Trabajo decente versus trabajo digno: Acerca de una nueva concepción del trabajo

Trabajo decente versus trabajo digno: Acerca de una nueva concepción del trabajo

Un abordaje a las nociones de trabajo decente y trabajo digno de manera comparada. Las implicancias de ambos conceptos en el marco del capitalismo de inicios del siglo XXI.

| Por Luciana Ghiotto* y Rodrigo F. Pascual** |

Hablar hoy de trabajo, a más de diez años de comenzado el nuevo siglo, no implica necesariamente preguntarnos acerca de su existencia y continuidad. Atrás parecen haber quedado las tesis acerca del fin del trabajo, impulsadas, entre otros, por André Gorz y Jeremy Rifkin. En el nuevo rumbo del debate se habla hoy de cómo debería ser hoy el trabajo. En ese marco, en 1999, y tras una fuerte crisis, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) resurgió de sus cenizas trayendo una nueva noción: el trabajo decente. La labor de la OIT se unificó detrás de cuatro objetivos estratégicos: derechos en el trabajo, empleo, protección social, perseguido todo por medio del diálogo social. Estos cuatro puntos proporcionaron el contenido sustantivo al Programa de Trabajo Decente a partir de 2008. Fue este programa el que reubicó a la OIT nuevamente en el debate internacional de la última década.

Por otra parte, desde otras latitudes pero también en los años noventa del siglo pasado, surgió otra noción de trabajo: el trabajo digno. Impulsado desde algunos movimientos sociales latinoamericanos, este concepto se centra en una comprensión de la actividad laborativa humana como no-mercantil y no-individual, sino basada en el bienestar de la comunidad. La noción de dignidad aparece aquí como disruptiva y anticapitalista. El empleo (igual a salario) no es lo relevante, sino la forma de organización que se da el colectivo, orientada hacia el interés general.

El trabajo decente: ¿qué trabajo?, ¿qué decencia?

En primer lugar, cabe decir que la noción de trabajo decente se presenta como democrática e igualitaria. En el actual marco (globalizado) de no respeto por la legislación laboral y de ampliación de la brecha entre ricos y pobres, el trabajo decente aparece como un concepto que defiende los intereses de los trabajadores. Así explicado, claramente hay que apoyar el Programa sobre Trabajo Decente. Sin embargo, aquí queremos realizar una crítica de su sustento epistemológico y de sus efectos concretos en el accionar político.

En primer lugar, veamos qué entiende la OIT por trabajo. En su Constitución de 1919, la OIT declara que todas las naciones deben adoptar un “régimen de trabajo realmente humano”, ya que su omisión “constituiría un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países”. Entonces, ¿qué entiende la OIT por régimen de trabajo realmente humano? Encontramos aquí dos referencias. Se explica que “el trabajo no debe considerarse como un simple artículo de comercio”, ya que “el trabajo no es una mercancía”. Sin embargo, no puede negarse que el trabajo es algo que se vende y se compra, aunque, en palabras de Rodgers, Lee, Swepston y Van Daele, “los mecanismos del mercado laboral están sujetos a fines más elevados”. Entonces, el trabajo no sería simplemente un artículo de comercio, una mercancía. Pero si no es una mercancía, ¿qué es?

Ajustando un poco más las categorías, para la OIT, “todas las formas de trabajo pueden ser fuentes de bienestar y de integración social si están debidamente reglamentadas y organizadas”. Es decir que si no se puede evitar que el trabajo sea convertido en una mercancía, entonces lo que sí se puede hacer es poner límites a su nivel de mercantilización. El objetivo de la regulación es “impedir la explotación”, concretamente “limitando las horas de trabajo y tomando medidas para proteger a quienes podrían resultar más vulnerables”. La explotación es entendida como el trabajo en condiciones forzosas: se trata de un trabajo no-asalariado (o sub-asalariado), trabajo en condiciones similares a la esclavitud. ¿Cuál es la solución propuesta por la OIT? La conversión de este trabajo forzoso en trabajo decente, y que el trabajador tenga un mínimo poder económico, para dejar de estar dentro del área de los “más explotados”. De este modo, la solución es la inclusión de estos trabajadores en una economía monetaria, en la relación salarial.

Debido a su principio de universalidad, la OIT parte de la noción de que todos los que trabajan tienen derechos. El trabajador aparece como portador de derechos, aclarando que no importa su condición contractual, es decir, qué tipo de trabajo desarrolla, sea formal o informal. El objetivo es entonces la reglamentación del mundo del trabajo, para poder, a partir de allí, ampliarlo. Se propone acabar con el subempleo y el desempleo, además de la consecución de los derechos en el trabajo. En definitiva, la OIT defiende un modelo en el cual los empleados son tratados “decentemente” a cambio de que acepten el derecho de manejo y de ganancia de los empresarios, constituyendo así un ideal de “capitalismo nacional bienestarista”. Aquí el trabajador entonces es presentado sólo como un “sujeto de derechos”, es decir, como un ciudadano.

Recapitulando, vemos que para la OIT el trabajo no sería una mercancía, pero sólo en el plano de los principios, porque debe aceptar que de hecho este se compra y se vende en el mercado laboral, pues es un sujeto y objeto de derecho como cualquier mercancía y por tanto es regulado como tal. En ese sentido, y ya que el trabajo es de hecho una mercancía, lo importante pasa a ser su reglamentación. De aquí se desprende que la OIT parte de la comprensión del trabajo como empleo, es decir, parte de entender al trabajo del modo en que este existe en el capitalismo.

Es así que el trabajo decente condensa los objetivos históricos de la OIT: empleo y regulación del trabajo. Como explica Ghai (2005), el trabajo decente debe cumplir con las siguientes características: 1) que pueda ser libremente escogido y que no haya discriminación en la selección (sea por sexo, nacionalidad o raza); 2) que existan medidas de protección para la salud de los trabajadores; 3) que haya libertad de asociación y sindicalización así como libre acceso a la negociación colectiva; 4) que exista un mínimo de seguridad social; 5) que se garanticen el tripartismo y el diálogo social.

¿Qué implica que el trabajo con tales características sea una fuente de dignidad?; ¿qué es lo decente en el capitalismo? Para pensar esto, tenemos que ver cómo se constituyó la ética en el capitalismo y cuál es la concepción de decencia que subyace a esta definición. Según Weber, la ética capitalista designa “aquella mentalidad que aspira a obtener un lucro ejerciendo sistemáticamente una profesión, una ganancia racionalmente legítima”. La “actitud ética” en el capitalismo consiste en comprender el movimiento de la sociedad del capital: la búsqueda de la ganancia. Esta se basa a su vez en una moral que sea la de una personalidad empresaria intachable: el pago a tiempo de las deudas, aprovechamiento al máximo del tiempo reloj, ser honrado y no holgazanear, entre otras cosas. El deber profesional (la ganancia) se pone como el “deber ser” de la ética social del capitalismo; quien se aparta de este mandato ético es arrojado fuera de las filas del mercado (sea un capitalista o un trabajador).

En ese sentido, la categoría de trabajo decente es no-verdad. Pero asimismo, esta posee un núcleo de verdad: parte de la existencia de la relación salarial como modo de vida en el capitalismo. El dinero sigue siendo la verdad del mercado, expresada aún en la relación salarial. Sin dinero, no vivimos. En esta particular forma social, la reproducción de la vida cotidiana se genera a través del dinero, que hoy sigue obteniéndose mayoritariamente a partir de un empleo y de un salario. En otras palabras, la noción de decencia se desprende de la reproducción del capital. El único modo de vida socialmente aceptado es a partir de la venta de mi mercancía (sea producto o fuerza de trabajo). Entonces, la decencia es igual a empleo, que a su vez es igual a salario.

Finalmente, el trabajo decente tiene como fin la incorporación de las masas de trabajadores precarios dentro del circuito del salario. Esto implica reimponer la monetización en las relaciones sociales, vía salario. Se trata del impulso por construir una nueva forma de integración del trabajo al capital. Lleva en sí mismo un nuevo modo de imposición del trabajo, un intento por reimpulsar la centralidad de la relación salarial en el marco del comando del capital-dinero. En definitiva, el trabajo decente está expresando un intento de integración de las formas de insubordinación del trabajo al capital bajo el aspecto de la reconciliación moral del mundo.

El trabajo digno como expresión de la humanidad

Para iniciar, cabe aclarar que no existe un consenso en el uso de la noción de “trabajo digno”. La dignidad aparece con fuerza en la lucha zapatista en México, pero en otros casos se habla de “trabajo auténtico”, “trabajo autónomo”, “trabajo autogestionado”, o “trabajo genuino”. Esto muestra de alguna manera que estos conceptos surgen “desde abajo”, desde las luchas particulares, de la propia necesidad de los sujetos en lucha, y no es un concepto propuesto “desde arriba”, como sería el de trabajo decente de la OIT.

En los debates de los movimientos sociales no aparece la noción de decencia sino la de dignidad. La dignidad es entendida como rebeldía, como negación. Es la negación de la negación, la revuelta contra el desgarramiento de nuestra humanidad. La dignidad implica la transformación de las personas (sujetos jurídicos) en sujetos (creadores), no como meros portadoras de mercancías. Sujeto aquí no es lo mismo que trabajador. Al entendernos como sujetos, se puede concebir el desborde de las formas (auto)impuestas por el capital. La dignidad es vista como recuperación de la humanidad. Es así que varios grupos piqueteros decían “nosotros no queremos inclusión. Por lo menos yo no quiero ser explotado (…) no peleo para que me vuelvan a explotar (…) no estamos para ser incluidos, esto es otra cosa”.

Como decíamos, el sujeto es diferente de la clase obrera porque la figura del trabajador implica la separación de lo económico y lo político. Marca la existencia de una obligación para que vendamos nuestra fuerza de trabajo, generando una sociedad de clases, mientras que somos abstractamente libres e iguales en el plano de los derechos liberales. La noción de dignidad implica la reconciliación de las esferas política y económica. Esto significa la generación de una subjetividad integrada, contrapuesta a la fragmentación capitalista. La recuperación de la totalidad de las relaciones sociales es central en esta noción. Entonces, mientras que el trabajo decente afirma la identidad de clase (trabajadora) en tanto la puesta en el centro de la relación salarial, el trabajo digno niega esa misma identidad, en tanto que va más allá del salario. No obstante, el sujeto digno nace de la misma realidad que el obrero sindicalizado, es decir, de la misma sociedad capitalista, productora de valor. El sujeto digno surge en-contra-y-más allá de la clase obrera.

El trabajo digno no puede concebirse como una actividad individual, sino que parte del colectivo. Aquí es central la autogestión colectiva. Y el trabajador es trabajador en tanto que “está aportando al colectivo, a la comunidad, y no porque genera rentabilidad”. Es interesante ver que lo mismo si el objetivo del trabajo no es la obtención de un beneficio monetario individual, la ley del valor continúa imponiéndose sobre el colectivo. Esto sucede en la Argentina con las fábricas recuperadas, y sucede con todas las cooperativas que surgieron a partir de los emprendimientos productivos de los movimientos sociales (zapatistas, pueblos originarios bolivianos, sin tierra brasileños, etc.). Es decir que la productividad del trabajo se impone, por lo cual estos procesos deben ser vistos en todas sus contradicciones. Del mismo modo, el objeto en este caso no es la rentabilidad, sino el colectivo; el fin es distinto, por lo cual se constituyen subjetividades distintas.

Luchar por el trabajo digno no implica dejar de lado las reivindicaciones salariales o dejar de pelear por mejores condiciones laborales, sino que ese ya no es el objetivo buscado. Hay claridad acerca de un hecho: “Lo que es indigno es la explotación”. Entonces, el problema es la venta de la fuerza de trabajo, la propia economía de mercado. A diferencia de lo que vimos con la OIT, donde mediante la regulación del trabajo se intenta lograr “menos explotación”, en estas organizaciones el horizonte es generar otras relaciones sociales que no sean de explotación. Claro que no se trata de una cuestión fácil, ni se logra acabar con la explotación en poco tiempo, sino que se entiende como un proceso que es parte del debate y de la práctica cotidiana del hacer colectivo.

El proceso consiste principalmente en la generación de nuevos lazos de solidaridad, que son negados y redimensionados cotidianamente por las relaciones sociales capitalistas. Esto implica crear una nueva subjetividad integrada que trascienda la subjetividad del salario. Significa a su vez romper con el imaginario de la “necesidad” de un patrón (en la fábrica) o un líder (en el movimiento) que diga lo que hay que hacer. En su lugar, se discute la idea de que la producción no es algo que se agota en la remuneración, sino que trasciende el momento económico individual para convertirse en una cuestión del colectivo entero. Se trata entonces de “una nueva concepción del trabajo”, que es parte de un proceso subjetivo lento y difícil.

Decencia versus dignidad: acerca de un trabajo emancipado

La diferencia entre trabajo decente y trabajo digno es un problema eminentemente político, pero político entendido dialécticamente. Es decir que no es una cuestión económica, del mercado laboral, sino que involucra la totalidad de las relaciones sociales. Como vimos, ambas nociones surgen de una misma sociedad, la sociedad que produce valor, pero mientras el trabajo decente implica la identidad, la universalidad abstracta, el cierre, el trabajo digno plantea la esperanza, la apertura, la utopía.

En definitiva, la concepción aquí presentada es que mediante la noción de trabajo decente la OIT expresa la búsqueda del capital de un nuevo modo de imponer un comando sobre el trabajo que genere estabilidad para un nuevo proceso de acumulación a largo plazo. Este estaría basado en la centralidad (nuevamente) del pleno empleo y de la relación salarial. Tal como en sus orígenes de la primera posguerra, la OIT simboliza otra vez el “acuerdo de paz para las clases”. Cristaliza, a partir de su vocación de universalidad, la necesidad de generar un piso de normalidad para el desarrollo de las relaciones laborales con el fin de permitir la acumulación del capital a escala global.

En ese sentido, el trabajo digno hace estallar la búsqueda por imponer el comando sobre la insubordinación. En el trabajo digno no hay una vocación abstracta de universalidad y atemporalidad, es decir, de aplicación universal en cualquier sociedad, como sí aparece en el trabajo decente. La noción de dignidad (y de trabajo digno), por el contrario, surge desde la particularidad. Está mostrando el desborde constante de las formas del capital. Mientras que la idea de decencia se mantiene dentro de la forma-valor, la dignidad expresa la rebeldía, la humanidad. Como vimos, la idea de decencia se mueve en torno a la utopía de lograr una reconciliación social. De allí se desprende que el trabajo decente sea expresado por sus voceros a través de nociones como “justicia social”, “equidad”, “iguales oportunidades”. Es por ello que el Programa de Trabajo Decente es ampliamente apoyado por el movimiento sindical internacional. Pero aquí sostenemos que se trata de una falsa utopía, porque la reconciliación es imposible al interior de una sociedad fragmentada por la producción de valor. Es por ello que el trabajo decente es no-verdad. Por otra parte, la noción de dignidad expresa la dimensión dialógica de las relaciones sociales, es decir, la acción de ponerse como un particular, de decir “aquí estamos”, no de modo identitario y sintético, ya que esa es la forma del capital, sino de una particularidad que exprese el sujeto revolucionario como constelación de multiplicidad de voces.

La política de la dignidad, al decir de John Holloway, es mucho más que la felicidad como logro del placer material. Parafraseando a Max Horkheimer, sólo una psicología ingenua y economicista podría entender la aspiración de felicidad como la mera satisfacción de las necesidades materiales. Los ideales de la historia (y del presente) no son independientes de los hombres y de sus realidades. Por ello, la noción de trabajo digno se basa en una ética del colectivo social, es la moral del grupo. Una sociedad que lograra la reconciliación sujeto-objeto no necesitaría contar con el estudio separado de la ética, porque allí la moral estaría inmersa en las propias relaciones sociales (de producción), es decir, emanaría de esas relaciones. Sería la reconciliación de interés y deber. En definitiva, en una sociedad reconciliada no se habla de trabajo decente, sino de un hacer social libre; no se reivindica un “bajo nivel de explotación”, sino un hacer apropiado para la autodeterminación colectiva.





* Licenciada en Ciencia Política (UBA). Magister en Investigación en Ciencias Sociales (UBA). Becaria doctoral de Conicet. Docente universitaria (UBA y USAL).
** Licenciado en Ciencia Política (UBA). Becario doctoral de CONICET. Docente universitario (UBA y USAL).