Recursos naturales en disputa: Protesta ambiental latinoamericana

Recursos naturales en disputa: Protesta ambiental latinoamericana

Nuestro continente se transformó en uno de los epicentros de la resistencia contra proyectos vinculados a industrias extractivas. Los casos de las pasteras y de la minería. El rol del Banco Mundial.

| Por Ana María Vara* |

América latina estalla en conflictos de variable intensidad y alcance que tienen como blanco emprendimientos de magnitud que involucran grandes inversiones. No es exagerado afirmar que la región está pasando por un ciclo de protesta ambiental. Dos razones concurren, que podríamos resumir en dos frases, hoy casi eslóganes: la globalización por arriba, que trae a la región una andanada de proyectos vinculados a industrias extractivas, y la globalización por abajo, que multiplica la capacidad de resistencia de las poblaciones locales, que se sienten amenazadas en sus medios y modos de vida por estos emprendimientos.

La globalización puede ser entendida tanto en un sentido valorativamente neutro, en tanto que integración de las economías del mundo, como en un sentido político, en tanto que “proyecto de la globalización”, es decir, el triunfo de la ideología neoliberal o reaganismo-thatcherismo. Ambas comparten un efecto: el crecimiento de la demanda de recursos naturales. Una manera gráfica de ilustrar la magnitud de este incremento es una unidad propuesta por el consultor Tom Burke, el “américum”, que equivale al consumo total de la población norteamericana; es decir, 350 millones de personas con ingresos de 15.000 dólares y “una propensión creciente al consumismo. Durante gran parte del siglo XX, sólo hubo dos “américums”: uno en Estados Unidos y otro en Europa, con bolsones de riqueza en los otros continentes. El nuevo milenio nos encuentra con uno maduro y otro en formación tanto en China como en India; otro formado por un conglomerado de países asiáticos más Australia; y otros dos más, en América del Sur y Medio Oriente. Para 2013, en lugar de dos, serán ocho o nueve los “américums”, lo que implica una necesidad multiplicada de alimentos, fibras, energía y minerales, que las nuevas medidas de eficiencia energética y reciclado de materiales apenas mitigan.

La presión de esta demanda sobre los recursos naturales se siente fuertemente en los países periféricos y semiperiféricos, dada su posición subordinada en la economía mundial. Dos industrias extractivas se han orientado particularmente hacia América latina: la producción de pasta de celulosa y la minería. Ambas comparten características clave: involucran a industrias intensivas en recursos naturales y en energía, y de escasa generación de empleo; están en manos de empresas transnacionales altamente concentradas, tras procesos de compras y fusiones; llegan a la región tras cambios tecnológicos que aumentan su impacto social y ambiental, y como parte de procesos de deslocalización promovidos por organismos multilaterales –fundamentalmente, el Banco Mundial–. Y ambas están siendo resistidas por las poblaciones locales, que cuentan con importantes recursos materiales y simbólicos.

Pasta de celulosa y voces de alerta en el Cono Sur

El “caso papeleras”, es decir, la resistencia de poblaciones de la provincia argentina de Entre Ríos a la instalación de dos plantas de celulosa en la localidad uruguaya de Fray Bentos, que puso a los dos países en un estado de confrontación inédito en su historia, es apenas el emergente de una situación que se repite en distintos puntos del Cono Sur. También se ha manifestado una intensa oposición ciudadana a pasteras en Chile y Brasil. El caso de la planta Celulosa Valdivia, en la localidad homónima, ha sido considerado por los investigadores chilenos Claudia Sepúlveda y Bruno Sepúlveda como un “hecho emblemático que marcará un punto de inflexión en la institucionalidad ambiental”. A apenas cuatro meses de operar en 2004, se advirtió su impacto el Santuario de la Naturaleza del Río Cuatro Cruces, en especial en la población de cisnes de cuello negro. Como resultado, quedó en duda no sólo la capacidad de las autoridades ambientales para controlar a las empresas sino, aún más importante desde el punto de vista de los procesos de difusión y brokerage de los movimientos sociales, la validez de los canales institucionales para responder a las demandas ciudadanas.

Veracel, instalada en el estado brasileño de Bahía, produjo concentración de la tierra, éxodo rural y desempleo en una de las regiones más desiguales del Brasil, como muestra Carolina Joly, de la Universidad de San Pablo. Con respecto al impacto de otro polo pastero masivo del Brasil, Aracruz, baste decir que la oposición, organizada en la Rede Alerta contra o Deserto Verde –formada por más de cien entidades, entre ellas movimientos sociales y sindicatos–, logró que se le retirara la certificación del Forest Stewarship Council.

Para poner estos casos en contexto, corresponde recordar que la capacidad mundial de producción de pulpa de celulosa era de 187,6 millones de toneladas por año en 2006. Se esperaba por entonces que ese número se incrementara en 12,7 millones de toneladas en los siguientes cinco años, precisamente con proyectos como los que dieron origen a esta controversia. Gran parte de estos proyectos alimentarán la demanda de papel de China, que cuadruplicó sus importaciones de celulosa entre 1997 y 2003. Según estimaciones de la consultora Jaakko Poyry, China representa el 14 por ciento del consumo mundial de papel y, en el lapso entre 2000 y 2015, aumenta a razón del 4,4 por ciento anual. Claro que, de todos modos, el consumo de papel per cápita en China sigue siendo bajísimo: el ranking es encabezado por Finlandia, con un consumo de papel per cápita de 325 kilos anuales; seguido por Estados Unidos, con 297. China llega muy atrás, con 44,66; Chile con 65; Argentina con 55; Uruguay con 36; y Brasil con 30,50 kilos por año, con datos de 2005 de Earth Trends.

Hasta fines del siglo XX, la capacidad de producción de pasta de celulosa se concentraba en países reconocidos como productores tradicionales, como Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. Pero eso está cambiando bruscamente. La mayor parte de las ampliaciones o nuevos proyectos de producción de pulpa desde 1995 están en Asia (46 por ciento), América latina (28,6 por ciento) y Europa del Este, en países del ex bloque soviético (21 por ciento). Este traslado tiene que ver con las ventajas comparativas de estas regiones; en particular, en América del Sur están los mejores lugares para levantar pasteras: con estimaciones de la consultora Jaakko Poyry, producir una tonelada de pasta de celulosa en Finlandia cuesta 350 dólares; en la Argentina, en promedio, apenas 150.

De hecho, la industria de la celulosa y el papel están pasando por transformaciones marcadas por dos tendencias concurrentes: el negocio esté dejando de ser local y se está separando la producción de la pasta de celulosa de la de papel, acercando la primera a los bosques y la segunda a los consumidores. Es más barato trasladar pasta que trasladar papel. La escala es otra manera de bajar costos, motivo por el cual el tamaño de las pasteras ha ido creciendo en los últimos años. En este punto, no es necesario insistir demasiado que a mayor tamaño, mayor riesgo social y ambiental. Por otra parte, el impulso hacia el gigantismo es reforzado por otro mercado: el de las finanzas. Como concluye un informe del CIFOR: “El tamaño es el principal criterio para el acceso al mercado (financiero), y esto es más cierto para proyectos nuevos”.

Una estimación reciente de la FAO confirma estas tendencias en relación con América latina: prevé un crecimiento en la industria de la pasta y el papel en la región, con “fábricas de mayores dimensiones”. La producción de pasta en la región pasaría de los 13,3 millones de toneladas de 2003, a 28,4 millones en 2020. Y la de papel y cartón, de 16,4 millones a 28,7 millones de toneladas en el mismo período. En este contexto, se comprende que, en el “caso papeleras”, el proyecto de Botnia en Fray Bentos representara la primera inversión de esta empresa, segunda productora de pasta de celulosa del mundo, fuera de los países escandinavos; así como se comprende que, en su relocalización aguas abajo del Río Uruguay, la otra empresa cuestionada, ENCE, duplicara su producción proyectada, de 500.000 a 1.000.000 de toneladas anuales de pasta. También se comprende la venta de la planta de Botnia a UPM, y del proyecto de ENCE a las empresas Stora Enso, Arauco y Concepción, en un contexto de transferencias y fusiones marcado por estrategias globales de grandes empresas transnacionales.

La promoción del Banco Mundial

Otro elemento clave para comprender estos casos como emergentes de una tendencia más amplia es el papel del Banco Mundial, que estuvo detrás de políticas de promoción de la forestación en la región. Al comenzar el “caso papeleras”, Brasil ya tenía 5 millones de hectáreas de bosques cultivados, Chile 2,3 millones; la Argentina 1,1 millón, y Uruguay 700.000 hectáreas. Por ora parte, su brazo de apoyo a la inversión privada, en particular, la Corporación Financiera Internacional (IFC).

¿Las plantas de celulosa generan trabajo, como se supone deberían hacer las industrias promovidas por el Banco? No. Un ejemplo: los puestos directos generados por la planta de Botnia/UPM son 300, para una inversión de 1.200 millones de dólares. Es decir, 40 millones por puesto de trabajo. Ahora bien, los beneficios económicos sí son significativos: la planta produce un millón de dólares diarios de ganancia. La inversión se recuperará en menos de un cuarto de los proyectados 20 años de explotación.

Algo similar puede decirse de la actividad minera, que emplea a menos del uno por ciento de la población mundial, mientras consume entre el 7 y el 10 por ciento de la energía, según estimaciones de Oxfam América. También el Banco Mundial está detrás de la deslocalización minera hacia América latina, en momentos de transformaciones tecnológicas: dado el agotamiento de las vetas, se desarrollaron metodologías que, tras hacer explotar las montañas, disuelven los metales dispersos en la roca, con el uso de cianuro. A las radicales transformaciones del paisaje se suma un enorme consumo de agua, y la construcción de los riesgosos “diques de cola”. Los cráteres que quedan son masivos: el mayor del mundo –Bingham Canyon, en el estado norteamericano de Utah– mide 4 kilómetros de diámetro y 1,5 de profundidad. Los desperdicios son también masivos: por cada onza de oro se producen 79 toneladas de desechos.

A comienzos de los ’90, América latina recibía alrededor del 12 por ciento de la inversión mundial; hoy es de alrededor de un tercio, de acuerdo con las investigaciones de José de Echave. Perú solo –el país de la región con más conflictos en este aspecto– se queda con el 5 por ciento de la inversión mundial. Y en la Argentina, la inversión ha crecido un 740 por ciento desde 2003.

El Banco Mundial intervino de manera muy directa promoviendo esta nueva minería en América latina. La reforma a la legislación minera que hoy se cuestiona en los distintos países de la región fue estimulada por el Banco en los ’90, para favorecer las inversiones. Además, el Banco ha financiado innumerables proyectos mineros en la región: nada menos que 27 sólo entre 1994 y el 2001, por un monto de 790 millones de dólares. Y ha tenido participación accionaria en varios de ellos, que no se caracterizaron por un gerenciamiento impecable.

Un caso testigo es el accidente en la mina de oro de Yanacocha, al norte del Perú, propiedad de Newmont Mining Company, de Estados Unidos; Buenaventura Mining, de Perú, y la IFC. En 2000, se derramaron 150 kilos de mercurio (un subproducto de la mina) a lo largo de 43 kilómetros de una carretera que pasa por tres localidades. Más de novecientas personas fueron afectadas; más de cuatrocientas debieron ser tratadas por envenenamiento. Aunque las empresas gastaron entre 12 y 14 millones de dólares en las tareas de limpieza, no se pudo determinar el destino final del 15 por ciento del mercurio derramado. No en vano, un comunicado promovido por decenas de ONG y movimientos ambientales y sociales en 2000 hizo una dura acusación: “Los proyectos petroleros, gasíferos y mineros del Banco Mundial han dejado una huella de devastación ambiental, aumento de la pobreza y severa disrupción social en los países pobres. El registro muestra que estos proyectos hacen poco o nada para aliviar la pobreza y, en cambio, benefician primordialmente a las corporaciones multinacionales”.

El futuro: las tecnologías para reducir las emisiones de carbono

En relación con la creciente demanda de recursos naturales, para cerrar, quisiéramos referirnos a uno de los efectos derivados a la reconversión tecnológica impulsada por la búsqueda de nuevas tecnologías energéticas que sustituyan a los combustibles fósiles, porque la misma está asociada al ambientalismo, dejando en evidencia que, en esto también, la relación entre países centrales y países periféricos y semiperiféricos es relevante.

Los planes de reapertura de minas de uranio en la Argentina han suscitado la inmediata reacción de comunidades de Mendoza, Córdoba y Chubut, en tiempos de un regreso global a la tecnología nuclear, que tiene su correlato nacional en el lanzamiento en 2006 de un nuevo Plan Nuclear en la Argentina. Otro recurso codiciable hoy es el litio, un mineral imprescindible para las baterías recargables, de las notebooks al millón de autos eléctricos que Barack Obama quiere en circulación para 2015 en Estados Unidos. La mirada mundial se dirigió primero a Bolivia, sede de la mitad de los yacimientos de litio del mundo. En consonancia con la nacionalización de los hidrocarburos, el gobierno boliviano promueve que el litio sea explotado por empresas locales, lo que indujo a que la búsqueda se reorientara al noroeste argentino, donde ya hay inversiones de transnacional japonesa Toyota –que lidera la producción mundial de autos híbridos, con modelos como el Prius–, entre otras. El New York Times anunció en junio pasado que se encontró litio –entre otros minerales de valor– en Afganistán. Vale recordar que, según la consultora A.T. Kearney, el mercado mundial de baterías de litio para autos, que en 2009 representó apenas 32 millones de dólares, podría alcanzar los 21.800 millones de dólares en 2015, y 74.100 millones en 2020.

Como ocurrió históricamente, la cuestión de los recursos naturales está bien instalada en las agendas de los organismos multilaterales y de los países centrales. En países pródigos en estos recursos como los latinoamericanos, se requiere profundizar el debate a nivel regional, generando consensos que permitan negociar en mejores condiciones las políticas que se nos imponen, las que hasta ahora no han traído beneficios ni desarrollo a los pueblos.





* Investigadora del Centro de Estudios de Historia de la Ciencia José Babini (UNSAM).