Trabajo y política social: ¿y si hablamos de la población en edad de trabajar?

Trabajo y política social: ¿y si hablamos de la población en edad de trabajar?

El artículo recorre la relación entre trabajo y políticas sociales en lo vinculado con la población en edad de trabajar (PEET), tanto en lo correspondiente al sistema de seguridad social como al de asistencia al empleo y al desempleo.

| Por Claudia Danani, María Ignacia Costa y Sergio Rottenschweiler |

El tema 

Sea que se hable de la vida personal o de la vida social, trabajo y políticas sociales dan forma a las condiciones de existencia. En efecto, difícilmente las personas consideren que tienen una “buena vida” si no evalúan de ese modo su trabajo (o su situación laboral) y las políticas sociales de las que gozan (o que sufren). Es que ambas son definitorias del bienestar y malestar en las sociedades modernas, y es inevitable considerarlas al juzgar a estas.

Dado que existen distintas aproximaciones, y en aras de explicitar el lenguaje que compartiremos a continuación, explicitamos la nuestra: consideramos “políticas sociales” a todas las intervenciones sociales que moldean las condiciones de vida, con la peculiaridad de que inciden en la distribución secundaria del ingreso. En este modo de abordarlas, las políticas sociales son más que la asistencia (y mucho más que el detestado “asistencialismo”) y que las políticas contra la pobreza, pues conforman un conjunto variado y complejo, en el que se ponen en juego las condiciones “materiales” de vida personales y colectivas y la calidad y deseabilidad de la sociabilidad y de la integración. Tocará a cada generación descifrar y evaluar los contenidos de esa sociabilidad y el perfil de integración vigente, así como proyectar su transformación o conservación. Asumimos que ellos serán portadores de distintas propuestas de sociedad.

Partiendo de esta definición amplia del campo (que por lo tanto incluiría a las políticas de vivienda, salud, educación, etc.), en lo que sigue intentaremos presentar las condiciones actuales de la relación trabajo-políticas sociales en la Argentina. No hace falta recorrer este número de Voces en el Fénix, ni ser especialista en la temática, para saber que transitamos una situación por demás adversa para la mayoría de la población: deterioro de la situación laboral, tanto por pérdida de calidad del empleo como por insuficiencia de ingresos; un sistema de políticas sociales que no sostiene lo suficiente ni alcanza a proteger condiciones incluso mínimas de ciudadanía. Y “finalmente” (¿o en el origen de todo?), se verifica el aumento de la desigualdad social, tanto en términos de acceso al bienestar material como del reconocimiento del derecho colectivo (y por lo tanto, de todas y todos los miembros de la sociedad) de gozar de los beneficios de esa pertenencia. “Soluciones” y recomendaciones varían tanto como (y al compás de) las pretensiones sobre la sociedad en la que pretendemos vivir.

Lo dicho contrasta con el reconocimiento de que aún antes de mediados del siglo XX en la Argentina se había desarrollado un sistema de políticas sociales de aceptable calidad y extensión para la época. Más aún, sobre esa plataforma la irrupción del peronismo agregó una experiencia de bienestar más ampliamente compartido que lo que por la misma época se encontraba en otras naciones, particularmente las latinoamericanas.

¿Qué es lo que pasó desde entonces? ¿Cómo se explica el retroceso? ¿Cuáles son los aspectos más salientes de esa situación, los estructurales o de largo plazo y los más transitorios o coyunturales?

En lo que sigue ensayaremos algunas respuestas y expondremos propuestas, de distinto orden y nivel de generalidad, para pensar vías de reforma del sistema de políticas sociales, en dirección a detener el deterioro, primero, y a mejorar la situación, a continuación, de los sectores que desarrollan su vida en condiciones críticas; y a reducir la desigualdad, en vistas a construir condiciones de integración genuina. Esto compromete a vencer las resistencias a asumir la igualdad como objetivo de las políticas.

