Notas sobre el trabajo en drogas desde el territorio

Notas sobre el trabajo en drogas desde el territorio

La asistencia y la prevención parecen tener cada una su territorio específico: el institucional y el comunitario. Sin embargo, esta diferenciación lo que hace es ocultar las relaciones de poder que generan la desigualdad que da forma a la vulnerabilidad de los sujetos. Un abordaje diferente que busca alimentar nuevas formas de relaciones que permitan transformar lo instituido.

| Por Paula Goltzman |

En los años recientes existe un interés creciente por la dimensión territorial del problema de las drogas. Interés que se expresa, por un lado, en la preocupación por la expansión del tráfico de drogas y su impacto en los territorios –en especial los territorios pobres–, en las redes sociales, los vínculos e identidades que se construyen entre actores sociales y que marcan formas de ocupar y vivir en dichos territorios, y por otro, en las cuestiones vinculadas a acercar la oferta terapéutica asistencial de los problemas asociados a las drogas, concentrada históricamente dentro de espacios institucionales.

Territorio y comunidad no son lo mismo; son conceptos que condensan complejidad y polisemia de sentidos y que en varios puntos se bordean y pisan. A los fines de este artículo, vamos a entender territorio como esa dimensión geográfica-espacial de las relaciones sociales, de los sentidos, de las identidades construidas a partir del modo en que los sujetos ocupan y usan “ese” territorio. Y la comunidad en un sentido básico remite a “lo común”, a lo que no es privativo de uno solo sino que es compartido con otros, remite a las relaciones construidas en un territorio. Pensamos en un territorio ocupado por múltiples redes de relaciones que tienen la misma capacidad de entrelazarse como de limitarse entre ellas, de integrarse como de excluirse, de participar como de segregarse; un territorio que se espirala en estas y otras posibilidades como se espirala el poder.

Volviendo al tema que nos ocupa, este resurgimiento del interés por lo comunitario y lo territorial solo es entendible si al mismo tiempo se consideran otras dos variables: las respuestas tradicionales en el campo de la atención de los problemas de drogas y la posición del Estado que implementa políticas sociales que sostienen en sus principios orientadores la “intervención en los territorios”.

Las respuestas de atención

Si fuera posible condensar en pocos renglones la tradición terapéutica asistencial en la atención de los problemas de drogas en nuestro país, comenzaría por una categórica descripción: la misma se ha concentrado casi con exclusividad en los espacios institucionales antes que en los espacios territoriales. De manera fragmentada y con un alto nivel de dispersión en la modalidad de sus dispositivos, la oferta asistencial ha oscilado desde comunidades terapéuticas privadas y con subsidio estatal, centros de día y servicios ambulatorios, hasta hospitales psiquiátricos. En todos ellos conviven, como hemos señalado en otros trabajos, una diversidad de dispositivos (psicoanalíticos, sistémicos, conductuales, de autoayuda), muchas veces incluso en la misma institución. Lo que queda claro en esa fragmentación y dispersión, que no es privativa del campo de drogas sino de la atención de la salud y en especial de la salud mental, es que la asistencia ha estado reservada al campo de lo institucional, mientras que lo comunitario y lo territorial se ha presentado como el campo de la prevención. Algo así como “prevenimos en lo comunitario y curamos en las instituciones”.

Una escisión de acciones cuyos límites reales son borrosos, pero que las formaciones disciplinares así como los modelos de atención hegemónicos en salud –presentes también en el campo de las adicciones– persisten en su distinción. Si algo caracteriza a las instituciones, y sobre todo a las instituciones de atención de la salud, es el dominio del saber profesional. Un saber con mayúsculas que se levanta sobre otros saberes existentes; un saber que sabe lo que conviene y lo que es bueno para otro, más aún si ese otro –como en el caso de las personas que usan drogas– es un otro “infantilizado”, “desresponsabilizado”, “fallido/fallado” en sus decisiones vitales, “carente” del sentido que le permitiría distinguir condiciones de riesgo de condiciones de seguridad, y de la voluntad que le permitiría tomar decisiones sobre ellas.

