Poder y espacio: hacia una visión dialéctica de la región
La relación entre políticas públicas y capital concentrado es un elemento central para entender las dinámicas productivas regionales. Es necesario redefinir las nociones de espacio y región, dotándolas de un sentido ideológico, vinculado a un modelo económico y a un proyecto político, para poder así modificar la lógica de maximización de las ganancias y favorecer a los trabajadores locales.
| Por Soledad González Alvarisqueta y Ariel García |
En estas líneas nos interesa plantear algunos aspectos que usualmente se desconocen o pasan por alto en los análisis y políticas públicas con aspiración regional. Para ello, exponemos aportes realizados desde la geografía y la economía. Nos guía la inquietud sobre el papel del espacio y la región en los procesos económicos. Más precisamente, nuestro objetivo es desarrollar las definiciones de espacio y región en función de aportar al conocimiento de la relación entre políticas públicas y capital concentrado. Revisitar diversos aportes clásicos y contemporáneos puede ser útil para proponer lineamientos de un renovado método con el que abordar la región, lo que proyectemos a través de estas y lo que construyamos de las mismas.
Esta contribución se organiza en tres secciones. En la primera, realizamos un breve abordaje conceptual, en el cual exponemos definiciones en torno a las nociones de espacio y región desde una perspectiva dialéctica. En la segunda, presentamos algunos aspectos que a nuestro juicio deberían considerarse a la hora de analizar las políticas públicas sectoriales y regionales en su relación con el accionar habitual de las empresas de capital concentrado (particularmente, la inversión en infraestructura e innovación y la canalización de excedentes por parte de las empresas privadas). Por último, realizamos algunas reflexiones que esperamos inicien un debate fecundo.
¿De qué hablamos cuando hablamos de espacio y de región?
El espacio como categoría analítica ha sufrido cambios a través del tiempo. Aquí discutimos que el espacio esté destinado a ser sólo una dimensión de lo social. Actualmente resulta extendida la idea de que este es una construcción social. Sin embargo, bajo esa afirmación tan sólo la mitad del argumento ha sido desarrollada. Se suele decir que lo espacial es una construcción social, aunque se desestima que los procesos sociales se producen (condicionan, legitiman y un largo etc.) en el espacio. Si el espacio fuera sólo un resultado, las distribuciones geográficas serían meros resultados de los procesos sociales. Una de las consecuencias más significativas de este desconocimiento radica en que usualmente los estudios sociales tienden a profundizar en las dimensiones temporales, aunque de su análisis se desprende que el “mundo pareciera caber en la cabeza de un alfiler”, tal como lo expresa Doreen Massey en su libro Un sentido global del lugar. De tal modo, aspectos centrales como la localización, la distancia, los movimientos, las distribuciones, suelen ser relegados como acontecimientos con potencia explicativa.
Desde la perspectiva dialéctica que aquí suscribimos, las distribuciones espaciales y las diferenciaciones geográficas pueden ser el resultado de los procesos sociales aunque también influye el funcionamiento de tales procesos (también de los hechos naturales, aun considerando la frontera espacial y temporalmente difusa de nuestra percepción sobre lo social y lo natural).
Entonces, lo espacial es más que un resultado, es parte de la explicación. Pero no es la forma espacial, la distancia y/o el movimiento los que de por sí solos tienen efectos, sino la forma espacial que adoptan los procesos sociales particulares y específicos en cada lugar y las relaciones sociales que en él se desarrollan. En suma, una definición completa de “lo espacial” debería incluir un registro de procesos sociales, la distancia –así como su impronta y connotación en cada tiempo y sociedad–, los movimientos, las diferenciaciones entre lugares, sus simbolismos e identidades. A nuestro juicio, estos aspectos resultan centrales a la hora de comprender las construcciones, los funcionamientos, la reproducción y transformación de las sociedades en sus partes o en su totalidad. El primer avance debería aparecer necesariamente desde la concepción de la problemática, aunque una transformación efectiva de los espacios y las relaciones de poder que lo constituyen debería conducir hacia que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente –de manera transformadora de las relaciones de subordinación imperantes– su intercambio de materias con la naturaleza.
