¿Qué Estado para un desarrollo con equidad? Un comentario desde la teoría política

¿Qué Estado para un desarrollo con equidad? Un comentario desde la teoría política

Para lograr procesos exitosos de desarrollo y equidad social, todo Estado debe modificar las relaciones de dominación/subordinación que se generan al interior de la sociedad. Esto sólo es posible con el involucramiento de los actores que persiguen esos objetivos en diferentes niveles e instancias de dirección y gestión.

| Por Carlos M. Vilas |

Desarrollo con equidad es, ante todo, una estrategia de desarrollo que implica conjugar, a través de decisiones de autoridad y prácticas colectivas acordes, crecimiento, cambios y reajustes estructurales en la economía, en las relaciones sociales y en el acceso de diferentes sectores de población a recursos, en una perspectiva de mediano y largo plazo. Involucra, por lo tanto, cambios en las relaciones de poder entre actores, en cuanto el ejercicio del poder se hace siempre a través de la movilización de recursos materiales y simbólicos, fácticos e institucionales, que se encuentran desigualmente distribuidos.

En la medida en que impacta de manera desigual en el poder, el bienestar y el prestigio de las clases y otros grupos sociales, toda estrategia de desarrollo genera modificaciones en las bases sociales y las articulaciones internacionales del Estado; ello, por la propia naturaleza de este.

En efecto: desde una perspectiva propiamente política, es posible reconocer en el Estado tres dimensiones, o abordar el estudio del Estado desde tres perspectivas. Todo Estado es una estructura de dominación, una condensación de relaciones de poder entre actores. Para ser efectiva, para generar efectos pertinentes y perpetuarse en el tiempo, esa estructura recurre a un entramado de agencias, organismos, instituciones, procedimientos, funciones y funcionarios que constituyen el gobierno de la sociedad, conjugando decisión y dirección políticas, resolución de conflictos y administración de recursos, definición imperativa de conductas y aplicación de sanciones; esta es la segunda dimensión del Estado. El modo en que ese entramado se organiza y los alcances y las modalidades de participación de la población en él, dan nacimiento a una variedad de regímenes políticos y tipos de gobernanza compatibles con una dada estructura de dominación. Cuando esa compatibilidad se quiebra porque las decisiones o proyectos de gobierno son incompatibles con la estructura de dominación (con la preservación de las relaciones de poder que le dan existencia), la sociedad ingresa en un período de revolución y por lo tanto de transformación del Estado y de la matriz social que le sostiene. La tercera dimensión del Estado refiere a su papel como generador de identidades: el Estado nombra, y al hacerlo constituye a sus sujetos: pueblo, ciudadanía, masas, gente, pobres, marginales, nacionales, extranjeros.

Existe siempre una adecuación básica entre la organización socioeconómica y las relaciones de dominación/subordinación que se generan en ella, y las relaciones de poder que se institucionalizan como Estado. Sin necesidad de remontarnos muy atrás, señalemos simplemente la compatibilidad estratégica entre el llamado Estado oligárquico latinoamericano y el capitalismo primario-exportador en el siglo XIX y principios del XX, o la del Estado nacional-desarrollista o populista y el capitalismo industrial, la acumulación centrada en el mercado interno y la potenciación de las clases populares y los sectores medios a partir de mediados del siglo pasado. Del mismo modo la instauración del Estado mínimo del “Consenso de Washington” en la década de 1990 se correspondió con la consolidación de un esquema de acumulación asentada en la valorización financiera del capital en escala global y en la exclusión social de amplios segmentos de población. El tipo particular de relación entre el Estado y las relaciones económicas de producción e intercambio (lo que usualmente se conoce como “mercado”) refiere así a los acomodos de poder entre clases y grupos sociales y a dinámicas de conflicto, negociación y consenso entre fuerzas políticas orientadas en función de determinados intereses y objetivos, en diferentes escenarios locales, regionales y globales.