Distintos elementos están influyendo en los últimos años para un cierto desplazamiento de este orden. La propia complejidad de los problemas que se enfrentan y de su mano, la saturación o desborde de las respuestas tradicionales. Cuestiones vinculadas a las barreras de accesibilidad de las personas que usan drogas, en especial los más jóvenes y los más pobres, a las instituciones de atención; barreras que se expresan no solo en aspectos geográficos y económicos sino también en debates más profundos vinculados a la eficacia de algunos discursos terapéuticos en contextos de pobreza. El impulso que les ha dado a los paradigmas no asilares la Ley de Salud Mental; el debate por los derechos de distintos grupos minoritarios (aunque no por eso menos activos) y los procesos de autonomización/heteronomización de los sujetos, entre otros.

Con todo ello, estamos observando que la preocupación por cómo asistir el padecimiento por el consumo de drogas empieza a desplegarse también en los territorios.

Las políticas sociales en los territorios

Lo territorial ha estado presente siempre en las políticas. No es un dominio de la última década, o de las políticas de este siglo XXI. Lo que sin duda se ha ido trastocando es el sentido desde el cual las políticas sociales han ido abordando la cuestión territorial. Excede a estas notas hacer un repaso histórico; solo diremos que los feroces ’90 encontraron a los territorios lanzados a la suerte de gestionar/se de la mejor manera posible los recursos, detrás del argumento que descentralizar era la manera más eficaz de institucionalizar las políticas; las políticas de drogas, como señala Graciela Touzé, se concentraron desde lo asistencial en un “marcado crecimiento de la oferta institucional de servicios”, y desde lo preventivo, en un discurso concentrado en la tutela y el control.

Hoy, con otro Estado que el de los ’90, las políticas sociales mantienen una relación diferente con los territorios, no siempre ordenada ni fácil de gestionar. La superposición de jurisdicciones y políticas en un mismo territorio genera a veces una caótica relación entre responsabilidades y recursos y, frente a un “exceso de territorialidad”, a veces se desdibuja el lugar de las instituciones tradicionales. ¿Cuál y cómo es la intervención del centro de salud?, ¿y la del hospital? ¿O la escuela? ¿Cómo se entretejen estos actores tradicionales con las organizaciones sociales, los vecinos organizados, o simplemente los vecinos?

Otros sentidos son los que se proponen como hilos que van atando estas y otras preguntas, como por ejemplo el de la reconfiguración de las prácticas institucionales, una perspectiva de reconocimiento de derechos sociales y un sujeto social centralmente reposicionado pero que, al menos para el caso de las políticas de drogas, requiere una profunda revisión de los paradigmas dominantes, y todavía un largo debate sobre cómo coherentizar esos sentidos en el campo de las intervenciones en drogas.

Algunas claves para pensar las intervenciones en el campo de las drogas

Trataremos de plantear aquí algunos de los elementos distintivos que hacen al trabajo territorial, y a los desafíos en el campo de la asistencia en drogas, para no replicar lógicas institucionales que conducirían sino al fracaso, al menos a ser solo eso, repitencia de dispositivos en otro contexto.

El primer señalamiento remite a lo que desde los espacios institucionales se denomina “el contexto de los sujetos” o “el contexto del problema” pero que en el territorio se torna el texto de la intervención misma. En el territorio, las drogas se consumen a la vista de quien quiera verlo, pero también se venden, se canjean, se transportan, circulan entre las calles y en las esquinas. Algunos miran aún absortos mientras otros miran cómplices, son centro y periferia de disputas y alianzas entre vecinos y amigos. La complejidad del problema se percibe en el territorio en sus variadas dimensiones. El centro de nuestras prácticas no trata sobre un sujeto que llega a las instituciones expresando un padecimiento y un relato sobre el contexto en el que vive y se mueve. El centro de nuestras prácticas es el contexto mismo, y será la agenda de ese territorio y la que construyamos con sus actores la que nos indicará cuál es la puerta de entrada a esa complejidad y por ende al proceso de intervención mismo. Podrá ser la atención al sujeto que padece, pero podrá ser la mesa barrial que discute qué hacer para controlar el microtráfico, o aquella que plantea las acciones para mejorar las condiciones del hábitat en que se vive, o el debate por el sistema social que genera esas condiciones.

