Ritos y mitos sobre la iniciación sexual de los varones

Ritos y mitos sobre la iniciación sexual de los varones

A lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, el debut sexual de los varones jóvenes fue sufriendo importantes cambios; pero en todas las épocas existieron los tímidos. A continuación, un recorrido por esta historia y por los cambios actuales que debemos aprovechar para terminar con la normativa patriarcal que establece que el cuerpo de los varones es el lugar donde se construye la masculinidad.

| Por Juan Carlos Volnovich |

Con cierto pudor, aun corriendo el riesgo de transitar por caminos trillados… voy a referirme a la iniciación de los varones heterosexuales. Y decidí hacerlo por dos razones:

• En los últimos tiempos el apogeo de los estudios queer; el júbilo del movimiento LGTTBI; el protagonismo que están tomando las homoparentalidades; el escándalo de la pospornografía… se han confabulado para desplazar a lo heterosexual volviéndolo a colocar en el lugar de la norma, de lo normal, sobre lo que –parecería– ya no hay nada más que decir. El inevitable e ineludible desplazamiento del interés académico y político a los gays, a las lesbianas, a lo trans, ha venido reclamando la atención y exigiendo explicaciones y teorías que le son ajenas a la heterosexualidad. La heterosexualidad ha quedado así tan soldada al sistema patriarcal, tan denunciada como refuerzo del dominio y el poder masculino, que solo aparece como objeto del repudio feminista.

• La segunda razón se basa en lo siguiente: sospecho que la heterosexualidad de nuestros días está sufriendo una serie de mutaciones, está cambiando bajo el impacto de la ampliación del espectro y, sobre todo, como efecto de la aparente disolución de las prohibiciones.

De modo tal, que tomando lo anterior más como justificación que como argumento, voy a dedicarme a los tímidos.

Los tímidos

Porque en estos tiempos de celular en mano… aún circulan por ahí algunos tímidos.

En estos tiempos, cuando la ciencia y la técnica se han ocupado de acortar las distancias entre los cuerpos, cuando la velocidad anula los espacios y la expansión se nos hace infinita; en estos tiempos, cuando WhatsApp, Facebook, Twitter, Tumblr, Instagram, Tinder y Taringa se han tomado el trabajo de abolir los obstáculos que se oponían al encuentro franco, al intercambio sin vueltas, la timidez irrumpe para interrumpir el flujo, para demorar el contacto, para hacerle lugar al anhelo. La timidez canta presente y como contratiempo viene a perturbar la atracción inmediata y la seducción recíproca al instante hasta hacerla coincidir con el titubeo, la postergación, la lentitud extrema del tacto y del contacto.

En estos tiempos, cuando ya no hay límites para traspasar; cuando si no todo, casi todo lo que estaba prohibido pasó a estar permitido y frecuentemente vuelto como obligación; cuando el himen inmaculado de las pibas que alguna vez fue tesoro a conservar se ha convertido en pesada carga, en residuo bochornoso a disimular… en estos tiempos, aun perduran los pibes tímidos.

Sí. Aún quedan pibes tímidos; aún persiste un universo de púberes, adolescentes (varones, me refiero) a quienes les cuesta acercarse a una “minita”, levantársela y “ponerla”. Pibes fóbicos, diríamos, enfrentados temerosamente, ambivalentemente enfrentados a ese rito de iniciación que es el debut, que es “la primera vez”: ese “acto” que dirime un antes y un después; ese “acto” que dirime un antes-virgen… un después-varón con todas las letras.

Sí. Aún quedan pibes tímidos, pero los tímidos de ahora poco tienen que ver con los tímidos de entonces. Comparten, tal vez, un mismo temor –el temor a su propio deseo y el temor al deseo de ellas; el temor a la exclusión del mundo de los normales (si por normales se entiende portar las credenciales de la virilidad tradicional)–, pero aun así, el temor de los tímidos de ahora no es el mismo temor de los tímidos de entonces.