Si dotamos al espacio de capacidad explicativa, consideramos que puede hacerse lo propio con región, una de las nociones más comunes de los estudios con pretendida vocación espacial. En efecto, para definir qué es una región, resulta necesario empezar por exponer lo que consideramos que no es. Una enumeración que descarte atributos usualmente asociados a la región parece necesaria, toda vez que se trata de una noción que tiende a usarse como cliché, acríticamente, con posturas disímiles y hasta contradictorias. Desde la visión que aquí propugnamos, en los diagnósticos y propuestas de adscripción regional, la región suele tratarse como una construcción a-histórica, lineal e isomorfa. Para trascender este legado, debe ser entendida más allá de un simple contenedor delimitado a partir de la agregación de jurisdicciones para la planificación. Su delimitación resulta insuficiente si se realiza únicamente en función de aspectos económicos o a partir de los estrictamente políticos que desconocen las influencias regionales en tales aspectos.
Usualmente, los estudios regionales que han intentado realizar abordajes integrales a partir de diversidad de problemas sociales buscaron incorporar la esquiva cuestión del poder. En efecto, el análisis de la espacialidad del poder ha preocupado a quienes intentan superar abordajes cuantitativos de adscripción neoclásica. Tales abordajes han ignorado o subsumido la cuestión espacial de los procesos productivos y/o bien han considerado a la región como sinónimo de soporte físico y/o receptáculo material sin relevancia para explicar los fenómenos sociales.
Esta idea generalizada contradice la propuesta metodológica de pioneros de la disciplina geográfica como Reclús y Kropotkin por caso, que insistieron en la necesidad de un trabajo de síntesis que seleccionara los elementos geográficos de la región en función de los problemas a abordar. Sin embargo, en los hechos el método tendió a ser exhaustivo, acrítico y generalizador. Influido por el cuantitivismo que alcanzó a las ciencias sociales a mitad del siglo XX, llegó a caracterizarse por su extensión y mera aspiración descriptiva.
Por lo antedicho, desde una perspectiva que privilegia el análisis crítico, la región puede entenderse como una construcción social, formada por y a partir de relaciones de poder, en donde el accionar de los diversos actores se ve condicionado por la localización, la distancia, los movimientos y la identidad regional, intentando definir en ese marco la orientación que han de tener las actividades productivas, sociales y políticas. Desde esta perspectiva, el espacio deja de ser sólo el resultado del accionar social y pasa a ser parte de la explicación. Entonces, la delimitación de una región dista de ser algo natural. Es producto de una decisión consciente o inconsciente, nunca casual ni accidental.
De este modo, la delimitación de una región es histórica. Su contenido es ideológico, remite a un proyecto político y a un modelo económico, a una perspectiva cultural que se impone a otras posibles y en la que la región incide procesando las intervenciones de los diversos actores.
Política pública, actores y regiones
Acercándonos a la política pública como campo de disputa por el sentido y trayectoria de/en las regiones, estas han sido el contenedor conceptual tradicional de la planificación, de la promoción de actividades económicas. Desde diversas ópticas, sobre todo desde la desarrollista, se ha considerado a la promoción regional como vehículo indispensable para promover inversiones. Más allá de esta premisa, han prevalecido desacuerdos y visiones contrapuestas acerca de cómo se puede canalizar la afluencia de capital hacia un lugar y/o actividad específicos. Desde distintas visiones, incluso las favorables a una intervención activa del Estado tendiente a desarrollar sectores productivos y empresas, se han desestimado aspectos ligados con el origen del capital así como las prácticas organizativas de las empresas y los objetivos efectivos de estas respecto de su entorno social y ambiental. Por ende, lo que primó fue la idea de que era necesario el crecimiento, relegando hacia un segundo plano los costos e implicancias sociales de ello. Incluso, se han tendido a desconocer las implicancias negativas que sobre una formación espacial posee el drenaje del capital generado en ella o las consecuencias adversas que pueden tener el incremento de la productividad del trabajo sobre los puestos de trabajo de los empleados menos calificados, usualmente originarios de las “regiones promocionadas”.
De este modo, las políticas sectoriales y/o de promoción regional han tendido a favorecer una inversión de capital que garantizara el incremento de la tasa de ganancia a nivel de empresa, relegando las consideraciones colectivas. Esta es la idea que ha primado en planes de renombre, tales como el Marshall o la Alianza para el Progreso, los que han tenido junto a otros, menos conocidos, desigual alcance e inequitativo desenlace. Un aspecto común a los citados planes de pretendida inspiración desarrollista ha sido su efectiva desestimación por las condiciones de equidad, democracia sindical, reparto de las decisiones y la riqueza. Estas ideas se han planteado como expresiones de buena voluntad, raramente trascendieron el papel y/o tuvieron una materialización en las regiones. O bien, aun a pesar de los destacables intentos que pudieran haberse realizado desde la propia intervención estatal, en el ámbito de la región sus actores han dirimido cambios y/o continuidades en las relaciones sociales a partir de la apropiación diferencial de los beneficios de las políticas públicas. Estos cambios y/o continuidades habitualmente han tenido que ver con el nivel de concentración económica que han alcanzado los actores. En definitiva, esa capacidad diferencial es a la que aludimos cuando pensamos en el poder. Es decir, a la capacidad de algunos actores para subordinar a otros –sobre los que incluso no poseen relación legal o legislada alguna– a sus intereses.
Esquemáticamente, la participación del Estado puede responder a la propia lógica de acumulación de poder de quienes son sus funcionarios, indistintamente cuáles sean las motivaciones que impulsan su accionar. Esta cuestión implica puntos de tensión entre el rol estatal como “gerente de la burguesía” –avalar la apropiación del excedente y sostener un nivel de rentabilidad– y su rol de “garante del bien común” –asegurar la gobernabilidad y la armonía social–. Usualmente, el crecimiento económico, el desarrollo de las fuerzas productivas y la capacidad de compra a nivel nacional se encuentra supeditado a la creación de nuevas mercancías y a la ampliación de las posibilidades de consumo de la población, aspectos en los que sector privado juega un rol determinante en las sociedades occidentales. Este esquema luce naturalizado por un saber sedimentado, el cual suele repetirse acríticamente en los diagnósticos y propuestas con perfil regional. De tal modo, ya no suele discutirse de quién es la necesidad de generar valor agregado en las distintas etapas de elaboración de las mercancías. Abandonada o desestimada la discusión sobre los quiénes, los porqués y los cómos, se siguen indicadores que evalúan (“miden”) la performance productiva, sus cantidades y precios. Embarcados en una carrera por perfeccionar y aumentar la relevancia de los números, tienden a quedar subsumidos interrogantes para nada naturales, tales como ¿quiénes producen?, ¿quiénes invierten?, ¿quiénes se apropian del excedente económico?
Resulta usual que se considere al mercado como el espacio donde “se asignan” los recursos. Habitualmente se puede percibir al mercado como “el reino de la libertad”, donde cada quien cuenta con infinitas posibilidades de compra y venta (siempre que disponga del medio de cambio o demanda de su propia mercancía). Sin embargo, el mercado reproduce condiciones asimétricas –para nada naturales– de generación de los medios adecuados para la vida, no sólo entre consumidores, sino también en las economías regionales, generando diferencias entre los productores de las mercancías.
Llevando el planteo a la asignación o aprovechamiento de los bienes públicos, se repite la asimetría en la capacidad de apropiarse de las inversiones/gastos que efectúa el Estado en políticas de subsidio a la producción, que generan dinámicas negativas para el sostenimiento de la producción a más largo plazo.
Siguiendo a James O’Connor, en La crisis fiscal del Estado, como parte del gasto estatal se puede identificar el dirigido a proyectos y servicios necesarios para el mantenimiento del bienestar social –cuyo fin principal consiste en asegurar la soberanía del Estado– y contribuir al sostenimiento de la demanda agregada.
En segundo lugar, puede identificarse otro tipo de gasto, el capital social, dirigido a incrementar indirectamente la rentabilidad del capital. El Estado participa así de la actividad económica asumiendo distintos costos para subsidiar la inversión y rentabilidad del capital, posibilitando las condiciones para un aumento del plusvalor extraído en el proceso de producción. Por un lado, se trata de intervenciones que actúan disminuyendo el costo de reproducción de la fuerza de trabajo, cuestión perceptible en los servicios de educación y salud, en las políticas de hábitat o en la seguridad social. Por otro, el Estado realiza inversiones como son las obras de infraestructura, parques industriales e investigación científica que –apropiadas y ejecutadas por el capital privado– también pueden contribuir a incrementar la tasa de ganancia entre el capital privado. Una inversión en investigación y desarrollo suele presentar una ecuación de significativo riesgo, lo cual desalienta al capital a embarcarse en tales proyectos.
Cuando se introducen innovaciones, el capital concentrado –léase grandes empresas– cuenta con más herramientas para canalizarlas y retenerlas para sí. Estos procesos poseen su correlato en las regiones –sus particularidades, sus identidades– donde las condiciones de posibilidad implican que la capacidad diferencial de los principales actores a la que antes aludíamos siga siendo posible y hasta acrecentada.
Desde esta perspectiva, el ciclo económico que sigue a la apropiación de las innovaciones resulta virtuoso para el capital concentrado que –en su proceso de expansión mediante el derribo de barreras espaciales y aceleración de las transacciones– logra traccionar para sí un aumento de la productividad. Sin embargo, la dinámica posee distintos efectos sobre la sociedad en su conjunto. El impacto de la innovación sobre la productividad puede trasladarse hacia un nivel mayor de salarios, pero esto no se generaliza al total de los trabajadores, ocasionando que la demanda agregada para el conjunto de la sociedad crezca a un ritmo menor al de la oferta agregada. Además, los aumentos en la productividad implican una reducción en la cantidad de obreros ocupados por unidad de producto. Es decir, tales aumentos contribuyen al desempleo y el “ejército industrial de reserva” presiona el nivel de salarios a la baja, con su impacto negativo sobre la capacidad de negociación tanto individual como colectiva de los trabajadores y sobre el valor de la fuerza de trabajo de los obreros asalariados. Se trata de una revancha del capital sobre el trabajo. Para el capital en su conjunto, la disminución en el número de obreros ocupados y la presión que la mayor oferta ejerce sobre el salario resulta en una demanda agregada disminuida, situación que puede verse temporalmente morigerada por la financierización de los asalariados mediante crédito bancario. Esta contradicción a nivel global es posible debido a la individualidad con la que actúan quienes asumen la gestión de la multiplicidad de empresas. En este esquema, el Estado cumple una función subsidiaria hasta aquí esbozada, al ocuparse de los obreros desplazados de la actividad productiva mediante programas de asistencia estatal.
Por último, el capital concentrado también opera en el sentido de diversificar sus inversiones y avanzar sobre mercados o actividades donde antes el pequeño capital era preponderante. El efecto es el mismo que analizábamos anteriormente, cae la demanda global de trabajo, se reduce el nivel general de salarios, se reduce la demanda agregada para el total de la producción, lo que puede desatar un nuevo mecanismo de contracción. La dinámica implica nuevos gastos que el Estado tiene que afrontar para cumplir su objetivo de legitimidad: se hace necesario intensificar los programas de asistencia y/o aumentar el empleo estatal para propender al mantenimiento del bienestar social y contribuir al sostenimiento de la demanda agregada.
Reflexiones para el debate
A partir de lo expuesto, resulta significativa la relación entre políticas públicas y capital concentrado en las regiones. En esa imbricación pueden advertirse las capacidades diferenciales del mismo de usufructuar los beneficios de las políticas públicas, capacidades destinadas a maximizar la tasa de ganancia del capital en el corto plazo. Sin embargo, esa capacidad de apropiación diferencial tiende a minar la demanda agregada al ahorrar costos, entre ellos la mano de obra. En el contexto político latinoamericano de principios de siglo XXI, resulta necesario reorientar y afianzar las políticas públicas hacia los actores más débiles de cada región. La decisión de cuestionar los mecanismos de reproducción del poder económico sigue siendo política.
Como se habrá observado, la definición de lo espacial y lo regional tiene influencia en la región, esta se encuentra lejos de comprender una mera dimensión pasiva o dependiente. En la región y a través de ella se dirime el poder, en las políticas públicas subsisten, se amplifican o discuten las tendencias económicas que convienen a quienes cuentan con capacidad diferencial para imponer su interés. Los criterios de delimitación influyen en la política pública con aspiración regional, así como la formación regional incide, influye y procesa de forma particular el sentido original de cada intervención estatal. Por lo tanto, resulta fundamental indagar las distancias entre los objetivos explícitos de las políticas públicas y sus consecuencias efectivas en cada lugar particular a partir del conocimiento del mismo y –sobre todo– de las relaciones de poder que en él y a través de él operan.
Autorxs
Soledad González Alvarisqueta:
Lic. en Economía. Comisión de Economías Regionales del Plan Fénix, Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de Buenos Aires.
Ariel García:
Doctor en Geografía. Centro de Estudios Urbanos y Regionales, CONICET.