Cuando se dice que el Estado es una estructura de dominación, se está afirmando que es mucho más que el reflejo o el instrumento de los que mandan. Una relación de poder político, para ser efectiva, conjuga mando y obediencia; si quienes tienen que obedecer no lo hacen, no hay, propiamente hablando, poder político, por más violencia que se ejerza sobre los súbditos. La obediencia relevante para el ejercicio del poder político es la que se presta por convicción y no sólo ni principalmente por temor a la represión o por conveniencia utilitaria. Por eso acertó Herman Heller cuando caracterizó al Estado como una “unidad de cooperación social-territorial”, en la que el poder de los que mandan resulta convalidado por la colaboración de los súbditos (obediencia a las leyes, pago de impuestos, observancia de los reglamentos de tránsito, e incluso comportamientos extremos como ir a la guerra a matar y morir). El debate de las décadas de 1960 y 1970 sobre la autonomía relativa del Estado giró, no siempre de la manera más productiva, en torno a esta dualidad que le es inherente: ser a un mismo tiempo Estado de una parcialidad –la clase dominante, la nomenklatura burocrática, la elite del poder…– y desenvolverse como Estado del conjunto en virtud de los servicios que le brinda a cambio y como condición de su obediencia.

La reciprocidad entre lo que el Estado aporta a sus habitantes (en seguridad, libertad, servicios sociales, respeto, ejercicio de derechos y cualquier otra cosa que la gente considera valiosa) y lo que estos contribuyen al Estado (en impuestos, trabajo, tiempo, etcétera) constituye la base material de lo que la gente considera un orden política y socialmente justo y por lo tanto legítimo: cuando existe un equilibrio entre lo que se otorga y lo que se recibe.

Justo es atributo de justicia y justicia, por donde quiera que se la mire, significa siempre una cierta igualdad o equivalencia, o por lo menos proporcionalidad aceptable, entre prestaciones. El concepto clásico, o tradicional, de la justicia como el “dar a cada uno lo suyo” supone un acuerdo y por lo tanto una decisión respecto de qué es “lo suyo” de “cada uno”. Requiere, en consecuencia, la existencia de una autoridad consensuada con facultad para intervenir cuando esa relación resulta vulnerada, o cuando los patrones socioculturales de “lo suyo” experimentan modificaciones.

La determinación de “lo suyo” es el resultado de pautas culturales en su sentido más amplio que expresan la interacción de valores éticos, restricciones socioeconómicas e intervenciones del poder político. La articulación de estas tres dimensiones da pie a lo que el sociólogo peruano Carlos Franco denomina “principio de la desigualdad socialmente aceptada”. Este principio refiere a la eficacia del poder político para limitar la desigualdad social que sea incompatible con la gestión política de los conflictos, y extender, con los recursos proveídos por el orden económico, todos los derechos de ciudadanía que no pongan en cuestión las garantías básicas a la propiedad del capital y el funcionamiento del mercado. Cuando este principio resulta vulnerado, y esa vulneración no va acompañada de argumentos que den una justificación aceptable de la situación nueva, se genera en la población negativamente afectada un sentimiento de injusticia que puede conducir a un cuestionamiento del gobierno e incluso del propio régimen político.

Justicia social refiere a ese sistema de contraprestaciones cuando involucra a grandes conglomerados de población identificables por determinados atributos socioeconómicos. En la política argentina la “justicia social” está firmemente asociada al peronismo y de hecho constituye una de “las tres banderas”. Se discute mucho sobre el significado de la “soberanía política” y la “independencia económica” en estos tiempos de globalización financiera e interdependencias crecientes, pero la justicia social sigue flameando alto en las fortalezas doctrinarias de lo nacional y popular.

Tal vez por eso muchas veces se habla de equidad social como si esta fuera un sinónimo suave de aquel incómodo concepto. Craso error: equidad no es menos que justicia, sino más, en cuanto su realización implica violentar el principio de igualdad e introducir criterios de discriminación (positivos y negativos) a fin de producir, a través de ellos, una efectiva nivelación del terreno en el que las personas y sus agrupamientos desenvuelven sus vidas. El caso típico es el de la creación de “cupos” de acceso a derechos o recursos a determinados grupos de población que, en ausencia de ellos y de acuerdo con una igualdad formal, resultarían efectivamente discriminados en sentido negativo.

El asunto remite a la crítica socialista y feminista al formalismo de la concepción liberal burguesa de la igualdad y la ciudadanía, y al papel que cabe al régimen político y al Estado en el manejo de esta cuestión. De acuerdo con la Constitución italiana de 1947, producto de la nueva correlación de fuerzas gestada en la lucha y tras la derrota del fascismo, “es tarea de la República eliminar los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad e igualdad de los ciudadanos, impidan el pleno desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización de política, económica y social del país” (art. 3). En sentido casi idéntico declaró en nuestro país la Constitución de la provincia de Santa Fe, de 1962: “Todos los habitantes de la Provincia son iguales ante la ley. Incumbe al Estado remover los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la igualdad y la libertad de los individuos, impidan el libre desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos en la vida política, económica y social de la comunidad” (art. 8). La Constitución de 1994 apeló a un lenguaje acorde con los tiempos posmodernos e incluyó entre las atribuciones del Congreso (art. 75) “legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución y por los tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos (…)” (inc. 23). La igualación del terreno ya no es atributo del Estado sino de una de sus ramas, potencialmente subordinada a la oposición (veto) de otra. Por su parte, el párrafo 3 del art. 11 de la Constitución o Estatuto de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires reitera casi sin modificaciones el texto de la Constitución de Santa Fe.