La timidez, la vergüenza de los pibes de antaño (aludo a las décadas previas a los ’60) se hacía presente en las erecciones inoportunas, se les notaba en la cara cuando se sonrojaban descubiertos con sus “malos pensamientos”. No obstante, ese temor, esa timidez desaparecía en el zaguán porque allí el rechazo estaba asegurado. Los reparos, la reticencia, las negativas de las chicas decentes –de sus futuras novias, las que se hacían desear– permitían, exigían el despliegue de una iniciativa, el ejercicio de una audacia que no podía ser otra cosa que testimonio de una virilidad sin tacha y sin mancha (como no sea la de una polución en el calzoncillo). Allí, en el zaguán, las hormonas y el coraje se potenciaban. En el zaguán la timidez desaparecía para reaparecer en el burdel frente al cuerpo de la puta porque en esas ocasiones lo que estaba en juego era nada más y nada menos que la autenticidad de la masculinidad. Y esa condición quedaba supeditada pura y exclusivamente a la turgencia del pene; dependía de ese caprichoso amo despótico. Entonces, era la puta quien evaluaba y comparaba; era la puta quien tenía en sus labios la respuesta a ese interrogante definitivo y fundante de “¿Cómo la tengo?”.

La iniciación sexual de aquellos pibes transitaba por burdeles, puteríos baratos… llegaban allí conducidos por los padres o por algún tío canchero encomendado para esa función; adultos que funcionaban como iniciadores. Para la clase media porteña tuvo nombre propio: se llamaba Naná. Naná regenteaba el prostíbulo más popular de Maldonado. En su puerta se agolpaban los “clientes” que viajaban a Punta del Este solo como pretexto para concurrir a una cita con la sacerdotisa máxima; para que los “chicos” debuten.

¿Todos los pibes de entonces se iniciaban con putas? No, no todos. También estaban las “sirvientitas” de la casa que daban una buena mano, ponían de su parte (y sus “partes”) a la hora de cambiar de estatus.

La timidez de entonces, hecha a pura represión, producción residual de la moral victoriana, había llegado a su máximo nivel, además, gracias a la generosa contribución de la Iglesia. Porque para la Iglesia, ya se sabe, sexo y procreación están indefectiblemente soldados y eso supone el pecado para las mujeres que se entregan antes del matrimonio y –dicho sea de paso– el pecado mortal de la masturbación. De modo tal que los tormentos del infierno como promesa, pero también el riesgo de un embarazo, la sífilis y la gonorrea confluían para amedrentar a los tímidos.

La timidez de entonces, hecha a pura represión, cobró sus víctimas: Borges fue una de ellas. Según Rodríguez Monegal, una traumática iniciación sexual promovida por su padre con una prostituta en Ginebra (seguramente compartida con él) no fue ajena a la evitación de la sexualidad que se hizo evidente en su vida y en su obra.

Y esto fue así hasta finales de los ’60. Las pastillas anticonceptivas y la liberación sexual de los ’60 y los ’70 llegaron como cálida brisa de primavera. Sexo por placer y no solo para procrear. Bajo la consigna de “a coger que se viene el Halley; hagamos el amor y no la guerra” aquellos pibes sesentistas gozaron de una iniciación sexual un poco más luminosa, un poco menos ominosa. Por una vez sexo y amor intentaron cabalgar juntos y si bien nada cambió radicalmente, los imperativos patriarcales soportados por los varones de entonces se basaron más en el poder de convencer a la amiga, a la novia de turno, para tener relaciones sexuales con ella, que en visitar el burdel. Solo los que fracasaban en su capacidad de persuasión acudían a las putas de modo tal que ese espacio decadente y patético pasó a ser antro de perdedores. Para el buró político de la masculinidad, para el superyó hippie, la prostitución devino en solución anacrónica: práctica de “viejos y de pelotudos”.

Sí. Para los tímidos de entonces los sesenta fueron una fiesta porque si bien es cierto que la liberación sexual de los sesenta no acabó con la timidez, al menos atenuó su intensidad. En aquellos años había que estar muy tomado por la Iglesia para seguir siendo tímidos y fueron pocos, muy pocos, los que no se animaron al debut con su primera novia; fueron muy pocos los que no se atrevieron a desear a la que amaban.

Junto a los “desaparecidos”, los años de la dictadura militar se encargaron de desaparecer los logros sesentistas. La moral sexual represora y clerical volvió a renacer, pujante, para encarnar en los tímidos; volvió para postularse como la norma hegemónica.