Las preguntas, el diagnóstico

Como muchos otros casos en el mundo, entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX, el sistema de políticas sociales argentino cobró forma instalando en el centro de las políticas la figura del trabajador asalariado formal (TAF)1. Institucionalmente ello significó la creación de un sistema de seguridad social (SSS) de carácter contributivo, organizado en distintos componentes según los riesgos cubiertos2, que prestaba servicios y brindaba garantías exclusivamente a lxs trabajadorxs asalariadxs. Y política y culturalmente aquella centralidad fortaleció el reconocimiento de los derechos sociales (del trabajo) como derechos de ciudadanía. Pese a los vaivenes que en el capitalismo sacuden a las economías y los mercados de trabajo, a lo largo de todo el período la tasa de asalarización fue relativamente alta, lo que favoreció (en reciprocidad) una vigorosa actividad gremial. A la vez, ambas circunstancias fueron palancas para niveles salariales razonablemente satisfactorios e interpusieron trabas a las tendencias regionales a la informalidad. Así, el trabajo asalariado proveía los ingresos monetarios para la reproducción de la vida, de la que la política social (aquí identificada globalmente) participaba en condiciones de bienestar y reconocimiento. El sistema fue vehículo y expresión de derechos sociales.

El sector de la asistencia participó solo intermitentemente de ese reconocimiento. Cuando lo hizo –caso emblemático es el de Eva Perón y su fundación–, se trató de momentos de ruptura, de perturbación radical, conmocionantes por el cuestionamiento de los fundamentos de políticas e instituciones. Pero el reconocimiento y el aprecio de la asistencia nunca estuvieron asegurados, porque nunca pudo superar la marca de ser “lo otro del trabajo”, y por lo tanto “lo otro del respeto” que él implicaba. Un legado persistente, como veremos enseguida.

El final del ciclo “ascendente” de los derechos sociales también participa del escenario internacional. Desde los años setenta el neoliberalismo significó una masiva y sistemática ofensiva del capital contra el trabajo a nivel global y un íntegro cambio de paradigma en las políticas sociales, extremo en América latina. El trabajo asalariado dejó de garantizar una vida digna y sobre ese trasfondo se abrió el mundo de planes de todo tipo, que invirtieron el sentido del trabajo (de un derecho, a puro deber y requisito de comportamiento, sin valor para otros). La Argentina recorrió dos momentos: el de la dictadura militar (cuyos crímenes opacan otras consideraciones en el espacio del que disponemos) y el surgido de las urnas. Es con este último que puede hablarse de “hegemonía neoliberal”, pues su redefinición precarizadora del trabajo, restrictiva de la acción estatal, contraria a la igualdad y desentendida de una socialidad de calidad (¿o acaso portadora de una socialidad segmentada y “gentrificada” del espacio social?) encontró tierra fértil. Y echó raíces.

En lo específico, esos principios significaron la desocialización de las instituciones públicas, en virtud de su abandono, de su asistencialización (bajo el principio de que debían destinarse “a quienes las necesitan”) y de una segmentación y diferenciación sin fin en áreas que antes habían materializado los derechos sociales. Digámoslo: ni la sociedad en general ni la dirigencia política, social, sindical, estaban preparadas para deliberar y cuestionar estratégicamente y en el largo plazo los principios de ese “nuevo” orden.

Todo ello confluye en un presente en el que se ven tres movimientos: retroceso del empleo formal, lo que disminuye la cobertura del SSS; acorralamiento del ideario de derechos, antiguo centinela de la calidad y del alcance vertical de las prestaciones, y falta de saberes e innovaciones políticas y de gestión en una línea progresista para una población (la PEET –población en edad de trabajar–) cuya protección por primera vez se presenta masivamente como “problema de las políticas”, pues tradicionalmente se la consideraba “cubierta por los derechos del trabajo”.

A ella dirigimos la atención en el próximo punto.

La población en edad de trabajar: la protección de ayer, la desprotección de hoy

A principios del siglo XXI el neoliberalismo enfrentó en América latina un reto a sus lógicas de intervención y a la orientación impresa a las instituciones económicas y sociales. Fue un movimiento regional bastante amplio, bautizado uniformemente como “giro a la izquierda”, que en la Argentina implicó la sucesión de tres gobiernos (la presidencia de Néstor Kirchner y las dos de Cristina Fernández). Para el campo de la política social, la experiencia representó una confrontación explícita con la “reforma” neoliberal… aunque la desbordó, pues criticó algunos fundamentos de las políticas sociales históricas que caracterizamos más arriba.

El núcleo del proceso fue una muy importante flexibilización de las condiciones de ingreso a la protección del SSS (específicamente, la previsional y de asignaciones familiares), expandiendo las coberturas a niveles no alcanzados previamente. Así se dio respuesta al que se consideraba el principal problema de desprotección recibido de los gobiernos neoliberales: la de niños, niñas y adolescentes (NNyA) y adultos y adultas mayores (AM)3.

En cambio, el desafío de saltear los límites del contributivismo, mantenido sin concesiones en estos dos casos, para la PEET (jóvenes y adultxs) fue más conservadora en términos de política: se ratificó al trabajo como fuente de todo bienestar. En efecto, la propuesta y la política se concentraron en el trabajo, y especialmente en el trabajo asalariado formal, en la convicción de que la reactivación económica lo restituiría al centro de la escena y, con él, también al encadenamiento de recursos institucionales y de bienestar asociados al mundo laboral. La crítica al neoliberalismo fue frontal, y en esa línea la meta de inclusión social fue tematizada en clave de trabajo asalariado formal y protegido y Seguridad Social (contra las claves noventistas de asistencia y trabajo asistencializado). Pero creemos que no llegaron a advertirse los límites de esa concepción, tales que en condiciones de informalidad y subsistencia (y no solo de trabajo en negro), la PEET sigue jugando su vida en el mercado (más aún, directamente en el mercado de bienes y servicios), sin condiciones para resistir cualquier shock de ingresos y de trabajo que se descargue sobre ella (así fue en 2020 y 2021 al declararse la pandemia).

Hasta podría decirse que la fuerza con la que se sostenían los derechos laborales como cuna de los derechos sociales llegó a demorar la incorporación a la propuesta del trabajo asociativo y “sin patrón” con respaldo estatal. De hecho, las paradojas de la disputa político-partidaria, así como la potencia de la movilización social, hicieron que fuera el gobierno de Juntos por el Cambio, durante la presidencia de Mauricio Macri, el que creara el Salario Social Complementario (SSC) y anunciara (aunque sin concretar) la creación de un registro de la Economía Popular. Ello ocurrió no sin debates de ambos lados y con significados abiertos a esa disputa. Actualmente, el SSC fue absorbido por el Programa Potenciar Trabajo (PPT).

Llegado este punto, veamos el Gráfico 1, que aproxima a un orden de magnitud de la desprotección que conlleva el no estar inscripto/a en una relación laboral formal.

Gráfico 1. Población de 18 a 59 años sin aportes a la Seguridad Social (2016-2021)
Fuente: Elaboración propia sobre la base de EPH.

Con datos de la EPH, el gráfico cuadro muestra la proporción de PEET que en el tercer trimestre de 2021 (último disponible) no registraba aportes al SSS: un total de 47%, con importantes diferencias de género (el 56% de las mujeres, cercano al 40% de los varones). Hay cuatro condiciones principales que explican esa falta de cotización: la inactividad (a la que obedece casi el 50% de este universo), el trabajo no registrado (tanto el asalariado –“en negro”– como el cuentapropia) y el desempleo.

En el gráfico también se ve la estabilidad del registro de no-cotización a lo largo de los cinco años (2016-2021), y muestra claramente el salto debido a la declaración de la pandemia de Covid-19 (y al ASPO). Entre puntas no se registran grandes diferencias, pero por el episodio pandémico merece mencionarse que desde el tercer trimestre de 2020, con el primer aflojamiento de las medidas sanitarias, la población de 18 a 59 años sin aportes no ha dejado de disminuir (llegando incluso a valores prepandemia) y que en los últimos dos trimestres la caída ha sido mayor entre las mujeres.

Según nuestra descripción inicial sobre la relación entre estructuras institucionales y condiciones de vida, debe deducirse que de esta situación laboral resulta la desprotección directa de la mitad de la PEET, tanto en el presente como en la edad del retiro. Pero no es así. A continuación repasamos la estructura de beneficios de los componentes básicos del SSS, buscando capturar la situación de la protección de este grupo poblacional, avanzando en un enfoque específico: el de las desigualdades de acceso.

1) Vis a vis el trabajo, se observa un patrón de protección social en el que lxs TAF presentan los mayores niveles de protección (hablamos de TAF típicxs y pueden incluirse ciertos regímenes protegidos, como rurales y trabajadorxs de casas particulares). Los siguen grupos con algún grado de registro (monotributistas y monotributistas sociales). Por la naturaleza de la actividad y superar los umbrales y líneas de “mínimos”, a lxs autónomxs se les aplica la obligación de la protección de la salud y ante el retiro.

2) Lxs trabajadores informales (TI) exhiben los mayores (mejores y peores) extremos del SSS, con el contraste de una protección derivada o independizada (siquiera relativamente) de la inserción laboral formal:

2.1. El más favorable: luego de arañar a inicios del siglo apenas el 60%, desde 2007 la cobertura previsional de AM superó el 80% y desde 2017 ronda el 90% (incluso por encima en algunos tramos)4. La razón del “desacople” es conocida: la ya aludida “Inclusión Previsional” (popularmente llamada “moratoria”), que flexibilizó los requisitos de acreditación de años de servicios y de integración de aportes, y que produjo un real shock de incorporación, con protección inmediata hasta los rangos recién mencionados. Ello cambió radicalmente el panorama de la protección de AM. Denominamos a este instrumento “transferencias como subsidio a las cotizaciones” o “seguro asistido”. Con idéntico propósito, en 2009 se creó un componente no contributivo en el sistema de asignaciones familiares a través de la Asignación Universal por Hijo (AUH), que en diciembre de 2021 alcanzaba a 2.478.127 titulares y a 4.373.733 NNyA, es decir, al 33% del conjunto de NNyA registradxs en ANSES5. Corresponde señalar que en el mismo proceso la situación de protección específicamente femenina experimentó un fortalecimiento idéntico, pues contra tasas de trabajo informal de las mujeres que superan el 50%, la cobertura previsional está por encima, en cambio, del 90 por ciento.

2.2. El más desfavorable: lxs TI también muestran la situación de mayor desprotección, pues solo acceden a los dos beneficios consignados en 2.1. No acceden al sistema de riesgos del trabajo ni al de desempleo (tampoco al de obras sociales, aunque la pretensión universalista del sistema público de salud relativiza la lo que sería la desprotección en este plano, que no desarrollaremos).

3) Enfocando desde los beneficios, está claro que la mayor cobertura se alcanza en los componentes de gestión estatal en los que el Estado o bien crea componentes no contributivos o bien subsidia las cotizaciones (asignaciones familiares y sistema previsional, respectivamente). Sin embargo, ellos proporcionan protección en la niñez y adolescencia y en la adultez mayor, no en la edad de trabajar, siendo lxs TI el grupo en el que la capacidad de protección de la relación política social-trabajo exhibe su mayor insuficiencia.

Siguiendo con los beneficios, a esta altura podemos decir que no es razonable hablar de protección social sin referirse al requerimiento elemental de una economía de mercado: ingresos monetarios suficientes y regulares. Su prestación es la más urgente… también la más controvertida. La urgencia quedó demostrada al iniciarse la pandemia, con la masiva demanda al lanzarse el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) –aun siendo una política transitoria y de bajo monto–. Por entonces, entre abril y octubre de 2020 se abonaron tres cuotas del IFE de 10.000 pesos cada una, que alcanzaron a aproximadamente 8,9 millones de beneficiarixs6. El desembolso total representó, aproximadamente, el 1% del PIB.

Esto se explica precisamente por la expansión del trabajo informal, parte central del deterioro de las condiciones socioeconómicas. Al mismo tiempo, la presencia de “viejos” y nuevos actores sociales por el mejoramiento de esas condiciones y la disputa entre distintos (o definitivamente opuestos) proyectos políticos (véase la alternancia entre gestiones gubernamentales) convirtieron el impulso del trabajo asociativo y sin patrón en una de las principales políticas de sostenimiento del empleo y del ingreso. Y, en el mismo movimiento, también ha sido colocado en el centro de la política asistencial. El PPT, por caso, que en marzo de 2020 contaba con 562.858 titulares, alcanzó a 1.276.705 en diciembre de 2021 (un incremento interanual del 67%).

Dijimos también que la garantía de ingresos es la más controvertida de las protecciones pendientes. Los debates en torno a un Ingreso Ciudadano imaginado a la salida del IFE y para la pospandemia, así como demandas de imprimir una orientación universalista a las políticas de protección, se diluyeron bajo “clásicos” argumentos culturales y moralistas, por un lado, y restricciones presupuestarias, por otro. Con ello, las respuestas a la crisis se reenviaron a la órbita de ese “otro” trabajo (invocado como economía popular, economía social y solidaria, trabajo autogestionado, etc.), ahora revitalizado en el formato del PPT. Sin embargo, lejos de apagarse, el debate se reavivó, tanto por el aumento de la pobreza y el deterioro de los ingresos, como por las sospechas que, herederas de las visiones estigmatizantes sobre la asistencia, acosan a esas formas de trabajo que pretenden presentar alternativas. En ese cruce de fuegos nos toma el cierre de este artículo, cuando se ha anunciado –y ya puesto en marcha– un “refuerzo de ingresos” de 18.000 pesos en dos cuotas (o “IFE 4”) para desocupadxs, trabajadorxs informales, monotributistas sociales y de las categorías A y B de AFIP, así como trabajadoras de casas particulares. A la vez, su solo enunciado advierte sobre la importancia de abrirnos al debate y la discusión sobre el alcance de los beneficios. Asunto de la máxima importancia si de bienestar se trata, aunque no es posible abordarlo aquí.





Notas:

1) El uso explícito y exclusivo del masculino es deliberado.
2) El SSS argentino tiene cinco componentes, y corresponden a riesgos “clásicos” de la seguridad social: asignaciones familiares, desempleo, retiro, riesgos del trabajo y salud.
3) El tema es tratado específicamente en otro artículo.
4) Del 2° al 4° trimestre de 2020 hubo una caída, debida a la disminución de las altas de nuevos beneficios, lo que se explicó por las medidas de DISPO. Las consecuencias se subsanaron con la declaración de ANSES como institución de servicios esenciales.
5) Fuente: Boletín mensual de la Asignación Universal por Hijo para Protección Social, Observatorio de la Seguridad Social, ANSES, dic. 2021.
6) Fuente: Boletín IFE I-2020: Caracterización de la población beneficiaria, ANSES, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Autorxs


Claudia Danani:

Lic. en Trabajo Social y Lic. en Ciencias Políticas. Especialista en Planificación y Gestión de Políticas Sociales. Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Profesora Consulta del Instituto del Conurbano (UNGS) y de la FCS (UBA) e investigadora del Instituto Gino Germani.

María Ignacia Costa:
Lic. en Sociología. Magíster en Políticas Sociales y Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Investigadora Docente Adjunta (área de Política Social, ICO/UNGS). Docente de la Carrera Sociología (UBA).

Sergio Rottenschweiler:
Lic. en Economía y Magíster en Economía (UBA). Doctorando en Economía (UCEMA). Investigador Docente Adjunto (área de Política Social, ICO e ICI, UNGS) y de grado y posgrado de la Facultad de Ciencias Económicas (UBA).