Todas estas enunciaciones, independientemente de las dificultades para transformarlas en efectiva realidad y de las luchas y tribulaciones requeridas para tal fin, expresan el reconocimiento de la legitimidad de las intervenciones políticas del Estado en su dimensión de régimen político y gobierno, de productor de estrategias y políticas públicas, para dotar de condiciones para el ejercicio igualitario de derechos y satisfacción de necesidades a quienes carecen de ellas como efecto de la estructura de dominación constitutiva de ese mismo Estado y en esa medida modificar el modo en que ese mismo estado interpela a los grupos involucrados en esas igualaciones y al modo en que estos se identifican a sí mismos. Estas tensiones dentro del Estado entre sus diferentes dimensiones explican la conflictividad inevitable de los procesos de ampliación de derechos y de producción de equidad social por la vía de la modificación de las condiciones en que las personas desenvuelven su existencia.

Una estrategia de desarrollo con equidad puede ser vista como el sustento político y socioeconómico de una democracia efectiva. La democracia posee una dinámica expansiva, en el sentido de alcanzar vigencia efectiva en todos los ámbitos de la vida social: la política sin duda, pero también la economía, la cultura, la sociabilidad. Una democracia expansiva demanda recursos crecientes; se espera del desarrollo que los provea para sostener su propia dinámica de acumulación y hacerse cargo del “costo” de aquella. El esfuerzo del desarrollo, para ser exitoso, requiere de una alta densidad nacional y regional; la promoción de la equidad puede ser vista no sólo como un resultado o un objetivo del desarrollo, sino también como un factor coadyuvante a su éxito.

Por su propia dinámica el desarrollo impulsa, a la corta o a la larga, una modificación de la estructura de dominación, en cuanto la reasignación de recursos, la mayor complejidad de las interacciones sociales, la modificación de las articulaciones externas, alteran las bases de poder de los actores sociales, y requieren de un sistema de gobierno y gestión que garantice un equilibrio dinámico entre acumulación y distribución. Sin aquella, la equidad pierde soporte; sin esta, la democracia se degrada y la acumulación se deslegitima.

En general los Estados que han estimulado y acompañado procesos exitosos de desarrollo y equidad (o justicia) social han dotado de fuerte soporte político-institucional a esos objetivos, mediante determinados diseños organizativos, la definición de cursos de acción eficaces, etc., así como generando condiciones institucionales para el involucramiento de los actores sociales que impulsan esos objetivos en diferentes niveles e instancias de dirección y gestión, y la potenciación de su eficacia política. Más aún, han sabido dotar a los objetivos del desarrollo de una dimensión que va mucho más allá de lo propiamente económico: la soberanía nacional, la defensa, el cumplimiento de preceptos morales o religiosos. En consecuencia los objetivos económicos tienen valor en la medida en que aportan al logro de aquellos otros.

Un corolario evidente de lo anterior es que los diseños institucionales son siempre una función de los objetivos y de los intereses en juego, por lo tanto de quién gana y quién pierde en las tensiones y conflictos que rodean a estos procesos. En lo político esto significa un Estado que sea expresión de la coalición de fuerzas efectivamente interesadas y comprometidas con los objetivos fijados; de una estructura de dominación en que esas fuerzas definan no sólo las reglas del juego, sino el sentido y el contenido del juego. Involucra, por lo tanto, un régimen político de democracia expansiva y eficaz en la preservación y profundización de la unidad nacional en clave de soberanía popular e integración regional, así como un sistema de gobernación y administración cuyos criterios de eficiencia deriven de aquellas metas y objetivos y resulten adecuados a los escenarios en que se desenvuelven las prácticas respectivas.

Autorxs


Carlos M. Vilas:

Politólogo y abogado. Director de la Maestría en Políticas Públicas y Gobierno de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa).