduardo Rinesi |

La conmemoración del trigésimo aniversario del inicio del ciclo político abierto en la Argentina en 1983 es una ocasión particularmente propicia para ensayar una reflexión sobre los distintos sentidos que asumió a lo largo de este tiempo, en nuestra sensibilidad compartida, en nuestro lenguaje público y en nuestras conversaciones, la palabra bajo cuyos sonoros auspicios empezamos hace treinta años a recorrer este camino: la palabra “democracia”. Que no ha querido decir a lo largo de este tiempo, en efecto, una sola cosa constante e idéntica a sí misma, sino que ha venido sufriendo, con el paso de los años y de las circunstancias, distintas y sugerentes inflexiones que acaso valga la pena examinar. Propondré pues, como una especie de hipótesis muy general que tal vez sirva para poner un poco de orden en la exposición que sigue, que entre nosotros la democracia fue pensada sucesivamente, entre los tramos finales de la última dictadura cívico-militar y estos días que ahora transitamos, como una utopía, como una rutina, como un espasmo y como un proceso. Y trataré enseguida, después de haber presentado estas cuatro ideas sumamente generales, de establecer una comparación entre las formas o modos de pensar la democracia que quedan ubicados en los dos extremos polares de esta línea de tiempo de treinta años, y de extraer de ese cotejo algunas enseñanzas que quizá valga la pena comentar.

Primero, entonces, la democracia como utopía. Imaginada, soñada o acariciada con esperanza desde que la dictadura empezó a dar señales del agotamiento de su precaria legitimidad, y en particular desde que quemó sus últimos cartuchos de criminalidad y de locura en la guerra del Atlántico Sur, la democracia se nos apareció a partir de entonces como el nombre de un futuro que se debía conquistar, e incluso después de la asunción del presidente y del gobierno surgidos del voto popular a fin del año ’83 no pudo suponérsela de ningún modo una realización ya plenamente alcanzada ni un suelo firme sobre el que imaginar que ya estábamos parados, porque seguía teniendo mucho más la forma de una especie de luz al final de un camino que aún debíamos recorrer. Extraída de los arcones de las viejas historiografías marxistas y de las más modernas sociologías del desarrollo, la palabrita “transición” vino entonces en nuestro auxilio para ayudarnos a nombrar ese camino, esa vía (que en las versiones dominantes del pensamiento político de aquellos años se imaginaba sobre todo como una vía de reforma –para decirlo à la Gramsci– “moral e intelectual”: cultural) que nos iba a conducir de una larga historia de intolerancia y autoritarismo a un futuro de pluralismo, de “respeto de las diferencias” y de libertad.

La democracia era el nombre de ese futuro venturoso, al que no cesaba de referirse el discurso del mayor político de esa “década corta” que fueron los ’80: Raúl Alfonsín, y tampoco los de los grupos que aspiraban a sostener con él una discusión que fuera audible por una ciudadanía altamente sensible, por buenas y comprensibles razones, a ese estimable conjunto de valores.

Así, la democracia aparecía en nuestras discusiones de esos años menos como una realización que como un programa o –como decíamos– una utopía, y esa utopía era en primer lugar una utopía de plena vigencia de aquello que de manera más sistemática y flagrante nos había sido arrebatado por la dictadura que se buscaba dejar atrás y que se quería que “nunca más” (esa expresión de aquellos años) pudiera repetirse: la libertad. La utopía democrática de los ’80 era en efecto una utopía de la plena realización de la libertad, o de las libertades, y no nos equivocaríamos si sostuviéramos que ese problema de la libertad fue de los más conversados, de los más discutidos, durante esos años que aquí estamos recordando. En la universidad fueron años en los que volvimos a pensar en términos teóricos y filosóficos este viejo problema de la libertad, y en los que para ello volvimos a leer a los clásicos y revisamos los textos de Stuart Mill y de Benjamin Constant y de Isaiah Berlin, y en los que pensamos y discutimos la contraposición entre la libertad de los antiguos y la de los modernos, entre la libertad “para” y la libertad “de”, entre la libertad “democrática” y la libertad “liberal”… Y en los que pensamos también (y esta discusión fue de las más interesantes que tuvimos en aquellos años) sobre los modelos político-institucionales que servían para garantizar la vigencia de estas libertades, de estos distintos tipos de libertad: hablamos entonces de democracia “participativa” como una que garantizara el amplio ejercicio de una libertad “positiva” para intervenir activamente en los asuntos públicos; hablamos de democracia “representativa” como una que elegía en cambio un menor involucramiento de los ciudadanos para garantizarles a cambio una libertad, “negativa”, de las interferencias externas sobre sus opciones de vida.

