Potencialidades y desafíos para el desarrollo de la agricultura familiar en el Nordeste argentino
La agricultura familiar es un rasgo común a las provincias que conforman la región Nordeste de nuestro país. Representa al mismo tiempo una forma de vida y una cuestión cultural que tiene como principal objetivo la reproducción social de la familia en condiciones dignas. A continuación, una descripción de los principales elementos que la componen.
Cuando hablamos del Nordeste argentino es necesario precisar que la generalización de esa denominación asimila en el nombre de “Nordeste” a cuatro provincias tan distintas y con realidades tan complejas como las que lo integran, y obedece a la necesidad de distinguirlas como un conjunto situado al norte del área central argentina, más específicamente apelando a un punto cardinal, ya que las diferencias con el Noroeste suscitan y sustentan esa distinción.
No obstante, se trata de espacios muy diferentes a la región pampeana, por lo cual esa generalización implica bastante más que una posición geográfica en relación con el centro del país. Si bien tradicionalmente se la identifica por sus producciones específicas de yerba mate, té, algodón, maderas, hablamos de un espacio que tiene como denominadores comunes la condición de periferia complementaria, la potencialidad de recursos y opciones productivas por afianzar y las posibilidades y los desafíos que esto supone. Es un conjunto de espacios que han crecido productivamente, a los que les falta desarrollarse con la misma intensidad.
Nos referimos a una región que contiene al 10% de la población del país, con altos porcentajes de población joven, bastante por encima del promedio nacional (considerando las cifras censales de 2010 del INDEC), y estructuras productivas diferenciadas que comparten un patrón de especialización original en el país. El Nordeste contiene un conjunto de espacios ocupados y puestos en valor por familias de colonos que tomaron la tierra y se dedicaron a producir alimentos y cultivos industriales.
Si observamos el proceso de ocupación del espacio y de organización económica del conjunto regional a lo largo del siglo XX, haciendo la salvedad de que para inicios de ese siglo la tierra en la provincia de Corrientes ya estaba otorgada en su totalidad, el Nordeste fue el escenario del reparto de la tierra pública en grandes propiedades, y de la colonización –tanto privada como estatal– que penetró en los espacios centrales de las provincias de Chaco, Formosa y Misiones, apoyada en el proyecto de cultivar la propia tierra para el sustento familiar.
La realidad de la agricultura familiar en el Nordeste en la actualidad
De acuerdo con la información proporcionada en 2012 por el Registro Nacional de la Agricultura Familiar (RENAF) para la región, sobre un total nacional de 65.487 Núcleos de Agricultores Familiares (NAF), definidos como “la persona o grupo de personas, parientes o no, que habitan bajo un mismo techo en un régimen de tipo familiar; es decir, comparten sus gastos en alimentación u otros esenciales para vivir y que aportan o no fuerza de trabajo para el desarrollo de alguna actividad del ámbito rural. Para el caso de poblaciones indígenas el concepto equivale al de comunidad”, que implicaban 241.780 integrantes, el Nordeste contenía 19.894 núcleos que significaban 74.827 personas, es decir, el 30% de los NAF del país, con el 31% de la población de los mismos.
Integrantes de los NAF
Fuente: Caracterización Estadística RENAF por Región. Pág 3. http://www.renaf.minagri.gob.ar/principal.php?nvx_ver=27&m=30.
Comparando las edades del total de integrantes de los NAF, el Nordeste es la región que registra el mayor porcentaje de población menor de 24 años que integra estos núcleos, ya que un 40% de su población pertenece a esa franja etaria, seguido por el Noroeste con el 38,2% en relación con un total país del 36,6 por ciento.
En cuanto al tamaño de los predios, la ocupación del espacio regional desde principios del siglo XX se realizó sobre la base de las explotaciones familiares de unas 20 hectáreas promedio (15 en Formosa, 20 en Misiones, 10 a 30 en Chaco, 10 a 15 en Corrientes), que constituyeron la característica de la colonización agrícola en “lo que quedaba” del remate de la tierra pública a principios de siglo (con excepción de Corrientes donde todo había sido repartido un siglo atrás). En un medio natural difícil, la gran mayoría de los colonos tomó el pedazo de tierra que podía trabajar y en ese proceso quedó establecido el perfil del sector agrícola regional, por la combinación de la escasez de tierra y la reducida capacidad económica de los ocupantes agrícolas, la cual limitó el área de instalación a la potencialidad del trabajo familiar. Esta realidad se advierte como constante en la región, donde en 2012 la mediana estadística en hectáreas según el RENAF era de 10 hectáreas, de las cuales se trabajaban 5,6 hectáreas según la misma medida estadística.
¿Se puede sobrevivir con menos de 6 hectáreas en producción?
Si bien la respuesta no es la misma si hablamos de algodón, hortalizas, yerba, tabaco o té, es harto evidente que en el modelo actual de agricultura “empresarial” productora de commodities para exportación, el agricultor familiar debe jugar otro juego, en otra cancha. El Estado (a escala nacional y provincial) ha sustentado al sector mediante subsidios de distinta índole, lo cual se observa, por ejemplo, considerando que el 77% de las NAF tiene ingresos extraprediales y observando la importancia que reviste el ingreso anual por transferencias públicas (pensiones, jubilaciones, planes de asistencia de empleo, seguro de desempleo, asignación universal por hijo, u otros), que en la región Nordeste alcanza al 80,7% respecto del ingreso total anual extrapredial.
¿Cómo se transmuta un modelo de subsidio y sostén a una agricultura familiar autosustentada?
En otras palabras, ¿cómo se juega “el otro juego”, el que no implica producir para el mercado general de exportación, pero tampoco abastecer a una miríada de intermediarios que se alimentan de esa tercerización de la comercialización? El colono produce lo que conoce, lo que sabe hacer, porque –según sus propias palabras– “siempre lo hizo así” y vende su cosecha al conocido, no sale a buscar nuevos compradores. Desconocer estas realidades es partir de una base ficticia para cualquier programa que intente cambiar el esquema de “dar pescado” en vez de “enseñar a pescar”, que transforme esa inviabilidad relativa, suavizada con subsidios y sostén estatal, por una integración plena al espectro productivo nacional como sector diferenciado.
Considerando los principales rasgos de la agricultura familiar explicitados en el Foro Nacional de la Agricultura Familiar de 2006, esta debe enfocarse como una “forma de vida” y “una cuestión cultural” que tiene como principal objetivo la “reproducción social de la familia en condiciones dignas”. Esta definición considera que la gestión de la unidad productiva y las inversiones en ella realizadas es hecha por individuos que mantienen entre sí lazos de familia, la mayor parte del trabajo es aportada por los miembros de la familia, la propiedad de los medios de producción (aunque no siempre de la tierra) pertenece a la familia, y es en su interior donde se realiza la transmisión de valores, prácticas y experiencias.
Los agricultores familiares están abiertos a nuevas opciones que les permitan conservar su estilo de vida, su tierra (y a su familia viviendo en ella). Para lograrlo han apelado a múltiples estrategias que pueden resumirse en una “obstinada fortaleza” que actúa y sirve de soporte relativo a la vida cotidiana y al sostén de identidades referidas a ciertas prácticas productivas, abarcando más que el instinto de preservación, e implicando no sólo la cobertura de necesidades materiales y simbólicas de producción y de reproducción, sino también la conformación de redes sociales más allá del campo económico. Y en este sentido las redes primarias, de parentesco, amistad y proximidad constituyen, por ejemplo, un soporte importante en el proceso de readaptación y resistencia a la presión de producir a gran escala, mediante paquetes de tecnologías de insumos y procesos.
La importancia de la agricultura familiar chaqueña
El caso que nos ocupa actualmente busca indagar en una jurisdicción de la región Nordeste, la provincia del Chaco, las vicisitudes de la pervivencia de la antigua trama territorial agrícola algodonera construida secularmente por pequeñas unidades surgidas de los procesos colonizadores en la primera mitad del siglo XX, que se ha reestructurado progresivamente luego de la crisis más grave que sufriera el sector entre 1998 y 2004. La nueva trama involucra a una agricultura de tipo familiar que sobrevive en ciertos espacios. Se trata de pequeñas y medianas unidades productivas que no superan las 100 hectáreas y que constituían en 2002 más del 50% del total de explotaciones agropecuarias de la provincia.
Dentro de los considerados “pequeños” agricultores, en el contexto que nos ocupa, es preciso diferenciar a los productores minifundistas (de menos de 25 hectáreas) de los productores familiares de 25 a 50 hectáreas (gravemente descapitalizados) y los productores familiares de 50 a 100 hectáreas que han podido conservar un capital básico a partir del arrendamiento de parte de su tierra.
¿Cómo perviven estos segmentos en un contexto de dificultades y presiones?
Los productores minifundistas poseedores de unidades con extensiones inferiores a las 25 hectáreas han subsistido apoyados por programas de los gobiernos nacionales, provinciales y municipales, que les proveen gasoil, servicios de labranza, semilla para siembra e insecticidas. El costo de producción para este segmento es bajo: la provincia provee las semillas y el gasoil; en tanto que los trabajos de carpida, siembra y cosecha son familiares y las fumigaciones son mínimas.
Los productores familiares con explotaciones de más de 25 a 100 hectáreas han podido continuar sembrando mediante anticipos y préstamos de comerciantes y acopiadores locales. Ante la falta de financiación y de previsibilidad en cuanto a costos y precios en los últimos años, este sector pudo sobrevivir mediante mecanismos de canje o de cesión temporal (a proveedores de insumos), de un lote del campo o de un porcentaje de lo obtenido en la cosecha. Estos circuitos implican tanto esfuerzos como perjuicios adicionales, ya que al no tener acceso a las últimas semillas híbridas que ofrece el mercado para mejorar el rendimiento por hectárea, utilizan un semillero propio que es el resultado del desmote del algodón que venden principalmente a los acopiadores o a las cooperativas. Estas semillas adquiridas a los acopiadores no siempre poseen un buen rinde, ya que es producto de semillas híbridas de primera calidad que han ido perdiendo efectividad con las siembras sucesivas. Los agroquímicos son adquiridos de modo fraccionado a otros productores más grandes que tienen acceso al mercado formal o a los acopiadores, ya que estos productos se venden en bidones cerrados en las grandes empresas de la zona. En suma, ante la ausencia de opciones, se ven obligados a negociar en circuitos informales de intercambio en términos de canjes desiguales (tanto de insumos como de una parte de las futuras cosechas), que les permiten seguir produciendo, pero no les brindan posibilidades de mejorar su situación y la de sus familias.
Las opciones para obtener otros ingresos una vez vendido el algodón admiten un reducido conjunto de alternativas: alquilar una parte del campo, sembrar hortalizas o criar cerdos o pollos para vender en el pueblo. Los más jóvenes de la familia se ofrecen como operarios de maquinaria para la actividad sojera en el sudoeste, o para el desmonte en el noroeste, migrando temporariamente. El consumo familiar se reduce a insumos indispensables y “se aguanta” hasta la próxima cosecha. Este ciclo de pervivencia se matiza con los intercambios vecinales y algunas opciones circunstanciales de “changas” y trueques. Todo el esquema se apoya en la posesión de la tierra. Aunque se alquile una parte del campo, el productor siempre se reserva una porción para autoconsumo y venta ocasional en el pueblo cercano, o canje vecinal.
La reproducción de prácticas se justifica discursivamente en la tradición, en el conocimiento del propio campo (su suelo, las variaciones meteorológicas, las plagas, etc.) y lo que el productor y su familia consideran como la decisión “más conveniente” cada año. Esto se enmarca en un ámbito donde los cultivos anuales de secano se circunscriben a seis opciones, que por orden de importancia son: algodón, girasol, soja, maíz, sorgo y trigo. La horticultura es vista como opción para la alimentación o la venta muy excepcional.
La insistencia, la ingeniosa búsqueda de opciones, las redes de socorros mutuos, indican rasgos que deben ser valorizados en su verdadera dimensión como posibles movilizadores de opciones que sumen a la supervivencia una mejor calidad de vida, y el rescate de una visión del desarrollo “a escala humana” que permita la coexistencia no antagónica entre distintas lógicas de manejo de los recursos.
El caso de la agricultura familiar algodonera brevemente descrito aquí, ilustra la construcción y el anclaje de una identidad territorial, su persistencia en medio de un contexto de fuerzas desiguales e intereses antagónicos y la importancia del examen de las prácticas y expresiones materiales y simbólicas mediante las cuales estos actores sostienen su arraigo y su pertenencia a ese espacio. Las alianzas interpersonales tácitas de parentesco, amistad y proximidad han sido una opción de continuidad en un contexto de presiones desiguales de nuevos modos de producir y comerciar. Indagar en las prácticas que posibilitaron la subsistencia cotidiana de esos actores, en un contexto de reestructuración productiva difícil, constituye un camino necesario para aportar sustento a cualquier decisión política que se deba tomar desde una visión amplia e inclusiva, buscando alcanzar un horizonte de desarrollo rural equitativo e integrado, sobre un universo de intereses diferenciados.
En síntesis, el Nordeste es una región de posibilidades. La viabilidad de nuevas opciones y perspectivas de desarrollo productivo debe sustentarse en la consideración de que se trata de una región compleja, con una riqueza de oportunidades única en el país porque combina una situación inmejorable en el contexto del Mercosur, opciones de producciones diferentes, no estandarizables, originales en contraposición a la uniformidad de la agricultura comercial, pero que reflejan la probabilidad de un aprovechamiento inteligente de factores no repetibles y potencialidades capitalizables en un espacio que espera se concrete este desafío.
Autorxs
Cristina Valenzuela:
Doctora en Geografía. Investigadora Independiente de la Carrera de Investigador Científico del CONICET y docente en la Universidad Nacional del Nordeste.