La democracia nos llegó consumista y neoliberal con dos novedades: el sida y la obligación de gozar; gozar mucho, siempre, y rapidito porque time is money y, ya se sabe, tanto el dinero como el capital erótico no están allí para ser dilapidados; no son épocas estas para andar derrochando sexo y dinero. Y fue así como en un mundo donde la eyaculación precoz parecía ser más un indicio de adaptación a la realidad que un síntoma, la timidez cambió de signo. No era ya solo la inhibición, el sufrimiento por los efectos de la represión sexual, sino que tomó la forma de resistencia al imperativo de gozar. La timidez adquirió valor como gesto de rebeldía frente al mandato de someterse a la causa del patriarcado; pasó a ser la defensa de un derecho: derecho a transcurrir; a abrir ese espacio propio que tiende a desaparecer; a reclamar lugar y tiempo para los preliminares, para las reglas de cortesía, para el simulacro de recibimiento, para los rituales amorosos, para la hospitalidad primitiva.

La democracia nos llegó consumista y neoliberal, decía, y nos sorprendió con la restauración y vigencia de los tradicionales estereotipos masculinos que el patriarcado impuso. La agresión a las mujeres, todo el repertorio de la misoginia, la denigración de lo femenino, la disociación entre la madre y la puta, recuperaron su poder y volvieron a dirigir las relaciones entre los sexos. De modo tal que hoy en día no son pocos los pibes que evalúan su virilidad de acuerdo a la proximidad o la distancia que los separan de sus modelos ideales: “pibes chorros”, “wachiturros” que, tal vez, no se inician sexualmente con putas pero que no por eso dejan de recurrir a ellas. Son los pibes que colman los “saunas” y los “piringundines” que inundan la ciudad, cuando no acuden al servicio de delivery. Quiero decir: en la actualidad iniciarse con prostitutas no es la primera y única opción como supo serlo en tiempos pasados, pero convertirse en “clientes” de la prostitución es casi inevitable desde que “ir de putas” ha adquirido la condición de garantía de virilidad, de lucimiento personal, de rito de pasaje inevitable para ser aceptado en la comunidad de varones. Y, dicho sea de paso, la prostitución se ha convertido en refugio inmejorable para los tímidos; paraíso para los pibes que temen perder su poder cuando se sienten acosados por muchachitas que, antes que escrúpulos y remilgos, les hacen saber lo bien dispuestas que están para mantener relaciones sexuales con ellos. De modo tal que su timidez no aparece ahora ante el cuerpo de la puta anulada en su deseo por la paga, sino ante el cuerpo de una mujer que se posiciona como sujeto de deseo. Allí, ante tamaña herejía, o la castiga denigrándola por “atorranta” refugiándose bajo su armadura de macho recio hecha de cicatrices, tatuajes, piercings, alcohol, drogas y ropa de “marca” (las zapatillas y el celular sobre todo); allí, ante tamaña herejía, ante el cuerpo de una mujer deseosa, o la castiga denigrándola por “atorranta” o arruga como el mejor.

Pero… a no desesperar. Hay remedio para los tímidos. La democracia consumista y neoliberal nos trajo el problema pero, también, la solución. Y el remedio es (como no podía ser de otra manera) un invento argentino. Invento que estamos exportando al resto del mundo. Además de la “Guía infalible para levantar minas” de Taringa puede consultarse a Levantart, Escuela de Seducción, coaching social y liderazgo. Esta escuela capacita en el arte de conquistar mujeres, perder la timidez y convertirse en un ganador.

Entonces, si comencé afirmando que la iniciación de los varones heterosexuales merece un lugar en este número de las Voces en el Fénix dedicado a las adolescencias, terminaré apelando a rescatar la timidez, antes que como un síntoma, como evidencia de ciertos cambios que se están operando en los códigos de género: cambios que suponen la renuncia a una masculinidad normativa que nos impide convertirnos plenamente en hombres; resistencia a las imposiciones neoliberales.

Por eso es que, pienso, debemos aspirar a que el cuerpo de los varones no sea el sitio donde tiene lugar la construcción de la masculinidad, sino que el cuerpo de los varones sea el sitio donde tenga lugar la destrucción de una normativa patriarcal en cuyo transcurso se forma un sujeto.

Autorxs


Juan Carlos Volnovich:

Médico (UNBA). Psicoanalista (Asociación Psicoanalítica Argentina; renunció integrando el Grupo Plataforma, 1971). Especialista en Primer Grado en Psiquiatría Infantil (MinSap, La Habana, Cuba). Profesor Extraordinario, Honorario y Académico Ilustre por la Universidad de Mar del Plata. Doctor Honoris Causa por la Universidad Madres de Plaza de Mayo.