Políticas de desarme en la Argentina
La violencia armada condiciona el libre ejercicio de derechos y libertades fundamentales a la integridad humana y la vida social. El Estado debe entonces desarrollar una política de desarme que garantice la promoción y protección de los mismos. A continuación, la experiencia argentina.
¿Qué significa hablar de violencia armada?
Definiciones y principales aspectos del problema
La Declaración de Ginebra sobre Violencia Armada y Desarrollo define como violencia armada al uso intencional de la fuerza ilegítima (real o en forma de amenaza) con armas o explosivos contra una persona, grupo, comunidad o Estado que atenta contra la seguridad centrada en la persona y/o el desarrollo sostenible.
Es decir, la violencia armada condiciona el libre ejercicio de derechos y libertades fundamentales a la integridad humana y la vida social, y en consecuencia, afecta la seguridad pública, en tanto derecho colectivo de los pueblos y condición indispensable para el desarrollo sostenible.
Ahora bien, la proliferación de armas de fuego en manos de la sociedad civil no es producto del azar. Por el contrario, es resultado de un mercado dinámico con importante participación a nivel mundial. Mercado que se estructura en un sistema legal e ilegal, vinculados, ambos, por zonas grises de gran simbiosis. El Centro de Prevención y Recuperación de Crisis del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD (BCPR, en sus siglas en inglés) indica que aproximadamente el 50 o 60% del comercio mundial de las armas de pequeño calibre es legal, pero las armas que se exportan legalmente generalmente terminan en el mercado ilegal, desestabilizando los Estados ya frágiles que están en conflicto. El mercado ilegal de armas de fuego, conexo a la internacionalización de los carteles de drogas, se transformó en un mercado paralelo y lucrativo con capacidad de poner en jaque el monopolio legal de la fuerza pública. Small Arms Survey estima que el valor anual del comercio de armas ligeras equivale a 1,1 billón de dólares, siendo el valor estimado del comercio no declarado 872 millones de la misma moneda (el 78% del volumen total). Esto nos da una aproximación de la participación del tráfico ilícito de armas de fuego en la economía mundial. Es igual de significativa su participación en el crimen organizado, donde no solamente facilita la estructuración de negocios adyacentes –especialmente el narcotráfico– sino que también, mediante el fácil acceso de armas de fuego a los estratos más vulnerables del sistema, produce la intensificación de la violencia, tanto en el seno de la sociedad como en el modo de regulación del delito.
Frente a esta realidad, la Organización Mundial de la Salud reconoce que la posibilidad de que un joven latinoamericano sea víctima de un homicidio por el uso de un arma de fuego es 84 veces mayor a la de un europeo y 115 veces mayor a la de un escocés, húngaro, inglés, austríaco, japonés o irlandés, por ejemplo. La segunda edición de Carga Global de la Violencia Armada (Ginebra, 2011) dice que nueve de cada diez muertes violentas ocurren en contextos exentos de conflictos armados. Un total de 25% de todas las muertes violentas ocurren en tan sólo 14 países, con una tasa anual promedio superior a 30 muertes violentas por 100.000 habitantes, de las cuales la mitad se encuentra en el continente americano. Los niveles de violencia armada en algunos países exentos de conflictos se asemejan a los de las zonas en conflicto. En un año promedio entre 2004 y 2009, el número de muertes por habitante fue mayor en El Salvador que en Irak.
Entretanto, en la Argentina el Sistema Nacional de Información Criminal (SNIC), durante el año 2008, registró a nivel nacional 2.305 homicidios dolosos (5,3 cada 100 mil habitantes), de los cuales la mitad se cometió con armas de fuego. Esta fuente también confirma que la mayor parte de los homicidios dolosos no se produce en ocasión de otro delito, como un robo, por lo que se infiere que la mayor parte de estos hechos se producen entre personas con algún grado de relación. En la Argentina, a partir de datos de la Universidad Nacional de Lanús, sabemos que, extendiendo el análisis a un período de 18 años (1990-2008), ocurrieron 59.339 muertes por armas de fuego, que superan en número a otras causas de muerte como el sida, la tuberculosis, la leucemia y la meningitis. Son 3.296 muertes al año (8,2 cada 100 mil habitantes). Por su parte, de acuerdo con la Encuesta sobre Factores de Riesgo llevada a cabo en el año 2007 por el Ministerio de Salud, el 9,8% de la población tiene un arma de fuego en su entorno.
En el caso de la Argentina, como en la mayoría de los países del Cono Sur que comparten una idiosincrasia similar, la violencia interpersonal tiene su expresión en la violencia armada. Frente a un modelo social policialista, que actúa ante la ausencia de mecanismos de gestión de la conflictividad social, la sociedad procura armarse en “defensa propia”, pretendiendo un alcance generalizado de la institución de la “legítima defensa”. En este escenario encontramos casos de ciudadanos que portan armas para sentirse más seguros o para hacer sentir más seguros a sus grupos de referencia frente a posibles agresores estigmatizados, hasta casos de violencia de género, violencia interpersonal, amenazas, accidentes o suicidios.
En ocasión de esta conflictiva es que la violencia armada se transforma en un problema de seguridad pública produciendo fuertes impactos en la salud pública y afectando definitivamente el desarrollo social en el marco de la cultura de la paz y la no violencia.
El desarme voluntario en la Argentina, el gran motivador
La política de desarme es una política fundamental para garantizar y mantener un desarrollo pacífico de la vida social y el bienestar social asociado. Es obligación del Estado de Derecho asegurar, promover y resguardar la paz social bajo parámetros generales que garanticen el pleno goce de los derechos y libertades constitucionales. En términos concretos, ello se logra a partir de la implementación de programas y políticas públicas consecuentes con dicho fin. La política de desarme, en el marco de las políticas de seguridad pública, opera como una política específica orientada a la prevención de la violencia. Esta, junto a las diferentes estrategias de prevención de la violencia y el delito, la política de acceso a la justicia y de resolución alternativa de conflictos, son políticas específicas destinadas a trabajar, en conjunto, sobre la disminución de hechos de violencia y la construcción de un Estado con más capacidad y calidad de gestión en beneficio de una sociedad, en consecuencia, con menor niveles de violencia.
El Programa Nacional de Entrega Voluntaria de Armas de Fuego (popularmente conocido como el Plan Nacional de Desarme) fue promulgado por ley 26.216 en enero del 2007 y su primer período puesto en marcha en julio del mismo año. La citada ley declara la emergencia nacional en materia de armas de fuego, municiones, explosivos y demás materiales controlados por la normativa vigente y, entre otras medidas, crea el Programa Nacional de Entrega Voluntaria de Armas de Fuego (art. 3º) con el fin de disminuir el uso y proliferación de armas de fuego; reducir la cantidad de accidentes, hechos de violencia y delitos ocasionados por el acceso y uso de armas de fuego; promover la sensibilización acerca de los riesgos relacionados y promover una cultura de la no tenencia y no uso de las armas de fuego (art. 4°). En razón de los buenos resultados relevados en su primer período de ejecución (el artículo 5° establece dos períodos de 180 días, prorrogable por igual término) el programa no solamente prorrogó la misma por igual término, sino que, además, el Ejecutivo a través del decreto 560/08, como el Congreso Nacional a través de la promulgación de la ley 26.520/09 y la ley 26.644/10, aseguraron la continuidad de la política de desarme como agenda de gobierno y compromiso de gestión hasta la actualidad.
La aplicación del programa logró, en su primera etapa, la destrucción de 107.761 armas de fuego y 774.679 municiones. Las piezas fueron recibidas entre julio de 2007 y diciembre de 2009 y representan aproximadamente el 10% de las armas registradas en el país. A la fecha, el Programa de Entrega Voluntaria de Armas de fuego, en su segunda etapa, logró tener una buena recepción en la sociedad y sus resultados al día de hoy son de 20.101 armas de fuego y 192.691 municiones recibidas de manera anónima y voluntaria a cambio de un incentivo económico, según indica el RENAR en www.desarmevoluntario.gov.ar. Los números de recepción de armas demuestran la existencia de una demanda instalada en la sociedad en procura de la construcción de una sociedad menos violenta: 248 armas diarias destruidas en 27 meses de implementación del plan representan un récord en la historia de las destrucciones hechas en el país.
El control y prevención de la violencia armada en el marco de un nuevo modelo de seguridad pública democrática
La política de desarme tiene un fin concreto: disminuir la proliferación de armas de fuego en manos de la sociedad civil con el objetivo principal de evitar hechos de violencia. Esto implica un cambio de paradigma fundamental en la mirada que se tiene sobre la construcción de la seguridad pública, pasando de una mirada puesta en el mantenimiento del orden (ya sea a manos del Estado o a manos de la propia sociedad), a otra que promueve acciones tendientes a disuadir y prevenir hechos de violencia y construir un modelo de seguridad pública garante del pleno ejercicio y goce de los derechos y libertades adquiridos. La construcción de un nuevo modelo de seguridad pública democrática viene a barrer con la alternativa del modelo autoritario de mantenimiento del orden y el control social, y del modelo cómplice de consumo que imponen a la democracia los “negocios” de la inseguridad pública y los pactos espurios. Implica que el Estado asuma su rol de garante de la seguridad pública en tanto único detentor del monopolio de la fuerza pública, y que, a diferencia del modelo tradicional que nos imponía un Estado ausente, cómplice y autoritario, en cambio, la sociedad sepa que debe imponerle la obligación al Estado de transformar aquel modelo en otro, donde el derecho a la seguridad sea resguardado de manera tan democrática como eficiente. En este sentido, el desarme, como tantas otras políticas de corte preventivo, es un ejemplo claro de agenda de seguridad pública desde la perspectiva de promoción y protección de derechos.
De igual modo, las políticas de control y fiscalización del mercado legal de armas, como las políticas de persecución del delito, deben poder volcarse con especificidad en la agenda de seguridad y control de armas. El mercado legal es un diverso proveedor de armas de fuego y municiones al mercado ilegal a través de robos, desvíos o triangulaciones internacionales, por lo que las políticas de regulación de las actividades legales son estratégicas para reducir el campo de la persecución penal.
Asimismo, la política de investigación criminal y de persecución penal debe encararse como una agenda de fuerte cooperación regional para el intercambio de información, el alerta temprano del delito y la consecuente actuación interestatal, reconociendo el tráfico ilícito de armas de fuego como delito de carácter transnacional.
También, profundizar el modelo implica trabajar concienzudamente la profesionalización de la función policial. Esto implica la conducción de un desafío de largo plazo que permita debatir el rol policial, sus alcances, sus límites, su pertenencia al sistema de seguridad y a la política de seguridad pública, los límites éticos del uso de la fuerza y del empleo de armas de fuego, como lo relativo a los códigos de conducta profesional. En definitiva, su adscripción a un modelo democrático de seguridad que imponga claros límites legales, éticos, profesionales y funcionales a la institución.
La prevención de la violencia armada a través de programas de no proliferación, la fiscalización del mercado legal a través del control efectivo de las actividades legales y la estricta regulación del mercado y la persecución del mercado ilegal a través de políticas de reducción del tráfico ilegal de armas de fuego en todas sus formas, son tres aristas fundamentales para el correcto abordaje del problema de la violencia armada.
Conclusiones
La enunciación de los vínculos Estado y sociedad que atraviesa el alcance y complejidad de los impactos de la violencia armada obliga a un correlato de política transversal como lo es la política de control de armas y desarme. Una política de estas características sólo puede ser exitosa en el marco de una agenda de seguridad pública democrática, donde se busque resolver los problemas de delito y violencia de modo eficaz y respetuoso de los derechos y libertades, al tiempo que se procure rescatar el sentido de lo público en tanto espacio de cohesión social, responsable por la construcción de las relaciones sociales que definen el sentido orgánico de una comunidad.
El combate contra otras formas de violencia –la inequidad, la exclusión, los abusos de poder, por nombrar dimensiones básicas– son luchas que no acaban en las citadas políticas sectoriales (de seguridad y justicia), por lo que, sin lugar a dudas, es indispensable que el Estado sea capaz de diseñar programas que permitan poner en articulación permanente los objetivos de diferentes políticas esenciales para construir un Estado democrático, inteligente, eficiente y con amplios márgenes de participación social.
Autorxs
Carola Concaro:
Licenciada en Ciencia Política UBA. Directora Ejecutiva del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED).