Psicoanálisis y medicina

Psicoanálisis y medicina

El autor describe ciertas características de las personas según la perspectiva del psicoanálisis y las vincula con el posicionamiento que ha tomado el saber científico.

| Por Miguel Jorge Lares |

Hay tres profesiones imposibles: gobernar, educar y analizar.

Gracias a que se ocupa de lo que no anda, el psicoanálisis es una profesión aún más imposible que las otras. El psicoanálisis se ocupa muy especialmente de lo que no anda.

La diferencia entre lo que anda y lo que no anda es que la primera cosa es el mundo. El mundo indudablemente gira, en su función de mundo, anda. Y solo los imbéciles creen estar en el mundo. Para las personas no hay un mundo que sea uno y el mismo. Más bien cada individuo está en su propio y significativo entorno, del cual, a duras penas, a veces se anoticia.

Para cada persona hay tres fuentes de sufrimiento: el propio cuerpo, la naturaleza y los otros. Tres dimensiones que representan tanto un enigma como lugares hasta cierto punto inaccesibles.

¿Qué abordaje posible tenemos en ese cuerpo que habitamos y que nada tiene de natural? Un cuerpo que se constituye en un país foráneo, que es el del lenguaje de aquellos que primordialmente nos han asistido.

En rigor, vivimos en estado de exilio. Exiliados de nuestro propio cuerpo, de la naturaleza y de los otros.

Es en ese mismo sentido que se hace patente la imposibilidad de estar en un mundo. Solo estamos en ese mundo que es el de cada quien, que es una patria en la cual siempre somos extranjeros y sobre el cual, vuelta a vuelta, experimentamos una discordancia radical.

Quienes se dedican al psicoanálisis se ocupan justamente de esa radical discordancia. Eso es con lo que los analistas se enfrentan en el consultorio y contrariamente a lo que muchos creen, los analistas se enfrentan mucho más que los científicos a lo que no anda. Los analistas solo se ocupan de eso, por lo tanto están más forzados a padecerlo y a poner el lomo. Para esto hace falta que estén fuertemente acorazados contra la angustia.

¿Qué es lo que está en la base de aquello que, para cada quien, no anda? El lenguaje y los efectos que el lenguaje genera para los seres hablantes, lo cual hace que las personas porten un saber, que no es tanto el que se acumula en las bibliotecas como aquel llamado inconsciente y que es totalmente inadecuado para la supervivencia humana.

Ese saber es tan inadaptado que incluso los animales arrancados de su mundo e insertados en el artificio humano también lo padecen.

Son los animales domésticos, “enfermos de personas”, desarreglados por esa radical alteración. Animales que presentan el instinto perturbado por su contacto con los seres hablantes. Como si el saber inconsciente de los hablantes deteriorara gravemente el saber del instinto animal. Un instinto que en su estado salvaje, en su propio entorno, es infinitamente más adecuado que el humano.

A fines del siglo XIX brilló un famoso entomólogo y poeta, llamado Jean-Henri Fabre. Se lo conoció justamente como “el poeta del microscopio”.

Fabre escribió una serie de textos conocida como Souvenirs Entomologiques, obra en nueve volúmenes publicada entre 1880 y 1905 que por el gran valor literario de sus descripciones fascinó a toda una generación de intelectuales y artistas tales como Luis Buñuel, Salvador Dalí y Jacques Lacan.

Fabre demuestra en Souvenirs… cómo una garrapata, una araña o un escarabajo se orientan por un saber muy preciso que les permite la supervivencia.

Un saber de bichos que en modo alguno podría resultar explicativo transportarlo al ser humano. Aun cuando la ciencia y el capitalismo en sus respectivos programas parecen proponerlo, manifiestamente no hay ningún saber instintivo en lo humano, más bien lo que constatamos es que las personas no ven más lejos que la punta de su nariz. Al contrario que en los insectos, al sujeto parlante, respecto de cualquier saber animal, el lenguaje le cava un agujero. Agujereamiento que no tiene retorno.

Lo que agujerea toma la forma de una demanda que parte de la voz del sufriente. La voz de quien sufre por su cuerpo o por sus pensamientos y que solicita sanación.

Para esa demanda de cura que parte de la voz del sufriente siempre ha habido una respuesta. Incluso antes que Freud descubriera el inconsciente y revelara que el yo no es dueño en su propia casa, existía la medicina antigua, que si siempre dio en el blanco fue por las palabras. El personaje del médico, desde los orígenes, había mantenido una gran constancia en sus atributos.

En la práctica de la antigua medicina había un acompañamiento doctrinario y no científico, e incluso cuando la doctrina invocase a la ciencia, eso no volvía más científica la doctrina médica.

En este sentido, hasta la mitad del siglo XX, las doctrinas científicas invocadas en la medicina eran la recuperación de alguna adquisición científica, pero con un retraso no menor de veinte años. Si uno considerara la historia de la medicina a través de las épocas, el gran médico era una persona de prestigio y autoridad. Y esto funcionó así hasta que la medicina entra en su fase científica.

En lo sucesivo, surge entonces un mundo que exige condicionamientos necesarios en la vida de todos, en tanto la presencia de la ciencia incluye a todos en sus efectos.

El médico moderno comienza a enfrentarse con problemas nuevos y esto en la medida que se le empieza a exigir que sirva no tanto a la demanda de los pacientes como a las condiciones de un mundo científico.

Al estar dotado de inesperados poderes de investigación y de búsqueda, el médico pierde prestigio y autoridad, esos baluartes de la medicina antigua y doctrinaria. El médico pasa a ser uno más en los equipos de científicos, diversamente especializados dentro de las diferentes ramas de la ciencia.

A la medicina, desde un campo exterior a su función, principalmente desde la organización industrial, se le proporcionan los medios y al mismo tiempo las preguntas para introducir medidas de control cuantitativo, gráficos, escalas, datos estadísticos que se ponen al servicio de esa alianza matrimonial que se ha constituido entre la ciencia y la economía de mercado.

Hemos tenido la oportunidad de escuchar de primera mano, a través del relato de una médica psiquiatra argentina acerca de su experiencia en un centro de salud de Boston. Nos comentaba sobre un requerimiento mensual para los profesionales respecto de tener que dar cuenta frente a un auditor contable sobre la diferencia entre ingresos y egresos. En esa misma auditoría se le hace saber al profesional el costo que implica para el centro de salud las horas de su práctica y la correspondencia o no con los ingresos económicos que genera su desempeño.

El mundo científico vuelca en manos de la medicina un número infinito de productos o agentes terapéuticos nuevos, químicos o biológicos, solicitándole al médico, cual si fuera un distribuidor, que los ponga a prueba con sus pacientes.

De la mano de ese poder de la ciencia que se ha generalizado y que es también un poder que las personas toman para ir a pedir salud, el registro de la relación médica con la salud se modifica. En ese contexto, la voz del sufriente, en su particularidad, queda omitida, silenciada, devaluada. La dimensión de la demanda de las personas tiende a quedar soslayada. Lo cual es un problema no solo para el paciente, sino sobre todo para la medicina, porque es en el registro del modo de respuesta a la demanda del enfermo donde está la única posibilidad de supervivencia de la posición propiamente médica.

Así como Freud inventó la teoría del fascismo antes que este apareciese, del mismo modo treinta años antes inventó lo que debía responder a la subversión de la posición del médico por el ascenso de la ciencia. A saber, el psicoanálisis como praxis.

Autorxs


Miguel Jorge Lares:

Licenciado en Psicología (UBA). Profesor invitado en Universidades de Chile, Colombia y México.