Otro elemento distintivo de lo territorial es la cuestión del saber y las incumbencias profesionales y disciplinares. Lo territorial cuestiona todo el tiempo los saberes. Mientras los saberes academicistas son inmunes a ese cuestionamiento y por eso mismo inútiles, los saberes académicos son interpelados e invitados a reinventarse. Las barreras disciplinares se desdibujan porque los problemas que se abordan en el espacio territorial son, como ha escrito Volnovich, profundamente indisciplinados, difíciles de etiquetar y de describir desde una única lente de saber. En lo personal, este es el punto más complejo de las intervenciones territoriales porque, si se me permite la ironía, si para algo pasamos por la universidad fue para que nos dieran patente de conocimiento. Sin embargo, la construcción de un nuevo conocimiento que no reniegue de lo transitado en esos espacios pero que sea honestamente capaz de escuchar y comprender otros saberes circulantes, la capacidad de construir colectivamente un nuevo diálogo de saberes y por ende nuevas explicaciones sobre los problemas, es uno de los puntos más complejos y ricos de estos espacios de interacción. ¿Quién sabe cómo se padece usando drogas? Y más aún, ¿quién sabe cómo también se disfruta usándolas? ¿Quiénes pueden explicar los sentimientos de indefensión frente al poder corrupto que habilita la compra/venta de drogas en las esquinas?, ¿y quiénes pueden explicar por qué esa misma compra/venta es para algunos una vía para un vivir mejor? ¿Cómo construimos una nueva idea de “accesible” que transite entre las consabidas barreras de accesibilidad descriptas por infinidad de autores del campo de la salud, y la experiencia de las puertas cerradas o del “Yo adictos no atiendo”, expresadas por algunos profesionales que pasaron por esa misma universidad que patentó saberes?

Otro elemento que caracteriza a estos espacios es la no linealidad de las intervenciones. Si bien no es excluyente del campo de lo territorial, la relación con el tiempo y el espacio adquiere otra forma que no se vincula tanto a la linealidad de objetivos, acciones y resultados tan afín a muchas profesiones y a las directrices de ciertos espacios, como a un ritmo singular que está dado por la forma del entramado social y por los actores presentes en ese escenario territorial. Entonces, actores, redes de relaciones, tiempo y espacio –o sea sucesos– se convierten en los elementos distintivos de lo que va a conformar el proceso de trabajo en el territorio. Una lógica procesual es también una lógica gradual, donde no hay linealidad ni saltos. O si los hay, suele ser nuevamente la relación con el tiempo y el espacio –o sea los sucesos– la que nos dará la medida de lo posible. Algo así como querer subir una escalera apoyando un pie en el primer escalón y otro en el décimo. Imposible no es, pero sí arriesgado (¡no se quejen si lo prueban y se tuercen un tobillo!) y posiblemente poco efectivo en términos de la trayectoria de nuestros cuerpos por ese espacio. Una escalera está hecha de vacíos y peldaños, estos últimos son en los que nos apoyamos para hacer pie, medir la gravedad, tomar fuerza, ganar impulso y enfrentar el vacío hasta el próximo peldaño. Así como la escalera, son las intervenciones en drogas. Si le pido a un usuario compulsivo que abandone “ya” el uso, imposible no es, pero sí riesgoso en términos de su psiquis dependiente y probablemente poco efectivo en términos de cómo camina y elige transitar su trayectoria personal y singular de relacionarse con los objetos.

Otro elemento a resaltar en las intervenciones comunitarias tiene que ver con la potencia y la falta. Estamos acostumbrados desde las instituciones de salud a hacer diagnósticos de los problemas, a mirar las patologías; la propia concepción hegemónica de los usos de drogas los ubica en el campo de las patologías. Nos entrenamos desde las instituciones a ver lo que falta más que lo que está. Sin embargo, en las intervenciones comunitarias se torna más visible que lo “enfermo” es al mismo tiempo funcional, que lo que es carencia nos señala casi en un mismo movimiento lo que está presente, lo que hay. Este reconocimiento se torna necesario para dar otro movimiento de las intervenciones territoriales que está dado por el acompañamiento. Acompañar no es ir con el otro y menos conducir al otro, es encontrar y delinear un modo de caminar juntos. El real acompañamiento entraña una enorme complejidad para poder desarrollarse. Acompañar no es pastorear juntos, es trazar un horizonte hacia el cual caminar, no está exento de direccionalidad, pero una direccionalidad que se arma en el diálogo entre los saberes que mencionábamos párrafos antes. En las intervenciones en drogas, y en especial frente a tantas vulnerabilidades sumadas, ¿cómo pensar desde estos sentidos el acompañamiento de un sujeto que necesita de un “cuerpo a cuerpo” para revisar su relación con los objetos?

Una última mención que no excluye otras omisiones cometidas: el territorio es por definición una forma espacial del ejercicio del poder. En el territorio, lo político es constitutivo de las relaciones entre los actores, nuevamente, no es contexto. Es el texto sobre el que se apoya el trabajo territorial, porque él es también político. Ocultar las relaciones de poder que condicionan el modo en que las drogas ocupan y circulan por los territorios es por lo menos falto de ética. Es poder lo que hace que unos sufran tanto por el uso de drogas mientras otros se recrean con ellas. Es poder la tremenda desigualdad que da forma a la vulnerabilidad de los sujetos, que hace que mientras unos gestionan los riesgos inherentes a cualquier uso de sustancias con, digamos, cierta autonomía, para otros, son las condiciones de vulnerabilidad las que tensionan sus posibilidades de gestionar esos mismos riesgos. Es poder que funcionalmente entonces, frente a estas vulnerabilidades, sean los heterocontroles impuestos o reclamados los que se presenten como la estrategia posible para sostener el control social.

El planteo que estamos haciendo seguramente pierde romanticismo, lejos de la idea del bien común y de que el trabajo comunitario es la alianza de los distintos por un objetivo en común. Decimos que el trabajo en el territorio es un escenario de disputas y conflictos necesarios de enfrentar si lo que pretendemos es cambiar el estatus imperante sobre el uso y los usuarios de drogas. En un artículo escrito no hace mucho junto con Jorgelina Di Iorio decíamos que el sistema explicativo del fenómeno de las drogas no se sostiene solo por la coerción y la fuerza de la ley, sino que hay otras formas discursivas, simbólicas, que operan sutil pero contundentemente en el mantenimiento de cierto orden de cosas. Es entonces el territorio el espacio para intervenir en la transformación de ese orden, que al menos para nosotros está claro, es injusto e irracional.

Intervenciones en y desde el territorio como campo de disputa y campo de creación, desde donde es posible asistir y cuidar al otro, prevenirnos no necesariamente de la droga, sino de los discursos que suponen que ahí radica el mal de todos nuestros males, mientras se silencian las formas de gestionar los riesgos y por ende nos condenan a sufrir los daños del consumo, y sobre todo, taponan las posibilidades de crear nuevas formas de relación y de “transformar lo que está instituido”.

Autorxs


Paula Goltzman:

Trabajadora social. Coordinadora del Área de Intervención de Intercambios Asociación Civil. Docente e investigadora en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de Moreno.