Sobre la crueldad y sus modos de persistencia en nuestro presente
Las condiciones materiales en las que sucede la vida en las cárceles es la del abandono absoluto. No se trata de un descuido azaroso o de la ausencia del Estado, sino más bien de la producción de condiciones de desamparo que habilitan la conformación del dispositivo de la crueldad. Los resabios del genocidio en una sociedad posgenocida.
“¿Qué clase de mundo es este donde los objetos tienen
más esperanza que cada uno de nosotros?”
Wajdi Mouawad, Incendios
Me proponía hablar aquí de los perpetradores de un genocidio. O mejor, de la construcción social de los perpetradores de un genocidio. Es decir, de las condiciones de posibilidad para que una de las aristas necesarias de una determinada tecnología de poder se pusiera en funcionamiento. En términos lógicos, podríamos decir que me proponía hablar de un momento anterior a la realización de un genocidio. Sin embargo, al comenzar ese rastreo, el análisis viró hacia las persistencias de algunos de los elementos que, en sus formas paradigmáticas y paroxísticas se encarnan en la figura del perpetrador, pero perviven aun hasta el presente. Este desplazamiento en la mirada es posible si comprendemos que un genocidio es un conjunto de prácticas sociales y no el efecto de la acción de ningún demonio, ni dos ni uno.
En este sentido, si mencionaba un momento previo es porque el acontecimiento genocidio ya sucedió o, al menos desde la periodización propuesta por Daniel Feierstein, podemos decir que ya atravesó todos los momentos que lo constituyen (construcción de una otredad negativa, hostigamiento, aislamiento, debilitamiento sistemático, aniquilamiento material, realización simbólica). Suele hablarse también de sociedades posgenocidas, es decir, aquel conjunto social que sobreviene al proceso genocida y que, en el caso del genocidio reorganizador –que será el tipo de genocidio del que nos ocuparemos aquí–, deviene en un nuevo conjunto social que resulta luego de la transformación de las relaciones sociales, por haber atravesado el aniquilamiento de una fracción relevante (sea por su número o sea por los efectos de sus prácticas) de esa sociedad y por el uso del terror para conseguirlo. Podemos decir entonces que es la sociedad en su conjunto la que se ve afectada por el genocidio reorganizador.
Sin embargo, esto no significa que todos son afectados de la misma manera. Pensar el genocidio desde una perspectiva de las prácticas sociales que lo constituyen nos permite distanciarnos de las miradas que definen a los perpetradores como monstruos o inhumanos; miradas que, al tiempo que obturan la comprensión del fenómeno, eluden problematizar la propia sociedad de la cual emergen estos sujetos.
La Argentina atravesó un proceso genocida desde 1974, que se institucionalizó el 24 de marzo de 1976 con el golpe de Estado. Si el genocidio tiene como efecto la reestructuración de un tipo de relación social luego de quebrar los lazos solidarios existentes, es necesario pensar hasta qué punto una sociedad posgenocida como la nuestra pudo revertir ese efecto. Desde la perspectiva que venimos trabajando, pensar el proceso genocida como una tecnología de poder nos lleva a tener en cuenta no sólo la dimensión represiva, sino también aquella del orden de la productividad del poder. Esto es, de qué modo se reorganizan las relaciones sociales, qué condiciones sociales resultan para la reproducción social y en este último sentido, hasta qué punto el resultado de un genocidio no deja sembradas las bases para su repetición.
En la Argentina, la dictadura de 1976 no fue la primera dictadura y el genocidio no fue el primer genocidio en nuestra historia –aunque vale señalar que aquel que tuvo lugar hacia finales del siglo XIX se trató de un genocidio de tipo constituyente durante la conformación del Estado Nación, en el cual se buscaba aniquilar las fracciones excluidas del pacto estatal–. Con esto no queremos decir que la vida es aquello que sucede entre genocidios o dictaduras, sino más bien lo contrario. Se trata de poder reflexionar y rastrear los elementos que durante estos períodos se ven exacerbados pero que se conforman cuando la guerra está en la filigrana de la paz.
En los estudios sobre el genocidio en nuestro país se ha señalado e insistido en el carácter institucional respecto de la tecnología de poder desaparecedora, es decir, el circuito burocratizado que se ponía en marcha para desplegar las distintas tareas que en conjunto ponían en funcionamiento una lógica concentracionaria, organizada en circuitos represivos con centros clandestinos de detención, por medio de la cual se consolidaba el terror. Esto ha permitido poner luz sobre la sistematicidad de las prácticas y sobre los mecanismos de desresponsabilización y deshumanización que habilitaba la burocratización extrema. Pero otra cara de la lógica concentracionaria y su nudo aterrorizador también se arraiga en prácticas de extrema crueldad. Pilar Calveiro se ha referido a esta articulación como una “mediocridad cruel”. Y si bien en el catálogo de rasgos que se combinan en los diversos perpetradores aparecen desde tontos y torpes, hasta especuladores e inescrupulosos, pasando por el sadismo psicópata, nos interesa aquí centrarnos en esa combinatoria específica de la mediocridad cruel.
Esta mediocridad de la que hablamos no refiere a estupidez ni a normalidad. En todo caso, nos referimos a la condición de irreflexión que en términos de Hannah Arendt podemos llamar “ausencia de pensamiento”, siendo este último la disposición a entablar un diálogo silencioso consigo mismo. La autora habla de “banalidad del mal” para caracterizar las prácticas llevadas adelante por Adolf Eichmann durante el genocidio nazi, y en este sentido, remite a la superficialidad que conlleva la ausencia de pensamiento; superficialidad que le permite expandirse con rapidez.
Por su parte, lo cruel precisa condiciones concretas para su aparición y despliegue. La indefensión en la que somos arrojados al mundo requiere que ese primer momento del individuo sea sobrellevado a partir de la ternura que provee cuidados en relación al abrigo, la alimentación y la transmisión simbólica. Según Fernando Ulloa, cuando el contexto socio cultural permite la deficiencia de esos cuidados, habilita también las condiciones para que aumente la disposición agresiva instintiva frente a la contrapartida de la formación de lazos tiernos. Ante la ausencia externa de la ayuda necesaria para desarrollarse, la sobrevivencia resultará al costo de fortalecer lo instintivo. Si la trasmisión simbólica es fallida, el sujeto que de allí resulte organizará su subjetividad en base a un saber fetichista, externo y que se le presentará como sagrado, que expulsa, odia y elimina todo lo distinto. Lo cruel deviene de la intemperie del anidamiento pero requiere de dispositivos socioculturales posteriores que o bien no reparen o bien acrecienten ese origen para habilitar el pasaje a la crueldad. Entonces, la crueldad como implementación de la condición agresiva del hombre es un hecho cultural y requiere una política que la ambiente. Cómo se produce esa construcción social de dispositivos culturales de crueldad a lo largo de nuestra historia es una pregunta que debemos sostener si queremos comprender sus persistencias.
La convivencia entre métodos legales e ilegales que se llevó adelante durante la dictadura en nuestro país también se puede rastrear durante períodos no dictatoriales. Nunca está de más detenerse a aclarar que no estamos proponiendo una igualación entre ambos regímenes, sino poder interrogarnos sobre la tolerancia o naturalización hacia ciertos hechos que contienen en sí el germen de los crímenes que, quizá por estar bien delimitados y nombrados (sea como genocidio, como terrorismo de Estado o como dictadura cívico-militar), miramos con repudio (luego de un tenaz trabajo militante). Ahora bien, ¿hace falta que la tortura esté enmarcada en una lógica concentracionaria y de exterminio para que nos horroricemos ante ella? ¿Cuánto del límite intentado por el “Nunca Más” posdictatorial ha podido realmente contener la violencia del otro lado de la democracia? Antes del despliegue represivo de la última dictadura, la tortura de los presos comunes primero, y los presos políticos después, ya se había normalizado. También había sido normalizada la alternancia entre democracia y dictadura. Si esta última construcción de sentido pudo ser quebrada con el correr del tiempo, que ya ha alcanzado la mayor cantidad de años consecutivos de democracia ininterrumpida, ¿por qué es que la normalización de la tortura, o al menos el silencio mayoritario al respecto, no ha podido ser roto?
La tortura en cárceles de nuestro país es un fenómeno actual y documentado, que se lleva adelante con un repertorio de métodos que no son ajenos a los practicados en los centros clandestinos de detención: submarino seco o húmedo, picana eléctrica, palazos con bastones de madera o goma maciza, golpizas reiteradas, duchas o manguerazos de agua helada. Esta es una práctica sistemática habilitada por toda la institución penal con distintos grados de incumbencia. El sistema penal es una institución legal y constituyente del régimen democrático con una función compleja en el orden social, en tanto este es el resultado de un determinado estado de las relaciones de fuerza que distribuyen las desigualdades. En este sentido, en la actualidad y al menos desde mediados de la década de 1990, la construcción de un discurso hegemónico de la (in)seguridad produce las condiciones de posibilidad para –en el “mejor” de los casos– la naturalización e invisibilización de la tortura en cárceles, cuando no se justifica explícitamente a través de reclamos tales como “importan más los derechos humanos de los delincuentes que los nuestros”, definiendo en el mismo acto un “nosotros” que parece competir por una categoría ciudadana con una especie inferior que –desde esa perspectiva– no merecería ser sujeto de derechos. El discurso hegemónico de la (in)seguridad define de modo necesariamente vago este problema, al cual construye en una asociación directa entre delito callejero y pobreza, donde el sector más desposeído es erigido como la amenaza más peligrosa a perseguir, y por lo tanto, se consolida como el sector capturado privilegiadamente por el sistema penal en su gestión diferencial de los ilegalismos. Entonces, tenemos una serie de prácticas sociales discursivas y extradiscursivas que producen la delimitación de una otredad negativa, y la necesaria conformación del consenso social para que se pongan en marcha los mecanismos legales e ilegales que alejen a estos “indeseables” del conjunto social para –como titularía uno de sus cursos más importantes Michel Foucault– “defender la sociedad”. Como vemos, esta construcción de un otro negativizado como enemigo interno no es original ni exclusivo de las prácticas genocidas, más bien es una de las características constitutivas –al menos y para demarcar en algún punto– de todos los Estados modernos, también lo es el aislamiento. El pasaje de la demarcación simbólica a la acción material que significa el hostigamiento nos enfrenta con la pregunta sobre quiénes son aquellos que lo ponen en acto.
Karina Mouzo ha investigado en su tesis doctoral sobre los modos de objetivación y subjetivación de los penitenciarios. Allí se muestra, entre muchas otras cosas, de qué modo la formación y el entrenamiento de los penitenciarios están marcados por un disciplinamiento total dentro del cual la obediencia a las órdenes impartidas por los superiores (sean legales o no, arbitrarias o justificadas) debe cumplirse si se quiere ser parte del servicio ya que, como se señala entre los funcionarios, “no cualquiera se hace penitenciario”, es decir, no cualquiera tolera el proceso por el que deben pasar y que, a la vez que los construye, demarca los modos de conducirse y actuar sobre el resto. Uno de los efectos que produce la obediencia a las órdenes es la necesidad de transferir otra orden. Elías Canetti describe la dinámica de una orden ejecutada como un impulso que provoca una acción y un aguijón que queda clavado en quien la cumplió, y del cual sólo se puede liberar impartiendo otra orden, es decir, descargando el aguijón sobre otros.
Esta caracterización no se remite únicamente al sistema penitenciario, sin embargo, el sistema penal en la actualidad tiene como pena privilegiada el encarcelamiento. La cárcel, aun en el solapamiento de discursos que la definen en función del ideal resocializador y aquellos que lo hacen por su necesidad de defensa social, no cesa de ser castigo, y el castigo es reparto de dolor.
La descarga ilustrada por la metáfora del aguijón remite a un cierto automatismo que parece activarse como un instinto. Esa correa de transmisión, que es la obediencia a la autoridad, se caracteriza por colocar fuera de sí la responsabilidad de las acciones. La ajenización de la propia implicancia se sostiene, por un lado, en la legitimidad que se construye de la autoridad con un respeto unilateral hacia quien se presenta como el que dicta las reglas, y por otro, en la actitud que podríamos identificar con un saber fetichista en el cual se atribuyen cualidades impersonales a fuerzas que son humanas. La regla externa es explicada así por simple remisión a la autoridad, lo cual contribuye a conformar un estado de heteronomía que facilita la desresponsabilización.
A través de sus estudios sobre el juicio moral en el niño, Piaget ha mostrado cómo a este tipo de comprensión de las reglas se corresponde un sentido de la justicia que privilegia la sanción expiatoria, es decir, el tipo de justicia retributiva alejado de los criterios de igualdad o reciprocidad. Estas sanciones son consideradas más justas cuanto más severas y pueden ser arbitrarias dado que su función es infligir una forma de dolor al culpable.
Las condiciones materiales en las que sucede la vida en las cárceles son la del abandono absoluto. Sin quitar nunca la abismal diferencia entre penitenciario y presidiario, las condiciones en las que ambos transcurren sus jornadas son de un desamparo sistemático: falta de comida, electricidad y abrigo son sólo algunas de las características. No se trata de un descuido azaroso o de la ausencia del Estado como suele presentarse, sino más bien de la producción de condiciones de desamparo que habilitan la conformación del dispositivo de la crueldad. Esto es el reaseguro de que existan las condiciones necesarias para reproducir la crueldad. Por un lado, los penitenciarios perpetúan sus prácticas de malos tratos y tortura, y por el otro, quienes las reciben probablemente reproduzcan prácticas violentas en el medio social externo. En este caso es en el marco del aislamiento, retroalimentando un foco de relaciones y prácticas crueles.
Cuando la posibilidad de que seres humanos encarnen esas prácticas de crueldad sale a la vista a través de eventos como las golpizas y linchamientos, el escándalo lo produce más la visibilidad que el acto. Nadie quiere ver que eso puede suceder. Cuando esas mismas formas de castigo se dan en otros sectores demarcados e invisibilizados como las villas, nadie las ve, nadie se escandaliza, podríamos arriesgar que hasta las festejarían deslizando alguna acotación del estilo “que se maten entre ellos”.
Los linchamientos que se sucedieron durante la primera parte del mes de abril en algunos centros urbanos de nuestro país volvieron visible una práctica hasta ahora reservada a los confines de los espacios de aislamiento reservados para esos actos. El pasaje que se produce en los linchamientos es que quienes ocupaban hasta aquí un rol productor y reproductor de la otredad negativa se vuelven protagonistas del hostigamiento. ¿Qué hace que esto sea así? ¿Qué tipo de lazos sociales, qué contexto socioeconómico y cultural produce estas subjetividades capaces de precipitarse masivamente a los golpes ante otro ser humano? Parte del proceso de construir una otredad negativa es despojarlo de las características que lo convierten en un semejante y es condición necesaria para poder degradarlo materialmente.
Desde la última dictadura hasta aquí –atravesando asimismo la reconstrucción democrática– el sistema capitalista, antagonizado por las relaciones sociales que encarnaban quienes fueron aniquilados por el genocidio, no ha cesado de contar con la legitimidad para organizar el orden social. La propiedad privada y el consumo han configurado los lazos sociales que estructuran el tejido social. Modulaciones diferentes, algunas más centradas en el individualismo a ultranza, algunas haciendo énfasis en la democratización del consumo, sostienen la dominancia de la propiedad privada y la explotación como supuesto general para las relaciones sociales, lo cual redunda en la primacía de los bienes materiales sobre la vida humana.
Si volvemos a asociar mediocridad –en los términos que la hemos definido– y crueldad, es preciso retener aquellas condiciones que identificamos como necesarias para su emergencia: será en contextos en los que los cuidados más primarios hayan sido descuidados, junto con las sociedades que inciten vínculos más superficiales e individualistas donde la mediocridad cruel tiene más posibilidades de expandirse. Nos preguntamos aquí de qué modo se produjeron subjetividades crueles que llevaron adelante un genocidio y qué eslabones continuaron su encadenamiento para seguir la producción de esa crueldad al servicio del capitalismo. Quizá sea justamente en esa idea de “al servicio de”, donde hallemos la clave de esos comportamientos. Entre la heteronomía que construye un sistema individualista y los despojos más abyectos del ser humano, se cuaja el instrumento de dominación más último y material del sistema.
Autorxs
Bárbara I. Ohanian:
Licenciada en Sociología. Becaria doctoral de CONICET en el Instituto de Investigaciones Gino Germani.