De hecho, esta tensión que recuerdo aquí demasiado brevemente fue la materia de uno de los debates más importantes de esos años, que ocupó, formulado de modos muy diversos, una porción significativa del espacio de las discusiones teórico-políticas que tuvieron lugar entre la asunción de Alfonsín en el ’83 y el comienzo del fin de su buena estrella el domingo de pascuas de 1987. Ese día, como ha sido ya dicho muchas veces, una productiva tensión entre participación y representación (o, si se quiere: entre la representación entendida como puente y la representación entendida como foso), entre proximidad y distancia, entre compromiso y delegación, empezó a resolverse a favor de los segundos términos de esos pares de opuestos, haciendo a la democracia argentina alcanzar cada vez más (en un crescendo que no se detendría hasta el anticipado final del gobierno de Alfonsín, y que daría el tono del que ocuparía toda la década siguiente) la forma de una democracia representativa y liberal, con una “clase política” –como verosímilmente se la empezó a llamar– cada vez más separada de los ciudadanos y despreocupada de su suerte, y con unos ciudadanos cada vez más desencantados con ese juego en el que nadie los invitaba siquiera a participar.

A esto me refería más arriba cuando decía que en aquellos años nos desplazamos de una idea de la democracia como utopía a una idea de la democracia como una rutina. Como un rutinario juego de relevos institucionales más o menos inofensivos sostenido sobre una división tan arbitraria como efectiva entre nuestra condición “política” de ciudadanos que gozábamos de unas libertades que nadie disputaba y nuestra condición “social” de sujetos de una creciente expoliación y empobrecimiento alentados por las políticas pergeñadas por nuestros representantes desde la cima del aparato del Estado.

Todo eso saltó por los aires, como es notorio, casi tres lustros después de aquella Semana Santa que recordábamos, a fin de 2001, que es el momento en que, para retomar la terminología que anuncié al comienzo, me parece que puede hablarse de la aparición de una tercera idea sobre la democracia en este largo ciclo de treinta años que estamos repasando: la de la democracia como un espasmo, como un movimiento intenso de participación muy activa y muy apasionada, como un momento de recuperación –diríamos– de esa vocación “participativista” tibiamente propiciada al inicio del ciclo de la “transición” y luego desalentada o incluso traicionada en los años que siguieron, y que aquí volvía al centro de la escena de la mano de la reivindicación de un conjunto de nuevas identidades forjadas al calor de la crisis, del rechazo de los “representantes del pueblo” en nombre de formas menos mediadas de intervención de los ciudadanos en la vida pública y de la protesta airada ante la desaprensión con la que un equipo gubernamental conservador y torpe lidiaba con la difícil materia del padecimiento colectivo.

Aunque no es el tema de estos apuntes, querría señalar que todavía nos debemos, me parece, una consideración menos apurada que la que hasta aquí les hemos dedicado a estos episodios tan importantes en la historia argentina contemporánea, en cuya interpretación tendieron a alternarse el temor reaccionario y torpe por la suerte de las instituciones, presuntamente amenazadas por la virulencia de la protesta popular, y la simétricamente candorosa pretensión de que nos encontrábamos por fin a las puertas del paraíso de la realización autónoma de una sociedad por fin emancipada.

Ni tanto ni tan poco. Porque no puede exagerarse, pero tampoco desdeñarse, la importancia que tuvo el desbarajuste de todas las variables de la vida pública argentina en esos meses como antesala del proceso de reconstrucción que se inició enseguida, en una clave que llamaré, para abreviar, “conservadora popular”, en el mismo año 2002, y luego en una clave que llamaré, también para simplificar, “populista de avanzada” a partir del año siguiente. Que es cuando me gustaría situar el inicio del cuarto y último de los capítulos de esta historia que anuncié al comienzo, signado por un modo diferente de pensarse la cuestión de la democracia, e incluso de usar la propia palabra “democracia”, que es la que estamos considerando acá. Y que en realidad se ha usado más bien poco, para ser francos, durante estos años últimos de la vida política argentina, en que esa vieja categoría que había resultado tan glamorosa y llena de promesas al inicio del ciclo de la “transición” fue trocándose más bien, en nuestros discursos y conversaciones, por la categoría, acaso más dinámica, de “democratización”. Como si el “ción” de “transición” (ese “ción” que designa siempre un desarrollo, un camino, un progreso de las cosas en el tiempo) se hubiera trasladado de aquella vieja palabrita a la propia palabra “democracia”, para que esta pudiera designar no ya un estado sino un proceso, no ya una utopía sino un movimiento, no ya el puerto de llegada de una ruta sino la ruta misma. Que es una ruta que en estos últimos diez años argentinos pensamos como una ruta de crecimiento, de progreso, de ampliación… ¿de qué? Para decirlo rápido: no ya de libertades (esas libertades con las que soñábamos al final de la dictadura, y con las que hoy ya no tenemos que soñar, porque rigen plenamente, inéditamente, casi insólitamente entre nosotros), sino, ahora, de derechos.

De la libertad a los derechos, entonces. Ese es el signo general del desplazamiento de énfasis y de obsesiones entre los años en que se iniciaba el ciclo político de tres décadas que acá consideramos y estos años desde los cuales hoy miramos este ciclo en retrospectiva. Y aquí, dos observaciones. Una para señalar que tenemos acá un problema importantísimo sobre el que tenemos que ser capaces de echar luz con los mejores instrumentos de nuestra teoría social y de nuestra filosofía política. Que, si en los años ’80 acompañaron la centralidad que en la agenda pública tenían los desafíos de la “transición” dedicando sus mayores esfuerzos a examinar, como ya dije, las distintas aristas del problema de la libertad, hoy tiene que estar a la altura del desafío de acompañar este problema fundamental en la agenda de este tiempo que es el problema de los derechos. Ayudándonos a pensar, por ejemplo, qué cosa es un “derecho”, ese raro bien que en general decimos que “tenemos” justo cuando, de hecho, no lo tenemos: la tensión entre el hecho y el derecho, entre el ser y el deber ser, es constitutiva de la naturaleza misma de lo que postulamos como un “derecho”. O proponiéndonos mecanismos para discernir qué derecho debemos privilegiar en las diferentes y felizmente creciente cantidad de oportunidades en las que, en un contexto general de expansión de derechos de todo el mundo, los derechos o la posibilidad de la ampliación de los derechos de un determinado grupo corren el riesgo de colisionar con los derechos o la posibilidad de la ampliación de los derechos de otro. Que sea este uno de esos problemas que es bueno que las sociedades tengan no quiere decir que no sea un problema, y nuestras ciencias sociales y nuestra filosofía política deberían ayudarnos a pensar cómo resolverlo.

Pero este movimiento desde el énfasis en la cuestión de la libertad hacia el énfasis en el problema de los derechos trae consigo un segundo desplazamiento, que me importa considerar especialmente porque nos anuncia uno de los grandes problemas, al mismo tiempo teóricos y políticos, con los que este tiempo argentino que vivimos nos regala: el del Estado. En efecto, mientras la mayor preocupación en la agenda pública argentina era la preocupación por garantizarnos la vigencia plena de las libertades, de la libertad, el problema del Estado no ocupó un lugar central en nuestras consideraciones. O sólo ocupó un lugar en ellas para señalar aquello contra lo cual, en disputa con lo cual, esa libertad debía ser conquistada y defendida. El pensamiento de los años ’80, a la salida de una dictadura atroz en la que el Estado había asumido su forma más tremendamente opresiva y terrorista, fue un pensamiento que muy comprensiblemente puso al Estado del lado de las cosas malas de la vida y de la historia, hizo de él –sobre la base de una experiencia que nadie podía decir que no hubiera sido concluyente– un enemigo real o cuanto menos potencial de la libertad y nos llevó a imaginar que era sólo teniendo a ese enemigo de la libertad a raya y limitado que podíamos soñar con que esa libertad fuera la norma de nuestra vida colectiva. En los años que siguieron, en los que el liberalismo político dominante en los ’80 se trocó por un neoliberalismo económico ampliamente extendido en el discurso de importantes sectores políticos y sociales, el rechazo del Estado asumió una forma y un motivo diferente, pero no fue menos decidido ni menos concluyente.

En cambio, cuando el centro de nuestras preocupaciones se desliza del problema de las libertades al de los derechos, el Estado aparece en el centro de la escena. Porque se vuelve evidente para todo el mundo que es sólo gracias al Estado y en la medida en que hay Estado que podemos tener y ver garantizados los derechos que nos asisten y de los que nos gusta pensarnos como sujetos. Que no es contra el Estado, sino en el Estado y por medio del Estado que esos derechos pueden verse garantizados y satisfechos. Que, como por lo demás supo siempre la gran tradición republicana (demasiado preciosa, por cierto, para regalárselas sin dar batalla a los enemigos del proceso de democratización en curso entre nosotros), sólo el Estado nos hace, entonces, ciudadanos plenos. No es difícil ejemplificar: si hoy hay, en la Argentina, un derecho a la jubilación, es porque hay (a diferencia de lo que ocurría quince años atrás) un Estado que lo garantiza. Si hoy hay un derecho a la educación es porque hay un Estado que construye escuelas y que paga sueldos y que sostiene ese derecho. Por supuesto, no es cuestión de abandonar el antiestatalismo ingenuo de los ’80 y los ’90 para correr a abrazar un estatalismo simétricamente candoroso: sabemos demasiado bien que el Estado es también una gran máquina de disciplinar, de reprimir y de violar sistemáticamente (en sus comisarías y en sus cárceles, en sus hospitales y en sus manicomios) los derechos humanos más elementales. Y eso no hay que dejar de pensarlo y cuestionarlo. Pero también hemos aprendido que “del otro lado”, por así decir, de ese Estado tan complejo, no están la libertad ni la autonomía ni la plenitud de una comunidad finalmente realizada, sino, con frecuencia, las formas más inclementes de desprotección y desamparo.

Por eso, es necesario pensar este espinoso problema del Estado, porque de lo que pensemos sobre él y de lo que hagamos con él (de lo que la sociedad toda, a través de los mecanismos de conversación colectiva que habilita el juego democrático, decida hacer con él) depende en buena medida el destino del proceso que hoy está en curso entre nosotros. La mirada de conjunto que hemos intentado tender sobre las últimas tres décadas de historia de este país nos permite hacernos de este ciclo un juicio positivo y optimista: de un modo que no ha sido lineal ni habría podido serlo, hemos conquistado un conjunto de libertades que parecen firmemente aseguradas, y el avance que en estos últimos años hemos experimentado en materia de postulación, obtención y aseguramiento de una cantidad grande de derechos parece establecer un nuevo piso, mucho más alto que el que veníamos pisando, para los proyectos colectivos que puedan formularse en adelante. Pero cuando al mismo tiempo oímos levantarse demasiadas voces proponiendo alguna nueva versión de las viejas ideas, que entre nosotros nunca se alzaron en favor del bien público ni de los intereses populares, sobre la necesidad de “achicar el Estado”, de reducir sus capacidades y de liberar de su presunto yugo las voluntades de los actores sociales más reresistentes a los avances evidentes que estamos protagonizando, parece prudente volver a insistir sobre que sólo de la mano de ese formidable instrumento de la voluntad colectiva (que debe estar democráticamente organizado, conducido y controlado, pero del que no podemos prescindir) podremos continuar pensando en tener un país con cada vez más libertad, más derechos y más futuro.

Autorxs


Eduardo Rinesi:

Rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento.